BELLADONA

Fue como penetrar en una piscina de agua negra y sucia. La niebla se elevó para saludarles, lamiéndoles ansiosamente las botas. Trepó por sus piernas y se enroscó en sus cinturas. Se encaramó hasta sus hombros y finalmente hasta sus cuellos. Un momento después estuvieron sumergidos por completo. Ben tuvo que reprimir una necesidad repentina de contener la respiración para no aspirar aquella marea sofocante.

Oprimió con fuerza la mano de Sauce.

La niebla era una pantalla impenetrable que los rodeaba, como una manta que tratara de asfixiarlos. Se adhería a sus pieles con dedos húmedos e inexistentes, y su toque provocaba un escozor que no se aliviaba rascándose. El olor de madera y tierra podrida llenaba el aire, empapando la niebla, dándole la consistencia de un líquido tóxico que rociase la piel. De ella surgía un calor desagradable, como si un ser enorme estuviese atrapado en la negrura y sudase de terror mientras le succionaban la sangre para acabar con su vida.

Ben sintió ese terror como suyo, y luchó contra él. La espalda y los costados de su túnica estaban mojados, y su respiración era angustiosa. Nunca había sentido un espanto semejante. Era peor que cuando la Marca lo había atacado en el túnel. Era peor que su encuentro con el dragón. Era un miedo de algo que se sentía sin poder verse. Sus pies recorrían mecánicamente el camino por la pendiente llena de matorrales. Apenas era consciente de su movimiento. Podía ver las figuras rechonchas de los gnomos delante, a poca distancia, avanzando con habilidad y tenacidad. Podía ver a Sauce a su lado, su verde figura fantasmagórica, su cabello color de trigo, sus piernas y antebrazos que parecían ondear hacia atrás por efecto de la niebla. Podía ver algunos matorrales y rocas a su alrededor, y árboles y riscos a lo lejos. Los veía pero no los captaba. Su atención estaba centrada por completo en lo que sentía y no podía ver. Era aquello que estaba escondido lo único que le preocupaba.

Su mano libre buscó el medallón que estaba bajo su túnica, y lo palpó a través de la ropa para tranquilizarse.

Los minutos pasaban mientras los cuatro compañeros caminaban a tientas a través de la bruma y sus ojos se esforzaban sin resultado. Entonces la pendiente se niveló, la niebla disminuyó y los matorrales se transformaron en arbustos y árboles. Habían llegado a una meseta que se encontraba a más de una docena de metros sobre el fondo de la hondonada. Ben parpadeó. Podía ver de nuevo. Los árboles se extendían ante él como una maraña de troncos, ramas y enredaderas, y entre ellos sobresalían altos picos rocosos que se alzaban contra un horizonte encapotado por la niebla. El borde de la hondonada había desaparecido. Ya no existía nada fuera de allí.

Ben adelantó a los gnomos para subir a un pequeño promontorio y mirar aquella selva. Su aliento quedó atrapado en su garganta.

—¡Oh, Dios mío! —susurró.

La hondonada se extendía hasta donde alcanzaba la vista, más de lo que podía considerarse posible. La Caída Profunda había crecido hasta convertirse en algo tan enorme que excedía sus propios límites. ¡La Caída Profunda se había hecho tan grande como todo Landover!

—¡Sauce! —susurró con urgencia.

Ella acudió a su lado. Le señaló la interminable extensión de bosque, con el terror reflejado en sus ojos mientras se esforzaba en comprender lo que tenía ante sí. Ella lo entendió en seguida. Sus manos rodearon las de él, estrechándolas.

—Es sólo una ilusión, Ben —dijo—. Lo que ves no está realmente ahí. Es sólo la magia de Belladona. Ha hecho que la hondonada se refleje mil veces para asustarnos.

Ben volvió a mirar y vio lo mismo que antes, pero asintió como si así no fuera.

—Claro. Es sólo un truco de magia. —Respiró profundamente, ya sereno—. ¿Sabes una cosa, Sauce? Es perfecto. —Le dedicó una rápida sonrisa—. ¿Por qué no te ha engañado a ti?

Ella le correspondió con un gesto irónico.

—Mi parte mágica me permite advertir esos trucos.

Continuaron el descenso hacia el fondo de la hondonada. Fillip y Sot parecían insensibles a la ilusión. Era probable que se debiera al corto alcance de sus vistas, supuso Ben. A veces la ignorancia proporciona felicidad.

Al llegar a su meta inmediata se detuvieron. Ante ellos se extendía una maraña selvática, en apariencia interminable. Ramas y troncos nudosos se entremezclaban como hilos de una tela de araña bajo un techo de niebla, las enredaderas colgaban como serpientes y la maleza se ahogaba a sí misma amontonándose. La tierra estaba húmeda y blanda.

Fillip y Sot aspiraron el aire durante un momento, luego comenzaron a andar. Ben y Sauce los siguieron. Se abrieron paso a través de la espesura, encontrando caminos donde no parecía que los hubiera. El muro de la hondonada desapareció detrás de ellos y la jungla los envolvió. Había una quietud misteriosa. No se veía ni se oía a ningún ser vivo. No había animales que emitiesen su reclamo, ni pájaros que volaran, ni insectos que zumbasen. La luz era débil, el sol estaba oculto por un velo grisáceo de niebla. Las sombras lo cubrían todo. Tenían la sensación de haber caído en una trampa.

No habían llegado muy lejos cuando encontraron a los lagartos.

Se hallaban al borde de un barranco, a punto de iniciar la bajada, en el instante en que Ben vio algo moviéndose en el fondo. Hizo que los otros se detuviesen de inmediato y atisbo con cautela entre las sombras. En el fondo del barranco había docenas de lagartos; sus cuerpos cubiertos de escamas y de color negro verdoso se deslizaban unos sobre otros, agitando sus horribles lenguas como pequeños látigos. Había de todos los tamaños, algunos tan grandes como caimanes, otros tan pequeños como ranas. Bloqueaban el paso adelante.

Sauce tomó la mano de Ben y sonrió.

—Otra ilusión, Ben —le aseguró.

—Por aquí, gran señor —le aconsejó Fillip.

—Venid, gran señor —le invitó Sot.

Bajaron y los lagartos desaparecieron. Ben estaba sudando de nuevo y deseando no sentirse tan estúpido.

Otros trucos les aguardaban, y Ben cayó en cada uno de ellos. Hubo un fresno monstruosamente grande poblado de murciélagos gigantescos. Un río lleno de peces con aspecto de pirañas. Lo peor de todo fue un claro en donde unos brazos de apariencia humana salían de grietas abiertas en la tierra y trataban de agarrarlos con sus dedos engarfiados. En cada ocasión, Sauce y los gnomos lo condujeron sin dudar hacia delante y los peligros imaginarios se evaporaron en la niebla.

Pasó más de una hora hasta que llegaron a la ciénaga. Fue después del mediodía. Ante ellos, un enorme pantano con cañaverales y arenas movedizas se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Desprendía vapor y las arenas borboteaban como impulsadas por gases desprendidos de la tierra de debajo.

Ben miró a Sauce.

—¿Una ilusión? —preguntó, suponiendo la respuesta.

Pero esta vez ella negó con la cabeza.

—No, es real.

Los gnomos aspiraron el aire otra vez. Ben contempló la ciénaga. En su centro había un pájaro sobre una rama seca, un pájaro enorme y feo con una franja blanca sobre la cabeza. Tenía puestos en él sus ojos oscuros y diminutos, y cabeceaba pensativamente.

Ben apartó la vista.

—¿Y ahora qué? —preguntó a los otros.

—Hay un camino más adelante, gran señor —respondió Fillip.

—Un camino que atraviesa el pantano —agregó Sot.

Se pusieron en marcha con sus andares de pato, siguiendo la orilla de la ciénaga, levantando sus cabezas de hurones para olfatear el aire. Ben y Sauce fueron tras ellos. Unos treinta metros adelante, los gnomos giraron hacia el interior de la ciénaga y comenzaron a cruzarla. Aquel lugar no parecía diferente de cualquier otro, pero el suelo era lo bastante firme para sostenerlos, y en pocos minutos se encontraron en el otro lado. Ben volvió la vista hacia el pájaro. Aún estaba mirándolo.

—Aleja de ti la paranoia —murmuró para sí.

Siguieron avanzando por la jungla. Habían recorrido sólo una corta distancia cuando Fillip y Sot se mostraron excitados de repente. Ben se acercó a ellos y vio que habían descubierto un nido de ratones de monte y habían hecho salir a la familia. Fillip se deslizó entre la maleza sobre su vientre, culebreó sin hacer ruido y surgió estrechando en su mano a uno de los desafortunados. Le arrancó la cabeza de un mordisco y le dio el cuerpo a Sot. Ben hizo una mueca de asco, dio una patada a Sot en el trasero y ordenó que siguieran avanzando. Pero el recuerdo del ratón sin cabeza permaneció en él.

Olvidó a los ratones cuando se encontraron ante un muro de zarzas. Las zarzas se alzaban más de cuatro metros, mezclándose con los árboles y las enredaderas del bosque, perdiéndose en la lejanía por ambos lados. Ben volvió la vista a Sauce.

—Las zarzas también son reales —anunció ella.

Fillip y Sot olfatearon el aire, caminaron de un lado a otro, y luego se dirigieron hacia la derecha. Habían andado unos quince metros cuando Ben vio al pájaro. Estaba sobre la pared de zarzas, justo encima de ellos, mirando hacia abajo. Sus ojos penetrantes estaban fijos en Ben. Éste lo miró y le pareció que el pájaro le guiñaba un ojo.

—Por aquí, gran señor —le llamó Fillip.

—Un pasadizo, gran señor —anunció Sot.

Los gnomos atravesaron las zarzas como si no existiesen. Ben y Sauce fueron detrás. Las zarzas se apartaban con facilidad. Ben se volvió al llegar al otro lado. El pájaro había desaparecido.

Después lo vio varias veces, sobre árboles o sobre troncos, inmóvil, observándolo con sus ojos misteriosos. Nunca lo vio volar ni oyó su graznido. Le preguntó a Sauce si también lo veía, para asegurarse de que no era otra ilusión. Le respondió afirmativamente, pero que no tenía ni idea de qué estaba haciendo allí.

—Parece ser el único pájaro de la hondonada —comentó Ben con tono de duda.

Ella asintió.

—Tal vez pertenezca a Belladona.

No era una idea muy tranquilizadora, pero nada podía hacer para evitarlo, de modo que trató de pensar en otra cosa. La jungla comenzó a despejarse, los troncos, ramas y enredaderas dieron paso a pequeños claros donde las bolsas de niebla estaban suspendidas como nubes varadas. El cielo era más luminoso. Todo indicaba el final de la jungla. Pero no había señales de las paredes de la hondonada donde deberían estar, y la Caída Profunda demostraba ser tan interminable como parecía al principio.

—¿Podéis decirme dónde estamos o cuánto hemos avanzado? —preguntó a sus acompañantes, pero ellos negaron con la cabeza y no dijeron nada.

Entonces, de repente, la jungla desapareció y los cuatro se encontraron ante un castillo que empequeñecía cualquier cosa que Ben hubiera visto o imaginado. Parecía una montaña. Sus torres penetraban en las nubes y la niebla, perdiéndose de vista, sus muros se extendían kilómetros hacia el horizonte. Las torres, almenas y parapetos estaban construidos unos sobre otros en asombroso diseño geométrico. Era tan enorme que podría haber contenido una ciudad entera entre sus muros de bloques de piedra. Se asentaba sobre una meseta en cuya base crecía la jungla. Un camino salpicado de piedras conducía desde donde ellos estaban hasta las puertas abiertas del castillo y un rastrillo alzado.

Ben contempló el edificio con incredulidad. Nada podía ser tan enorme, le decía su instinto. Nada podía tener un tamaño tan monstruoso. Debía de ser una ilusión, un truco de magia, como la visión de la hondonada y las cosas que habían encontrado…

—¿Qué es este lugar, Sauce? —le preguntó, cortando sus especulaciones, reflejando en la voz la incredulidad y admiración que sentía.

—No lo sé, Ben. —Estaba a su lado, con los ojos fijos también en aquella enormidad—. No lo entiendo. No es una ilusión y sin embargo lo es. Es producto de la magia, pero a la magia sólo se debe parte de lo que vemos.

Los gnomos nognomos también estaban confusos. Se agitaban inquietos, estirando sus cabezas de hurones en busca de un olor que pudieran identificar. No lo lograron y comenzaron a murmurar entre sí.

Ben se obligó a apartar la vista del castillo y fijarla en los alrededores para hallar algo que le diese la clave de su origen o propósito. Al principio sólo encontró jungla y niebla.

Después vio al pájaro.

Estaba posado sobre la rama de un árbol a varios metros de allí, con las alas plegadas y los ojos puestos en él. Era el mismo, con sus plumas negras y la cresta blanca. Ben lo observó. No podía explicarlo, pero estaba seguro de que el pájaro sabía qué era aquello. Le exasperaba verlo posado plácidamente, como si esperase presenciar lo que harían a continuación.

—Vamos —dijo a los otros, y comenzaron a subir por el camino.

Avanzaron con cautela y el castillo se fue acercando. No destelló y desapareció como Ben esperaba que ocurriera. Por el contrario, adquirió un aspecto amenazador y siniestro a medida que la roca desgastada fue vista con más detalle y el silbido del viento al pasar entre las torres y almenas se hizo más intenso. Ben iba ahora delante, seguido de Sauce. Los gnomos se habían quedado atrás, agarrados a los pantalones de Ben, atisbando con desconfianza desde detrás de las piernas. Las hojas y las ramitas secas susurraban al rozar el camino de piedra, y el calor de la jungla se transformó en heladez.

La entrada del castillo estaba abierta, como un agujero negro con dientes de hierro. Las sombras cubrían lo que se hallaba al otro lado con un velo impenetrable. Ben se detuvo ante las puertas e intentó atravesar la penumbra con la vista. Pudo distinguir lo que parecía ser una especie de patio con unos cuantos bancos y mesas, varios candelabros ennegrecidos y un trono deteriorado, cubierto de polvo y telarañas. No pudo ver nada más.

Continuó hacia delante, seguido por los otros. Pasaron bajo la sombra del rastrillo y entraron en el patio. Era enorme y estaba descuidado y vacío. Sus pisadas resonaban en el silencio. Ben había recorrido la mitad cuando vio al pájaro. De algún modo había llegado antes que ellos. Estaba sentado en el trono, con los ojos fijos en él. Se detuvo.

Los ojos del pájaro parpadearon y se tornaron de repente de color rojo sangre.

—¡Belladona! —susurró rápidamente Sauce, previniéndolo.

El pájaro empezó a cambiar. Parecía expandirse en la penumbra, resplandeciendo en una aura de luz carmesí. Su sombra creció en el trono como un fantasma liberado. Los candelabros ennegrecidos se encendieron y ardieron y la luz explotó en la oscuridad. Los gnomos jadearon de terror, se lanzaron hacia las puertas y desaparecieron. Sauce se quedó junto a Ben, agarrando su mano como si fuese un salvavidas que le impidiera ahogarse. Ben observó la transformación del cuervo en algo más tétrico aún, y de repente tuvo miedo de haber cometido un gran error.

Entonces el aura encarnada desapareció y sólo quedó la luz de los fuegos que ardían en los candelabros de hierro. El pájaro ya no estaba. Belladona se hallaba sentada en el ruinoso trono.

—Bienvenido a Caída Profunda, honorable y poderoso gran señor —saludó, con una voz que era poco más que un suave susurro.

No era lo que esperaba Ben. En realidad no parecía una bruja, aunque ni por un instante le pasó por la cabeza que no lo fuese. Era alta y de facciones afiladas, de piel blanca y perfecta. Tenía los cabellos negros como el azabache, excepto por un mechón blanco en el centro. No era joven ni vieja, sino algo intermedio. Sus rasgos parecían no tener edad, como si pertenecieran a una estatua de mármol, obra maestra de un artista, que permanecía intacta a través de las generaciones. Ben no sabía qué artista había creado a la bruja, si un dios o un diablo, pero alguna idea había imbuido en la escultura. Belladona era una mujer impresionante.

Se levantó, sus negras ropas ondearon, colgando de su cuerpo alto y delgado. Descendió del trono y se detuvo a unos tres metros de Ben y Sauce.

—Has demostrado más determinación que la que creía posible en un pretendiente al trono. La magia no te ha asustado como era de esperar. ¿Se debe a que eres estúpido o sólo un imprudente?

La mente de Ben actuó con rapidez.

—Se debe a que soy decidido —replicó—. No vine a la Caída Profunda para que me asustaran.

—Quizás sea peor para ti —susurró, y el color de sus ojos pareció cambiar del carmesí al verde—. Nunca me han gustado los reyes de Landover; tampoco me gustas tú. No me importa que seas de otro mundo, ni me importa a qué has venido. Si pretendes algo de mí, eres un imbécil. No tengo nada que quiera dar.

A Ben le sudaban las manos. Las cosas no iban bien.

—¿Y si hubiese algo que yo deseara darte?

Belladona rió, su cabello negro relucía mientras su cuerpo se agitaba.

—¿Tú darme algo a mí? ¿El gran señor de Landover va a darle algo a la bruja de la Caída Profunda? —La risa cesó—. Realmente eres un imbécil. No tienes nada que yo quiera.

—Es posible que estés equivocada. O quizás lo esté yo.

Esperó, sin decir nada más. Belladona se acercó un poco. Su rostro fantasmal se inclinó para verlo mejor, sus afiladas facciones estaban tensas sobre los huesos de la cara.

—Sé quién eres, rey de comedia —dijo—. He seguido tu viaje desde el Prado y la región de los lagos hasta el Melchor, y después hasta aquí. Sé que buscas la promesa de lealtad de las gentes del valle y no puedes conseguir más que la lealtad de esta joven, del charlatán Questor, de un perro, dos kobolds y esos patéticos gnomos. Tienes el medallón, pero no puedes dominar la magia. El Paladín no está contigo. La Marca te persigue. ¡Estás a un paso de convertirte en un recuerdo!

Ella lo superaba en estatura casi por una cabeza, y su oscura figura fluctuaba como si fuese un espectro.

—¿Qué puedes darme, rey de comedia?

Ben avanzó un paso.

—Protección.

La bruja lo miró sin hablar. Ben mantuvo sus ojos fijos en los de ella, tratando de hacerla retroceder por la sola fuerza de su voluntad, sintiéndose sofocado por la proximidad de la oscura forma. Pero Belladona no se movió.

—Soy el rey de Landover, Belladona, y pretendo seguir siéndolo —dijo de repente—. No soy el rey de comedia que crees, y no soy un imbécil. Procedo de otro mundo, y puede que no sepa todo lo que debería saber. Pero sé lo suficiente para reconocer los problemas. Landover me necesita. Tú me necesitas. Si me pierdes, te arriesgas a perderte a ti misma.

Belladona lo miró como si estuviera loco, luego desvió la vista hacia Sauce, como si quisiera comprobar si la sílfide también creía que lo estaba. Sus ojos chispearon cuando se encontraron de nuevo con los de Ben.

—¿Qué riesgo me aguarda?

Ben había conseguido despertar su interés. Respiró profundamente.

—La magia abandona la tierra, Belladona. La magia se desvanece. Se desvanece porque no hay un rey tal como debe ser. Todo se desmorona, y el veneno penetra cada vez más. Yo veo lo que ocurre, y conozco la causa. Tú me necesitas. La Marca quiere apoderarse todo, y tarde o temprano lo hará. El demonio no te tolerará. Te expulsará. No permitirá que haya una fuerza que compita con la suya.

—¡La Marca no se atreverá a retarme! —dijo, mostrando la furia en sus ojos.

—Todavía no —insistió Ben—. No lo hará en la Caída Profunda. ¿Pero qué ocurrirá cuando el resto de la tierra se deteriore hasta convertirse en una cáscara vacía y sólo quede la Caída Profunda? Entonces estarás sola. La Marca lo tendrá todo. ¡Tendrá también la fuerza para retarte!

Lo que dijo fue una conjetura, pero algo en los ojos de la bruja le informó de que la conjetura no estaba errada. Belladona se irguió, destacándose más contra la penumbra.

—¿Y tú crees que puedes protegerme?

—Lo creo. Si las gentes del valle me prometen lealtad, la Marca no podrá ser tan rápida en lanzar su desafío. No puede enfrentarse a todos nosotros. No creo siquiera que lo intente. Y si tú me prometes lealtad, los otros lo harán también. Tú eres la más poderosa, Belladona, tu magia es la más fuerte. Si me das tu apoyo, los otros te seguirán. No te pido nada más. Te prometo a cambio la garantía de que la hondonada te pertenecerá sólo a ti, siempre. Nadie te molestará aquí.

Ella sonrió.

—No me ofreces nada que ya no tenga. No te necesito para enfrentarme a la Marca. Puedo hacerlo cuando quiera. Y puedo hacer que los otros vengan cuando los llame, porque me temen.

Oh, cielos, pensó Ben.

—No vendrán, Belladona. Se esconderán, o saldrán corriendo, o lucharán contra ti. No te permitirán que los gobiernes como podrían permitírmelo a mí.

—La región de los lagos nunca te aceptará, Belladona —susurró Sauce.

Belladona hizo un gesto de contrariedad.

—La hija del Amo de Río puede opinar así —dijo con desprecio—. Pero no sabes con quién estás hablando, sílfide. Mi magia puede causar diez veces más enfermedad de la que tu padre puede curar. ¡Y mucho más deprisa!

Extendió la mano, asió la muñeca de Sauce y el brazo de la sílfide se volvió negro y marchito. Sauce dio un grito, y Ben apartó de la bruja el brazo dañado. Al instante el brazo se recuperó y la enfermedad desapareció. Sauce estaba sofocada y había lágrimas de rabia en sus ojos. Ben se colocó ante Belladona.

—¡Hazme lo que le hiciste a ella! —la retó, cerrando la mano sobre el medallón.

Belladona captó el movimiento y retrocedió. Sus ojos estaban velados.

—¡No me amenaces, rey de comedia! —le advirtió sombríamente.

Ben se mantuvo firme. Estaba tan iracundo como ella.

—Ni tú a mí, ni a mis amigos, bruja —replicó.

Belladona pareció encogerse dentro de sus ropas. Su rostro afilado se ocultó entre el pelo de azabache, y bajó una mano con lentitud para señalar a Ben.

—Admito que tienes decisión, rey de comedia. Admito que tienes una buena dosis de valor. Pero no te prometeré lealtad. Para ello, antes tendrías que probarme que la mereces. Si eres más débil que la Marca, mi promesa supondría para mí una desventaja. Sería mejor que me aliase con el demonio mediante una promesa de magia que no rompería. No, no me arriesgaré por ti hasta que no sepa qué fuerza posees.

Ben era consciente de que estaba en dificultades. Belladona había tomado una decisión que no era probable que alterara. Su mente trabajaba a un ritmo frenético. La oscuridad del castillo y la enormidad de sus proporciones lo abrumaba. Belladona era su última oportunidad. No podía permitirse perderla. Sintió que sus esperanzas comenzaban a desvanecerse y luchó para mantenerlas.

—Nos necesitamos mutuamente, Belladona —arguyó, tratando de encontrar una salida—. ¿Cómo puedo convencerte de que poseo la fuerza necesaria para ser rey?

La bruja pareció meditar el asunto durante un momento, ocultando de nuevo su rostro con el pelo. Después levantó la vista con lentitud. En sus finos labios había una sonrisa desagradable.

—Quizás nos necesitemos mutuamente, y quizás haya algo que nos pueda ayudar a ambos. ¿Y si te dijese que hay una magia que podría librar al Prado del dragón?

Ben frunció el entrecejo.

—¿Strabo?

—Strabo. —La sonrisa permaneció inmutable—. Existe esa magia, una magia que puede darte dominio sobre el dragón, una magia que puede darte dominio sobre todo lo que haga. Úsala, y hará lo que tú digas. Puedes expulsarlo del Prado, y entonces los barones te prometerán lealtad.

—Así que también sabes eso —musitó Ben, tratando de conseguir tiempo para pensar. Estudió el rostro pálido con cuidado.

—¿Por qué accederías a darme esa magia, Belladona? Acabas de dejar claro cuáles son tus sentimientos hacia mí.

La bruja sonrió como un lobo contemplando su cena.

—Yo no he dicho que vaya a darte la magia, rey de comedia. Lo que he dicho es que te hablaría de esa magia. Yo no la poseo. Debes cogerla de donde se halla escondida y entregármela. Entonces la compartiremos tú y yo. Entrégamela, y creeré en tu fuerza y te aceptaré como rey. Hazlo, y contarás con la promesa de tu propio futuro.

—Ben… —comenzó a decir Sauce, con un toque de cautela en su voz.

Él la hizo callar con un movimiento de cabeza. Ya se había comprometido.

—¿Dónde se encuentra esa magia? —le preguntó a Belladona.

—Se encuentra en las nieblas —respondió ella suavemente—. Se encuentra en el mundo de las hadas.

La mano de Sauce apretó la de él.

—¡No, Ben! —exclamó.

—La magia se llama Polvo lo —continuó Belladona, ignorando a la joven—. La produce un arbusto de color azulnoche con hojas plateadas. Genera unas vainas del tamaño de mi puño. —Cerró la mano ante la cara de Ben—. Trae dos; una para mí, otra para ti. ¡El polvo de una sola será suficiente para que domines al dragón!

—¡Ben, no puedes entrar en el mundo de las hadas! —dijo Sauce con vehemencia. Luego se volvió hacia la bruja—. ¿Por qué no vas tú, Belladona? ¿Por qué envías a Ben Holiday en vez de ir tú misma?

Belladona levantó la cabeza con desdén.

—¿Me amonesta alguien cuya familia abandonó el mundo de las hadas para venir a este valle cuando hubieran podido quedarse allí? Olvidas con mucha facilidad sílfide. Yo no puedo volver al mundo de las hadas. Fui expulsada y se me prohibió regresar. Si lo hago, moriré. —Sonrió con frialdad, mirando a Ben—. Pero quizás él tenga mejor fortuna. Al menos, nadie le ha prohibido la entrada.

Sauce forzó a Ben para que la mirase.

—No puedes ir. Sería tu muerte. Nadie puede entrar en el mundo de las hadas y sobrevivir si no ha nacido y habitado en él. ¡Escúchame! Mi gente abandonó ese mundo por lo que era: un mundo en el cual la realidad es una proyección de los sentimientos y el pensamiento, de la abstracción y la imaginación. ¡No había ninguna realidad aparte de lo que éramos, y ninguna verdad esencial aparte de nosotros mismos! Ben, no puedes sobrevivir con tal entorno. Requiere una disciplina y unas costumbres de las que careces. ¡Te destruirá!

Él hizo un gesto ambiguo.

—Es posible que no. Es posible que esté más capacitado de lo que crees.

Las lágrimas brillaron en los ojos de Sauce.

—No, Ben. Te destruirá —repitió en un tono sin matices.

Había una intensidad en su rostro y en su voz que aterraba. Ben la miró a los ojos y tuvo que endurecerse frente a la súplica que vio reflejada en ellos. Lentamente la atrajo hacia sí.

—Tengo que ir, Sauce —susurró de modo que sólo ella pudiera oírlo—. ¡No tengo alternativa!

—¡Te está embaucando, Ben! —le susurró, con una expresión dura en el rostro—. ¡Es una trampa! ¡Noto la falsedad en su voz! ¡Ahora veo lo que es este castillo! ¡Es una proyección de la magia sobre el muro de niebla! ¡Si lo atraviesas te encontrarás dentro del mundo de las hadas! ¡Ben, ella ha planeado este engaño! ¡Sabía que ibas a venir y por qué! ¡Lo ha sabido con anticipación!

El asintió y la apartó con suavidad.

—Eso no cambia nada, Sauce. Tengo que ir de todas formas. Pero seré cauteloso, lo prometo. Seré muy cauteloso. —Ella no habló, pero las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Ben dudó, luego se inclinó y la besó con suavidad en los labios—. Volveré.

Ella pareció recobrarse en ese instante.

—Si tú vas, yo también.

—Irá solo —intervino Belladona, con rostro impasible—. No quiero ninguna ayuda de ninguna criatura nacida en el mundo de las hadas. No quiero interferencias de nadie. Quiero ver con mis propios ojos si el rey de comedia posee la fuerza que afirma tener. Si me trae las vainas de Polvo lo, tendré la prueba.

—He de ir —insistió Sauce—. Le pertenezco.

—No —dijo Ben con delicadeza, y se detuvo para buscar las palabras adecuadas—. Tú perteneces a Landover, Sauce, y yo aún no. Ni quizás nunca. Pero tengo que someterme a la tierra antes incluso de pensar en formar parte de sus habitantes. Todavía no he ganado ese derecho, Sauce, ¡y tengo que hacerlo! —Su sonrisa era tensa—. Espérame aquí. Volveré a buscarte.

—Ben…

—Volveré a buscarte —insistió.

Se apartó, encarándose de nuevo a Belladona. Se sentía vacío y desorientado, como una pequeña porción de vida en un mar de detritos y fuertes vientos. Iba a estar solo por primera vez desde que llegó a Landover, y estaba aterrorizado.

—¿Por dónde tengo que ir? —preguntó a Belladona, esforzándose para que su voz pareciera tranquila.

—Sigue ese corredor. —Señaló detrás de ella, donde la luz de una antorcha resplandecía a lo largo de un corredor sombrío en el que la niebla se arremolinaba como si estuviera viva. Encontrarás una puerta al final. El mundo de las hadas se encuentra al otro lado.

Ben asintió y se puso en marcha sin decir nada más. En su mente giraban advertencias susurradas que se esforzó en ignorar. Aminoró la marcha a la entrada del pasillo y miró hacia atrás. Sauce seguía donde la había dejado, como una pálida sombra verde. Su rostro hermoso y extraño estaba surcado por las lágrimas. De repente, se preguntó por qué lo quería tanto. Para ella era poco más que un desconocido. Alguien con quien se había encontrado. Estaba influenciada por las fábulas y los sueños. Imaginaba amor donde no lo había. Era difícil entenderlo.

Belladona tenía la mirada puesta sobre él, manteniendo su rostro frío e inexpresivo.

Le dio la espalda y siguió caminando hacia las nieblas.