El anochecer estaba próximo cuando Ben ajustó la última de las correas de la montura improvisada que había conseguido hacer, ordenó a Strabo que se arrodillase y trepó a su lomo. Se acomodó con cuidado en la silla encajada entre dos de las espinas óseas que seguían la línea de la columna vertebral del dragón. Tiró de las correas del cincho, por si se habían aflojado, y encajó las botas en los estribos de hierro.
Al menos contaba con una montura. Había tenido suerte al poder hacerla. Era pesada, construida con cinchos, correas, pasadores y argollas que habían pertenecido a diversos animales víctimas del dragón, llevados por él a las Fuentes de Fuego para comérselos cómodamente. Los había recogido de entre los huesos. Una vez combinados, los ató alrededor del cuello del dragón, justo por encima y por detrás de las patas delanteras. Las riendas pasaban por el cuello, hasta detrás de la costrosa cabeza. Ben no pensó ni por un momento que podría conducir al dragón como si fuera un caballo. Las riendas no eran más que una precaución adicional para evitar el peligro de caer.
—Si te caes, es tu problema, Holiday —le había advertido el dragón.
—Será mejor que procures de que no me caiga —le había replicado Ben—. Te ordeno que te asegures de eso.
Sin embargo, no se quedó convencido de que Strabo lo hiciese, con Polvo lo o sin él. Iban a entrar en el mundo infernal de Abaddon, y ambos arriesgarían sus vidas. Strabo tendría dificultades en mantenerse a salvo incluso en las mejores circunstancias, y rescatar del reino de los demonios a sus amigos desaparecidos no prometía ser fácil.
Se detuvo un momento, sentado sobre el dragón, y abarcó el páramo con la vista. Se hallaban en el borde de las Fuentes de Fuego, alejados de los cráteres ardientes y de la maleza que había entre ellos. El día declinaba a medida que el sol descendía para ocultarse tras las lejanas montañas. La niebla y la penumbra empezaban a caer sobre el valle. Landover era un lóbrego conjunto de sombras y formas vagas. Ben casi podía ver cómo la luz disminuía por momentos. Parecía que el valle estaba desapareciendo ante sus ojos. Tenía la inquietante sensación de que ocurría en realidad, la desagradable impresión de que nunca lo volvería a ver.
Se irguió en las espuelas, fortaleciendo su voluntad frente a tales pensamientos. Se obligó a sonreír. Ben Holiday estaba a punto de partir hacia el rescate, montado en su corcel. Casi rió. Don Quijote dispuesto a arremeter contra los molinos de viento. ¡Qué foto para enviar a sus amigos si tuviese una cámara! Nunca se le había ocurrido pensar, y mucho menos creer, que pudiera hacer algo semejante. Todos aquellos años de vida entre paredes de hormigón y acero, todas aquellas sofocantes salas de tribunal y húmedas bibliotecas, todos aquellos estériles alegatos e informes legales, todos aquellos libros de leyes, reglamentos y códigos. ¡Qué lejos estaban ahora!
Y supo, con una certeza que le sorprendió, que nunca volvería al pasado.
—¿Qué estás haciendo ahí arriba, Holiday? ¿Admirando el paisaje? —El siseo de protesta de Strabo interrumpió sus pensamientos—. ¡Vámonos!
—De acuerdo —concedió Ben.
Las alas del dragón se extendieron, y despegó del suelo con brusquedad. Ben se agarró fuertemente a las riendas y las correas de los arneses, observando la tierra que descendía bajo sus pies. Tuvo una visión momentánea de las zarzas, matorrales y bosques secos desvaneciéndose entre jirones de niebla y las sombras alargadas del anochecer, y después no hubo más que penumbra. Fillip y Sot estaban en alguna parte de abajo, escondidos. Les había hecho saber que iría a Abaddon montado en Strabo para rescatar a los otros. Les había dicho que regresaran a Plata Fina y esperasen allí su vuelta. Se apresuraron a marcharse, reflejando en sus rostros horrorizados la convicción inexpresada en palabras de que no lo volverían a ver.
Pensó que quizás tenían razón, que hubiese sido mejor que les dijera que regresaran con los suyos y se olvidaran de él. Aunque probablemente no lo habrían hecho. Aún tomaban en serio su promesa de lealtad.
Reflexionó un momento en toda la ayuda que le habían proporcionado aquel par de pequeños caníbales, rateros y mugrientos. ¿Quién lo hubiera pensado? Deseó que las cosas les fuesen bien.
Strabo volaba en el anochecer, desde la zona este de los páramos a las fronteras del Prado y después hacia el oeste. La luz del día desapareció por completo, la oscuridad se extendió y las lunas de Landover comenzaron a brillar. Esa noche todas ellas eran visibles y sus colores blanco, anaranjado, malva, rosa, verdemar, esmeralda, turquesa y jade, no estaban velados por las nieblas que cubrían el valle bajo ellos. Parecían los farolillos gigantescos de una fiesta. Pero, ¿dónde se celebraba la fiesta?
Los minutos transcurrían con rapidez. El enorme cuerpo de Strabo ondulaba rítmicamente debajo de Ben mientras sus alas membranosas se batían contra el viento de la noche, conduciéndolos hacia el oeste. Ben se agarraba a las riendas y los arneses para proteger su vida. Las corrientes de aire le abofeteaban y le producían escalofríos. Landover era un enorme cuenco de sopa humeante sobre el cual estaba suspendido. Se sentía eufórico por la sensación de volar, pero al mismo tiempo aterrado. No le gustaba montar a caballo y tampoco cabalgar sobre el dragón. Éste mantenía una velocidad uniforme que daba seguridad, pero Ben seguía desconfiando de la situación. Sabía que el efecto del Polvo lo podía dejar de actuar en cualquier instante y que eso sería su fin.
—¡Es una aventura absurda! —le gritó Strabo, volviendo la cabeza poco después, como si hubiera leído sus pensamientos. Sus ojos chispeaban—. ¡Todo esto por un puñado de humanos!
—¡Son amigos míos! —le gritó Ben en respuesta mientras el viento hacía que sus propias palabras le golpearan el rostro.
—¡Tus amigos me traen sin cuidado!
—¡Bueno, tampoco tú les importas a ellos! Excepto a Questor Thews, supongo. ¡Él cree que eres especial!
—¿El mago? ¡Bah!
—¡Limítate a hacer lo que te diga! —le ordenó Ben.
—¡Te odio, Holiday!
—¡Lo siento, pero no me importa!
—¡Te importará! ¡Tarde o temprano, me libraré de ti y cuando lo haga te arrepentirás de haberme usado de este modo!
La cabeza se echó hacia atrás, la voz fría y mecánica se ahogó en una ráfaga de viento. Ben no replicó. Asía con fuerza a las riendas y las correas de los arneses.
Ahora volaban sobre el Prado hacia el centro del valle. Ben no sabía adonde iban, pero sí que Strabo lo llevaba al lugar que le había ordenado. Abaddon era el infierno de Landover, pero sus puertas estaban en unos túneles del tiempo como el que conducía allí desde su mundo. Sin embargo, eran diferentes. No se encontraban en las nieblas que rodeaban el valle. Se hallaban escondidas en algún lugar de su interior, le había dicho Strabo, en algún lugar al que sólo tenían acceso los demonios y el dragón.
De pronto, Strabo disminuyó la velocidad de su vuelo e inició una amplia vuelta hacia atrás que se convirtió en un círculo. Ben miró hacia abajo. El valle era un sudario de niebla y penumbra. Las alas de Strabo se extendieron aún más y el dragón comenzó a inclinarse, formando un ángulo agudo con las corrientes nocturnas.
—¡Agárrate, Holiday! —gritó, volviendo la cabeza.
Se lanzó hacia delante con brusquedad e inició el descenso. Sus alas se plegaron hacia atrás y el cuello se estiró. Comenzaron a ganar velocidad a medida que bajaban. El viento arremetía contra las orejas de Ben Holiday con un horrible rugido que lo ahogaba todo. La tierra comenzó a distinguirse como una mancha informe que se agrandaba por segundos. Ben tenía frío. ¡Estaban descendiendo con demasiada rapidez! ¡Iban a estrellarse justo en el centro del Prado!
Entonces, de repente, el fuego explotó en la garganta de Strabo, un enorme y brillante arco de llamas rojizas. El aire pareció replegarse ante él, como celofán que se arrugara y expandiera por los bordes, dejando un agujero irregular. Ben forzó la vista entre las ráfagas de viento y vio la negrura del agujero abierto en la noche. El fuego del dragón se extinguió, pero el agujero se mantuvo. Lo atravesaron, volando hacia un vacío oscuro. Landover desapareció. El neblinoso Prado dejó de existir. Se produjo un ruido de succión cuando el agujero se cerró tras ellos, y después una súbita quietud.
Strabo recuperó la posición horizontal. Ben se alzó un poco sobre el lomo del dragón contra el que estaba agazapado y miró a su alrededor. El mundo había sufrido un cambio radical. No había lunas ni estrellas, sólo un cielo negro de tinta china sobre una masa irregular de picos serrados y profundos desfiladeros. Donde la tierra y el cielo se unían, danzaban destellos de luz, llenando los límites del horizonte con una extraña exhibición luminosa. Los volcanes bramaban a lo lejos, sus fuegos rojizos resplandecían en sus altos conos de roca. Las corrientes de lava formaban riachuelos rojos que parecían de sangre. La tierra temblaba y rugía a consecuencia de las erupciones, y los surtidores de llamas y rocas fundidas saltaban en la oscuridad.
—¡Abaddon! —anunció Strabo en un bajo susurro.
Se dejó caer a una velocidad vertiginosa, y Ben sintió que su estómago se contraía. Los picos de las montañas pasaban con sobrecogedora rapidez, y el fuego de los volcanes se disparaba hacia el cielo por todas partes. Ben estaba aterrado. Abaddon era la materialización de sus peores pesadillas. Nunca había visto algo tan inhóspito. Nada podía sobrevivir en un mundo semejante.
Una sombra alada y esquiva ascendió hacia ellos. Strabo emitió un siseo de advertencia. Otra sombra pasó, y después otra. De los dientes del dragón salían siseos y destellos. El fuego surgió de repente de su boca y una de las sombras aulló y cayó. Ben se aplastó junto a las espinas que protegían la columna dorsal del dragón. El fuego fue lanzado repetidamente. Otra de las sombras explotó en cenizas y también cayó. Strabo zigzagueaba para evitar a las nuevas sombras que aparecían. Estiró su enorme cuerpo y aumentó la velocidad. Las cosas negras quedaron atrás y se perdieron de vista.
Pasaron sobre una serie de altos picos y el dragón cambió a un vuelo más lento.
—¡Mosquitos! —gruñó con desprecio—. ¡Nada para mí!
Ben, empapado de sudor, apenas podía respirar.
—¿Cuánto falta?
El dragón soltó una estruendosa carcajada.
—Un poco, Holiday. ¿Qué ocurre? ¿Es más de lo que esperabas?
—Estoy bien. ¡Haz lo que te he dicho y llévame con mis amigos!
—Paciencia, Holiday.
El dragón siguió volando a través de la oscuridad salpicada de fuegos. Los «mosquitos» se presentaron una segunda y una tercera vez. Strabo achicharró a unos cuantos. El mundo de Abaddon se extendía bajo ellos, inmutable en su aspecto, un mundo de roca y fuego. Unas luces blancas danzaban frenéticamente en el horizonte, y la lava llameaba dentro de los cráteres de los picos, pero en los valles y los desfiladeros todo seguía cubierto por una oscuridad impenetrable. Si algún ser vivo habitaba en ellos, no podía ser visto desde el aire.
Ben comenzó a experimentar una sensación creciente de inutilidad. ¡Sus amigos llevaban atrapados en ese mundo casi cinco días!
Strabo se inclinó hacia la izquierda entre dos enormes picos volcánicos y empezó a bajar. El viento se oponía a su paso, y las montañas que tenían a ambos lados estaban surcadas por regueros de fuego. Ben observó la lava. ¡Había cosas que flotaban en el fuego! ¡Cosas que nadaban en él!
Una monstruosa figura negra se elevó de la sombra junto a uno de los picos, extendiendo unos brazos tentaculares. Strabo emitió un siseo y su fuego quemó los brazos. Éstos trepidaron y se replegaron. La figura desapareció.
Tras eso, pasaron unas montañas y se encontraron en un valle rodeado de picos serrados. Strabo se zambulló en él y sólo adoptó la posición horizontal cuando se hallaban a menos de quince metros del suelo. En los márgenes del valle borboteaban estanques de lava, que lanzaban hacia el cielo rocas y llamas de forma intermitente. El suelo estéril estaba lleno de grietas y fisuras que descendían a las tinieblas. Por todas partes correteaban criaturas, pequeños seres deformes que la penumbra rojiza apenas mostraba humanos. A la vista del dragón se elevaron gritos y aullidos que se hicieron inaudibles en el momento en que se produjo el lejano rugido de los volcanes. Ben oyó el grito con que respondió el dragón.
Los «mosquitos» reaparecieron, esta vez por docenas. Otros seres llegaron volando, más voluminosos y con aspecto más aterrador. Strabo se niveló y aumentó la velocidad de su vuelo. Ben estaba tan apretado contra la piel del dragón que podía sentir los latidos de su corazón. Las correas y cinchos comenzaron a aflojarse y Ben pensó en la posibilidad de caer.
Entonces apareció ante ellos un enorme foso de fuego, con centenares de metros de profundidad. Sobre él había una pequeña plataforma de roca, sostenida por cadenas, un disco de piedra que no medía más de tres metros de diámetro. La losa se balanceaba continuamente en su soporte de hierro, y el fuego la lamía con ansiedad por debajo.
A Ben se le cortó la respiración. Había unas cuantas figuras acurrucadas sobre la losa, luchando por mantenerse en ella.
¡Sus amigos!
Strabo se lanzó hacia ellos, perseguido por mosquitos y otros demonios voladores. Había más demonios aún, centenares, reunidos alrededor del foso de fuego, arrojando piedras a las figuras que estaban sobre la losa, haciendo que se mecieran las cadenas que la sostenían. Todos aullaban festivamente. Para ellos era un juego, comprendió Ben con horror. ¡Los demonios habían colocado a sus amigos sobre la losa y aguardaban para verlos caer al fuego!
Se acercaron más al foso. Los demonios se volvieron y gritaron al ver al dragón. Varias manos se alargaron hacia las clavijas que sujetaban las cadenas a la pared del foso. ¡Los demonios estaban tratando de dejar caer la losa y a sus amigos antes de que pudieran alcanzarlos!
Ben estaba desesperado. Las cadenas se soltaban rápidamente, una tras otra, y la losa de piedra tembló y se inclinó. Strabo exhaló fuego hacia los demonios y convirtió en cenizas a una docena, pero el resto continuó ocupándose de las cadenas. Ben gritó, frenético, al ver las caras de Questor Thews, Abernathy, los kobolds, ¡y Sauce! Strabo se lanzó volando sobre el borde del foso, y los demonios que se esforzaban en soltar las cadenas. Demasiado tarde, pensó Ben. ¡Iban a llegar demasiado tarde!
Hubo un instante en el que el tiempo se congeló. No había tiempo y a la vez todo el tiempo del mundo. A Ben le pareció ver lo que ocurría con una aterradora indiferencia que lo mantuvo en suspenso mientras se produjo el suceso. Las cadenas de un lado cayeron y la losa se inclinó más. Sus amigos comenzaron a resbalar hacia el foso.
Strabo se lanzó, llevando a Ben en dirección al fuego. Llegó a la losa cuando sus ocupantes ya estaban a punto de caer. Con las garras de sus pies atrapó a dos en el aire. Mediante un rápido movimiento de sus mandíbulas cogió a otro, y su gran cabeza se volvió hacia atrás para depositar a un kobold delante de Ben. El segundo kobold trepó hasta los arneses y se agarró a las correas.
La última figura cayó hacia el foso. Era Questor Thews.
Ben lo vio caer, contemplando con horror como las ropas grises con sus faltriqueras multicolores ondeaban y se hinchaban como un paracaídas. Strabo describió un arco hacia abajo, luego se elevó. Estaba demasiado lejos para llegar al mago. No podía salvarlo.
—¡Questor! —gritó Ben.
Entonces ocurrió algo verdaderamente mágico, algo tan extraño que, incluso después de lo ocurrido en los últimos momentos, asombró a Ben. La caída de Questor al foso pareció enlentecerse hasta detenerse por completo. Los brazos del mago se extendieron en la luz roja de las llamas y su figura desgarbada comenzó a elevarse.
Ben contuvo el aliento mientras su mente se desbocaba. Sólo había una posible respuestas. ¡Questor Thews había conseguido al fin conjurar un encantamiento adecuado! ¡Había conseguido dominar la magia!
Strabo se lanzó hacia él en seguida, incinerando con sus llamaradas a los «mosquitos» y otros demonios voladores que trataban de interponerse. Le alcanzó justo cuando levitaba sobre el borde del foso, voló por debajo de él y lo cogió con la espalda de modo que quedó justo detrás de Ben.
Éste se volvió para mirarlo. Questor estaba sentado como una estatua, con rostro ceniciento y los ojos brillantes de asombro.
—Sólo… sólo era un giro adecuado de los dedos, gran señor —logró decir antes de desmayarse.
Ben alargó una mano y lo agarró por las ropas mientras Strabo iniciaba el ascenso. Los demonios profirieron gritos, una cacofonía de insultos que pronto se desvaneció en la distancia. La tierra descendió, transformándose en un arrugado sudario negro desgarrado por agujeros irregulares y grietas de llamas. La luz de los límites del mundo se agitaba con violencia, haciendo temblar el horizonte. Todo Abaddon pareció estremecerse y rugir.
Entonces Strabo exhaló fuego hacia delante, y una vez más el cielo se derritió y se abrió. Los bordes se replegaron alrededor del orificio, y el dragón y sus pasajeros lo atravesaron.
Ben cerró los ojos ante el repentino cambio de luz.
Cuando los abrió, en el cielo brillaban de nuevo las estrellas y las lunas de colores.
Habían vuelto a Landover.
Ben tardó unos momentos en orientarse. Estaban en Landover, pero no sobre el Prado. Se hallaban al norte, casi en sus límites. Strabo voló en círculo durante un rato, sobre bosques densos y montañas áridas, luego descendió con suavidad a un llano desierto.
Ben se bajó del dragón. Juanete y Chirivía lo saludaron con siseos y gesticulaciones, tan nerviosos que apenas podían contenerse. Abernathy se cayó, golpeándose contra el suelo, se levantó, se sacudió y maldijo el día en que se le ocurrió relacionarse con ellos. Questor, ya consciente, descendió con cuidado agarrándose de las correas y avanzó tambaleándose, sin apenas saber lo que hacía, con los ojos fijos en el dragón.
—¡Nunca creí que vería el día en que alguien pudiera gobernar a esta… esta maravillosa criatura! —susurró anonadado—. ¡Strabo, el último de los dragones, la más grande de las criaturas fantásticas, prestando un servicio al rey de Landover! Fue el Polvo lo, desde luego, pero aún así…
Tropezó con Ben y de repente captó su presencia.
—¡Gran señor, estáis a salvo! ¡Pensábamos que os habíamos perdido para siempre! ¡Nunca sabré cómo encontrasteis la salida del mundo de las hadas! ¿Cómo os arreglásteis para…? —Su entusiasmo lo enmudeció de repente. Tomó la mano de Ben y la estrechó con efusividad. Ben sonrió a pesar suyo—. Fuimos a buscaros al ver que no volvíais el primer día, y la bruja nos capturó —siguió el mago—. Nos envió a Abaddon y nos dejó sobre la losa de piedra, para que los demonios jugasen con nosotros. ¡Casi cinco días, gran señor! ¡Todo ese tiempo atrapados allí! Mientras aquellos seres repugnantes se burlaban de nosotros y nos insultaban…
Los kobolds sisearon y gimieron.
Questor asintió y su entusiasmo disminuyó.
—Sí, hacéis bien en interrumpirme, lo había olvidado. —Cogió a Ben por el brazo—. Estoy divagando, gran señor, cuando hay asuntos más urgentes. La sílfide está muy enferma. —Vaciló un momento, luego atrajo a Ben hacia sí—. Lo siento, gran señor, pero puede morir.
La sonrisa de Ben se borró al instante, y ambos se precipitaron hacia donde Strabo estaba acuclillado, observándolos con los ojos entrecerrados. Abernathy estaba sentado en la hierba junto a la figura inerte de Sauce. Ben se arrodilló a su lado y Questor y los kobolds se colocaron alrededor.
—Llegó su hora de unirse a la tierra cuando estábamos atrapados en Abaddon —susurró Questor—. No pudo controlar la necesidad de transformarse, pero la roca no la aceptó.
Ben se estremeció. Sauce había intentado transformarse, incapaz de resistir el impulso, y sólo había logrado el cambio parcialmente. Su piel esta arrugada y leñosa, los dedos de sus manos y sus pies se habían convertido en raíces retorcidas, su pelo se había tornado en finas ramas, y su cuerpo estaba contorsionado. Su apariencia era tan horrible que Ben casi no pudo mirarla.
—Aún respira, gran señor —dijo Abernathy en voz baja.
Ben se impuso a su repulsión.
—Tenemos que salvarla —respondió, tratando desesperadamente de pensar en cómo hacerlo.
Vio con horror que el cuerpo de Sauce se convulsionaba de repente al brotar nuevas raíces en una de sus muñecas. Los ojos de la sílfide parpadearon y volvieron a cerrarse. Estaba agonizando. La angustia quemaba a Ben como si fuese fuego.
—¡Questor, use su magia!
—No, gran señor. —Questor negó con la cabeza—. La magia que yo poseo no puede ayudarle. Sólo una cosa puede salvarla. Tiene que completar la transformación.
Ben se giró hacia el mago.
—¿Cómo demonios va a hacer eso? ¡Está moribunda!
Nadie dio su opinión. Se volvió de nuevo hacia la joven.
Nunca debió dejarla con Belladona. Nunca debió permitir que lo acompañase. Lo que había ocurrido era culpa suya. Si moría sería el responsable.
Maldijo en voz baja y rechazó aquellos pensamientos. Su mente trabajaba a toda prisa.
Entonces recordó.
—¡Los viejos pinos! —dijo—. ¡El bosquecillo de Elderew donde su madre danzó antes de que ella se transformara aquella noche! ¡Era un lugar significativo para ella! ¡Quizás pueda completar la transformación allí! —Ya estaba de pie, dirigiendo a los otros—. ¡Ayudadme a llevarla! ¡Strabo, bájate un poco más!
Llevaron a la sílfide hasta el dragón y la ataron en el lomo. Todos subieron con ella, sujetándose en los arneses improvisados. Ben se montó delante de la joven inconsciente. Questor y Abernathy detrás, los kobolds junto a los estribos.
Strabo emitió un gruñido irritado en respuesta a la orden de Ben y se elevó hacia el cielo nocturno. Volaron en dirección sur. El dragón se niveló y estiró para incrementar la velocidad, el viento los amenazaba con arrancarlos de los arneses. Los minutos pasaban, y a la región montañosa del norte le sucedió la llanura del Prado. La mano de Ben se estiró para tocar el cuerpo de la sílfide y encontró la piel leñosa fría y endurecida. La estaban perdiendo. No tendrían tiempo de salvarla. El Prado se quedó atrás y aparecieron los bosques y ríos de la región de los lagos, como manchas de oscuros colores entrevistas en la niebla. El dragón descendió, sorteando las copas de los árboles de los montes. Ben estaba lleno de impaciencia y frustración. Su mano aún agarraba el brazo de Sauce, y le pareció sentir que la vida se le escapaba.
Entonces Strabo se inclinó bruscamente a la izquierda y se lanzó hacia el bosque. Los árboles se elevaron para recibirlos, y por entre sus ramas divisaron el pequeño claro. Aterrizaron. Ben desmontó, los otros también, afanándose en desatar a Sauce. A su alrededor el bosque se alzaba como un muro, y entre las filas de troncos oscuros se arremolinaban jirones de niebla. Juanete emitió un siseo para indicar que lo siguieran, seguro de su instinto. Avanzaron dificultosamente, tanteando el camino en la casi absoluta oscuridad, transportando el cuerpo rígido de la joven.
En pocos segundos llegaron al pinar. Los pinos se erguían silenciosos en la niebla, como centinelas de la noche. Ben dirigió a la comitiva hasta el centro del bosquecillo, al escenario donde la madre de Sauce había danzado la noche que pasaron en Elderew.
Con suavidad, depositaron a Sauce en el suelo. Ben palpó la muñeca entre la masa de raíces y zarzillos que habían brotado de su piel. La muñeca estaba fría e inerte.
—¡No respira, gran señor! —exclamó Questor en un ahogado susurro.
Ben estaba desesperado. Levantó a la agonizante sílfide en sus brazos y la estrechó. Al hacerlo, lloraba.
—¡No puedes morirte, no puedes hacerme esto! —Sentía la aspereza de su piel en la cara—. ¡Sauce, respóndeme!
Y, de repente, le pareció que era Annie quien estaba entre sus brazos, su cuerpo inerte tras el accidente que le había quitado la vida; otro desecho de naufragio para ser barrido de la escena. La sensación fue tan aguda que le hizo jadear. Podía sentir sus huesos y su carne desgarrada, podía sentir la vida fallida de su hijo no nacido.
—¡Dios mío, no! —gimió.
Echó la cabeza hacia atrás y la imagen desapareció. De nuevo sostenía a Sauce. Se inclinó sobre ella, besó sus mejillas y su boca, llenando de lágrimas su rostro. Había perdido a Annie y al hijo que llevaba. No podría resistir la pérdida de Sauce.
—No te mueras —le rogó—. No quiero que te mueras. ¡Sauce, por favor!
El cuerpo frágil se agitó, respondiendo casi milagrosamente, y sus ojos se abrieron. El miró en el interior de aquellos ojos, olvidándose del rostro y del cuerpo, olvidándose de la devastación provocada por la semitransformación. Llegó hasta una llama de vida que aún ardía en su interior.
—¡Vuelve conmigo, Sauce! —le rogó—. ¡Tienes que vivir!
Los ojos volvieron a cerrarse. Pero el cuerpo de la sílfide se agitó con más intensidad, y las convulsiones se convirtieron en espasmos de esfuerzo para recuperar el control muscular. La garganta de Sauce balbuceó:
—Ben, ayúdame. Ponme derecha.
La puso de pie al momento, y los otros retrocedieron. La sostuvo así, sintiendo la savia que circulaba por ella, sintiendo que la transformación se reanudaba. Las raíces se adentraron en el suelo del bosque culebreando, sus ramas se alargaron y se dividieron, y el tronco se dilató y se endureció.
Tras esto, todo se quedó en silencio. Ben alzó la vista. El cambio se había completado. Sauce se había convertido en el árbol que le daba nombre. Todo iría bien.
Cerró los ojos.
—Gracias —susurró.
Bajó la cabeza, abrazó el esbelto tronco y lloró.
El demonio apareció poco antes de que amaneciera, materializándose en la penumbra; una figura negra y deforme cubierta por una armadura. Ocurrió de repente. El viento silbó, la niebla se arremolinó y vieron al demonio.
Ben se despertó de inmediato. Había estado dormitando y se sentía dolorido por el largo tiempo pasado abrazando al árbol. Strabo se hallaba supuestamente en el extremo del claro donde lo habían dejado.
El demonio se aproximó, y él se levantó para ir a su encuentro. Los kobolds se interpusieron, tratando de cortar el paso al demonio. Abernathy se despertó de repente y dio una patada a Questor. El mago se despertó también y se incorporó con torpeza. El demonio giró su cabeza protegida por un yelmo, y sus ojos carmesíes examinaron al grupo y al bosque con atenta precaución.
Meditó un momento, tratando de razonar; luego sacudió la cabeza, para aclararla. Aquello carecía de importancia. Había tomado la decisión hacía tiempo, y no había surgido nada que le hiciera cambiar tal decisión. Le sorprendió que su voluntad fuese tan fuerte. Le produjo una sensación agradable.
Hizo un gesto afirmativo al mensajero.
—Estaré allí.
El demonio desapareció en un remolino de niebla. Ben observó el lugar vacío durante un momento, luego desvió la vista hacia las copas de los árboles donde las primeras luces del día no eran más que un leve tinte plateado.
—Volved a dormir —dijo a los otros en voz baja.
Se acostó de nuevo junto a Sauce, apoyando la mejilla contra el tronco rugoso y cerró los ojos.
El amanecer ya estaba en su plenitud cuando volvió a despertarse. Se hallaba tendido en la tierra bajo la sombra de los añosos pinos, con la cabeza apoyada en el regazo de Sauce. Se había transformado de nuevo.
—Ben —le saludó dulcemente.
Él miró sus delgados brazos, el cuerpo y la cara. Su aspecto era idéntico al que tenía la noche que la vio por primera vez en Irrylyn. Había recobrado su color, belleza y energía. Era la visión que había deseado y temido. Sin embargo ya no era eso lo que le importaba, sino la vida de su interior. La repulsión, el miedo y la sensación de locura que había sentido ya no estaban presentes, su lugar lo había ocupado la esperanza.
Sonrió.
—Te necesito —le dijo.
—Lo sé, Ben —contestó ella—. Siempre lo supe.
Inclinó la cara y lo besó. Él se incorporó para abrazarla.