Ben durmió esa noche en un bosque de álamos, pocos kilómetros al sur del borde de la Caída Profunda. Cuando despertó al amanecer, comenzó el viaje en dirección este hacia las Fuentes de Fuego.
Hizo que Fillip y Sot lo acompañaran, a pesar de la resistencia que opusieron. No le quedaba otra alternativa. Temía perderse o desviarse sin su ayuda. Conocía la región relativamente bien por sus estudios en el castillo, pero siempre quedaba la posibilidad de un encuentro con algo desconocido y quedar obstaculizado por la ignorancia. No podía arriesgarse a que eso ocurriera. No podía malgastar el tiempo, y los gnomos nognomos tendrían que permanecer con él un poco más.
Estaban ya en su tercer día de viaje. No habrían llegado tan lejos en ese tiempo si Fillip y Sot hubiesen tenido escrúpulos para «tomar prestados» unos caballos de tiro, cuyos mejores tiempos habían pasado ya. Sus lomos estaban tan hundidos y su paso era tan irregular que le dolieron los huesos sólo de verlos caminar por el campamento. Montarlos fue aún peor, pero la marcha del viaje mejoró considerablemente y pudieron cubrir una distancia mayor, de modo que se aguantó. No preguntó en ningún momento a los gnomos de dónde habían sacado los caballos. Los principios morales quedaron relegados por la emergencia de la situación.
Salieron de la arbolada región de las colinas, cercana a la Caída Profunda, bordearon las amplias llanuras del Prado y atravesaron en dirección este los páramos que se extendían hasta el otro extremo del valle. La ruta les parecía interminable. Se alargaba como si la estuviesen recorriendo con un piedra de molino colgada a sus cuellos. A Ben lo consumía el miedo de perder a sus amigos. Podían ocurrir muchas cosas, todas malas, antes de que lograra llegar adonde estaban. A Fillip y Sot les consumía el miedo por su propia piel. Se veían como corderos de sacrificio conducidos a la mesa del dragón. Los tres hablaron entre sí lo menos posible, incómodos por el viaje, por su objetivo y por sí mismos.
Mientras viajaban, Ben pensó con frecuencia en Belladona, y sus pensamientos no fueron demasiado agradables. Había estado muy mal que dejara a Sauce sola y desprotegida para marcharse a las nieblas, y que Questor y los otros se precipitaran al bajar a buscarle en la hondonada el primer día, y peor aún que Belladona los hubiese mandado a Abaddon con los demonios, mientras ella se dedicaba a esperar su regreso. Era imperdonable que no hubiera hecho mejor uso de la bruja cuando el Polvo lo la sometió a su voluntad. Había un montón de cosas que podía haber hecho y que no hizo. Podía haberla obligado a usar su magia para que le entregase al dragón, o para atraerlo al menos. En caso de que hubiese sido incapaz de lograrlo, podía haberle exigido que lo enviase a él al lugar en que se hallaba el dragón. ¡Eso le hubiera ahorrado unos cuantos días de viaje por el valle sobre los caballos de tiro! Debía haberle exigido que le proporcionara un poco de su magia. Un aumento de protección no hacía mal a nadie. Y no haber permitido que se marchara con tanta facilidad después de su perversa acción. Debería haberse asegurado de que no le causaría más problemas; o, al menos, haber conseguido su promesa de lealtad por si lograba escapar.
Pero, a lo largo del camino, sus pensamientos se dispersaron, desvaneciéndose hasta desaparecer. Debía, podía… ¿qué más daba ahora? Había intentado hacerlo lo mejor que supo, aunque no había pensado en todo. Una promesa de lealtad hecha bajo presión sería inválida. La magia desconocida era quizás más peligrosa que la carencia de magia. Las cosas estaban mejor como eran. Encontraría la forma de salir adelante con lo que contaba.
Llegaron a las Fuentes de Fuego a últimas horas del tercer día. Los gnomos lo habían conducido por los páramos, del este del Prado, una región llena de peligros: llanuras desérticas de arena y polvo, colinas de hierba punzante, maleza y arbustos nudosos, ciénagas que rezumaban lodo rojo y arenas movedizas, bosques petrificados donde los árboles parecían huesos pinchados en la tierra. Toda la región tenía un aspecto más desolado que cualquier otra parte del valle que hubiera visto Ben, una mezcla desvaída e incolora de vegetación agonizante y tierra asolada. Ni siquiera los lindoazules crecían allí. Los tres habían atravesado colinas y riscos cubiertas de zarzas enfermizas y maleza enmarañada hasta un bosque seco que coronaba un barranco profundo. Condujeron a pie a los caballos, incapaces de montarlos sobre un terreno en tales condiciones. La niebla flotaba por todas partes en densas nubes, como un manto impregnado del olor de la tierra muerta.
—¡Allí, gran señor! —gritó Fillip de repente, tirándole de una manga para que se detuviera.
—¡Las Fuentes de Fuego, gran señor! —anunció Sot, señalando a lo lejos.
Ben miró a través de la niebla y los árboles. No pudo ver nada. Se esforzó en afinar la vista y logró distinguir algo que aleteaba en la penumbra, una especie de luz que se reflejaba en la niebla.
—Sigamos adelante —los apremió—. No puedo ver nada desde aquí.
Reanudó la marcha, y al poco se detuvo. Fillip y Sot no se habían movido. Se miraron entre sí, luego a Ben y otra vez entre ellos. Sus caras peludas se inclinaron y sus narices se torcieron.
—Ya estamos bastante cerca, gran señor —le advirtió Fillip.
—Demasiado cerca, gran señor —añadió Sot.
—No tenemos ninguna protección contra el dragón.
—Ninguna.
—Nos comería sin pensarlo dos veces.
—¡Nos quemaría hasta los huesos!
Fillip titubeó.
—El dragón es demasiado poderoso, gran señor. Dejémoslo.
Sot asintió.
—Dejemos en paz al dragón, gran señor. Dejémoslo en paz.
Ben los observó durante un momento, luego negó con la cabeza.
—No puedo dejarlo, amigos. Lo necesito. —Esbozó una sonrisa triste y volvió atrás. Apoyó una mano en el hombro de cada uno—. ¿Me esperaréis aquí hasta que vuelva?
Fillip levantó la vista.
—Le esperaremos, gran señor. Hasta que vuelva.
Sot se frotó las manos con aire ausente.
—Si vuelve —murmuró.
Ben los dejó junto a los caballos y avanzó a través de la maleza enmarañada. Se abrió paso con cautela, tratando de producir el menor ruido posible. Vio surtidores de vapor que se elevaban al otro lado de la línea de riscos para mezclarse con la niebla. Luego la luz que aleteaba brilló con más claridad, como un resplandor que bailara en el aire. Pudo oler también algo desagradable que recordaba a la carne podrida.
El sudor y el polvo cubrían su cara y sus brazos, pero estaba helado por dentro y ansioso por lo que le esperaba.
Se metió la mano en el bolsillo derecho. Lo que quedaba de Polvo lo de la vaina vaciada permanecía allí. La vaina llena estaba en el izquierdo. Todavía no había trazado un plan para usar el polvo. No tenía ni idea de cómo utilizarlo de manera eficaz. Su único proyecto era acercarse al dragón lo más posible y esperar a que la oportunidad se presentara.
Pensó que un rey de Landover debería tener un plan mejor, pero no se le ocurría ninguno.
Subió hasta la cima del risco y miró desde allí. Ante él había un barranco ancho e irregular, horadado por cráteres de diversos tamaños y formas, llenos de un extraño líquido azul sobre el cual se contorsionaban llamas amarillas, proyectando destellos de luz sobre el velo de niebla. Matorrales y montones de tierra y rocas llenaban el fondo del barranco entre los cráteres, una formidable colección de obstáculos para cualquiera que tratase de entrar.
Ben observó el barranco con atención. El dragón no se veía por ninguna parte.
—Era de esperar —murmuró.
Consideró durante un momento qué hacer a continuación. Podía esperar hasta que Strabo volviese o descender al barranco y esperarlo allí. Se decidió por la segunda opción. Quería estar lo más cerca posible del dragón cuando al fin se encontrase con él.
Se deslizó sobre la cima del risco y comenzó a descender. Una voz interior le decía que se comportaba como un loco. Estaba totalmente de acuerdo. No podía creer que estuviese haciendo lo que hacía. Se sentía aterrorizado por el dragón. Hubiera preferido dar la vuelta y salir corriendo tan deprisa como sus temblorosas piernas se lo permitieran. No es que fuese especialmente valeroso, sino que estaba desesperado. No se había dado cuenta hasta entonces de lo desesperado que estaba.
Pero no los abandonaré, prometió, pensando en Sauce y en los otros. Pasara lo que pasara, no lo haría.
Llegó al fondo del barranco y miró a su alrededor. De pronto, un chorro de vapor se alzó de un cráter cercano, con un silbido que lo sobresaltó. Las llamas se elevaron y aletearon con fuerza en la niebla. Apenas podía ver por dónde iba, pero siguió avanzando. Supuso que el mejor sitio para esperar se hallaría por el centro de las Fuentes de Fuego, aunque no precisamente en él. Su respiración era acelerada e irregular. Deseó poder contar con el Paladín. Deseó que Questor y los kobolds estuviesen con él. Deseó que alguien estuviese con él, quienquiera que fuese. Deseó hallarse en otra parte.
El vapor y el calor irritaban su nariz y su boca. El olor era horrible. Había huesos esparcidos por el suelo, algunos bastante recientes. Se obligó a ignorarlos. Los matorrales y arbustos estorbaban el paso, pero él siguió adelante. Bordeó un montón de trozos de roca, un enorme pedrusco y el esqueleto de un animal grande. Pensó que ya se había adentrado lo suficiente. Había una gran cantidad de tierra apilada ante él, junto a una roca curvada. Parecía un buen escondite. Esperaría allí a que el dragón volviera.
Se preguntó cuánto tiempo tardaría. Las Fuentes de Fuego podían ser el hogar de Strabo, pero eso no significaba que fuera allí con frecuencia. ¡Y si sólo iba una vez al año! La impaciencia lo consumía. ¡Debió habérselo preguntado a la bruja! Debió…
De repente, algo le provocó un sobresalto. Estaba a menos de una docena de pasos del lugar escogido como escondite, cuando el montículo de tierra se movió.
Se detuvo con la vista fija en él. No, debía de haberlo imaginado.
El montículo se movió otra vez.
—Oh, Dios mío —susurró.
Una pequeña nube de polvo se elevó de lo que creía que era una roca, y un párpado enorme sé abrió.
Ben Holiday, abogado prestigioso, aventurero intrépido y supuesto rey de Landover acababa de caer en un gran error.
El dragón se estiró perezosamente, sacudiéndose la capa de tierra y polvo que lo cubría, desprendiéndose del sueño. Fijó sus ojos en Ben, como una serpiente observa a su presa acorralada. Ben se quedó paralizado donde estaba. Tenía que utilizar el Polvo lo. Tenía que dar la vuelta y salir corriendo. Tenía que hacer algo, cualquier cosa; pero no podía moverse ni un centímetro. Lo único que podía hacer era gritar. Se preguntó en un arrebato de humor negro si se lo comería frito o asado.
Strabo parpadeó. Su cabeza escamosa giró lentamente y su largo morro se abrió. Aparecieron unos dientes ennegrecidos y una lengua larga y bífida se agitó en el aire.
—Te conozco de algo, ¿verdad? —preguntó el dragón.
Ben se quedó asombrado. Esperaba muchas cosas del dragón, pero no que hablase. Ese hecho lo cambiaba todo. Disminuyó el miedo que sentía de la bestia. En un instante revisó todas sus suposiciones sobre lo que podía ocurrirle. Si el dragón hablaba, tal vez podría razonar con él. Olvidó sus temores de ser frito o asado. Olvidó sus precauciones defensivas y se dedicó a buscar una respuesta que darle.
La cabeza de Strabo se elevó de repente.
—En las nieblas, en las fronteras del mundo de las hadas. Allí fue donde te vi. Hace varias semanas, ¿no es cierto? Yo estaba durmiendo y tú pasaste por mi lado. Me miraste con tanta insistencia que hiciste que me despertara. Fue una verdadera grosería. —Hizo una pausa—. Eras tú, ¿verdad?
Ben asintió y en su mente destelló la imagen del dragón alejándolo con un soplido como si fuese una pluma. La apartó. Aún era incapaz de creer que estuviese oyendo hablar a la bestia. El dragón tenía una voz extraña, una especie de siseo semejante al de una máquina que reverberaba como si estuviera en una cámara de resonancia.
—¿Quién eres? —preguntó el dragón, bajando la cabeza otra vez—. ¿Qué estabas haciendo en las nieblas? —Le enseñó los dientes al replegar los labios sobre las encías—. ¿Eres del mundo de las hadas?
Ben negó con la cabeza.
—No, no lo soy —contestó, atento a la reacción de Strabo—. Soy Ben Holiday, de Chicago. De otro mundo. Soy el nuevo rey de Landover.
—¿De veras?
El dragón no pareció impresionarse.
—Sí. —Ben titubeó, recuperando el valor lentamente—. ¿Sabes? No creía que los dragones hablaran.
Strabo se movió un poco, ondulando su enorme cuerpo serpentino hasta que la parte posterior descansó sobre una serie de pequeños estanques y las llamas danzaron alrededor de su piel escamosa.
—Bah, uno de esos —dijo con desprecio.
Ben frunció el entrecejo.
—¿Uno de cuáles?
—Uno de esos humanos que cree que los dragones son unas bestias ignorantes y estúpidas que se pasan el tiempo causando problemas a las gentes pobres y trabajadoras hasta que aparece algún campeón para protegerlas. Eres uno de esos, ¿no?
—Supongo que sí.
—Has leído demasiados cuentos de hadas, Holiday. ¿Quién crees que propaga esas historias sobre los dragones? Los dragones no, puedes estar seguro. Son los humanos quienes lo hacen, porque no van a decir que ellos son los malos y el dragón la víctima, ¿verdad? Debes tener en cuenta la fuente de la información, como ellos dicen. Es mucho más fácil darle al dragón el papel de villano que quema campos, devora ganado y campesinos, secuestra princesas y desafía a caballeros con armaduras. Todo eso atrae a muchos lectores, aunque no sea cierto.
Bien lo miraba con asombro. ¿Qué clase de dragón era aquél?
—Hay dragones que antes fueron humanos. ¿Lo sabías? Los dragones existieron antes que la mayoría de las criaturas fantásticas. —Strabo se curvó hacia abajo. Su aliento era terrible—. El problema no lo iniciaron los dragones, lo iniciaron los otros. Nadie quería dragones a su alrededor. Ocupaban demasiado espacio. Ellos estaban asustados de los dragones y de lo que eran capaces de hacer, sin tener en cuenta que usaban esas capacidades muy pocos, cubriéndonos a todos con su mala fama. Nuestra magia era más fuerte que la suya y no podían controlarnos como deseaban.
La cabeza escamosa se movió con lentitud.
—Pero siempre hay modos de conseguir lo que se quiere si uno se empeña, y ellos se empeñaron en deshacerse de nosotros. Fuimos exiliados, perseguidos y destruidos, uno tras otro, hasta que sólo quedé yo. Y también a mí me destruirían, si pudieran.
No especificó quiénes eran «ellos», pero Ben supuso que se refería a todos en general.
—¿Estás diciendo que no eres responsable de ninguna de las cosas de que te acusan? —preguntó, con una sombra de duda.
—Oh, no seas estúpido, Holiday. ¡Claro que soy responsable! ¡Soy responsable de casi todo eso! —La voz siseó suavemente—. Mato a humanos y a sus animales cuando quiero. Quemo sus cosechas y casas si me apetece. Secuestro a sus esposas, porque me divierte. Los odio.
Su lengua se agitaba como un látigo.
—Pero no siempre fue así. No fue así hasta que se hizo más fácil para mí ser lo que ellos creían, que intentar sobrevivir como la criatura que había sido hasta entonces… —Su voz se apagó, como si estuviese recordando—. He vivido durante casi mil años, completamente solo durante los últimos doscientos. Y no hay dragones. Sólo son leyenda. Yo soy el único, como el Paladín. ¿Lo conoces, Holiday? Los dos somos los últimos de nuestra especie.
Ben vio que el dragón arrimaba el morro a una fuente de Fuego, bebía de las aguas ardientes e inhalaba las llamas.
—¿Por qué me cuentas todo esto? —preguntó, intrigado de veras.
El dragón lo miró.
—Porque estás aquí. Por cierto, ¿qué haces aquí?
Ben dudó un momento, recordando de repente la razón que lo había llevado allí.
—Bueno…
—Ah, sí —le cortó el dragón—. Eres el nuevo rey de Landover. Felicidades.
—Gracias. No hace mucho que lo soy.
—Me lo imagino. De otro modo no estarías aquí.
—¿Por qué?
—Sería difícil. —El dragón se inclinó, acercándose—. Cuando vivía el viejo rey, me mantuvo exiliado en estos páramos. Se me prohibió el resto del valle. Usaron al Paladín para mantenerme aquí, porque el Paladín es tan fuerte como yo. A veces, volaba de noche, pero no podía dejar que me viesen los humanos ni mezclarme en sus vidas… —La voz del dragón se endureció—. Me prometí a mí mismo que volvería a ser libre. Este valle es tan mío como de cualquiera. Y tras la muerte del viejo rey, cuando el Paladín desapareció, quedé libre, Holiday, y ningún rey de Landover volverá a recluirme.
Ben fue consciente de un cambio no demasiado sutil en la actitud del dragón, pero fingió no darse cuenta.
—No he venido para eso —dijo.
—Pero estás aquí para pedir mi fidelidad al trono, ¿verdad?
—Eso me proponía —admitió Ben.
El morro de Strabo se abrió para emitir una carcajada grave y siseante.
—¡Eso es valor, Holiday! Aunque inútil. Nunca he prometido lealtad a ningún rey de Landover, nunca en los mil años de mi vida. ¿Por qué iba a hacerlo? ¡No soy como los otros que viven aquí! ¡No estoy confinado en Landover como ellos! ¡Puedo viajar a cualquier lugar que se me antoje!
Ben tragó saliva.
—¿Puedes?
El dragón se movió, curvando la cola detrás de Ben.
—Bueno… no a todas partes, supongo. Pero casi. No puedo adentrarme demasiado en el mundo de las hadas ni en otros mundos donde no creen en dragones. ¿Creen en dragones los habitantes de tu mundo?
Ben movió negativamente la cabeza.
—Me parece que no.
—Eso explica por qué nunca he estado allí. Sólo puedo viajar a países donde los dragones son reales o, al menos, donde alguna vez lo fueron. Suelo frecuentar media docena de mundos de los alrededores. He cazado en la mayoría. Tuve que ir cuando el rey me prohibió el valle. —Su mirada se hizo maliciosa, con los párpados entrecerrados—. Pero cazar fuera del valle me cuesta más trabajo. Es más fácil cazar aquí. ¡Más satisfactorio!
El ambiente era ahora francamente helado. Se podía hablar con el dragón, pero parecía imposible convencerlo con razonamientos. Ben sintió puertas que se cerraban a su alrededor.
—Bueno, entonces no creo que tenga mucho sentido que te sugiera algo más, ¿verdad?
Strabo se incorporó un poco sobre sus patas traseras, desprendiendo polvo de su enorme cuerpo.
—He disfrutado de tu conversación, Holiday, pero creo que ha llegado a su fin. Por desgracia, eso significa tu fracaso.
—Oh, espera un momento, no tengas tanta prisa. —Ben no lograba encontrar las palabras con la rapidez necesaria—. No tenemos por qué terminar la conversación. Creo que podemos seguir hablando un poco.
—No entiendo por qué quieres hacerlo —siseó el dragón con suavidad—. Yo ya estoy aburrido.
—¡Aburrido! ¡De acuerdo, cambiemos de tema!
—Eso no serviría de nada.
—¿No? Bueno, ¿y qué ocurrirá si me voy diciéndote adiós y hasta pronto?
Ben estaba desesperado.
El dragón se alzó sobre él, como una sombra enorme y escamosa.
—Eso sólo pospondría lo inevitable. Tendrías que volver. Tendrías que hacerlo, porque eres el rey de Landover. Enfréntate a ello, Holiday. Soy el enemigo. O me destruyes tú, o te destruyo yo. Preferiría lo último.
Ben miró a su alrededor, consternado.
—¿Pero por qué hemos de destruirnos el uno al otro?
—¿Por qué? Porque es lo que pasa entre los dragones y los reyes. Siempre ha sido así.
La frustración de Ben llegó al límite.
—Bueno, si siempre ha sucedido así, ¿por qué esa larga disertación sobre el daño que han hecho a los dragones las historias contadas por los humanos? ¿Por qué perdiste el tiempo en explicarme todo eso si pensabas freírme después?
El dragón se rió francamente.
—¡Qué modo tan original de decirlo! —Hizo una pausa—. Sí, ¿por qué molestarme en decirte nada en tales circunstancias? Tienes razón. —Se quedó un momento pensativo, luego se encogió de hombros—. Supongo que fue por hacer algo. No hay demasiadas cosas que hacer aquí, ¿me comprendes?
Ben sintió que su última esperanza de desvanecía. Era el fin. Había esquivado una bala de plata en las nieblas del mundo de las hadas y una segunda en su enfrentamiento con Belladona. Pero la tercera estaba a punto de acertarle. Observó que el dragón se erguía más aún y comenzaba a inhalar lentamente. Un soplo de fuego sería bastante. Su mente funcionaba a toda velocidad. ¡Tenía que hacer algo! ¡No podía quedarse allí y dejarse incinerar!
—¡Espera! —gritó—. ¡No lo hagas! —Su mano se introdujo en la túnica y sacó el medallón—. ¡Todavía tengo esto!. Usaré su magia si hace falta.
Strabo exhaló lentamente vapor, humo y llamas que rasgaron el aire neblinoso. Miró el medallón y se relamió.
—Tú no dominas la magia, Holiday.
Ben tomó una bocanada de aire.
—Te equivocas. Apelaré al Paladín si no me dejas marchar.
Hubo un largo silencio. El dragón lo contempló, pensativo, sin decir palabra. Ben llamó mentalmente al Paladín. Era su única esperanza. Había acudido a él en otras ocasiones en que estaba en dificultades. Quizás…
Su mano se apretó contra el medallón, sintiendo el grabado en su palma. Tuvo una revelación súbita e inesperada. ¿En qué estaba pensando? ¡Podía escapar en aquel momento, si quería! ¡Había olvidado que el medallón lo habilitaba para hacerlo! El medallón lo llevaría a su mundo en un instante. ¡Lo único que tenía que hacer era desearlo!
Pero eso significaría dejar a sus amigos en Abaddon. Eso significaría abandonar Landover para siempre. Eso significaría rendirse. Pero también significaba seguir vivo. Sopesó las perspectivas, indeciso.
—Creo que mientes, Holiday —dijo el dragón, y comenzó a aspirar de nuevo.
Adiós, mundo, pensó Ben, y se preparó para escapar a la seguridad.
Pero de repente se produjo un destello de luz en la niebla y el vapor que se elevaba desde las llamas de las fuentes. ¡Allí estaba el Paladín! Ben no podía creerlo. El caballero se materializó de la nada, una figura solitaria y maltrecha sobre una vieja montura, sosteniendo una lanza ante él. Strabo se volvió de inmediato, asombrado. De su boca surgió un torrente de llamas, que envolvió al caballero y al caballo, y se convirtió en humo. Ben retrocedió, impulsado por el terrible calor. Se giró, protegiéndose los ojos con la mano y, al momento, volvió a su posición anterior para ver qué ocurría.
El Paladín estaba desarmado.
Strabo se alzó con lentitud sobre sus enormes patas traseras, sus alas se desplegaron como protección y sus ojos entrecerrados buscaron a Ben.
—¡Veinte años! ¡Hacía veinte años! —susurró en tono bajo—. ¡Creía que había desaparecido para siempre! ¿Cómo has podido hacer que regrese, Holiday? ¿Cómo?
Ben comenzó a balbucear una respuesta, tan sorprendido como Strabo por la presencia del Paladín, pero después se contuvo. Aquélla era la oportunidad que estaba esperando.
—¡El medallón! —exclamó—. ¡Lo ha traído el medallón! Las palabras mágicas están escritas aquí, en su reverso. ¡Míralas!
Levantó el medallón cogiéndolo por la cadena de plata, de forma que la luz neblinosa se reflejara en su superficie. Strabo se inclinó para ver mejor, estirando el cuello serpentino, acercando la cabeza escamosa. El enorme morro se abrió y asomó la lengua bífida. Ben contuvo el aliento. La sombra del dragón cayó sobre él, bloqueando el paso de la luz.
—Aquí está la inscripción —le apremió Ben.
Sólo un poco más y…
Una de sus patas delanteras enganchó el medallón.
La mano libre de Ben salió de repente del bolsillo de su túnica y arrojó un puñado de Polvo lo a las narices de Strabo. El dragón inhaló, sorprendido; luego estornudó. El estornudo casi derribó a Ben, pero de algún modo logró mantenerse en el sitio. Le arrancó de un tirón el medallón, metió la mano en el otro bolsillo y sacó la vaina. La cabeza de Strabo oscilaba de un lado a otro buscándolo, con las fauces abiertas. Ben arrojó la vaina dentro de la boca. El dragón fue rápido, la atrapó al vuelo y la mordió con furia, triturando la cáscara.
Demasiado tarde se dio cuenta Strabo de su error. El Polvo lo voló por todas partes, expulsado de la boca del dragón en chorros de humo blanco. Strabo produjo un rugido terrible y lanzó una gran llamarada. Ben se apartó, tirándose al suelo y haciendo rodar su cuerpo. Después se puso en pie con la mayor rapidez que pudo y corrió hacia el montón de piedras que había visto al entrar. Alcanzó su objetivo cuando el fuego estaba a unos seis metros detrás de él y se agachó detrás. Strabo había enloquecido por completo. Se revolcaba sobre el suelo presa de un terrible frenesí, golpeándose contra la tierra y las rocas. Desde un cráter, las llamas se elevaron hacia el cielo con un retumbo sordo. El dragón rugió y exhaló fuego en todas direcciones. Las llamas y el humo llenaron el aire, oscureciéndolo. El Paladín desapareció. Las fuentes desaparecieron. Ben se acurrucó en su refugio y anheló haber sido lo bastante rápido para que el dragón no lo hubiera visto esconderse.
Pasado cierto tiempo, los golpes y las llamas cesaron, y regresó la calma. Ben esperó en su refugio, escuchando los sonidos amortiguados del dragón que se movía por los alrededores. Las explosiones retumbantes de las Fuentes de Fuego se desvanecieron en un suave siseo.
—¿Holiday?
La voz del dragón estaba enronquecida por la furia. Ben se quedó donde estaba.
—¿Holiday? ¡Eso era Polvo lo, Holiday! ¡Una vaina entera de Polvo lo! ¿De dónde lo has sacado? ¡Me dijiste que no pertenecías al mundo de las hadas! ¡Me has mentido!
Ben esperó. Todavía no había oído nada que le gustase.
Escuchó a Strabo moviéndose a su izquierda, escuchó el sonido del cuerpo al arrastrarse.
—¿Sabes lo peligrosa que es esa magia, Holiday? ¿Sabes el daño que pudiste causarme? ¿Por qué me engañaste?
El movimiento cesó. Luego oyó al dragón agitarse y el sonido que producía al beber. Pensó de pronto en la posibilidad de haber cometido un error. Quizás una vaina de Polvo lo era excesiva para cualquiera. Quizás había dañado al dragón.
Oyó un largo suspiro.
—Holiday, ¿por qué me has hecho esto? ¿Qué es lo que quieres de mí? ¡Dímelo y lo haré!
El dragón se mostraba más ofendido que enfadado. Ben decidió arriesgarse.
—¡Quiero tu palabra de que no me atacarás! —gritó.
La respuesta del dragón fue un suave susurro.
—La tienes.
—Quiero que te comprometas formalmente a hacer lo que te diga y sólo eso. Estás obligado a ello de todos modos, ya lo sabes.
—¡Lo sé, Holiday! ¡De acuerdo! ¡Dime qué quieres!
Ben abandonó cautelosamente la protección que le daba su escondite. Sobre el foso de las Fuentes de Fuego aún quedaban suspendidos jirones de niebla y humo, produciendo una penumbra misteriosa. Strabo estaba encogido a varias docenas de metros, entre una serie de cráteres ardientes, con el aspecto de un animal furioso y atrapado. Su fea cabeza escamosa se balanceaba lentamente, sus ojos entrecerrados divisaron a Ben. Éste se tensó, dispuesto a volver a esconderse tras las piedras. Pero el dragón se limitó a mirarlo y esperar.
—Acércate —le ordenó Ben.
El dragón se acercó sumisamente, pero en sus ojos había un odio indisimulado. Ben contempló al monstruo mientras se acercaba. Su cuerpo en forma de barril avanzaba por impulsos sobre unas piernas gruesas y escamosas. Las alas se agitaban con el movimiento, y la larguísima cola serpenteaba. Ben se sentía como Fay Wray ante King Kong.
—¡Libérame! —pidió Strabo—. ¡Déjame libre y te permitiré vivir!
Ben movió la cabeza.
—No puedo.
—Querrás decir que no quieres —susurró el dragón, con una voz que parecía papel de lija frotando una pizarra—. Pero no podrás mantenerme así para siempre, y cuando me libre…
—Ahorrémonos las amenazas, ¿de acuerdo?
—… no quedará de ti ni para llenar el tazón de un gnomo, ni para alimentar a la más pequeña de las criaturas cavernícolas… y te produciré tanto dolor que no creerás…
—¿Vas a escucharme?
El dragón levantó la cabeza con desdén.
—¡No te prometeré lealtad, Holiday! ¡No significaría nada que lo hiciese!
Ben asintió.
—Lo sé. No quiero tu lealtad.
Hubo un largo rato de silencio mientras el dragón le estudiaba. El odio de los ojos de la bestia dio paso a la curiosidad. Parecía que lo peor había pasado. El dragón era suyo, al menos de momento. Ben sintió un agradable relajamiento de su tensión interior, una disipación del miedo y de la ansiedad. Había esquivado la tercera bala de plata. Aún apretaba el medallón en una mano, y volvió a deslizarlo en el interior de su túnica. Miró a su alrededor buscando al Paladín, pero el caballero había desaparecido.
—Como un fantasma… —murmuró.
Se volvió hacia el dragón. Strabo estaba aún estudiándole. Su perversa lengua se agitaba nerviosamente en el aire.
—Muy bien, Holiday. Me rindo. ¿Qué quieres de mí?
Ben sonrió.
—Ponte cómodo y te lo diré.