MARCA DE HIERRO

La primera cosa que hizo Ben esa mañana fue liberar a Strabo del encantamiento del Polvo lo que lo ligaba a su voluntad. Le concedió la libertad a condición de que no cazara en el Prado ni en ningún otro lugar habitado del valle, ni molestase a los ciudadanos mientras él fuera rey.

—La duración de tu reinado es para mi vida como una gota de agua para el océano, Holiday —le informó el dragón con frialdad. Los dos se encontraban en el claro donde habían pasado la noche.

Ben se encogió de hombros.

—Entonces la condición debe de ser fácil de aceptar.

—Las condiciones de un humano nunca son fáciles de aceptar, en especial cuando el humano es tan engañoso como tú.

—Adulándome no conseguirás más de lo que te he ofrecido. ¿Estás de acuerdo o no?

El morro escamoso se abrió, enseñando los dientes.

—¡Te arriesgas a que mi palabra sea vana, a que por haber sido obligado a dártela mientras la magia me somete a ti carezca de valor!

Ben suspiró.

—¿Sí o no?

Strabo siseó, extrayendo el sonido de lo más profundo de su ser.

—¡Sí! —Extendió sus alas membranosas y estiró el largo cuello hacia el cielo—. ¡Prometería cualquier cosa para librarme de ti! —Después vaciló y se acercó más—. Piensa que lo que hay entre tú y yo no ha acabado, Holiday. ¡Algún día nos encontraremos y saldaremos nuestra deuda! Se elevó por encima de los árboles batiendo las alas, giró hacia el este y desapareció en dirección al sol naciente. Ben contempló cómo se alejaba y luego se volvió.

Questor Thews no podía entenderlo. Primero se mostró asombrado, luego furioso y, por último, desconcertado. ¿En qué estaría pensando el gran señor? ¿Por qué habría liberado a Strabo de esa forma? El dragón era un aliado poderoso, un arma que nadie se atrevería a desafiar, un medio para exigir la lealtad que necesitaba con tanta urgencia.

—Por eso precisamente sería un error —trató de explicarle al mago—. Terminaría utilizándolo como un arma. Obtendría la lealtad de los habitantes de Landover, no porque ellos se sintieran impulsados a dármela, sino porque estarían aterrorizados por el dragón. Eso no es bueno. ¡No quiero una lealtad basada en el terror! ¡Quiero una lealtad basada en el respeto! Además, Strabo es una espada de dos filos. Tarde o temprano, los efectos del Polvo lo se acabarán, ¿y entonces qué? Se volvería contra mí en un instante. No, Questor, es mejor que lo haya dejado marchar y asuma mis riesgos.

—¡Habéis hablado bien, gran señor! —le espetó el mago—. No hay duda de que tendréis que asumir riesgos. ¿Qué ocurrirá cuando os enfrentéis con la Marca? ¡Strabo podría haberos protegido! ¡Al menos, deberíais haberlo conservado hasta entonces!

Ben negó con la cabeza.

—No, Questor —respondió suavemente—. Ese combate no es del dragón, es mío. Creo que siempre lo ha sido.

Dio por terminado el tema en ese punto, negándose a discutirlo con nadie más. Lo había pensado con calma. Había tomado la decisión. Había aprendido varias cosas que ignoraba y deducido algunas otras. Veía claramente lo que un rey de Landover tenía que ser para que la corona tuviese significado. En muchos aspectos se encontraba en la misma posición que cuando llegó al valle. Quería que sus amigos comprendiesen, pero no se creía capaz de poder explicárselo. La comprensión llegaría por un camino distinto.

Por suerte, no hubo más oportunidades para que insistieran sobre el asunto. El Amo del Río apareció, informado por su gente de que algo extraño había sucedido en el pinar. Strabo había llegado volando a medianoche y se había marchado al amanecer. Había llevado consigo a unos cuantos humanos, incluido el hombre llamado Holiday que reclamaba el trono de Landover, el mago Questor Thews y su propia hija desaparecida. Ben recibió al Amo del Río con disculpas por haber penetrado en sus dominios y una breve explicación de lo que les había sucedido en las últimas semanas. Le dijo que Sauce lo había seguido por invitación suya, que a causa de su propia negligencia no se le había informado debidamente, y que deseaba que la sílfide permaneciera en su compañía unos días más. Luego solicitó su presencia en el Corazón el amanecer tercero a contar desde aquel día.

No mencionó el desafío de la Marca.

—¿De qué servirá, gran señor, que me reúna con vos en el Corazón? —preguntó el Amo del Río. Estaba rodeado por su gente, figuras borrosas en la niebla matutina, cuyos ojos brillaban en la bruma del bosque.

—Le pediré de nuevo su lealtad al trono de Landover, Amo del Río —respondió Ben—. Creo que entonces accederá a dármela.

En el rostro cincelado del duende se reflejó el escepticismo y cierta alarma. Las branquias de su cuello detuvieron su continuo movimiento.

—Ya os informé de mi condición para ello —dijo el Amo del Río en tono apacible, aunque en su voz había cierto toque de advertencia.

Ben le mantuvo la mirada.

—Lo sé.

El Amo del Río asintió.

—Muy bien. Estaré allí.

Abrazó brevemente a Sauce, le dio permiso para que acompañase a Ben y se marchó. Su gente desapareció con él, fundiéndose en la penumbra del bosque. Ben y los miembros del pequeño grupo se quedaron solos.

Sauce se le acercó, cogiéndole la mano.

—No tienen intención de prometerte lealtad, Ben —susurró, bajando la voz para que los otros no la oyeran.

Ben sonrió con pesar.

—Lo sé. Pero espero que no tenga otra elección.

Era hora de partir. Envió a Juanete al castillo de Rhyndweir con un mensaje para Kallendbor y los otros señores del Prado. Él había hecho lo que le habían pedido, librarlos de Strabo. Ahora les tocaba a ellos. Tenían que encontrarse en el Corazón dentro de tres amaneceres y darle su promesa de lealtad.

Juanete desapareció en el bosque, y los demás iniciaron el regreso a Plata Fina.

Tardaron más que la vez anterior en recorrer la región de los lagos, puesto que viajaban a pie. A Ben no le importó. Le proporcionaba tiempo para pensar, y había muchas cosas sobre las que deseaba hacerlo. Sauce caminaba a su lado, manteniéndose cerca, sin hablar apenas. Questor y Abernathy le preguntaron repetidas veces sobre sus planes respecto al enfrentamiento con la Marca, pero respondió con evasivas. La verdad era que no tenía plan, pero no quería que ellos lo supiesen. Era mejor que creyeran que prefería guardar el secreto.

Dedicó mucho tiempo a observar la región que atravesaban e imaginar cómo habría sido antes de que la magia se deteriorara. Con frecuencia volvía a su memoria la visión que le proporcionaron las hadas, una imagen maravillosa y resplandeciente donde las nieblas, la penumbra y la decadencia de la vida de la tierra no existían. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que el valle era así?, se preguntó. ¿Cuánto tiempo haría falta para que volviese a serlo? Lo que le mostraron las hadas fue más una promesa que una visión retrospectiva. Pensó en los lentos remolinos de niebla densa que ocultaban la luz del sol y envolvían las montañas, en los degradados bosques de lindoazules marchitos, en los lagos y los ríos grises y turbios, y en los prados de hierba escasa y seca. Pensó en la gente del valle y en la vida que llevaban en un mundo que se había vuelto de repente árido e improductivo. Pensó una vez más en las caras de los pocos que habían presenciado su coronación, y de los muchos que se alineaban en las calles que conducían a Rhyndweir. Todo eso podría cambiar si el deterioro de la magia se detuviera.

Un rey que servía a su país y guiaba a su pueblo podía alcanzar ese objetivo, según Questor Thews. Veinte años sin rey en el trono de Landover había sido la raíz del problema.

No obstante, a Ben le resultaba difícil aceptar esa idea. ¿Por qué algo tan simple como perder o ganar un rey había afectado tanto a la vida del valle? Un rey no era más que un hombre. Un rey no era más que una figura. ¿Cómo un solo hombre podía producir tales diferencias?

Al final, sacó la conclusión de que eso era posible en un país que vivía de la magia que lo había creado, en el cual la magia se apoyaba en el gobierno de un rey. Una cosa semejante sería imposible en un mundo gobernado por leyes naturales, pero no allí. La tierra adquiría vida de la magia. Questor se lo había dicho. Quizás también adquiría vida del rey.

Las implicaciones de esa posibilidad eran enormes, y Ben no podía captar todas las consecuencias que sugerían. Por tanto, redujo el número de problemas importantes al más inmediato: seguir vivo. La magia continuaría decayendo si él faltaba, y el país decaería sin la magia. Había un lazo que los unía a los tres. Si lograba entender eso, podría salvarse. Lo sabía por instinto. Las hadas no habrían creado Landover un día para verlo desmoronarse al siguiente por la pérdida de un rey. Tenían que haber previsto y elaborado un plan para sustituir a ese rey por un rey nuevo, quizás por un rey diferente, pero un rey que gobernase y conservara la fuerza de la magia.

¿Pero cuál era el plan que habían elaborado?

El primer día del viaje le pareció interminable. Cuando llegó la noche y sus compañeros se quedaron dormidos,

Ben continuó en vela, meditando. Y así estuvo durante mucho tiempo.

El segundo transcurrió con más rapidez. Hacia el mediodía llegaron a la isla en que se asentaba el castillo de Plata Fina. Juanete los esperaba en sus puertas, ya de vuelta de su viaje al Prado. Habló sin demora, ilustrando sus frases con gestos rápidos. Ben no pudo seguirlo.

Questor intermedió.

—Vuestro mensaje ha llegado a su destino, gran señor. —Su voz era amarga—. Los señores del Prado responden que irán al Corazón, pero que posponen hasta entonces su decisión de prometer lealtad al trono.

—Es sorprendente —dijo, e ignoró las miradas que intercambiaron el mago y Abernathy, continuando su camino hacia la entrada—. Gracias, Juanete.

Atravesó con rapidez el pórtico que conducía al patio interior y lo cruzó, seguido de los otros. Al llegar al salón principal, dos figuras desaliñadas salieron a su encuentro.

—¡Magnífico, gran señor!

—¡Poderoso gran señor!

Ben gruñó al reconocerlos. Los gnomos nognomos cayeron de rodillas, humillándose y gimoteando de un modo que resultaba embarazoso. Sus pelajes estaban sucios y enmarañados, sus pezuñas llenas de barro, y tenían el aspecto de algo sacado de un albañal.

—¡Oh, gran señor, creíamos que os habría devorado el dragón! —sollozó Fillip.

—¡Creíamos que estaríais perdido en las profundidades del infierno! —gimoteó Sot.

—¡Oh, poseéis una magia poderosa, gran señor! —le elogió Fillip.

—¡Sí, habéis regresado de la muerte! —declaró Sot.

Ben deseó que desaparecieran de su vista; al menos, durante una semana.

—¡Por favor, dejadme pasar! —les dijo.

Se habían agarrado a las perneras de su pantalón y le besaban los pies. Trató de liberarse, pero los gnomos no lo dejaron.

—¡Apartaos! —gritó.

Cayeron hacia atrás, sobre el suelo de piedra, mirándole desde abajo con expectación.

—Magnífico gran señor —susurró Fillip.

—Poderoso gran… —comenzó a decir Sot.

Ben los interrumpió.

—Chirivía, Juanete, meted a estos dos en un baño y no los dejéis salir hasta que logréis reconocerlos.

Los kobolds se llevaron a rastras a los gnomos nognomos, que aún gimoteaban. Ben suspiró de cansancio.

—Questor, quiero que tú y Abernathy repaséis las historias del castillo. Ved si existe algo, lo que sea, que se refiera al modo en que se relaciona Landover con los reyes y la magia. —Movió la cabeza tristemente—. Sé que ya hemos buscado ahí, sé que no hemos encontrado nada, pero… bueno, quizás se nos pasó algo por alto.

Questor asintió.

—Sí, gran señor, es posible que se nos escapase algo. No nos hará ningún mal mirar otra vez.

Salió del salón seguido por Abernathy, que mostraba escepticismo en su expresión.

Ben se quedó solo con Sauce durante unos momentos. Luego cogió de la mano a la sílfide y la condujo a la escalera de la torre donde estaba la Landvista. Sintió la necesidad de explorar el valle otra vez, y quería que la joven lo acompañase. Habían hablado poco desde que ella readquirió su forma después de la transformación, pero habían permanecido cerca uno de otro. A él le ayudaba tenerla allí. Le daba una seguridad que no acertaba a comprender del todo. Le daba fuerza.

Trató de explicárselo.

—Quiero que sepas algo, Sauce —le dijo cuando llegaron a la plataforma de la Landvista—. No sé en que va a acabar todo esto, pero sí que, pase lo que pase, soy muy afortunado por tenerte como amiga.

Ella no respondió. Le apretó con fuerza la mano. Juntos se agarraron a la barandilla, y los muros del castillo se disolvieron en los grises cielos nublados.

Estuvieron fuera toda la tarde.

Ben durmió bien esa noche y no se despertó hasta el mediodía. Questor lo encontró cuando bajaba las escaleras. El mago parecía exhausto.

—No me lo diga —Ben sonrió con simpatía—. Déjeme adivinarlo.

—No hay nada que adivinar, gran señor —contestó Questor—. Abernathy y yo hemos trabajado toda la noche y no hemos encontrado nada. Lo siento.

Ben rodeó con el brazo su cuerpo enjuto.

—No se preocupe, basta con haberlo intentado. Vaya a dormir ahora. Le veré en la cena.

Comió en la cocina un poco de fruta y queso y bebió un poco de vino mientras Chirivía lo observaba en silencio. Luego se dirigió a la capilla del Paladín. Se quedó allí durante un rato, arrodillado en las sombras, preguntándose qué habría sido del campeón y por qué regresaba, tratando de extraer comprensión y fuerza de la armadura vacía que descansaba sobre el pedestal. Sueños y deseos desfilaron ante sus ojos, imágenes vagas en el aire rancio, y se permitió sentir la dulzura de las cosas agradables que había tenido en su vida. Evocó lo bueno del mundo viejo y del nuevo, y eso le dio paz.

A última hora de la tarde, volvió. Recorrió Plata Fina con calma, atravesando sus corredores y salas despacio, rozando con las manos los muros de piedra, sintiendo el calor en su cuerpo. La magia que le dio vida permanecía aún en su interior, pero se estaba debilitando. El deslustre había aumentado, la decoloración era más notable en las paredes del castillo. Pronto se desmoronaría. Recordó la promesa que se había hecho a sí mismo de que un día encontraría el modo de ayudarle. Se preguntó si le sería posible.

Aquella noche se reunió en el comedor con sus amigos para cenar: Sauce, Questor, Abernathy, Juanete, Chirivía, Fillip y Sot. Hubo poca comida. La despensa del castillo se estaba vaciando y la magia ya no podía producir los alimentos necesarios. Todos fingieron que la cena era excelente. La conversación fue poco animada. Nadie protestó, nadie discutió. Todos se esforzaron en evitar la mención de lo que tenían presente.

Cuando la comida llegó a su fin, Ben se levantó. Le costó hablar.

—Espero que me disculpen, pero debería intentar dormir unas horas antes de… —Se interrumpió—. Creo que saldré hacia medianoche. No espero que ninguno de ustedes me acompañe. En realidad, sería mejor que no lo hicieran. Agradezco el apoyo que me han prestado hasta el momento. Desearía poder hacer algo…

—Gran señor —le interrumpió Questor. Se levantó y cruzó sus delgados brazos bajo sus ropas grises—. Por favor, no digáis nada más. Todos hemos decidido ya que os acompañaremos mañana. Unos buenos amigos no podrían actuar de otro modo. Ahora, ¿por qué no os váis a la cama?

Todos le miraron en silencio: el mago, el amanuense, la sílfide, los kobolds y los gnomos. Ben movió la cabeza lentamente y sonrió.

—Gracias. Gracias a todos.

Salió de la estancia y se detuvo un momento en la habitación contigua. Luego subió las escaleras que conducían a su dormitorio.

Sauce fue a despertarlo a media noche.

Cuando Ben se levantó, se abrazaron en la oscuridad del aposento. Los ojos de Ben se cerraron de cansancio y dejó que el calor de la joven penetrase en él.

—Tengo miedo/Sauce. Estoy asustado por lo que me aguarda —le susurró—. No por lo que pueda sucederme a mí… —Se interrumpió—. No, eso es mentira. Me muero de miedo por lo que pueda sucederme. Pero aún tengo más por lo que puede ocurrirle a Landover si la Marca me mata. Si no sobrevivo a este enfrentamiento, Landover puede perderse para siempre. ¡Tengo miedo a fracasar, porque no sé cómo evitar que él triunfe!

Ella lo estrechó con fuerza. Su voz fue enérgica.

—¡Ben! ¡Tienes que creer en ti mismo! Has conseguido mucho más de lo que nadie hubiera imaginado. Las respuestas están ahí. Las encontraste siempre que tuviste necesidad de ellas. Creo que volverá a suceder.

Él negó con la cabeza.

—No tengo mucho tiempo para buscarlas, Sauce. La Marca no me ha dejado tiempo.

—Las encontrarás en el tiempo que tengas.

—Sauce, escúchame —dijo apartando la cara—. Sólo una cosa puede evitar que la Marca me mate, sólo una. El Paladín. Si el Paladín aparece para defenderme, tendré esa posibilidad. Quizás se presente. Me ha salvado varias veces desde que llegué al valle. ¡Pero es un fantasma, Sauce! Carece de fuerza y de substancia. Es una sombra, y una sombra no asusta a nadie durante mucho tiempo. Yo no necesito un fantasma. ¡Necesito algo real! ¡Y maldita sea, ni siquiera sé si ese ser real existe aún!

Los ojos verdes estaban calmados ahora.

—Si se presentó antes, volverá a hacerlo. —Se calló un momento—. ¿Recuerdas que te dije que tú eras el que me fue prometido por los hados que tejieron mi destino en el lecho nupcial de mis padres? No me creíste, pero desde entonces has ido comprobando que es cierto. Te dije algo más, Ben. Te dije que sentía que eras diferente. Te dije que creía que serías el rey de Landover. Todavía lo creo. Y creo que el Paladín volverá a ayudarte. Creo que te protegerá.

La miró durante un largo rato. Luego la besó suavemente en la boca.

—Supongo que sólo hay un modo de averiguarlo.

Le dirigió una sonrisa de ánimo y estrechó sus manos. Juntos se dirigieron a la puerta.

El amanecer se aproximó al Corazón con pasos de gato. Los primeros reflejos de plata comenzaron a iluminar el este del cielo sobre la línea de árboles. Ben y los miembros de su pequeño séquito habían llegado pocas horas antes y se encontraban reunidos sobre el estrado. Otros habían ido llegando durante la noche. El Amo del Río estaba allí, de pie ante el bosque, rodeado por docenas de sus súbditos, todos como sombras tenues en la noche y la niebla. Los señores del Prado también estaban presentes, vestidos con sus atavíos de batalla, provistos de armas. Los caballos de guerra estaban junto a sus caballeros, quietos como estatuas. Seres fantásticos y humanos se hallaban frente a frente, acomodados en filas de reclinatorios de terciopelo blanco, con los ojos atentos a la penumbra.

En el centro del estrado estaba Ben, sentado en el trono, con Sauce a un lado y Questor y Abernathy al otro. Los kobolds agachados justo delante de él. Fillip y Sot no se veían por ninguna parte. Los gnomos nognomos habían vuelto a desaparecer.

Estarían escondidos cinco metros bajo tierra, sospechó Ben riéndose interiormente.

—Abernathy —dijo, volviéndose con brusquedad hacia el amanuense.

El perro saltó al oír su nombre, luego recuperó la compostura e hizo una reverencia.

—Sí, gran señor.

—Acércate a Kallendbor y a los señores del Prado, y luego al Amo del Río. Pídeles que se reúnan conmigo ante el estrado.

—Sí, gran señor.

Inmediatamente se dirigió hacia ellos. No había discutido ni una sola vez con Questor desde que salieron del castillo. Ambos procuraban entenderse mejor, ambos andaban con pies de plomo. Eso ponía a Ben mucho más nervioso que su comportamiento normal.

—Gran señor. —Questor se inclinó hacia él—. Pronto amanecerá. No vestís armadura ni portáis armas. Permitidme que os sugiera que os equipéis ahora.

Ben levantó la vista hacia la figura desgarbada, vestida con su túnica gris y sus faltriqueras de colores, cuyo arrugado rostro reflejaba una gran ansiedad. Le sonrió amablemente.

—No, Questor. Ni armas, ni armaduras. No me servirían de nada contra una criatura como la Marca. No podré vencerla de ese modo. Tengo que encontrar otro.

Questor Thews se aclaró la garganta.

—¿Tenéis en mente alguna idea de cuál es ese modo, gran señor?

Ben sintió que el frío que se había asentado en él se convertía en fuego.

—Tal vez —mintió.

Questor Thews dio un paso atrás. Las sombras que cubrían el claro comenzaron a disolverse con la llegada de la luz del día. Aparecieron figuras que la penumbra mantenía ocultas. Ben se levantó y caminó hasta el borde del estrado, sobrepasando a los kobolds. Los barones cubiertos de hierro y las delgadas sombras de los seres fantásticos convergieron ante él.

Respiró profundamente. No tenía ningún sentido andar con rodeos.

—La Marca vendrá a desafiarme al amanecer —les dijo con serenidad—. ¿Van a apoyarme contra él?

Le respondieron con un silencio total. Ben observó las caras de una en una, luego inclinó levemente la cabeza.

—Muy bien. Enfoquémoslo de otro modo. Kallendbor y los señores del Prado me dieron su palabra de que prometerían lealtad al trono si les libraba del dragón Strabo. Eso ya lo he hecho. Se ha retirado del Prado y de todas las partes habitadas del valle. Ahora les pido su lealtad. Me dieron su palabra, confío en que tenga valor.

Esperó. Kallendbor parecía indeciso.

—¿Qué garantía tenemos de que habéis hecho lo que decís? ¿De que el dragón se ha ido para siempre? —preguntó Strehan con aspereza.

No se ha ido para siempre, estuvo Ben tentado de decir. Estará ausente mientras yo sea rey y ni un minuto más, así que debéis procurar mantenerme vivo.

Pero no lo dijo, sino que ignoró a Strehan y mantuvo sus ojos fijos en Kallendbor.

—Cuando me prometan lealtad, ordenaré a los habitantes del Prado que cesen de ensuciar las aguas que alimentan y mantienen la región de los lagos. Trabajarán con las gentes del Amo del Río para limpiar las aguas y mantenerlas limpias.

Se volvió.

—Amo del Río, cumplirá su promesa y me dará su lealtad también. Y empezará a enseñar a la gente del Prado los secretos de su magia curativa. Les ayudará a comprender.

Volvió a detenerse, con los ojos fijos en el rostro cincelado del duende. También había incertidumbre en aquel rostro.

El viento sopló de repente contra su cara, rápido y violento. A lo lejos se oyó un débil retumbo, como un trueno. Ben se esforzó por aparentar serenidad. El amanecer comenzaba a inundar el horizonte.

—Nadie —dijo con voz suave— tiene la obligación de apoyarme contra la Marca.

Sintió que la mano de Questor agarraba su brazo con fuerza, pero la ignoró. El claro se había quedado en silencio, exceptuando el ulular del viento y el sonido creciente del retumbo. Las sombras se rayaron de plata y rosa. Las gentes del lago se retiraron a la penumbra del bosque. Los caballeros y los caballos comenzaron a inquietarse.

—Gran señor. —Kallendbor dio un paso al frente. Sus ojos oscuros miraban con intensidad—. Nada importan las promesas que os hallamos hecho. Si la Marca os ha retado, sois hombre muerto. No cambiaría eso nuestra decisión de respaldaros. Ninguno de nosotros, ni los señores ni las gentes de la región de los lagos, puede enfrentarse a la Marca. Posee una fuerza que sólo una magia mayor puede vencer. Nosotros no poseemos esa magia. Los humanos nunca la han tenido y las gentes de la región de los lagos la perdieron hace tiempo. Sólo cuenta con ella el Paladín, y el Paladín desapareció.

El Amo del Río se adelantó también. Los que estaban con él miraron alrededor con aprensión. El viento silbaba y el retumbo comenzaba a repercutir en la tierra del bosque. El claro se quedó desierto de repente, las filas de reclinatorios parecían tumbas ordenadamente colocadas.

—La magia de las hadas desterró a los demonios hace siglos, gran señor. La magia de las hadas los ha mantenido alejados de esta tierra. El talismán de la magia de las hadas es el Paladín, y nadie aquí puede enfrentarse a la Marca de Hierro sin la ayuda del Paladín. Lo siento, gran señor, pero esta batalla os pertenece.

Se dio la vuelta y se alejó del estrado, seguido por su familia.

—Os deseo suerte, rey de comedia —murmuró Kallendbor, y se alejó también. Los otros señores lo siguieron, acompañados por el sonido metálico de sus armaduras.

Ben se quedó solo ante el estrado, observando su marcha. Luego sacudió la cabeza desesperanzadamente. En realidad, no esperaba ayuda de ellos.

El retumbo hizo temblar los cimientos del estrado, propagándose a través de la tierra en un trueno largo y sostenido. La luz plateada del amanecer desapareció en una súbita acumulación de sombras.

—¡Gran señor, retroceded! —Questor estaba a su lado, con sus ropas grises agitadas por el viento. Sauce apareció también, y Abernathy y los kobolds. Le rodearon con intención de protegerle. Juanete y Chirivía siseaban ferozmente.

La oscuridad aumentó.

—¡Apartaos, todos vosotros! —gritó Ben—. ¡Bajad del estrado! ¡Bajad ahora mismo!

—¡No, gran señor! —gritó Questor en respuesta, sacudiendo la cabeza.

Todos se resistieron y tuvo que violentarse para que lo dejaran solo. El viento comenzó a aullar con furia.

—¡He dicho que bajéis, maldita sea! ¡Fuera de aquí, deprisa!

Abernathy se retiró. Los kobolds mostraron sus dientes al viento y a la oscuridad y aún dudaron unos momentos. Ben agarró a Sauce y la empujó hacia ellos. Se retiraron, mientras Sauce se volvía a mirar con desesperación.

Questor Thews siguió sin moverse.

—¡Yo puedo ayudaros, gran señor! Ahora puedo controlar la magia y…

Ben lo cogió por los hombros y le dio la vuelta, luchando contra el empuje del viento que se había liberado de los infiernos y arremetía con fuerza.

—¡No, Questor! ¡Nadie puede ayudarme! ¡Baje del estrado en seguida!

De un empujón apartó al mago más de cinco metros y le indicó con la mano que siguiera adelante, Questor se volvió, vio la determinación en los ojos de Ben y siguió.

Se quedó solo. Los señores del Prado y sus caballeros, y el Amo del Río y su gente, se agazaparon en las sombras del bosque, protegiendo sus caras del viento y la oscuridad. Questor y los demás se acurrucaron a un lado del estrado. Las banderas eran sacudidas con violencia por el viento. Las astas de plata vibraban y se inclinaban. El retumbo se había convertido en un trueno continuo y amenazador.

Ben estaba temblando. Inmejorables efectos especiales, pensó absurdamente.

Las sombras y la niebla se arremolinaron y reunieron en el extremo opuesto del claro, dispersando a los que estaban escondidos entre los árboles. El trueno retumbó con más fuerza, como si hubiese explotado.

Entonces aparecieron los demonios, una horda de seres oscuros y deformes que se materializaron de lo invisible, surgiendo de la oscuridad. Las monturas serpentinas gruñían y escarbaban en la tierra, y las armas y armaduras sonaban al entrechocar como si fueran huesos. Formaban una mancha que se extendía bajo la tenue luz del amanecer hacia el estrado, adentrándose entre los reclinatorios.

El retumbo y el viento se desvanecieron, y el sonido de las respiraciones y gruñidos llenó el silencio que dejaron. Los demonios ya habían ocupado casi todo el Corazón. Ben Holiday y su pequeño grupo de amigos eran una isla dentro de un mar de cuerpos oscuros.

En el centro del ejército se abrió un pasillo, y una enorme criatura negra y alada, medio serpiente, medio lobo, avanzó por él. La montaba una pesadilla con armadura. Ben respiró profundamente y se irguió con decisión.

La Marca de Hierro había llegado.