MEDALLÓN

Fue el momento más horrible de toda la vida de Ben Holiday.

La Marca de Hierro hizo avanzar a la serpiente-lobo entre las filas de demonios, acortando poco a poco la distancia que los separaba. La armadura negra estaba rayada y maltrecha, pero resplandecía perversamente en la penumbra. Las armas sobresalían de sus vainas y soportes: espadas, hachas de guerra, dagas y media docena de otras clases. Las extremidades y la espada de la Marca estaban provistas de espinas serradas, como las púas de un puerco espín. El yelmo con la calavera tenía la visera echada; pero, a través de las ranuras del hierro sus ojos desprendían destellos rojizos.

Ben, que no se había dado cuenta hasta entonces, pudo comprobar que la Marca medía más de dos metros y medio de altura. Era enorme.

La serpiente-lobo alzó su cabeza de reptil. Sus enormes fauces se abrieron para mostrar los dientes. Emitió un siseo, como el que produce un chorro de vapor lanzado a toda presión, y su lengua se agitó en el aire.

La respiración de los demonios fue un contrapunto áspero y ansioso.

Ben se quedó paralizado de repente, se había sentido aterrado con anterioridad por cosas que encontró o peligros que tuvo que afrontar durante su estancia en Landover, pero nunca hasta ese extremo. Había llegado a pensar en un enfrentamiento equilibrado, pero ahora comprendía que era imposible. La Marca iba a matarlo y no sabía cómo impedírselo. Estaba aprisionado por su pánico, como un animal acorralado al fin por su enemigo más persistente. Hubiera salido corriendo de tener esa opción, pero no podía moverse. Tenía que quedarse allí, observando el avance del demonio, esperando su destrucción inevitable.

Con gran esfuerzo, logró introducir la mano en su túnica y coger con fuerza el medallón.

La superficie grabada imprimió en su mano el relieve del castillo, el sol naciente y el caballero montado. El medallón era la única esperanza que tenía, y se agarró a él con la desesperación de quien se agarra a un cabo salvavidas cuando está a punto de ahogarse.

—¡Ayúdame!, imploró.

Los demonios emitieron un agudo siseo de triunfo anticipado. La Marca refrenó a la serpiente-lobo y el yelmo con la calavera se alzó con lentitud.

Aún no es demasiado tarde, aún puedo escapar, gritó Ben en el silencio de su mente. ¡Aún puedo usar el medallón para salvarme!

Algo se introdujo en su memoria, algo indefinible. El miedo tiene muchos disfraces, le habían advertido las hadas. Debes aprender a reconocerlos. Las palabras no fueron más que un empujón suave, pero bastó para aflojar el puño férreo del miedo y liberar su capacidad de raciocinio. Las compuertas se abrieron, permitiendo la entrada a una corriente de fragmentos de conversaciones y sucesos relativos al medallón. Giraban y se arremolinaban como desechos arrastrados por un torbellino de agua. Ben intentaba cogerlos con desesperación.

La voz serena de Sauce susurró, saliendo de la nada: Las respuestas que necesitas están ahí.

¡Pero, maldita sea, no podía encontrarlas!

Entonces los dedos de su memoria se cerraron sobre una frase que casi había olvidado en el caos de los últimos días y semanas, y la separaron de lo demás. Provenía de Meeks. Estaba en la carta que acompañaba al medallón.

Nadie puede quitarle el medallón, decía la carta.

Repitió las palabras, sintiendo que contenían algo importante, sin poder definirlo. El medallón era la clave. Siempre lo había sabido. Había jurado su cargo sobre él. Era el símbolo de su soberanía. Era reconocido por todos como escudo de su reinado. Era la llave para entrar y salir de Landover. Era el vínculo entre los reyes de Landover y el Paladín.

La Marca clavó sus espuelas de hierro en el cuerpo escamoso de la serpiente-lobo y la bestia aumentó la velocidad de su avance, siseando de rabia. El ejército de demonios también avanzó.

No puede quitarme el medallón, se dijo Ben. La Marca lo desea, pero no puede quitármelo. Lo sé. Eso es lo que espera que haga. Eso es lo que quiere. Como Meeks. Todos sus enemigos parecían desearlo.

Y ésa era razón suficiente para no hacerlo.

Su mano sacó el medallón de la túnica y lo dejó caer suavemente sobre su pecho, mostrándolo. No se lo quitaría. No lo usaría para escapar. No se marcharía de Landover después de esforzarse tanto. Allí debía quedarse, vivo o muerto. Estaba en casa.

Ése era su compromiso.

Entonces volvió a pensar en el Paladín.

La Marca de Hierro ya estaba cerca, y una lanza con múltiples puntas se aproximaba a su pecho. Ben esperó. Ya no sentía miedo. Ya no sentía nada excepto su renovada decisión y fortaleza.

Era suficiente.

Una luz destelló en el lado opuesto del claro, una luz brillante y blanca entre las sombras y la penumbra. La Marca se giró. Se produjo un siseo de reconocimiento en las filas de los demonios.

El Paladín surgió de la luz.

Ben sintió un estremecimiento. Algo en su interior lo empujaba casi físicamente hacia la aparición que, a su vez, lo atraía como un imán invisible. Era como si el fantasma tirase de él.

El Paladín cabalgó hacia delante desde el límite del bosque y se detuvo. Detrás de él, la luz se desvaneció. Pero el Paladín no se desvaneció con la luz como había ocurrido en ocasiones anteriores. Esta vez se quedó.

Ben se retorció dentro de sí mismo, separándose de su ser de un modo que nunca habría creído posible. Deseó gritar. ¿Qué estaba ocurriendo? Su mente giraba. Pareció que los demonios enloquecían de repente, chillando, gimiendo, arremolinándose como si hubieran perdido toda orientación. La Marca espoleó a su montura para que avanzara entre ellos, aplastándolos como si fuesen briznas de hierba. Ben oyó que Questor le gritaba, y también Sauce… y oyó el sonido de su propia voz diciéndole que retrocediera.

Entonces comprendió algo grande y terrible a pesar de las brumas de su confusión y del peligro físico. El Paladín ya no era un fantasma. ¡Era real!

El medallón le quemaba en el pecho y desprendía una luz plateada. Sintió que se convertía en hielo, después en fuego y, por último, en algo que no era ni lo uno ni lo otro. Observó que se proyectaba a través del Corazón hasta donde esperaba el Paladín.

Se observó a sí mismo mientras era transportado por esa proyección.

Sólo quedó el tiempo suficiente para una revelación asombrosa. Había una pregunta que nunca había formulado, que nadie había formulado. ¿Quién era el Paladín? Ahora lo sabía.

Era él.

Todo lo que había necesitado para descubrirlo fue entregarse a aquel país de magia. Todo lo que había necesitado para lograr el regreso del Paladín fue olvidar la opción de huida y comprometerse al fin de modo irrevocable con la decisión de quedarse.

Estaba montado sobre el corcel del Paladín, encerrado en la armadura plateada, embutido en el caparazón de hierro. Los broches estaban cerrados, las abrazaderas y tornillos apretados, y el mundo se convirtió en una corriente de recuerdos. Estaba sumergido en esos recuerdos, como un nadador luchando por mantenerse a flote. Se perdió en la corriente. Se transformó y nació de nuevo. Regresó de miles de lugares y de épocas, de millares de vidas diferentes. Los recuerdos ahora le pertenecían. Era un guerrero cuya destreza en la batalla y experiencia en el combate nunca habían sido igualados. Era un campeón a quien nunca habían vencido.

Ben Holiday dejó de existir. Ben Holiday se convirtió en el Paladín.

Por un momento fue consciente de la presencia del rey de Landover, inmóvil como una estatua en el centro del estrado. El tiempo y el movimiento se enlentecieron hasta paralizarse. Entonces espoleó a su caballo y lo olvidó todo, excepto al monstruo negro que se lanzó hacia él.

Se encontraron en un choque aterrador de armaduras y armas. La lanza con múltiples puntas de la Marca y la suya de roble blanco se astillaron y se rompieron. Sus monturas relincharon y se estremecieron por la fuerza del impacto, luego se separaron al galope y giraron para volver a enfrentarse. Los dedos de chapa de metal y cota de malla asieron los mangos de las hachas de guerra, y las hojas curvadas se alzaron en el aire del amanecer.

Se produjo otro encuentro. La Marca era una enormidad negra que empequeñecía la figura maltrecha del caballero de plata. La desventaja era obvia. Se lanzaron uno contra otro y se embistieron con gran estrépito. Las hojas de las hachas se clavaron, introduciéndose en las juntas del metal, cortando bajo las armaduras. Ambos jinetes perdieron el equilibrio y se tambalearon sobre sus caballos. Giraron y se separaron, golpeando con las hachas. El Paladín fue lanzado hacia atrás y desmontado. Al caer, quedó colgado de las correas del arnés de la serpiente-lobo.

Parecía que su final había llegado. La serpiente-lobo se retorció bruscamente, con las mandíbulas abiertas para acabar con él. Pero estaba fuera de su alcance. La Marca de Hierro esgrimió su hacha de guerra con ambas manos. El arma descendió una y otra vez, tratando de alcanzar el yelmo de su enemigo.

El Paladín, enredado en las correas, se retorcía para esquivar los terribles golpes. No podía soltarse. Si caía hacia atrás, el peso de su armadura le impediría levantarse y sólo podría esperar a la muerte. A ciegas tanteó a su asaltante, encontrando al fin las armas que el demonio llevaba sujetas en la cintura.

Sus dedos se cerraron alrededor del mango de una daga de cuatro filos.

Extrajo el arma de un tirón y la hundió en la rodilla de la Marca por una fisura de la articulación de la armadura metálica. La Marca se estremeció, y el hacha de batalla cayó de sus dedos exánimes. El Paladín luchó cuerpo a cuerpo con el demonio, tratando de hacerle perder el equilibrio, tratando de derribarlo de su montura. La serpiente-lobo se giró, siseando con rabia, al sentir que su jinete se deslizaba. La Marca quedó colgando de las riendas y los arreos del arnés, pateando con saña hacia el Paladín. Los reclinatorios yacían esparcidos como si fueran leña mientras los combatientes se tambaleaban en el centro del Corazón entre los aullidos de los demonios.

Entonces, de repente, el Paladín sacó la daga de cuatro filos de la rodilla de la Marca y la clavó en el hombro de la serpiente-lobo, donde éste se unía con el brazo. El monstruo se encabritó y salió disparado, tirando al suelo al caballero y al demonio con gran estrépito de armaduras.

El Paladín cayó sobre las manos y las rodillas, y trató de mantener el equilibrio. El aturdimiento lo invadió. La Marca cayó de bruces a pocos metros de él, pero se incorporó tambaleante, aunque el peso de su armadura era enorme. Cogió con ambas manos al gigantesco espadón que guardaba en la funda colgada a su cintura.

El Paladín se levantó y desenfundó su espada justo cuando la Marca iba a alcanzarlo. Las hojas de las espadas se golpearon una a otra, produciendo un ruido metálico aterrador que se expandió en la quietud. El Paladín fue empujado hacia atrás por la figura más pesada de la Marca, pero no perdió el equilibrio. De nuevo se enzarzaron en la lucha y de nuevo sus espadas se golpearon. Los combatientes iban de acá para allá por toda la superficie del Corazón, tambaleándose cada vez que las espadas se alzaban y caían en la media luz.

El Paladín experimentó de pronto una sensación desconocida. Estaba perdiendo la batalla.

Entonces la Marca hizo una finta e invirtió el movimiento de la espada, dirigiéndola hacia abajo, a los pies del Paladín. Fue un golpe improvisado que falló su objetivo, pero cogió por sorpresa al caballero y le alcanzó en un costado. Cayó pesadamente y su arma rodó fuera de su alcance. Al instante, la Marca se hallaba junto a él. La gigantesca espada del demonio describió un arco descendente y la hoja acertó, penetrando en un intersticio de las placas que protegían los hombros del Paladín y encajándose entre las articulaciones. Si la Marca hubiese soltado la espada, aquel habría sido el final del Paladín. Pero el demonio la agarró con firmeza y se esforzó en sacarla. Esto le concedió una última oportunidad al campeón del rey. Tanteó desesperadamente la armadura del demonio, tratando de volver a alcanzar las armas que llevaba colgadas.

Sus dedos se cerraron sobre el mango de una maza de hierro.

Se levantó, agarrando con una mano el cuerpo de la Marca, manteniendo en la otra la maza alzada. La dejó caer sobre la calavera del yelmo y la Marca se tambaleó. El Paladín alzó de nuevo el arma, esta vez poniendo todas sus fuerzas en el golpe. La visera metálica se partió, y el rostro que cubría apareció como una pesadilla de sangre y facciones contorsionadas. El cuerpo del Paladín emitió una luz plateada. La maza se elevó y descendió una vez más. La calavera quedó destrozada.

La Marca de Hierro cayó a tierra, como una masa informe de metal negro. El Paladín se incorporó lentamente y se apartó.

Una quietud envolvió al Corazón, un manto de sosegado silencio que era en sí mismo un ruido aterrador. Entonces, el viento se levantó aullando, el trueno reverberó en la tierra del bosque, la atmósfera se oscureció con sombras y penumbras, y la entrada de Abaddon se abrió ante los demonios. Gritando y gimiendo desaparecieron en los infiernos.

El claro volvió a quedar vacío. La oscuridad se extinguió. La nueva luz del amanecer cayó sobre el Paladín mientras montaba de nuevo en su corcel. La armadura, que ya no estaba deslustrada ni maltrecha, brilló. La luz fulguró, refractándose durante un momento en la imagen del caballero grabada en el medallón que llevaba el rey de Landover, aún de pie en la parte delantera del estrado, en completa soledad.

La luz se desvaneció y el Paladín también.

Ben Holiday respiró el aire de la mañana y sintió el calor del sol en su cuerpo. Por un momento, fue consciente de la ligereza de las ropas del rey, en contraste con la armadura del Paladín. El tiempo y el movimiento se deshelaron y aceleraron hasta que todo fue como era.

Había recuperado su identidad. El sueño, la pesadilla, o la mezcla de ambas, había terminado.

Las figuras que se ocultaban entre los árboles del bosque se movieron y salieron al Corazón: humanos y seres fantásticos, señores y caballeros del Prado, y el Amo del Río con su gente de la región de los lagos, avanzando cuidadosamente entre los destrozos. Los amigos de Ben salieron de su refugio con expresiones de asombro en sus rostros. Sauce sonriendo.

—Gran señor… —comenzó a decir Questor y su voz se apagó. Entonces se arrodilló con solemnidad ante el estrado—. Gran señor.

Sauce, Abernathy y los kobolds se arrodillaron junto a él. Fillip y Sot reaparecieron como por arte de magia, y también se arrodillaron. Todos los que estaban en el claro, tanto los hombres del Prado como las criaturas fantásticas, se arrodillaron. El Amo del Río, Kallendbor, Strehan, los otros barones; todos los que habían acudido.

—Gran señor —dijeron en reconocimiento.