HADAS

Todo desapareció de repente. Las nieblas lo envolvieron como un sudario, y Ben Holiday se quedó solo. El corredor continuaba adelante, enroscándose como una serpiente entre pares de antorchas que emitían débiles halos de luz en la mezcla de sombras y penumbra. Ben lo siguió a ciegas. Apenas podía vislumbrar los muros donde las halos proyectaban su tenue resplandor, formados por bloques de piedra chamuscada por las llamas y manchada por la humedad. Sólo podía oír el sonido de sus botas cuando golpeaban el suelo al andar. No podía ver ni oír nada más.

Caminó durante largo tiempo, y el miedo que ya estaba sembrado en él se propagó como un cáncer. Empezó a pensar en la muerte.

Pero el corredor terminó al fin ante una puerta de madera bordeada de hierro con un gran picaporte curvado. No dudó. Asió el picaporte y lo hizo girar. La puerta se abrió sin oponer resistencia y la atravesó apresuradamente.

Se encontró en un ascensor, de cara a la entrada. Un panel de botones luminosos situado a la derecha de ésta le informó de que subía.

Estaba tan lleno de asombro que durante un instante no pudo hacer más que mirar a los botones. Después se volvió en busca de la puerta por la que había entrado. No la encontró.

Tras él no había más que la pared trasera, de imitación de roble con adornos de plástico oscuro. Pasó los dedos por los ángulos, tratando de encontrar un dispositivo escondido. No lo había.

El ascensor se detuvo en la quinta planta, y entró un conserje.

—Buenos días —saludó, y pulsó el octavo botón.

Ben le correspondió con una inclinación de cabeza. ¿Qué demonios estaba pasando? Observó el panel de mandos y lo encontró extrañamente familiar. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que se encontraba en el ascensor del edificio donde se hallaban sus oficinas de abogado.

¡Estaba en Chicago!

Su mente empezó a girar. Algo debía de haber salido mal. Si no, ¿qué estaba haciendo allí? Se agarró a la barandilla de la pared. Sólo había una explicación. Había atravesado las nieblas por completo, había atravesado el mundo de las hadas hasta llegar al suyo.

El ascensor se detuvo en la octava planta y el conserje salió. Ben lo vio alejarse mientras las puertas se cerraban. Nunca había visto a aquel hombre, y estaba seguro de conocer a todo el personal que trabajaba en el edificio, al menos de vista. Los domingos limpiaban las oficinas, y era el único día que se les permitía usar el ascensor. Pero él también solía ir allí los domingos para poner al corriente trabajos atrasados. Nunca había visto a aquel hombre. ¿Cómo era posible?

Movió la cabeza. Quizás era nuevo. Alguien contratado hacía poco por el administrador del edificio. Pero el personal nuevo no trabajaría los domingos solo, no teniendo acceso a… Sonrió. ¡Domingo! ¡Tenía que ser domingo si los conserjes utilizaban los ascensores! Casi soltó una carcajada. ¡No se había preguntado qué día de la semana era desde que llegó a Landover!

El ascensor volvió a subir. Miró los botones del panel. El de la decimoquinta planta estaba encendido. El ascensor le llevaba a su oficina. Pero él no había pulsado el botón. Bajó la vista, confuso, y se quedó asombrado. No estaba vestido con la misma ropa que cuando Belladona lo envió hacia las nieblas. Llevaba el chandal y las zapatillas de deporte que vestía cuando fue al Blue Ridge.

¿Qué estaba ocurriendo?

El ascensor se detuvo en la planta quince, las puertas se abrieron y salió. Giró a la izquierda y se encontró ante las puertas de cristal de las oficinas de Holiday & Bennett. Las puertas estaban entornadas. Las empujó y entró.

Miles Bennett, que se hallaba ante el mostrador de recepción, se volvió con un montón de papeles en la mano. Vio a Ben y los papeles se le cayeron.

—¡Doc! —susurró.

Ben lo miró con atención. El que estaba ante él era Miles, pero no el Miles que había dejado. Éste era una caricatura del otro. Ya no parecía un hombre robusto, sino abotargado. Su cara estaba enrojecida como las de los que beben demasiado. Su cabello oscuro ahora era gris, y escaseaba. Arrugas de preocupaciones marcaban su cara.

La sorpresa inicial se desvaneció en los ojos de su compañero y fue reemplazada por un inconfundible rencor.

—Bueno, bueno, Doc Holiday. —Miles pronunció su nombre con disgusto—. ¡Maldito si no eres el viejo Doc!

—Hola, Miles —le saludó y extendió la mano.

Miles la ignoró.

—No puedo creerlo. No puedo creer que seas realmente tú. Creí que nunca te volvería a ver, que nunca nadie te vería más, maldita sea. Pensaba que hacía tiempo que estabas traspalando azufre, Doc.

Ben sonrió, confuso.

—Eh, Miles, no ha pasado tanto.

—¿No? ¿No te parece mucho tiempo diez años? ¿Diez malditos años? —Miles sonrió y vio la expresión de asombro en el rostro de Ben—. Sí, así es, Doc, diez años. Ni un alma ha oído una palabra de ti en diez años. Nadie. Y yo, tu condenado socio, menos que nadie, por si lo has olvidado. —Se atragantó con las palabras—. ¡Pobre estúpido e idiota! Ni siquiera sabes lo que te ha ocurrido mientras estabas en tu mundo fantástico, ¿verdad? Bueno, deja que te ponga al día, Doc. ¡Estás arruinado! ¡Lo has perdido todo!

Ben sintió un escalofrío.

—¿Qué?

—Sí, todo, Doc. —Miles se apoyó contra el mostrador—. Eso fue lo que ocurrió cuando fuiste considerado legalmente muerto. ¡Te quitaron todo y se lo dieron a tus herederos o al Estado! ¿Recuerdas la ley, Doc? ¿Recuerdas cómo funciona? ¿Recuerdas alguna cosa, maldita sea?

Ben sacudió la cabeza con incredulidad.

—¿He estado ausente diez años?

—Siempre fuiste muy listo, Doc. —Miles se mostraba claramente despectivo—. El gran Doc Holiday, la leyenda de los tribunales. ¿Cuántos casos ganaste, Doc? ¿A cuántas zancadillas sobreviviste? Eso ya no importa. Todo aquello por lo que trabajaste ya no existe. Todo ha desaparecido. —Los vasos capilares de sus mejillas estaban rojos y rotos—. Ni siquiera tienes ya un puesto en esta firma. ¡No eres más que un montón de viejas historias que les cuento a los pasantes jóvenes!

Ben se giró y miró el letrero de la puerta de entrada. Decía, Bennett y Asociados.

—Miles, parece que hace sólo unas semanas… —balbuceó con desesperanza.

—¿Semanas? ¡Oh, vete al diablo Doc! —gritó Miles—. Todos esos dragones de la ley que pensabas matar. Todas esas brujas y hechiceras de la injusticia que pensabas derrotar y eliminar… ¿Por qué no te quedaste aquí y lo hiciste? ¿Por qué en vez de quedarte te marchaste a ese maldito mundo de hadas? Tú no te dabas por vencido, Doc. Eras demasiado tozudo para darte por vencido. Quizás por eso eras tan buen abogado. Lo eras, ¿sabes? El mejor que he conocido. Podías haber hecho cualquier cosa. Hubiera dado mi brazo derecho para apoyarte. Te admiraba mucho. Pero no, no podías vivir en el mismo mundo que el resto de los mortales. ¡Debías tener tu propio mundo! ¡Tenías que saltar del barco y dejarme a mí con las ratas! Eso es lo que ocurrió, ¿sabes? Las ratas salieron de sus agujeros y lo invadieron todo. Las ratas husmearon alrededor del queso viejo. ¡No pude manejar solo la situación! Lo intenté, pero los clientes te querían a ti, la compañía no podía funcionar sin ti, y todo se fue a pique. —Sollozó—. ¡Pero mírate! ¡No pareces haber envejecido ni un día! ¡Y mírame a mí! Un borracho, una ruina… —Se impulsó hacia delante, con los músculos tensos bajo el cuello de la camisa—. ¿Sabes lo que soy, Doc? Un peso muerto, nada más que eso. Soy algo que ocupa espacio, algo que los jóvenes pasantes tratan de empujar con disimulo hacia la puerta. —Sollozó otra vez—. ¡Y un día, lo harán, Doc! Van a echarme de mi propio despacho…

Se derrumbó por completo. Ben se sintió enfermo al ver que la compostura de su viejo amigo se desintegraba. Quería aproximarse a él, pero era incapaz de moverse.

—Miles… —trató de decir.

—Vete, Doc —lo cortó Miles con la voz quebrada, señalando hacia fuera con un gesto brusco del brazo—. Ya no eres de aquí. Hace tiempo que se llevaron todo lo tuyo. Estás muerto, Doc. ¡Lárgate!

Abandonó la sala de recepción casi corriendo y entró tambaleándose en su despacho. Ben permaneció inmóvil unos instantes, después lo siguió. Cuando llegó al despacho de Miles, encontró la puerta cerrada. Giró el picaporte y entró.

La niebla pasó arremolinándose ante su cara…

Luego desapareció. Se encontró en un huerto de manzanos cargados de frutos. La hierba verde ondeaba suavemente en la brisa estival, y el aire tenía olor a madreselva. A lo lejos se veía un prado vallado con una verja pintada de blanco, con varios caballos pastando en su interior. Cerca había unos establos y, dominándolo todo desde la loma cubierta de árboles, se alzaba una gran casa de campo construida en ladrillos y madera barnizada.

Giró alrededor de sí mismo, aún presa del impacto, consciente ya de que Miles, la oficina y el ascensor habrían desaparecido. ¿Lo había imaginado? ¿Había imaginado todo lo ocurrido? El terrible enfrentamiento con Miles aún permanecía enturbiando su mente, las emociones que había provocado eran como navajas afiladas que rasgaban su recuerdo. ¿Lo había imaginado todo?

Bajó la vista para examinar sus ropas. El chándal y las zapatillas de deporte habían sido reemplazados por unos pantalones, una camisa de manga corta y unos mocasines.

¿Qué demonios había ocurrido?

Trató de controlar el miedo que corría a su través y recurrir al sentido común que aún le quedaba. ¿Había dado un salto en el tiempo?, se preguntó. No lo creía. Pero tal vez alguien deseaba que lo creyese y hubiera creado la ilusión. No lo parecía, pero era posible. Quizás las nieblas lo cegaron. Su paso por el mundo de las hadas podía haber influido de algún modo. También era posible que no hubiera ido a ninguna parte. Pero, en caso de que todo fuese producto de la ilusión, ¿cómo considerar lo que estaba viendo en ese momento?

—¿Ben?

Se volvió y encontró a Annie. Su apariencia era exactamente igual a como la recordaba: una delicada y atractiva joven de grandes ojos castaños, nariz pequeña y melena rojiza que le llegaba a los hombros. Vestía de blanco, un traje de verano con lazos en la cintura y en los hombros. Su piel era pálida y pecosa, y el aire que la rodeaba parecía resplandecer en la intensa luz del sol de mediodía.

—¿Annie? —susurró con incredulidad—. Oh, Dios mío. Annie, ¿eres tú?

Ella sonrió, con aquella sonrisa espontánea de niña que siempre le dirigía cuando encontraba algo divertido en su expresión. Y Ben supo que en realidad era ella.

—Annie —repitió, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Comenzó a avanzar, esforzándose en ver a través de las lágrimas, pero las manos de ella se alzaron para detenerlo.

—No, Ben. No me toques. No debes intentar tocarme. —Dio un paso atrás y él se detuvo, indeciso—. Ben, ya no estoy viva —susurró, también con lágrimas en los ojos, tratando de sonreír a pesar de ellas—. Soy un fantasma, Ben. Sólo soy una imagen de lo que recuerdas. Si tratas de tocarme, desapareceré.

Él se quedó inmóvil.

—¿Qué… qué estás haciendo aquí si eres un fantasma?

Ella rió alegremente, y fue como si nunca la hubiese perdido.

—¡Ben Holiday! Tu memoria sigue siendo tan selectiva como siempre. ¿No recuerdas este lugar? Mira a tu alrededor. ¿No sabes dónde estamos?

Hizo lo que le decía y volvió a ver el prado, los establos, los caballos, la casa en la loma… y de repente lo recordó.

—¡La finca de tus padres! —exclamó—. ¡Claro que sí, es la casa de campo de tus padres! ¡Lo había olvidado! No había estado aquí desde… ¡Oh, no recuerdo desde cuándo!

La risa arrugó los extremos de sus ojos.

—La usabas como refugio cuando las molestias de la ciudad te influían demasiado. ¿Lo recuerdas? Mis padres bromeaban diciéndote que no sabías distinguir la cabeza de un caballo de sus cuartos traseros. Solías contestar que no había mucha diferencia. Pero te encantaba venir aquí, Ben. Te encantaba la libertad que te proporcionaba. —Miró hacia la colina con añoranza—. Por eso sigo viniendo, ¿sabes? Este lugar me hace recordarte. ¿No es curioso? Pasamos muy poco tiempo aquí, pero es el sitio que más me acerca a ti. Creo que es la sensación de libertad que reflejabas lo que me hace sentirme tan bien, más que mi propia afición por el campo.

Señaló hacia la casa.

—¿Recuerdas los pasadizos de la buhardilla que conectaban los dormitorios a través de los altillos? Solíamos bromear sobre eso, Ben. Solíamos decir que aquí vivían gremlins, como en la película. Solíamos amenazarlos con subir si algo extraño ocurría mientras estuviésemos aquí. Tú decías que algún día seríamos propietarios de la casa, cuando mis padres ya no estuvieran, y que entonces subiríamos.

Ben asintió, sonriendo.

—Annie, siempre me ha encantado este lugar… Siempre…

Ella cruzó los brazos y su sonrisa se desvaneció.

—Pero no conservaste la casa, Ben. Ni siquiera volviste a visitarla.

Él retrocedió ante el dolor que mostraban sus ojos.

—Tus padres ya no estaban, Annie. Me… me hacía mucho daño volver después de haberte perdido.

—Debiste haber mantenido la casa, Ben. Habrías sido feliz aquí. Aún podríamos continuar juntos. —Movió la cabeza lentamente de un lado a otro—. Al menos debiste venir a visitarla. Pero ni siquiera lo hiciste una sola vez, ni antes ni ahora. Yo espero que vengas, pero nunca vienes. Te echo mucho de menos, Ben. Necesito tenerte cerca… aunque no pueda tocarte o abrazarte como antes. Sólo tenerte cerca me ayuda… —No acabó la frase—. Me es imposible conseguir que me veas en la ciudad, Ben. Allí no ves nada. No me gusta la ciudad. Si he de ser un fantasma, prefiero habitar en el campo, donde todo es fresco y verde. Pero tampoco es bueno vivir aquí si nunca vienes.

—Lo siento, Annie —se disculpó rápida y ansiosamente—. No creí que fuera posible volver a verte. Habría venido en caso de saber que te encontraría.

Ella sonrió.

—No lo creo, Ben. No creo que signifique ya nada para ti. Incluso ahora estás aquí por accidente. Sé lo que haces con tu vida. Los fantasmas ven mejor que los vivos. Sé que has decidido dejarme y quedarte para siempre en otro mundo, un mundo donde yo sólo seré un recuerdo. Sé que has encontrado a una joven allí. Es muy hermosa y te quiere.

—¡Annie! —Estuvo a punto de tocarla a pesar de la advertencia. Tuvo que forzarse para mantener los brazos junto a los costados—. Annie, yo no quiero a esa joven. Te quiero a ti. Siempre te he querido. ¡Me marché porque no podía soportar lo que me estaba ocurriendo desde que te fuiste! ¡Pensé que tenía que intentar algo o perdería todo lo que quedaba de mí!

—Pero nunca viniste a buscarme, Ben —insistió ella, con voz suave y dolorida—. Renunciaste a mí. Ahora te he perdido. Te has ido a ese otro mundo, y ya no te recuperaré. No puedo acompañarte. No puedo tenerte cerca como ahora, y lo necesito, Ben. Incluso un fantasma necesita la proximidad del ser amado.

Ben sintió que el control sobre sus emociones comenzaba a relajarse.

—Aún puedo volver, Annie. Tengo el medio para hacerlo. No estoy obligado a quedarme en Landover.

—Ben —susurró ella, mirándolo con sus ojos castaños, tristes y vacíos—. Ya no perteneces a este mundo. Decidiste dejarlo. No puedes volver. Sé que has hablado con Miles Bennett. Lo que te dijo es verdad. Han pasado diez años, Ben. No tienes ningún lugar adonde volver. Todo lo que tenías ya no existe: tus posesiones, tu puesto en la firma, tu posición en el cuerpo de abogados, todo. Lo decidiste hace diez años, y tienes que aceptar el hecho de que es demasiado tarde para cambiar eso. Nunca podrás volver.

Ben se esforzó en vano por responder. ¡Aquello era una locura! ¿Cómo podía estar ocurriendo? Entonces se dio cuenta. Quizás no estaba ocurriendo. Quizás todo era parte de la ilusión que había sospechado antes, un truco de las nieblas y del mundo de las hadas sin ninguna realidad. Esa posibilidad lo aturdió. ¡Annie parecía completamente real!

—Papá.

Se volvió. Había una niña pequeña a la sombra de un gigantesco manzano a unos cuatro metros, una niña de no más de dos años cuyo rostro era el reflejo del de Annie.

—Es tu hija, Ben —oyó susurrar a Annie—. Se llama Beth.

—¡Papá! —le llamó la niña, levantando los brazos.

Pero Annie se interpuso, para impedir que se acercara. Ben apoyó una rodilla en tierra, abatido, cruzando los brazos contra el pecho para controlar su temblor.

—¿Beth? —repitió torpemente.

—Papá —volvió a decir la niña, sonriendo.

—Vive conmigo, Ben —le dijo Annie, sobreponiéndose a su propio dolor—. Paseamos por el campo y yo trato de mostrarle cómo habría sido la vida para ella si…

No pudo seguir. Inclinó la cabeza sobre el hombro de Beth, escondiendo la cara.

—No llores, mamá —dijo la niña con cariño—. Todo va bien.

Pero no iba bien. Nada iba bien, y Ben sabía que siempre sería así. Sintió que se rompía por dentro. Necesitaba estar con ellas, deseaba abrazarlas, pero sólo le era posible quedarse allí, inmóvil e impotente.

—¿Por qué nos dejaste, Ben? —volvió a preguntarle Annie, con los ojos fijos en los suyos—. ¿Por qué te marchaste a ese mundo cuando te necesitábamos tanto en el nuestro? Nunca debiste abandonarnos, Ben. Ahora te hemos perdido, y tú nos has perdido. ¡Nos hemos perdido para siempre!

Entonces él se levantó y un gritó escapó de su garganta. Avanzó hacia ellas con los brazos extendidos. Vio los bracitos de Beth tratando de alcanzar los suyos.

La niebla se arremolinó ante su cara…

Tropezó y cayó de bruces en el suelo. Se sintió aturdido mientras trataba de recuperar la respiración que había sido eliminada de su cuerpo. Parpadeó en la penumbra que lo envolvía, y sus manos se agarraron a la tierra que ahora era árida y dura.

Annie y Beth. ¿Dónde estaban su esposa y su hija?

Se incorporó con lentitud. Después se detuvo al borde del valle que estaba sumido en la niebla y la penumbra. El valle tenía el aspecto de una criatura agonizando tras una larga y dolorosa enfermedad. Los bosques estaban desprovistos de hojas y enredaderas, las ramas y troncos de los árboles eran nudosos y putrefactos. Las praderas tenían colores invernales; la hierba estaba raquítica y las flores deslustradas. En el nebuloso horizonte se destacaba un grupo de montañas, pero sus laderas eran desoladas y áridas. Varias casas y castillos diseminados sobresalían de la tierra, abandonados y ruinosos. Los lagos y ríos desprendían un vapor hediondo de sus aguas sucias.

Ben jadeó, horrorizado. Reconocía aquel valle. Era Landover. Bajó la vista hacia sus ropas. Eran las que llevaba cuando descendió a la Caída Profunda.

—¡No! —susurró.

Annie y Beth fueron olvidadas. Buscó frenéticamente algún signo de vida en la tierra asolada. Buscó algún movimiento en las casas y castillos, pero no encontró nada. Buscó Plata Fina y no halló más que una isla vacía en un lago de agua negra. Buscó la Caída Profunda, Rhyndweir, la región de los lagos, el Melchor y algunos otros puntos destacados que conocía, y sólo encontró devastación. Todo se había perdido.

—¡Oh, Dios mío! —suspiró.

Avanzó con inseguridad pero corrió al llegar al declive de la ladera, aún buscando cualquier señal de lo que había dejado en el valle cuando se aventuró a entrar en el mundo de las hadas. Las hierbas endurecidas y secas rozaban sus piernas mientras corría, y las ramas quebradizas de la maleza moribunda hacían chasquear sus tallos como si fuesen disparos de pistola.

Pasó junto a un bosque de lindoazules ennegrecidos, con las hojas marchitas y arrugadas. Examinó los árboles de un huerto de frutales próximo y los encontró desnudos. Ningún pájaro volaba bajo el crepúsculo. Ningún animalillo se escabulló a su paso. Ningún insecto zumbaba o correteaba.

Se sintió mareado y se detuvo, tambaleándose. El valle se extendía ante él negro y desierto. Landover era un cementerio.

—No puede ser… —comenzó a protestar en voz baja.

Entonces una sombra se materializó en la niebla que había ante él.

—Así que el rey de Landover por fin ha encontrado el camino de vuelta —le saludó una voz cáustica.

El dueño de la voz se mostró. Era Questor Thews, con sus ropas grises y sus bufandas y faltriqueras de colores sucias y rotas, los cabellos blancos revueltos y enmarañados. Le faltaba una pierna y caminaba con la ayuda de una muleta. Su cara y sus brazos estaban llenos de cicatrices, sus dedos ennegrecidos por alguna enfermedad y sus ojos brillantes de fiebre.

—¡Questor! —musitó horrorizado.

—Sí, gran señor. Questor Thews, mago de la corte y consejero del rey en otro tiempo, ahora no es más que un mendigo sin casa que vaga por un país donde sólo viven ya los desesperanzados. ¿Os complace verme así?

Su voz era tan amarga que Ben retrocedió.

—¿Complacerme? ¿Cómo iba a complacerme? —logró decir tras gran esfuerzo—. ¿Qué ha ocurrido, Questor?

—¿Me lo preguntáis, gran señor? ¿De veras queréis saberlo? Mire a su alrededor. ¡Eso que ve es lo que ha ocurrido! El país murió porque carecía de la magia que un rey podía haberle dado. El país murió. Cuando un país muere, su gente muere también. No queda nada, gran señor. Todo ha desaparecido.

Ben estaba lleno de confusión.

—¿Pero cómo pudo ocurrir…?

—¡Pudo ocurrir porque el rey de Landover lo abandonó! —le cortó el mago al instante, con enojo y tristeza en la voz—. ¡Pudo ocurrir porque no estuvisteis aquí para evitarlo! Os fuisteis al mundo de las hadas en seguimiento de vuestros fines, dejando que nos arregláramos sólo con nuestros escasos recursos. Os buscamos para hacer que regresarais, pero estabais perdido para nosotros desde que entrasteis en ese mundo. Os lo avisé, gran señor. Os dije que no debíais ir allí. Pero no me escuchasteis. Sólo teníais oídos para vuestro estúpido raciocinio y os metisteis en ese país de nieblas y sueños, y nosotros os perdimos. Estuvisteis ausente durante un año entero, gran señor. ¡Un año entero! Nadie pudo encontraros. El medallón estaba perdido. Toda esperanza de conseguir un rey estaba perdida. ¡Fue el final para nosotros!

Se acercó renqueando, apoyado en la muleta.

—La magia se desvaneció en poco tiempo, gran señor. El veneno se extendió. Pronto, las criaturas del país, humanas y no humanas, empezaron a enfermar y morir. Ocurrió con tanta rapidez que nadie pudo defenderse de ello, ni siquiera el Amo del Río con toda su magia curativa, ni siquiera Belladona con todo su poder. Ahora todos están muertos o dispersos por ahí. Quedamos muy pocos, unos cuantos como yo. ¡Vivimos sólo porque no conseguimos morir! —Su voz era insegura—. Creí que volveríais a tiempo, gran señor. Mantuve la esperanza de que volveríais. Fui un imbécil. Creí en vos, cuando debía haber sabido que no valíais la pena.

Ben sacudió la cabeza bruscamente.

—Questor, no…

Una mano con manchas oscuras se alzó para detener la protesta.

—Sólo falta que vengan la Marca y sus demonios, gran señor. No hay nadie que pueda luchar contra ellos, nadie. Todos están muertos. Todo está destruido. Ni el más fuerte pudo sobrevivir a la ausencia de la magia. —Cabeceaba con angustia—. ¿Por qué no regresasteis antes, gran señor? ¿Por qué estuvisteis ausente tanto tiempo sabiendo que os necesitábamos? ¡Yo amaba mucho a este país y a su gente! Creía que vos también. Si me quedaran fuerzas suficientes, cogería esta muleta y…

Su cuerpo se estremeció, y él agarró la muleta amenazadoramente. Ben dio un paso atrás, horrorizado, pero Questor sólo pudo levantar la muleta unos centímetros del suelo, y el esfuerzo le hizo caer como si fuera un muñeco de trapo. Las lágrimas resbalaban por su rostro devastado.

—¡Os odio tanto por lo que habéis hecho! —gritó—. ¿Sabéis cuánto os odio? No podéis haceros idea, pero os lo voy a mostrar. —Había locura en sus ojos—. ¿Sabéis que fue de vuestra querida sílfide cuando la abandonasteis? ¿Sabéis en que se convirtió Sauce? —Su rostro era una máscara de furia—. ¿Recordáis su necesidad de alimentarse de la tierra fértil que había antes? ¡Mirad allí abajo, cerca del lago! ¡Mirad allí donde las sombras son más densas! ¿Véis ese tronco retorcido y negro, sus raíces podridas…?

Ben no pudo escuchar más. Le dio la espalda y corrió. Corrió sin pensar, consumido por una rabia y un terror que no podía controlar, deseoso de escapar de las palabras del odioso viejo que lo culpaba por todo lo sucedido. Corrió, sin cuidarse de en qué dirección lo hacía, acercándose inconscientemente a las sombras y las nieblas. Los gritos resonaron detrás de él. No sabía si dentro o fuera de su cabeza. El mundo se derrumbaba a su alrededor como un castillo de naipes bajo el soplo de un viento caprichoso. Lo había perdido todo: su antiguo mundo y el nuevo, sus antiguos amigos y sus nuevos amigos, su pasado y su futuro. Se encontró rodeado de rostros familiares (Miles, Annie, Questor…) y sus voces acusadoras susurraron sus fracasos, y en sus ojos había dolor y furia. Las palabras le golpeaban, recordándole insidiosamente las pérdidas que había causado.

Corrió más aún, mientras sus propios gritos competían con los latidos de su corazón.

Entonces, de repente, dejó de moverse. Seguía corriendo, pero no había tierra bajo sus pies y se hallaba suspendido en el aire. Sintió un dolor súbito y se movió bruscamente buscando la causa…

Unos pies en forma de garra lo sujetaban por los hombros, hincándose en sus ropas y en la carne. Una figura enorme se cernió sobre él, un cuerpo maloliente cubierto de escamas en el que se acumulaban todas las enfermedades que padecía la tierra. Ben miró hacia arriba, y las fauces de Strabo se abrieron.

Gritó.

La niebla se arremolinó ante su cara…

Había ocurrido de nuevo. El tiempo y el lugar estaban cambiando. Cerró los ojos y los mantuvo así. El acto se realizó casi antes de que la orden fuese dada. Todo aquello era falso. Su instinto se lo decía. Su instinto le decía que esos cambios veloces de tiempo y espacio que había experimentado eran imposibles. Ocurrían en apariencia, pero no en realidad. Eran ilusiones, o sueños, o algo muy parecido. Fuera lo que fuesen estaban actuando sobre su vida y destrozándola. Tenía que detenerlos ahora, antes de que acabaran su tarea.

Se escondió en la oscuridad de su mente, con los ojos cerrados con fuerza y la voz silenciada. Se obligó a concentrarse en los sonidos que producía su corazón dentro de su cuerpo, en la sensación de la sangre circulando por sus venas, en la quietud que lo rodeaba. Descansa, susurró. Quédate en paz No entres en lo que parece que está ocurriendo.

Recobró el autocontrol poco a poco. Pero siguió con los ojos cerrados. Tenía miedo de que al abrirlos algún nuevo horror le estuviese esperando. Antes tenía que comprender lo que le estaba sucediendo.

Lo meditó con calma, y sacó la conclusión de que no había ido a ninguna parte. Aún estaba en el mundo de las hadas, entre las nieblas. No habían pasado diez años, ni siquiera uno. No podía ser. Los cambios de tiempo y espacio eran ilusiones provocadas por el mundo de las hadas o sus habitantes, o por su reacción a ambos. Necesitaba descubrir qué lo causaba. Necesitaba entender el porqué.

Construyó los cimientos de su comprensión piedra a piedra. Nada de lo que había visto era real, fue la premisa primera. Si nada era real, todo debía de ser falso, y si todo era falso, debía de existir una razón para que adoptara aquella forma. ¿Por qué había tenido esas visiones concretas? Se retiró a las profundidades de su mente, a las regiones más silenciosas y oscuras, donde no había más sonido que el de sus pensamientos. Questor, Miles y Annie, ¿por qué los había visto representados de ese modo? Se relajó en la negra oscuridad. Sauce le había avisado de los peligros del mundo de las hadas. ¿Qué era lo que la sílfide había dicho? Que en el mundo de las hadas la realidad era una proyección de las emociones y pensamientos. Había dicho que no había realidad, ninguna verdad esencial aparte de lo que uno era. En ese caso, sus visiones habían sido proyectadas desde su interior. Lo que había visto era una manifestación de sus emociones…

Aspiró lenta y profundamente y luego expulsó el aire. Su comprensión comenzó a tomar forma. Sus visiones eran la creación de sus emociones. ¿De cuáles? Volvió a escuchar en su mente lo que habían dicho Miles, Annie, Beth, y Questor Thews. Todos estaban enfadados o decepcionados por lo que les había hecho sufrir. Todos le habían culpado de sus desgracias. Sólo eran figuras ilusorias, pero así las había visto. Las había visto como víctimas de sus criterios falsos y de su inactividad. ¿Por qué los había visto así? Su mente recorría todas las posibilidades, y de pronto encontró la respuesta. ¡Tenía miedo de que ocurriese lo que había visto! ¡Tenía miedo de que todo pudiera ser verdad! ¡Miedo! ¡Ésa era la emoción que había dado forma a su pensamiento!

Todo adquiría sentido. El miedo era la emoción dominante. El miedo era la emoción más incontrolable. Por eso había saltado a través del tiempo y el espacio para presenciar los horrores que parecían haber caído sobre sus amigos y seres queridos. El miedo había dado vida a sus peores imaginaciones. Había estado temeroso de fracasar en sus propósitos desde el momento en que tomó la decisión de trasladarse a Landover. El resultado natural de su fracaso sería las escenas que había presenciado. Esa imposibilidad de regreso a su antigua vida en la que ya no tenía lugar, la expulsión de su nueva vida que imposibilitaba todo lo que quería realizar y los reproches de sus amigos y su familia. El miedo a convertirse en un hombre que lo había perdido todo.

Lo invadió una sensación de alivio. Ahora comprendía. Ahora sabía qué hacer. Si lograba controlar sus emociones, evitaría las pesadillas. Si lograba cerrar el paso al miedo, consciente o subconsciente, conseguiría regresar al momento presente. Era una tarea difícil, pero no le quedaba otra alternativa.

Se tomó unos momentos para ordenar sus ideas y centrarlas en su propósito. Apeló al abogado que había sido para que recordase el talento que le había permitido serlo. Se obligó a aceptar que sus últimas experiencias eran falsas, un producto de su imaginación. Se forzó a recordar el mundo que había visto mientras viajaba por el túnel del tiempo que lo condujo a Landover. El bosque con su sudario de niebla.

Entonces abrió los ojos lentamente. El bosque le rodeaba, profundo, solitario, real. Las nieblas se arremolinaban entre los árboles. Tenues visiones danzaban en ellas, pero sin provocar su inquietud. Las pesadillas y las mentiras se habían desvanecido. Su razonamiento no había fallado. Tomó una profunda bocanada de aire y se dejó llevar por la fría y apacible oscuridad, entrando y saliendo de visiones inmateriales. Comenzó a buscar con cautela la magia que había ido a buscar, el Polvo lo. Creyó captar destellos de plata y azul noche, pero nada más. Siguió a la deriva y, de repente, sintió que se rompía como el hielo al ser machacado con una piedra. Se estaba destrozando, fragmentándose en pedazos que no volverían a unirse. Trató con toda su voluntad de alejar esa sensación y notar la solidez de la tierra bajo sus pies.

La sensación desapareció, diluyéndose en la niebla.

Ya no estaba solo. Había voces que susurraban.

—Bienvenido, gran señor de Landover.

—Os habéis encontrado a vos mismo y, por ello, nos habéis encontrado a nosotros.

Trató de hablar, pero descubrió que no podía. Los rostros se arremolinaban a su alrededor, enjutos y angulosos, con sus facciones semiocultas por la luz crepuscular. Eran caras que había visto en el túnel del tiempo. Eran las caras de las hadas.

—Nada se pierde si antes no se ha dado por perdido, gran señor. Creed que conseguiréis algo y lo haréis posible. Las visiones nacidas del miedo nos hacen fracasar. Las visiones nacidas de la esperanza nos llevan al éxito…

—Las posibilidades están en nuestro interior, sólo tenemos que descubrirlas. ¿Podéis dar vida a los sueños que moran en vuestro interior, gran señor? Mirad en las nieblas y ved…

Ben intentó traspasar las nieblas con la mirada y las vio arremolinarse y abrirse ante él. Apareció una tierra de increíble belleza, que la luz del sol cubría con un manto dorado. Estaba plena de vida y energía. Era más atrayente y prometedora de lo que podía imaginarse. Sintió ganas de gritar.

Entonces, la visión se fue desvaneciendo hasta desaparecer. Las voces siguieron susurrando.

—Existe otro tiempo y otro lugar para esas visiones, gran señor. Otra vida. Tales promesas han de esperar a que llegue su momento…

—Sois como un niño entre adultos, gran señor, pero un niño que promete. Habéis visto la verdad tras las mentiras que se proponían confundiros y sabéis que podéis apropiaros de ella. Habéis ganado el derecho a descubrir algo más…

¡Entonces mostrádmelo!, deseó gritar. Pero no lo logró, y las voces siguieron susurrando.

—Habéis desenmascarado el miedo que podía destruiros, gran señor. Habéis demostrado una gran serenidad. Mas el miedo tiene muchos disfraces y adopta muchas formas. Debéis aprender a reconocerlos. Debéis recordar qué son en realidad cuando vuelvan a presentarse ante vos…

La garganta de Ben se esforzaba, sin conseguir ningún sonido. No lo comprendía. ¿Qué significaba aquello?

—Ahora debéis marcharos, gran señor. Landover os necesita. Su rey debe estar allí…

—Pero debéis llevaros lo que vinisteis a buscar…

Ben vio que un arbusto se materializaba en la niebla ante él, un arbusto de color azul noche y hojas plateadas. Sintió una presión en las palmas de sus manos. Bajó la vista y descubrió que tenía en ellas un par de vainas alargadas.

Las voces susurraron.

—Polvo lo, gran señor. Quien lo inhale pertenecerá a quien se lo dio, mientras dure su efecto. Una simple inhalación es suficiente. Pero tened cuidado. La bruja Belladona desea el polvo para sí y no piensa compartirlo. Si lo consigue, nada podrá hacerse…

—Debéis ser más rápido que ella, gran señor. Sed rápido…

Ben asintió con un gesto, incapaz de hablar, reflejando la determinación en las líneas de su cara.

—Podéis marcharos ya. Sólo habéis perdido un día, pero ese día debía perderse. Si hubieseis regresado antes, podríais haber sufrido un daño irreparable. Comprended, en consecuencia, que las cosas deben ser así…

—Volved a visitarnos, gran señor, cuando logréis la magia de nuevo…

—Volved cuando sea necesario…

—Volved…

—Volved…

Las voces, las caras y las figuras se disolvieron poco a poco. La niebla se arremolinó y desapareció.

Ben Holiday parpadeó con incredulidad. Se encontraba de nuevo en la media luz de la Caída Profunda, con una vaina de Polvo lo en cada mano. Miró a su alrededor con cautela y descubrió que estaba solo. Durante un momento, fragmentos de sus encuentros imaginarios con Miles, Annie y Questor Thews irrumpieron en su memoria afilados como cuchillos. Se estremeció de dolor pero, al momento, los apartó de su mente. No habían sido reales; eran engaños. Sólo su encuentro con las hadas fue verdadero.

Levantó las vainas de Polvo lo y las contempló. No pudo evitarlo. Empezó a reír. Había hecho lo imposible. Había entrado en el mundo de las hadas y, a pesar de todo lo ocurrido, había regresado.

Se sentía como si hubiese vuelto a nacer.