POLVO IO

La risa y los pensamientos de satisfacción que la habían provocado no duraron más de treinta segundos; el tiempo que Ben Holiday tardó en recordar el aviso de las hadas respecto a Belladona.

Miró apresuradamente a su alrededor, barriendo con los ojos la penumbra neblinosa de la Caída Profunda. No había señal de la bruja, pero sabía que estaba escondida en algún lugar, esperándolo, planeando qué hacer con él cuando el Polvo lo estuviese en sus manos. Ésa debía de ser su intención desde el principio; enviarlo al mundo de las hadas para que le consiguiera lo que ella no podía lograr por sí misma y, después, eliminarlo. Frunció el entrecejo. ¿Sabía que volvería? Probablemente no, pero no le preocupaba. Lo importante para ella era intentarlo. No obstante, las hadas habían hablado dando por supuesto que esperaba su regreso. Eso le inquietó. ¿Cómo podía saber la bruja que conseguiría algo que nadie había logrado?

Apretó en su manos las vainas y respiró profundamente para tranquilizarse. No tenía tiempo de pensar en lo que la bruja sabía o ignoraba. Debía encontrar a Sauce y escapar de la Caída Profunda a la mayor velocidad posible. Temía por la sílfide. No era probable que Belladona la tratara mejor que a él. En su ausencia podía haberle ocurrido cualquier cosa y él sería el responsable. Todo un día perdido, habían dicho las hadas. Eso era demasiado tiempo para que Sauce lo pasara sola. Ella no era capaz de enfrentarse a

Belladona. Además, los otros miembros del grupo podían haber bajado a la Caída Profunda para buscar a su rey desaparecido y también estar en poder de la bruja.

Apretó los dientes ante tan desagradable posibilidad y volvió a mirar a su alrededor, tratando de orientarse. La niebla y el bosque se elevaban como un muro, y todas las direcciones parecían iguales. Las nubes colgaban bajas sobre las copas de los árboles, ocultando el sol y el cielo. Nada le indicaba dónde estaba o adonde debía ir.

—¡Maldita sea! —susurró.

Olvidando toda cautela, comenzó a caminar. Muchas cosas le habían ocurrido desde su llegada a Landover, malas en su mayoría. Cada vez que había intentado avanzar un paso, se había visto obligado a retroceder dos. Tenía la impresión de que nada podía salir bien. Pero todo estaba a punto de cambiar. Por una vez, iba a tener éxito. Había entrado en el mundo de las hadas y salido con el Polvo lo, cuando la lógica decía que era imposible. Ahora contaba con el medio que liberaría al Prado del dragón y le proporcionaría el apoyo más importante. Sería un gigantesco paso al frente en la realización de sus propósitos. Aunque hubiese una docena de Belladonas ocultas en la niebla del bosque, no estaba dispuesto a dejar que esta oportunidad se le escapara de la mano.

Un par de rostros peludos aparecieron entre los arbustos justo delante de él. Saltó hacia atrás, con un grito de sorpresa.

—¡Magnífico, gran señor!

—¡Poderoso gran señor!

Eran Fillip y Sot. Ben suspiró y esperó a que el corazón le bajase de la garganta. ¡Bravo por su valor!

Los gnomos nognomos abandonaron su escondite, oteando el aire del bosque precavidamente.

—Gran señor, ¿de veras sois vos? ¡Creímos que no os volveríamos a ver nunca! —dijo Fillip.

—¡Nunca! ¡Pensamos que os habríais perdido en las nieblas! —dijo Sot.

—¿Dónde habéis estado vosotros? —preguntó Ben, recordando su huida del castillo cuando el cuervo se transformó en la bruja.

—¡Escondidos! —susurró Fillip.

—¡Vigilando! —susurró Sot.

—La bruja nos buscó durante mucho tiempo —aseguró Fillip.

—Pero no pudo encontrarnos —aclaró Sot.

—Porque estábamos enterrados —dijo Fillip.

—Por eso no pudo —dijo Sot.

Ben suspiró.

—Muy astutos. —Miró en su entorno—. ¿Dónde está ahora?

—Ha vuelto al lugar donde la dejasteis, gran señor —informó Fillip.

—Para esperar vuestro regreso —concluyó Sot.

Ben asintió.

—¿Y Sauce?

Fillip dirigió una mirada rápida a Sot, y éste bajó la vista hacia el suelo.

Ben se arrodilló ante ellos, sintiendo una sensación de vacío en la boca del estómago.

—¿Qué le ha ocurrido a Sauce?

Los rostros peludos adquirieron una expresión de incomodidad y sus manos mugrientas se retorcieron una contra otra.

—Gran señor, no lo sabemos —dijo al fin Fillip.

—No, no lo sabemos —agregó Sot.

—Como no volvíais, los otros vinieron a buscaros —dijo Fillip.

—Bajaron del valle —completó Sot.

—Ni siquiera sabíamos que continuaban allí —afirmó Fillip.

—Si lo hubiéramos sabido, les habríamos avisado —se disculpó Sot.

—Pero estábamos escondidos —dijo Fillip.

—Estábamos aterrados —dijo Sot.

Ben interrumpió las explicaciones con un gesto impaciente de la mano.

—¡Vais a decirme ahora mismo qué ocurrió!

—Los cogió a todos prisioneros, gran señor —dijo Fillip.

—Los cogió a todos —repitió Sot.

—Ahora han desaparecido —concluyó Fillip.

—No queda ni rastro de ellos —agregó Sot.

Ben se sentó sobre sus talones. El color desapareció de su cara.

—¡Oh, Dios mío! —dijo en voz baja.

Sus peores temores se habían hecho realidad. Sauce, Questor, Abernathy y los kobolds; todos apresados por Belladona. Y él era el responsable. Meditó sobre el asunto durante un largo rato, luego se puso de pie. No podía escapar dejando allí a sus amigos, era evidente. Con Polvo lo o sin él, no los abandonaría.

—¿Podéis llevarme a presencia de Belladona? —preguntó a los gnomos.

Fillip y Sot lo miraron, presos de un terror imposible de ocultar.

—¡No, gran señor! —susurró Fillip.

—¡Desde luego que no! —añadió Sot.

—¡Os hará prisionero también! —dijo Fillip.

—¡Os hará desaparecer con los otros! —dijo Sot.

Es probable, pensó Ben. Luego dirigió a los gnomos nognomos una sonrisa alentadora.

—Quizás no —les dijo. Sacó una de sus vainas de Polvo lo y la alzó con gesto pensativo—. Quizás no.

Se tomó unos cinco minutos para preparar su encuentro con Belladona. Después explicó el plan que había concebido a los gnomos, que escucharon atentamente y le observaron con ojos perplejos. Les costaba creer lo que les decía, pero no había tiempo para aclararlo más.

—Tratad de recordad lo que tenéis que hacer y cuándo —les aconsejó al terminar.

Se pusieron en marcha a través del bosque, primero los gnomos y tras ellos Ben. La luz de la tarde estaba disminuyendo, transformándose en penumbra. Ben miraba a su alrededor con inquietud y se detenía cada vez que vislumbraba alguna sombra que fluctuaba en la niebla. El mundo de las hadas volvía a estar presente, y con él los fantasmas de su imaginación. Sentía sus ojos fijos en él, los de los vivos y los de los muertos, el pasado y el presente, el antiguo mundo y el nuevo. Lo que había visto eran falsedades, sus propios temores que habían cobrado vida. Pero las mentiras subsistían como susurros de verdades que aún podían producirse. No había defraudado a nadie de la forma en que las nieblas de las hadas le habían mostrado. Pero podía hacerlo, si no era tan rápido como las hadas le aconsejaron. Podría fallarles a todos.

Los minutos pasaban. Ben los sentía transcurrir con inusitada rapidez. Deseó apremiar a los gnomos para que se apresuraran, para que acelerasen su paso sigiloso por el laberinto del bosque, pero se contuvo. Fillip y Sot no querían correr riesgos con Belladona y tampoco él debía.

Entonces vieron un claro ante ellos a través de una barrera de pinos y maleza. Fillip y Sot se agacharon y se volvieron para mirar a Ben. Éste imitó su postura, luego avanzó muy lentamente un metro más y se detuvo.

Belladona estaba sentada como una estatua en el trono cubierto de telarañas y polvo donde se había aparecido por primera vez, con los ojos fijos en el suelo. Varios bancos y mesas deteriorados por la intemperie estaban dispersos ante ella, rodeados por una línea de candelabros ennegrecidos que sustentaban unas diminutas lenguas de fuego. El patio, las puertas de entrada y todo el castillo habían desaparecido. Sólo quedaba el bosque y aquellos pocos muebles arruinados para refugio de la bruja.

Los ojos de color rojo sangre parpadearon, pero no se apartaron de donde estaban.

Ben retrocedió gateando, con los gnomos detrás. Cuando estuvieron fuera del alcance del oído de la bruja, les ordenó que cumpliesen su misión. Sin hacer ruido, desaparecieron entre los árboles. Ben los contempló mientras se alejaban, levantó los ojos al cielo en un ruego silencioso y se sentó a esperar.

Dejó que pasaran quince minutos, calculando el tiempo lo mejor que pudo, se puso en pie y comenzó a andar con aire decidido. Atravesó la barrera de pinos y arbustos y entró en el claro donde Belladona aguardaba.

La bruja lo miró, alzando al mismo tiempo la cabeza y los ojos para observar su avance. Su rostro de facciones duras y afiladas reflejó una mezcla de placer, sorpresa… y algo más. Excitación. Ben fue hacia ella con cautela, sabiendo que debía ser precavido. Estaba a una docena de pasos cuando la bruja se levantó y le indicó con la mano que se detuviese.

—¿Lo tienes? —le preguntó con voz suave.

Él asintió, sin hablar.

La bruja se pasó su fina mano por el cabello azabache, alisando el mechón blanco que era como una estela de espuma en aguas negras.

—Sabía que eras algo más que un rey de comedia, a pesar de que así te llamé —susurró, esbozando una sonrisa deslumbrante. Se irguió ante él alta y majestuosa, con sus ropajes extendidos y su impecable piel marmórea—. Sabía que eras… especial. Siempre tuve ese presentimiento. —Hizo una pausa—. El Polvo lo, enséñamelo.

Él miró a su alrededor, como buscando algo.

—¿Dónde está Sauce?

Los ojos rojos se entrecerraron.

—Esperando a salvo. ¡Ahora enséñamelo!

Él empezó a avanzar pero la mano de la bruja se levantó como un escudo y su voz siseó:

—¡Desde ahí!

Ben introdujo ambas manos en los bolsillos. Sacó la izquierda lentamente, mostrando una vaina oblonga para que la examinase.

El rostro de Belladona se avivó por la excitación.

—¡Polvo lo! —Temblaba mientras le indicaba que se acercase—. Traémelo. ¡Con cuidado!

El obedeció, pero se detuvo aún fuera de su alcance y miró de nuevo alrededor.

—Creo que debes decirme primero dónde está Sauce.

—Primero el Polvo —insistió ella, extendiendo la mano.

Él dejó que cogiese la vaina.

—Ah, está bien, ya la veo, allí entre los árboles. —Se dirigió hacia allí, mostrándose ansioso—. ¡Sauce! ¡Estoy aquí!

Su llamada fue respondida según lo previsto. Se produjo un murmullo de hojas entre los arbustos y la visión fugaz de alguien. Belladona se volvió, sorprendida, agudizando sus ojos rojizos, siguiendo la mirada de Ben. En sus labios comenzaban ya a formarse palabras de negación.

La mano derecha de Ben salió de su bolsillo y arrojó un puñado de Polvo lo a la cara de Belladona. La bruja jadeó por la sorpresa e inhaló el polvo. El asombro y furia contorsionaron sus facciones. Lo miró horrorizada. Ben le lanzó un segundo puñado de polvo, y ella lo inhaló de nuevo, tropezando con sus ropas cuando él la empujó con rudeza hacia atrás. La vaina saltó de su mano y Belladona cayó a tierra.

Ben saltó sobre ella como un gato.

—¡No me toques! —le gritó, previniéndola—. ¡No se te ocurra dañarme! ¡Estás en mi poder! ¡Harás lo que yo te diga y nada más! —Vio que los labios de la bruja se replegaban en un gruñido de rabia, y sintió que el sudor empapaba su túnica—. Dime que lo has entendido —le susurró con urgencia.

—He entendido —repitió ella, y el odio que sentía por él ardió en sus ojos.

Ben respiró profundamente y se incorporó poco a poco.

—Levántate —le ordenó.

Belladona lo hizo, con el cuerpo rígido e inflexible, como obligado desde dentro por una voluntad férrea a la que trataba de resistirse.

—¡Te destruiré por esto! —le espetó—. ¡Te haré sufrir de un modo que no puedes ni imaginar!

—Hoy no, hoy no podrás —murmuró Ben, más para sí que para ella. Miró hacia atrás—. ¡Fillip! ¡Sot!

Los gnomos nognomos salieron gateando de la maleza donde habían estado escondidos en espera de la señal de Ben para aparentar que Sauce respondía a su llamada. Aparecieron con expresiones asustadas en sus caras peludas y sus ojos de hurón casi ciegos fijos en la bruja.

—Magnífico gran señor —susurró Fillip.

—Poderoso gran señor —susurró Sot.

Ninguno de los dos pronunció aquellas palabras con demasiado convencimiento, avanzando poco a poco como ratas dispuestas a salir disparadas al más ligero movimiento. Belladona dejó caer su mirada sobre ellos como si fuera un martillo, haciendo que se encogieran como si de verdad los hubiese golpeado.

—No puede haceros daño —les aseguró Ben, tratando además de convencerse a sí mismo. Se apartó un poco para recoger la vaina caída y la puso ante Belladona para que la examinase—. Vacía —dijo, señalando un agujerito que había abierto en el fondo—. Le quité el polvo y lo puse en mi bolsillo para usarlo contra ti. Como tú habías planeado hacer conmigo, ¿verdad? Respóndeme.

Ella asintió.

—Así es.

Las palabras estaban empapadas en veneno.

—Quiero que te quedes aquí y hagas sólo lo que yo te diga. Empezaremos con algunas preguntas. Yo las formularé y tú las responderás. Pero dime la verdad, Belladona, nada de mentiras. ¿Comprendido?

Ella asintió con la cabeza. Ben introdujo la mano en su bolsillo y extrajo la segunda vaina de Polvo lo. Se la enseñó.

—¿Será suficiente el polvo contenido en esta vaina para controlar al dragón?

Ella sonrió.

—No lo sé.

Él no esperaba esa contestación. Una duda cruzó su mente.

—¿Te he dado suficiente polvo para obligarte a hacer lo que yo diga?

—Sí.

—¿Durante cuánto tiempo?

Ella sonrió otra vez.

—No lo sé.

Él se mantuvo inexpresivo. Parecía haber un pequeño margen de error.

—Si sientes que la necesidad de obedecerme se debilita, has de decírmelo. ¿De acuerdo?

El odio de los ojos de la bruja aumentó.

—De acuerdo.

Ben no confiaba en ella, con Polvo lo o sin él. Quería acabar con aquello y salir de la Caída Profunda. Fillip y Sot estaban a una docena de pasos, acurrucados debajo de una de las mesas, con los morros enterrados en sus pechos como si fuesen avestruces asustadas.

Los ojos de Ben volvieron a Belladona.

—¿Qué has hecho con Sauce y con quienes vinieron a buscarme?

—Los aprisioné —dijo.

—¿A Questor Thews, el amanuense Abernathy y los dos kobolds?

—Sí. Cuando llegaron los apresé.

—¿Qué les has hecho?

—Los encerré durante cierto tiempo y luego los envié fuera.

Parecía casi complacida por la forma en que se desarrollaban los acontecimientos y a Ben le invadió la duda.

—¿Qué significa enviarlos fuera? —preguntó.

—No me servían para nada, así que los envié fuera.

Algo iba mal. Belladona había planeado no dejarlo marchar. Por tanto, tampoco había tenido intención de dejar a sus amigos. La miró con fijeza y observó que sus ojos cambiaban súbitamente del rojo al verde.

—¿Dónde los has enviado? —inquirió.

Los ojos de la bruja chispearon.

—A Abaddon, con la Marca.

Ben se quedó paralizado. Las mentiras que había imaginado se convertían en verdades. Había fallado a sus amigos, después de todo.

—¡Haz que regresen! —le ordenó con voz imperiosa—. ¡Tráelos ahora mismo!

—No puedo —dijo con desprecio indisimulado—. ¡Están fuera de mi alcance!

Ben agarró con furia la túnica negra de la bruja.

—¡Tú los enviaste allí y tú los traerás!

Ella sonrió, satisfecha.

—¡No puedo rey de comedia! Al llegar a Abaddon quedaron fuera de mi alcance. ¡Están atrapados!

La soltó y dio un paso atrás, esforzándose por recuperar el control de sí mismo. ¡Tenía que haberlo previsto! ¡Tenía que haber hecho algo para evitar lo que había sucedido! Contempló con impotencia el claro sombrío. La rabia y el dolor crecieron en él mientras consideraba y descartaba una posibilidad tras otra, en rápida sucesión.

Se encaró otra vez con la bruja.

—¡Irás a Abaddon y los traerás! —ordenó tajante.

La sonrisa de Belladona estaba próxima al éxtasis.

—¡No puedo hacer ninguna de las dos cosas, rey de comedia! ¡No tengo poder para entrar en Abaddon! ¡Estaría tan indefensa como ellos!

—¡Entonces iré yo! —afirmó Ben—. ¿Dónde está la entrada, bruja?

Ella se rió con rostro tenso.

—¡No hay entrada, idiota! ¡Abaddon está prohibido! ¡Sólo unos pocos…!

Se sentía tan triunfante que no supo contenerse a tiempo. Cerró la boca de golpe, pero ya era demasiado tarde. Ben volvió a agarrarla por la túnica.

—¿Unos pocos? ¿Quiénes? ¿Quién además de los demonios puede ir allí? —La cabeza de bruja pendulaba adelante y atrás—. ¿Quién, maldita sea? ¡Dímelo!

Ella temblaba y se tensaba como sacudida por un garfio clavado en sus entrañas. Su respuesta salió casi como un grito.

—¡Strabo!

—¡El dragón! —suspiró él, comprendiendo. La soltó y se alejó unos pasos—. ¡El dragón!

Se giró de pronto y volvió a acercarse.

—¿Por qué el dragón puede entrar y tú no?

Belladona estaba fuera de sí.

—Su magia abarca un campo de acción mayor que el mío, llega más lejos…

—Y es más poderosa —Ben terminó la frase que ella no podía concluir.

Se sintió invadido por una especie de flacidez, el sudor lo bañaba, el cansancio socavaba sus fuerzas. Todo adquiría significado. Su primer encuentro con Strabo había sido en los límites de las nieblas, aún en el interior del mundo de las hadas. Si el dragón podía entrar en el mundo de las hadas, era posible que también pudiera hacerlo en Abaddon. Él lo llevaría.

Casi sonrió. La súbita unión de las circunstancias y la necesidad era aterradora. Había pensado utilizar el Polvo lo sólo para expulsar al dragón de Landover. Eso habría sido bastante difícil y peligroso. Ahora tenía que usar el Polvo lo para forzarlo a que lo llevara a Abaddon, donde sus amigos estaban atrapados, y los sacara a todos de allí. La enormidad de la tarea hizo que se estremeciera. Debía llevarla a cabo sin ayuda ni guía. Debía hacerlo solo. Y no podía cuestionarlo. Sauce, Questor, Abernathy, Juanete y Chirivía habían arriesgado sus vidas por él una y muchas veces. Estaba obligado a hacer lo mismo por ellos.

Sus ojos se encontraron con los de la bruja y percibió la satisfacción que la colmaba.

—Has jurado destruirme, Belladona, pero soy yo quien debería destruirte —susurró con furia.

Fillip y Sot habían salido de su refugio y tiraban ahora de las piernas de Ben.

—¿Podemos irnos ya, gran señor? —preguntó Fillip.

—¿Podemos marcharnos de este lugar, gran señor? —añadió Sot.

—Me da miedo —dijo Fillip.

—Quiere hacernos daño —dijo Sot.

Ben miró hacia abajo y vio terror en sus ojos. Observó cómo sus narices se torcían, expectantes. Parecían niños sucios a punto de ser castigados, y sintió pena por ellos. Se habían arriesgado mucho.

—Sólo un momento más —prometió, volviéndose para encararse a Belladona—. ¿Cuándo enviaste a mis amigos a Abaddon?

La bruja entornó sus ojos verdes.

—Esta mañana, a primera hora.

—¿Les hiciste algún daño?

Su rostro se contrajo bruscamente.

—No.

—Entonces, ¿están bien?

—Quizás —dijo riendo—. Si los demonios no se han cansado de ellos.

Deseó estrangularla, pero logró contenerse.

—Cuando me halle dentro de Abaddon, ¿cómo podré encontrarlos?

El cuerpo de Belladona pareció replegarse dentro de sus oscuras ropas.

—El dragón los encontrará, si es que aún te obedece.

Ben asintió. Ése era el principal problema. ¿Durante cuánto tiempo conseguiría el Polvo lo mantener sometido al dragón? ¿Cuánto tiempo durarían los efectos de su magia? Sólo había un modo de averiguarlo, por supuesto.

Apartó de sí aquel pensamiento.

—¿Dónde puedo encontrar al dragón? —le preguntó.

Belladona sonrió misteriosamente.

—En cualquier parte, rey de comedia.

—Sí, claro. —Replanteó la pregunta—. ¿En qué lugar puedo esperar a que llegue?

—¡En las Fuentes de Fuego! —Su voz era un leve siseo—. Ha establecido su hogar en las aguas de llamas.

Ben recordó las Fuentes de sus estudios en Plata Fina. Al este del Prado, en la profundidad de los páramos, se encontraban unos estanques de lava, fosos de aceite o algo semejante.

—¡Gran señor! —lo llamó Fillip con nerviosismo, interrumpiendo sus pensamientos.

—¡Gran señor! —dijo Sot, tirándole de la pierna.

Ben respondió asintiendo una vez más. El día se estaba acabando, la luz del sol se retiraba para dejar su puesto a la oscuridad, las sombras de los árboles se alargaban. No deseaba quedarse atrapado en la Caída Profunda después del anochecer.

Dio unos pasos hacia adelante y se paró ante Belladona.

—Soy el rey de Landover. Puede que tú u otros no lo creáis, pero hasta que yo decida lo contrario así será. Un rey tiene ciertas responsabilidades, entre ellas proteger a sus súbditos. Tú decidiste interferir en esa responsabilidad y has puesto a varios seres, que no sólo son súbditos sino también amigos míos, en un peligro extremo. ¡Tan extremo que puede que nunca los vuelva a ver!

Hizo una pausa, contemplando como ardía el odio en sus ojos que ahora volvían a pasar del verde al carmesí.

—Tú misma has decidido tu castigo, Belladona. Lo que hiciste con mis amigos, yo lo haré contigo. Te ordeno que te conviertas en cuervo y regreses volando a las nieblas del mundo de las hadas. No te desvíes de la ruta. Vuela hasta que llegues al viejo mundo y sigue volando hasta… que ocurra lo que tenga que ocurrir.

La bruja sacudió la cabeza con rabia y frustración, y un repentino destello de miedo se asomó a sus ojos.

—¡La magia de las hadas me devorará! —susurró.

Ben permaneció inmóvil.

—Haz lo que te he dicho, Belladona. ¡Ahora!

De los candelabros de hierro explotaron unas llamas hacia lo alto. La bruja y la luz se disolvieron y en su lugar apareció el cuervo. Graznando, extendió sus alas en la oscuridad y voló hacia el bosque.

Ben lo observó, casi esperando que volviese. Pero no lo hizo. Belladona se iba. Volaría tal como le había ordenado, hasta entrar en las nieblas y en el mundo de las hadas que le estaba prohibido. No sabía qué le ocurriría cuando llegase allí, pero dudaba que fuese algo agradable. Al menos le había dado la misma oportunidad de sobrevivir que ella a sus amigos. Lo justo es lo justo.

Sacudió la cabeza. De todas formas, se sentía mal por haberlo hecho.

—Busquemos ahora una salida de aquí —murmuró, dirigiéndose a Fillip y a Sot.

Los tres se apresuraron a abandonar el claro.