CAÍDA PROFUNDA

Pensaron que Ben Holiday estaba loco. Lo consideraron loco en distintos grados, quizás, pero la opinión fue unánime. Los kobolds lo expresaron con un rápido siseo y gestos de miedo. Los ojos verdes de Sauce también lo reflejaron mientras sacudía su larga cabellera con desaprobación. Questor y Abernathy se quedaron estupefactos, y empezaron a intercambiar comentarios.

—¡Habéis perdido el juicio, gran señor! —explotó el escriba.

—¡No podéis arriesgaros a caer en manos de la bruja! —lo amonestó el mago.

Ben dejó que continuaran, luego les pidió que tomaran asiento y explicó con paciencia sus propósitos. No había perdido el juicio, les aseguró. Por el contrario, sabía exactamente lo que iba a hacer. Aunque sin duda conllevaba riesgo bajar a la Caída Profunda y presentarse ante Belladona, era casi la única alternativa que le quedaba y ninguna otra tenía mucho sentido ni ofrecía las mismas oportunidades.

Les pidió que lo pensaran. La llave de todas las puertas que se cerraban ante él se encontraba en el uso o adquisición de la magia. Era la magia la que había dado vida a la tierra y a aquellos que habitaban en ella desde el principio.

La pérdida de la magia era lo que amenazaba con acabar con la vida en el presente. El medallón era un objeto mágico, que le permitió trasladarse desde su mundo al de ellos y, si fuese necesario, le permitiría salir. El Paladín era algo mágico, y se precisaba de la magia para hacerle volver. El castillo de Plata Fina era mágico también, y la magia era necesaria para salvarlo. La mayoría de las criaturas del país eran criaturas de la magia, y sólo a ella la entendían, respetaban y temían. Los señores del Prado deseaban que los liberase del dragón, y para ello haría falta magia. El Amo del Río quería que los habitantes del país colaborasen con él para salvar la tierra, y eso también requeriría cierta clase de magia. La Marca y sus demonios tenían origen en la magia negra que amenazaba con destruirlos a todos, y haría falta una muy poderosa magia blanca para evitar que ocurriese.

Hizo una pausa. ¿Quién tenía más probabilidad de acceso a la magia que necesitaban para poner orden en las cosas? ¿Quién poseía una magia superior a la de todos los demás?

Sin duda había riesgo. Siempre había riesgo. Pero nadie había visitado a Belladona durante muchos años, a nadie se le había ocurrido intentarlo. Ningún rey de Landover había buscado su lealtad tras la muerte del viejo rey. Desde antes de que eso ocurriera, intervino Abernathy. El viejo rey tampoco quiso saber nada de ella. Razón de más para verla ahora, insistió Ben. Se le podía hablar. Tal vez convencer. Posiblemente, si todo lo demás fallaba, podrían apresarla.

Sus compañeros le miraron con horror.

Él se encogió de hombros. Muy bien, olvidado lo dicho sobre apresarla. Ella era aún la mejor apuesta que tenían. Poseía la magia más poderosa de la tierra. Questor se lo había dicho en sus lecciones. Los otros fijaron sus ojos acusadores en el mago. Un poco de esa magia podría hacer que las cosas cambiasen. No necesitaba mucha; bastaría con un poco para solucionar uno de los problemas a que se enfrentaba. Incluso aunque se negase a utilizar en su favor la poderosa magia que poseía, podría acceder a facilitarle un encuentro con las hadas. Quizás él podría conseguir la ayuda de éstas.

Vio que Sauce se encogía ante la mención de las hadas, y durante un momento perdió confianza en sí mismo. Pero logró sobreponerse y siguió exponiendo sus argumentos. Había pensado en todo, y la solución a su problema era inequívoca. Necesitaba la ayuda de un aliado para llegar a un acuerdo con los habitantes de Landover. No encontraría ninguno más poderoso que Belladona.

Ni tampoco más peligroso, puntualizó Questor con contundencia.

Pero Ben no estaba dispuesto a que le disuadieran. Ya lo había decidido y el viaje iba a iniciarse. Saldrían hacia la Caída Profunda. Cualquiera que no quisiera ir podía no hacerlo. Él lo comprendería.

Nadie se retiró. Pero hubieron muchas miradas intranquilas.

Ya estaba mediado el día, y viajaron hacia el sur por la región de las colinas hasta la caída de la tarde. El tiempo seguía siendo malo, las nubes continuaban congregándose, la amenaza de lluvia era cada vez más evidente. La neblina se transformó en niebla densa al llegar la noche, y comenzó a lloviznar. Acamparon bajo un afloramiento rocoso por debajo de una línea de cerros cubierta por un bosque de fresnos. La humedad y la oscuridad aumentaron rápidamente y los seis viajeros se guarecieron en su refugio y consumieron una comida ligera consistente en agua de manantial, lindoazules y algunas raíces recogidas por el experto Chirivía. El aire se enfrió y Ben anheló un trago de su ya terminado Glenlivet.

La cena finalizó muy pronto, y comenzaron a pensar en la manera de acomodarse para pasar la noche. No tenían sobre qué dormir ni con qué taparse. Lo habían perdido todo en su huida de los trolls. Questor se ofreció a usar la magia, y esta vez Ben aceptó. Los kobolds parecían bastante fuertes, pero los demás podían amanecer con una neumonía si no lograban algo que los protegiera del frío. Además, Questor había demostrado en el Melchor que su control sobre la magia había mejorado.

Sin embargo, ése no fue el caso aquella noche. La magia produjo chispas y humo, y se materializaron varias docenas de toallas de manos estampadas con flores. Questor le echó la culpa al tiempo y lo volvió a intentar. En esta ocasión hizo aparecer sacos de arpillera. Abernathy protestó y los ánimos se caldearon antes que los cuerpos. En el tercer intento, el mago consiguió una tienda de campaña a rayas de colores, provista de cojines para sentarse y mesas, y Ben decidió que se instalaran allí.

Se acomodaron, y uno a uno fueron quedándose dormidos. Abernathy mantuvo la guardia mientras dormía junto a la entrada de la tienda, no del todo convencido de que los trolls hubiesen abandonado su persecución.

Sólo Ben se quedó en vela. Tumbado en la oscuridad escuchaba el sonido de la lluvia que martilleaba sobre la tienda. Le acosaban las incertidumbres que hasta entonces había logrado apartar de sí. Era consciente de que el tiempo se le escapaba inexorablemente. Sabía que se acabaría por completo antes de lo deseado. Entonces la Marca o algún otro ser maligno lo atacaría y él no tendría nada con que oponerse. Se vería obligado a usar el medallón para salvarse, aunque había jurado que no lo haría. ¿Qué alternativa le quedaba? ¿Qué haría cuando su vida estuviese realmente amenazada, no por los señores feudales tratando de darle una lección de boxeo, ni por los trolls que lo habían encerrado en un corral, sino por algún monstruo que podía extinguir su vida con el mero hecho de pensarlo? Esos monstruos estaban en las proximidades, lo sabía. Belladona también estaba.

Durante un rato se obligó a pensar en la bruja de la Caída Profunda. Antes no se lo había permitido; era más fácil no hacerlo. Sabía que tenía que ir a visitarla. No le serviría de nada considerar lo peligroso que podía ser. Belladona aterrorizaba a todos sus compañeros, y nada excepto la Marca los había asustado antes. Podía estar de nuevo emprendiendo una empresa superior a sus fuerzas, podía estar poniendo a todos en una situación peor que la que sufrieron en la región de los trolls. Se mordió el labio inferior. No podía permitirlo. Esta vez tal vez no habría nadie para rescatarlos. Debía tener más cuidado. Debía tomar medidas para protegerlos.

Especialmente a Sauce, pensó. Miró hacia donde ella dormía, tratando de seguir la línea de su cuerpo. Esa noche no se había transformado ni enraizado como un árbol. Era evidente que no siempre lo hacía. Descubrió que ya no sentía tanta repulsión. Quizás sólo fue la extrañeza del cambio lo que le perturbó al principio, y ahora se había hecho a la idea. A veces, la costumbre creaba aceptación, no rechazo.

Movió la cabeza como haciendo acopio de paciencia para soportarse a sí mismo. Lo que realmente te ocurre Holiday, es que ella te salvó la piel. Por eso ahora te muestras más benigno.

Su respiración se acompasó y sus ojos se cerraron. Deseó que ella no hubiera renunciado a tanto por seguirle. Deseó que hubiera sido un poco menos impulsiva. Se sentía responsable y eso le disgustaba. Ella había actuado por voluntad propia. Veía las cosas del mismo modo que las vería un niño. Decía que se habían entrelazado en las enredaderas que cubrieron un lecho conyugal, que sus vidas estaban unidas por un encuentro casual en un baño a medianoche. Esperaba de él lo que no estaba preparado para dar a nadie.

Sus pensamientos divagaron y su obstinación se fue diluyendo. Quizás el problema no lo constituía la sílfide sino él. Quizás el problema real era que no podía darle lo que el la solicitaba. Tal vez había perdido todo lo bueno que poseía tras la muerte de Annie. No quería pensarlo, pero era posible.

Se sorprendió al descubrir que sus ojos se hallaban llenos de lágrimas, se las secó, alegrándose de que nadie las hubiese visto.

Dejó que sus pensamientos se alejasen y se replegó sobre sí. El sueño se apoderó de él.

Se despertó temprano. La luz del día era más que un ligero rubor en el horizonte oriental, donde la niebla giraba entre las colinas. Los otros miembros del grupo se despertaron también, estirando los miembros acalambrados por haber dormido en un lugar húmedo y frío, bostezando en protesta contra el rápido transcurso de la noche. La lluvia había cesado, dejando el intermitente goteo del agua depositada sobre las hojas de los árboles. Ben salió de la tienda de campaña a la media luz y se dirigió hacia unas rocas situadas tras unos tupidos matorrales, de las que manaba un pequeño chorro de agua. Se estaba inclinando para llenar el cuenco formado por sus manos, cuando dos caras de hurón asomaron entre la maleza.

Saltó hacia atrás y el agua salpicó su rostro.

—Magnífico gran señor —le saludó una voz rápidamente.

—Poderoso gran señor —añadió otra.

Fillip y Sot. Ben se recobró del susto, contuvo con gran esfuerzo sus deseos de estrangularlos y esperó con paciencia a que saliesen de su escondite. Los dos gnomos nognomos tenían un aspecto desastroso, sus ropas estaban desgarradas y el pelo que los cubría empapado por la lluvia. Parecían más sucios de lo habitual, si es que era posible.

Se adelantaron tropezando, con los ojos fijos en él; lo que les obligaba a inclinar hacia atrás las cabezas.

—Tuvimos algunas dificultades para eludir a los trolls, gran señor —dijo Fillip.

—Fuimos perseguidos hasta el anochecer y después no pudimos determinar adonde habíais ido —agregó Sot.

—Temíamos que os hubieran vuelto a capturar —dijo Fillip.

—Teníamos miedo de que no hubieseis escapado —añadió Sot.

—Pero encontramos el rastro y lo seguimos —continuó Fillip.

—No vemos demasiado bien, pero tenemos un excelente olfato —aclaró Sot.

Ben movió la cabeza, sintiéndose impotente.

—¿Por qué os molestasteis en seguirnos? —les preguntó, arrodillándose para que sus ojos quedaran al mismo nivel—. ¿Por qué no os fuisteis a casa como el resto de vuestros compañeros?

—¡Oh, no, gran señor! —exclamó Fillip.

—¡Nunca, gran señor! —declaró Sot.

—Prometimos que os serviríamos si nos ayudabais a liberar a nuestra gente —dijo Fillip.

—Dimos nuestra palabra —dijo Sot.

—Vos cumplisteis vuestra parte del trato, gran señor —dijo Fillip.

—Ahora nosotros queremos cumplir la nuestra —concluyó Sot.

Ben los observó con incredulidad. Lo último que esperaba de aquellos dos era que fuesen leales. También era lo último que necesitaba. Fillip y Sot resultarían más una fuente de problemas que un pozo de alivio.

Estaba a punto de decírselo cuando captó la determinación en sus rostros y en sus ojos medio ciegos. Se recordó que los gnomos nognomos habían sido los primeros en presentarse ante el trono de Landover para ofrecer su lealtad, los primeros y los últimos. Parecía un error declinar su ofrecimiento de ayuda cuando estaban tan deseosos de prestarla.

Se irguió lentamente, observándolos mientras sus ojos le seguían.

—Vamos a la Caída Profunda —les advirtió—. He pensado entrevistarme con Belladona.

Fillip y Sot se miraron con rostros inexpresivos y asintieron.

—Entonces os seremos útiles, gran señor —dijo Fillip.

—Así es —añadió Sot.

—Hemos ido a la Caída Profunda muchas veces —dijo Fillip.

—Conocemos bien las hondonadas —dijo Sot.

—¿De verdad?

Ben ni siquiera trató de ocultar su sorpresa.

—Sí, gran señor —dijeron Fillip y Sot al unísono.

—La bruja presta poca atención a criaturas como nosotros —dijo Fillip.

—Os guiaremos para que entréis sin correr peligro, gran señor —se ofreció Fillip.

—Después os guiaremos para que también salgáis_sin peligro —añadió Sot,

Ben extendió la mano y estrechó con espontaneidad las dos mugrientas zarpas.

—Vosotros mismos os habéis comprometido. —Sonrió. Los gnomos resplandecieron—. Una pregunta. ¿Por qué habéis esperado hasta ahora para mostraros? ¿Cuánto tiempo lleváis escondidos en esos arbustos?

—Toda la noche, gran señor —admitió Fillip.

—Teníamos miedo del perro —susurró Sot.

Ben los condujo al campamento y anunció que los gnomos los acompañarían a la Caída Profunda. Abernathy se quedó sorprendido y contrariado, y lo expresó en términos inequívocos. Se podía aceptar que el mago continuase en el grupo bajo el pretexto de que podía ser útil, aunque en realidad eso era cuestionable, pero estaba claro que los gnomos carecían de toda utilidad. Emitió un gruñido y los gnomos retrocedieron, asustados. Los kobolds sisearon e incluso Sauce se mostró indecisa. Pero Ben se mantuvo firme en su decisión. Los gnomos nognomos irían con ellos.

Reemprendieron el viaje poco después de que hubiera amanecido, tras tomar un rápido desayuno de tallos y hojas de lindoazules. Questor hizo desaparecer la tienda de campaña en un destello de luz y una humareda, dando un susto de muerte a los gnomos, y luego se pusieron en marcha. Se dirigieron al suroeste siguiendo una ruta sinuosa que los sacó de la región de las colinas y volvió a introducirlos en los bosques y lagos que bordeaban el Prado. Juanete iba delante, seguido de los demás. Llovía y escampaba alternativamente, y las diminutas gotas quedaban suspendidas como un velo de vapor helado. El valle yacía sumido en nubes y niebla que se fundían en una extraña bruma azulada que giraba y se introducía en las copas de los árboles y cubría las caras oscuras de las montañas lejanas. Había flores que se abrían bajo la lluvia y a Ben le pareció extraño. Eran de colores suaves y corta vida, pues sólo duraban unos minutos antes de marchitarse. Flores de lluvia, las llamó Questor, evidenciando una lamentable falta de originalidad. Antes, en tiempos mejores, habían disfrutado de una vida que superaba las doce horas o más. Pero ahora, estaban afectadas por la enfermedad, como todo lo que había en el valle. La magia ya no alargaba su vida.

Se tomaron un corto descanso a media mañana, instalándose cerca de un manantial junto al que crecían cañas, lirios y cipreses. El agua que manaba tenía un color gris verdoso y toda la vegetación de sus proximidades tenía aspecto enfermizo. Juanete fue en busca de agua potable. Había comenzado a llover de nuevo, y los otros se reunieron en grupos de dos o tres bajo las ramas de los árboles. Ben esperó un poco, luego atrajo la atención de Sauce y se apartó con ella para estar a solas.

—Sauce —dijo en tono amable, sabiendo que aquello le iba a resultar difícil—. He estado pensando sobre la conveniencia de que nos acompañes a la Caída Profunda y adondequiera que vayamos después. Creo que deberías volver a tu casa del Elderew.

Ella le miró fijamente.

—No quiero volver a mi casa, Ben. Quiero estar contigo.

—Ya lo sé. Pero creo que es demasiado peligroso para ti.

—No es más peligroso para mí que para ti. Podrías volver a necesitar mi ayuda. Me quedo.

—Escribiré una carta a tu padre, explicándole que hasta ahora quise que estuvieras conmigo, para que no tengas problemas con él —siguió—. Después iré yo mismo a hacerlo en persona.

—No quiero regresar, Ben —repitió ella.

El tono verde de su cara estaba oscurecido por la sombra del ciprés, y a Ben le pareció que casi formaba parte del árbol.

—Agradezco tu voluntad de someterte a los mismos riesgos que yo —dijo—, pero no hay razón para que lo hagas. No puedo permitirlo, Sauce.

El rostro de ella se echó un poco hacia atrás, y sus ojos verdes mostraron un ardor repentino.

—No tienes nada que decir a ese respecto, Ben. La decisión es mía. —Hizo una pausa y pareció que lo atravesaba con la mirada— ¿Por qué no me explicas lo que piensas en realidad, gran señor de Landover?

Él la miró con sorpresa, pero hizo un gesto de asentimiento.

—Muy bien. No sé cómo decirlo. Si pudiera dejar que me acompañaras y ser honesto conmigo mismo, creo que lo haría. Pero no puedo. Yo no te amo, Sauce. Quizás las gentes del mundo de las hadas logréis descubrir el amor a primera vista, pero yo no. Yo no creo que las enredaderas y los portentos te dijeran cómo ocurriría esto. No creo que tú y yo estemos destinados a ser amantes. Pienso que podemos ser amigos, pero no dejaré que arriesgues tu vida sólo por esa razón.

Se detuvo, sintiendo que las manos de ella cogían las suyas y las estrechaban con cariño.

—Todavía no comprendes, ¿verdad, Ben? —le susurró—. Te pertenezco porque así debe ser. Es una verdad tejida en la trama de la magia de este país y, aunque no lo entiendas, tiene que pasar. Siento amor por ti porque amo al modo de las hadas, a primera vista y por promesa. No espero eso de ti. Pero al final me amarás, Ben. Me amarás.

—Es posible —reconoció él, apretando las manos de la sílfide a pesar de sí mismo, encontrándola tan deseable que casi estuvo a punto de admitir que tenía razón—. Pero ahora no te amo. Me pareces la criatura más hermosa que jamás he visto. Te deseo tanto que tengo que luchar contra esa necesidad. —Sacudió la cabeza—. Pero no puedo creer en el futuro que tú pareces ver tan claramente, Sauce. ¡No me perteneces! ¡Te perteneces a ti misma!

—¡No pertenezco a nada si no te pertenezco a ti! —insistió ella con tesón. Su rostro se acercó al de él—. ¿Te doy miedo, Ben? Veo miedo en tus ojos y no lo entiendo.

Él respiró profundamente.

—Hubo alguien más, Sauce. Alguien que sí me pertenecía y a quien yo pertenecía. Se llamaba Annie. Era mi esposa, y la amé mucho. No era tan hermosa como tú, pero era muy bonita y… no he podido olvidarla, ni dejar de amarla, ni amar a otra persona.

Su voz se quebró. No se había dado cuenta de que sería tan difícil hablar de Annie después de tanto tiempo.

—No me has dicho por qué tienes miedo, Ben —lo presionó Sauce, con voz suave pero insistente.

—¡No sé por qué tengo miedo! —exclamó, confundido—. No lo sé. Creo que es porque cuando Annie murió perdí algo de mí mismo, tan valioso que estoy seguro de que nunca lo recuperaré. A veces me creo incapaz de sentir, creo que sólo lo pretendo…

De repente aparecieron lágrimas en los ojos de Sauce y él se conmovió.

—Por favor, no llores —le pidió.

Sauce sonrió con amargura.

—Creo que tienes miedo de amarme porque soy muy distinta a ella —dijo suavemente—. Creo que tienes miedo de perderla de algún modo si me amas. Yo no deseo eso. Te quiero como eras, como eres y como serás. No que tengas miedo de mí.

Tuvo intención de negarlo, pero la rechazó. Ella estaba en lo cierto cuando habló de la razón de sus temores. La veía en su mente mientras danzaba entre los pinos a medianoche, transformándose en sauce, enraizándose en el suelo sobre el que antes había danzado su madre. La transformación seguía repeliéndole. Ella no era humana, sino algo distinto y aparte.

¿Cómo iba a querer a una criatura tan diferente de Annie…?

Sauce enjugó las lágrimas que resbalaban ahora por sus mejillas.

—Yo soy vida de la magia y estoy sometida a ella, Ben. Debes admitirlo, y lo admitirás. La madre tierra y el padre cielo nos engendraron, y este país nos unió. —Se inclinó hacia delante y lo besó en la mejilla—. Perderás el miedo que me tienes y un día me amarás. Yo lo creo. —Su suave aliento le rozaba el rostro—. Esperaré todo el tiempo necesario, Ben, pero no te dejaré. Aunque me lo ruegues, aunque me lo ordenes. Te pertenezco. Soy tuya. Me quedaré contigo, aunque el riesgo sea diez veces mayor que el de ahora. ¡Me quedaré, aunque tenga que renunciar a mi vida por la tuya!

Se apartó, y el movimiento de sus ropas y cabellos fue como una leve brisa en la quietud de la mañana.

—No vuelvas a pedirme que me vaya —le dijo.

Después se alejó con paso rápido. Él la contempló en silencio y supo que no lo haría.

El pequeño grupo llegó a la Caída Profunda antes del mediodía. La lluvia había cesado y la luz era más intensa, aunque las nubes aún encapotaban la totalidad del cielo. El olor de la humedad estaba suspendido en el aire, y el frío de la mañana se había agudizado.

Se detuvieron en los inicios de la Caída Profunda y miraron hacia abajo. Todo excepto el reborde del cuenco estaba oculto por un manto de niebla. Ésta se arremolinaba perezosamente sobre las copas de los árboles dispersos y los riscos asomaban a su través como huesos de un cadáver roto. Los matorrales poblaban el borde y las partes altas de las pendientes de las hondonadas, zarzas y maleza marchitas y raquíticas. Nada se movía en el foso. Ningún sonido salía de él. Era una tumba abierta que esperaba a un ocupante.

Ben lo contempló con inquietud. Le aterrorizaba mirar aquello, mucho más desde aquel borde que desde la seguridad de la Landvista. Le pareció monstruoso, un abismo grande e informe excavado en la tierra y abandonado a la podredumbre. Examinó durante un momento un grupo de lindoazules que crecían en las proximidades. Estaban ennegrecidos y debilitados.

—Gran señor, no es demasiado tarde para reconsiderar vuestra decisión —le advirtió Questor.

Él negó con la cabeza. La decisión estaba tomada.

—Quizás debamos esperar a mañana —murmuró Abernathy, mirando con intranquilidad el cielo nublado.

Ben negó con la cabeza por segunda vez.

—No. No más retrasos. Voy a bajar ahora. —Se volvió hacia ellos y fijó los ojos en sus rostros mientras hablaba—. Quiero que me escuchéis con atención y no pongáis objeciones. Fillip y Sot me acompañarán como guías. Dicen que conocen la Caída Profunda. Llevaré a uno más. El resto esperará aquí.

—¡Gran señor, no! —exclamó Questor con incredulidad.

—¡No vais a confiaros a esos… esos caníbales! —bramó Abernathy.

—¡Podéis necesitar nuestra protección! —continuó Questor.

—¡Es una locura que vayáis solo! —concluyó Abernathy.

Los kobolds sisearon y enseñaron los dientes en una inconfundible señal de desaprobación, los gnomos nognomos se encogieron y se apartaron de la discusión, y el amanuense y el mago siguieron argumentado a coro. Sólo Sauce permaneció inmutable, pero dedicó a Ben una mirada tan dura que la sintió físicamente.

Levantó las manos para tranquilizarlos.

—¡Basta ya! ¡He dicho que no quiero más discusiones! Sé lo que hago. Lo he pensado mucho. No vamos a repetir lo que ocurrió en el Melchor. Si tardo en salir más de lo previsto quiero que alguien esté preparado para ir a buscarme.

—Entonces puede ser demasiado tarde, gran señor —señaló Abernathy con ansiedad.

—Dijisteis que llevaríais otro más, gran señor —intervino Questor—. Supongo que os referíais a mí. Puede que necesitéis mi magia.

—Puede ser, Questor —admitió—. Pero sólo si tengo problemas con Belladona y necesito a alguien que me saque las castañas del fuego. Te quedarás aquí con Abernathy y los kobolds. Me llevo a Sauce.

La mirada dura de la sílfide se transformó en mirada sorprendida.

—¿Vais a llevarla? —preguntó Questor—. ¿Pero qué protección os puede ofrecer ella?

—Ninguna. —Ben observó la expresión introspectiva que cubría ahora la cara de Sauce—. No busco protección. Busco un punto de contacto. No quiero que la bruja crea que el rey de Landover necesita que lo protejan, y supongo que lo pensaría si bajo con todos vosotros. Sauce no es una amenaza. Es una criatura del mundo de las hadas como ella. Comparten un origen, y Sauce y yo juntos podemos encontrar un modo para atraer a Belladona hacia nuestra causa.

—¡No conocéis a la bruja, gran señor! —insistió Questor con vehemencia.

—¡Está claro que no! —agregó Abernathy.

Entonces, Sauce se adelantó y lo cogió del brazo.

—Puede que tengan razón, Ben. No es probable que Belladona ofrezca su ayuda sólo por mi presencia. A ella le importa tan poco la gente de la región de los lagos como la corte de Plata Fina. A ella no le importa nadie. Esto es muy peligroso.

Ben advirtió que no había desistido de acompañarle. Ya se había quitado las botas y la capa y seguía a su lado, descalza, con pantalones cortos y una túnica sin mangas.

—Lo sé —respondió él—. Por eso deben quedarse aquí Questor, Abernathy y los kobolds, para ir a rescatarnos si lo necesitamos. Si todos entramos a la vez, nos arriesgamos a caer en la misma trampa. Pero si los más fuertes se quedan, las posibilidades de rescate serán mejores. ¿Lo entendéis?

Hubo una protesta general.

—Yo opino, con todos mis respetos, que esa idea es muy peligrosa y descabellada, gran señor —declaró Abernathy.

—Preferiría estar con vos para aconsejaros —arguyó Questor.

Ben asintió.

—Respeto vuestros sentimientos, pero está decidido. Cualquiera que sea el riesgo, no quiero que lo comparta nadie inútilmente. Si pudiera hacerlo solo, sin poner en peligro a ninguno más, lo haría. Pero, por desgracia, no puedo.

—Nadie se lo ha pedido, gran señor —contestó, Questor en voz baja.

Ben le miró a los ojos.

—Lo sé. No podría haber encontrado mejores amigos. —Se detuvo—. Han hecho por mí todo lo que han podido. El tiempo y las oportunidades se acaban. Tengo que lograr que suceda algo si quiero ser rey de Landover. Tengo esa responsabilidad hacia el país y hacia mí mismo.

Questor no respondió. Ben miró un instante a los otros. Nadie dijo nada. Asintió y cogió la mano de Sauce. Luchó contra la heladez que lo había invadido.

—Pasad delante —ordenó a Fillip y a Sot.

Juntos, comenzaron el descenso del foso.