CRISTAL

Estaba casi mediada la mañana cuando Ben y sus compañeros dieron por terminada su huida. Salieron a salvo del Melchor, debajo de los riscos y desfiladeros neblinosos y sombríos, en las estribaciones donde los gnomos nognomos fueron capturados. Los gnomos habían desaparecido hacía tiempo y, al parecer, los trolls de la montaña habían perdido interés por el asunto. Ya no había razón para continuar corriendo.

Ben, mientras se apoyaba con cuidado en el tronco de un roble, pensó que había sido una gran carrera. Era vergonzoso admitirlo, pero en realidad habían estado corriendo para salvar sus vidas, no en una competición.

Sauce, Questor, Abernathy y los kobolds se reunieron a su alrededor, sentándose en un círculo sobre una hierba invernal de color rosáceo. Las nubes se acumulaban sobre sus cabezas formando un denso manto gris y el olor de la lluvia llenaba el aire. Tomaron una comida ligera consistente en hojas y tallos de los lindoazules que crecían en las proximidades y bebieron agua de un manantial que bajaba de las montañas. No tenían nada más para comer o beber. Todas sus pertenencias, caballos incluidos, se habían quedado con los trolls.

Ben comió y bebió sin prestar atención a lo que hacía y trató de ordenar sus pensamientos. Podrían discutirse los relativos méritos del asunto hasta que las vacas construyeran sus propios hogares, pero las cosas no iban bien para el soberano de Landover. La trayectoria de sus actuaciones era desastrosa. Con la excepción de los que estaban sentados a su alrededor, no había conseguido ni un solo aliado. Los señores del Prado que por tradición apoyaban al trono, lo habían recibido con frialdad y tratado de sobornarlo sin éxito. Al no conseguirlo, lo habían echado prácticamente de Rhyndweir. El Amo del Río se había comportado con más amabilidad, pero sólo porque le era indiferente lo que el trono dijese o hiciera, puesto que creía que la salvación de su pueblo estaba en sus propias manos. Los trolls de la montaña lo habían hecho prisionero y sin duda asado de no haber huido de sus corrales; gracias, se recordó a sí mismo, no a su actuación, sino a la perseverancia de Sauce y a un giro fortuito de los acontecimientos que permitió a Questor utilizar la magia de un modo más o menos correcto para variar.

Estaban los gnomos nognomos, desde luego. Fillip y Sot le habían prometido su lealtad. ¿Pero de qué le servía? ¿Qué valor tenía la lealtad de un pueblo que vivía enterrado y a quien todos despreciaban por ser ladrones, carroñeros y cosas peores?

—Entonces, ¿qué estamos haciendo aquí? —preguntó en voz alta, y todos lo miraron con sorpresa—. Lo que tenemos es esto. Los señores del Prado, Kallendbor, Strehan y los demás prometerán lealtad al trono el día que los libre del dragón, algo que nadie ha sido capaz de hacer ni yo sé cómo hacerlo. El Amo del Río prometerá lealtad al trono el día en que consiga la promesa de los señores del Prado de que van a dejar de contaminar sus tierras y sus aguas y a trabajar con él para mantener el valle limpio. Y eso no se puede ni soñar. Los trolls de la montaña prometerán lealtad al trono el día que pueda volver al Melchor sin temor a que me conviertan en un asado. Estupendo, también. —Hizo una pausa—. Creo que esto describe la situación, ¿verdad?

Nadie dijo nada. Questor y Abernathy intercambiaron miradas de incertidumbre. Sauce parecía no haberlo entendido, nada, lo que en realidad era imposible. Los kobolds le observaban con sus ojos brillantes e inteligentes, mostrando sus sonrisas de agujas afiladas.

Se enrojeció con una mezcla de vergüenza y rabia.

—La verdad es que no he conseguido ningún progreso. Cero. Nulo. Nada. ¿Alguien puede decir lo contrario?

Tuvo la esperanza de que alguien lo intentase.

Fue Questor.

—Gran señor, creo que estáis siendo demasiado severo con vos mismo.

—¿De veras? ¿Es que la realidad no se ajusta a lo que he dicho, Questor Thews?

—Lo que habéis dicho es verdad hasta cierto punto, gran señor. Pero habéis omitido un detalle importante en vuestra relación.

—¿Ah sí? ¿Cuál es?

Questor se mantuvo firme.

—La dificultad de vuestro cargo. No es fácil ser rey en Landover ni bajo las mejores circunstancias.

Los otros asintieron, demostrando su «acuerdo.

—No —se apresuró a negar Ben, moviendo la cabeza—. No puedo admitir eso. No puedo disculparme apelando a las circunstancias. Se han de aceptar las circunstancias que se encuentran y sacar de ellas el mejor partido posible.

—¿Por qué crees que no lo has conseguido, Ben? —quiso saber Sauce.

La pregunta le confundió.

—¡Porque no lo he hecho! ¡Porque no pude convencer a los señores del Prado, ni a tu padre, ni a esos malditos trolls de nada de lo que me proponía! ¡Casi consigo que nos maten esos trolls! ¡Si tú no nos hubieras seguido y Questor no hubiese logrado hacer funcionar su magia, es probable que todos estuviéramos muertos!

—Yo no daría demasiada importancia a la ayuda de mi magia —murmuró Questor en voz baja, mostrando azora-miento en su rostro de búho.

—Conseguisteis liberar a los gnomos, gran señor —le recordó Abernathy, con cierto resentimiento—. Personalmente lo considero un esfuerzo malgastado, pero os deben sus vidas, sea cual fuere el valor que éstas tengan. Vos insististeis en que escaparan con nosotros.

Los demás asintieron. Ben los miró de uno en uno con gesto preocupado.

—Agradezco el voto de confianza, pero creo que no lo merezco. ¿Por qué no aceptamos lo que todos sabemos? No estoy cumpliendo con mi cometido.

—Estáis haciéndolo lo mejor que podéis, gran señor —contestó Questor al instante—. Nadie puede pedir más.

—Ni hacer nada más —añadió Abernathy.

—Quizás haya alguien que pueda hacer más —declaró Ben, puntualizando—. Quizás alguien debería intentarlo.

—¡Gran señor! —Abernathy se levantó, se colocó bien las gafas sobre la nariz y sus orejas se elevaron hacia atrás—. He sido amanuense de trono durante más años de los que habéis vivido. Es posible que resulte difícil de admitir dada mi actual apariencia. —Le dirigió una mirada incisiva a Questor—. Pero, a pesar de ello, os pido que aceptéis mi palabra. He presenciado cómo se sucedían los reyes en Landover. He observado sus intentos de gobierno. Les he visto ejercer la sabiduría y la compasión. Algunos fueron capaces, la mayoría no. —Su pata derecha le señaló con gesto dramático—. ¡Pero ahora os aseguro, gran señor, que nadie, ni siquiera el viejo rey, ha demostrado nunca tanto interés como vos!

Terminó y se sentó sobre sus patas traseras lentamente. Ben estaba aturdido. No hubiera esperado ni en sus sueños más optimistas recibir tan decidido apoyo del cínico escriba.

Sintió que Sauce le cogía la mano.

—Ben, debes escucharle. La parte de mí que corresponde a mi madre siente algo muy especial respecto a ti. Me dice que eres diferente. Creo que mereces ser rey de Landover. Creo que nadie más debería intentarlo.

—Sauce, tú no puedes juzgar… —comenzó a decir, pero un repentino siseo de los kobolds le interrumpió.

Hablaron entre sí un momento y luego Juanete le dijo algo a Questor.

El mago miró a Ben.

—Los kobolds están de acuerdo con la sílfide. Hay algo diferente en vos, ellos también lo sienten. Habéis demostrado valor y fuerza. Sois el rey a quien desean servir.

Ben se recostó cansadamente en el tronco del árbol.

—¿Qué puedo hacer para convenceros de que estáis equivocados? No hay nada diferente en mí, nada especial, nada que me haga ser mejor rey que el próximo que venga. ¿No os dais cuenta? Estáis haciendo lo mismo que yo hice cuando acepté el trono. Os estáis engañando. Éste puede ser un reino de fantasía sobre el papel, pero se convierte en real cuando se está en él, y tenemos que aceptar que ningún deseo ni acto de adhesión va a solucionar sus problemas.

Nadie respondió. Se limitaron a mirarlo en silencio. Pensó decir algo más para convencerlos, pero cambió de opinión. No había nada que decir.

Questor se puso en pie. Se levantó con esfuerzo, como si todo el peso del mundo gravitase sobre sus hombros. Su rostro de búho estaba tan contraído como si soportara un gran dolor. Se irguió poco a poco.

—Gran señor, hay algo que deberíais saber. —Se aclaró la garganta con nerviosismo—. Os dije que mi hermanastro os eligió deliberadamente como comprador del trono de Landover. Os dije que os eligió porque creyó que fracasaríais y que el trono regresaría a sus manos, como siempre que lo vendió tras la muerte del viejo rey. Creyó que vuestro fracaso era evidente. De hecho, estaba seguro.

Ben cruzó los brazos en actitud defensiva.

—Entonces, supongo que no se decepcionará cuando descubra cómo van las cosas, ¿no cree?

Questor volvió a aclararse la garganta, trasladando su peso de un pie a otro.

—Pues ocurre que sabe muy bien cómo van las cosas y está profundamente decepcionado.

—Bueno, con franqueza, Questor, yo no… —Ben se detuvo y miró al mago—. ¿Qué ha dicho? ¿Ha dicho que sabe muy bien cómo van las cosas?

Se levantó, enfrentándose a Questor.

—¿Cómo es posible? Su magia ya no llega a este mundo, ¿verdad? Usted dijo que no pudo llevarse nada de Landover excepto el medallón. Todo lo demás se quedó aquí. Por tanto, ¿cómo puede saber qué está ocurriendo?

Questor mostraba una extraña calma. Su rostro parecía una máscara mortuoria.

—Yo lo he informado, gran señor —dijo.

Se produjo un silencio interminable. Ben no podía creer lo que acababa de oír.

—¿Lo informó? —repitió, atónito.

—Tuve que hacerlo, gran señor. —Questor bajó la vista—. Ése fue el acuerdo a que llegamos cuando partió de Landover con el hijo del viejo rey. Yo podía ser el mago de la corte de los reyes de Landover enviados desde su mundo. Tenía que hacerle saber los fracasos y, en caso de que los hubiese, los éxitos. Pensaba usar esos datos en el proceso de selección de los candidatos para futuras ventas del trono, teniendo en cuenta las debilidades que revelaran.

Los otros también se habían puesto en pie. Questor los ignoró.

—No quiero que haya más secretos entre nosotros —continuó—. Temo que haya habido demasiados. Por eso os diré lo último que os ocultaba. Una vez me preguntasteis cuántos reyes se habían sucedido desde la muerte del viejo rey. Os respondí que más de treinta, pero os oculté que los últimos ocho procedían de Rosen’s. Todos en un período inferior a dos años. Cinco de ellos permanecieron menos de los diez días de prueba que concede el contrato. Considerad un momento lo que eso significa, gran señor. Significa que cinco veces, al menos, los almacenes han tenido que devolver al cliente el dinero pagado, cinco veces que mi hermano ha perdido su venta. Un millón de dólares cada vez, gran señor. Mala publicidad, mal negocio. Eso sugiere que las pérdidas nunca fueron descubiertas. Creo que ni los almacenes ni mi hermano habrían tolerado tales pérdidas. Aunque la mayoría, si no todas, de esas ventas fueron ocultadas a los almacenes. Y creo que las subsiguientes insatisfacciones de los clientes fueron encubiertas del modo más expeditivo posible.

Al llegar a ese punto hizo una pausa deliberada.

—Questor, ¿qué está diciendo? —susurró Ben.

—Que si vos hubierais usado el medallón para volver a vuestro mundo, gran señor, habríais comprobado que vuestro dinero había desaparecido y que vuestra esperanza de vida se había reducido considerablemente.

Abernathy estaba furioso. Su hocico se plegó para enseñar los dientes.

—¡Sabía que no eras digno de confianza, Questor Thews! —gruñó en tono amenazante.

Ben alzó la mano con rapidez.

—No, espera un momento. No tenía por qué decírmelo. Ha decidido hacerlo por voluntad propia. ¿Cual es el motivo, Questor?

La sonrisa del mago era extrañamente plácida.

—Para que supieseis hasta donde llega mi confianza en vos, gran señor Ben Holiday. Los otros han hablado de su fe de forma elocuente y persuasiva, pero vos no parecíais dispuesto a escucharlos. Espero que esta confesión consiga haceros creer lo que ellos no han conseguido. Estoy seguro de que sois el rey que Landover ha estado esperando. Estoy seguro de que mi hermanastro lo teme. Parece muy preocupado por vuestra negativa a renunciar cuando tantos antes que vos lo hicieron en menos tiempo. Le preocupa que encontréis un modo de conservar el trono. Os tiene miedo, gran señor.

Sauce agarró con fuerza el brazo de Ben.

—Escúchale, Ben. Yo le creo.

Questor suspiró.

—Yo creía tener suficientes razones para hacer lo que mi hermanastro me pidió. No hubiera conseguido la posición de mago de la corte si hubiese rehusado. Era consciente de que nada podría hacer para ayudar a este país sin ocupar ese cargo. Creí que la ayuda que podía ofrecer como mago de la corte superaría cualquier daño que mis informes produjesen. Hace poco que empecé a sospechar el destino de los compradores del reino que renunciaban después. Ya era demasiado tarde para ayudarles… —Su voz se quebró—. Mi hermanastro hizo además otro trato conmigo, gran señor. Un trato que, me avergüenza admitirlo, no me atreví a rechazar. Sus libros de magia, los secretos de los conjuros adquiridos por los magos desde el amanecer de la tierra, están escondidos en el reino. Sólo él sabe dónde. No pudo llevárselos, y me los ha prometido. Cada vez que un rey fracasa, me da un poco de la magia para que pueda utilizarla. No hice nada por sus planes, gran señor, pero la necesidad de magia es algo irresistible. Poco a poco me proporciona retazos de conocimiento. Sé que nunca me dará los libros. Sé que me está utilizando. ¡Pero creo que tarde o temprano dirá una palabra de más o se le escapará algún secreto, y seré capaz de encontrar los libros y de usarlos para acabar con él!

El rostro de búho se contrajo el máximo, hasta que los pliegues llegaron al hueso.

—Dejé que me utilizara, gran señor, porque no veía otra salida. Mis intenciones siempre han sido buenas. Quiero que este país vuelva a ser lo que fue. Haría cualquier cosa por conseguirlo. ¡Amo este país más que a mi vida!

Ben le estudió en silencio, sumido en un conflicto de emociones. Sauce todavía agarraba su brazo, indicándole con la presión de los dedos su creencia en la sinceridad de Questor. Abernathy aún se mostraba receloso. Los kobolds estaban mudos a su lado y no pudo leer nada en sus oscuros rostros.

Volvió a mirar al mago. Su voz fue ruda.

—Questor, me sugirió más de una vez que podía usar el medallón para volver a mi mundo sin problemas.

—¡Era necesario que comprobase el alcance de vuestro compromiso, gran señor! —susurró el otro con firmeza—. ¡Era necesario que os ofreciera la posibilidad de elección!

—¿Y si hubiera decidido usar el medallón?

El silencio fue interminable.

—Me gustaría creer… que os hubiera detenido.

De repente aparecieron lágrimas en sus ojos. Ben leyó en ellos una mezcla de vergüenza y dolor.

—A mí también me gustaría creerlo, Questor —dijo suavemente.

Se detuvo un momento a pensar, después puso una mano sobre el hombro del mago.

—¿Cómo se comunica con Meeks, Questor? ¿Cómo habla con él?

Questor se tomó tiempo para serenarse. Tras eso, introdujo la mano en los pliegues de sus ropas y sacó algo. Ben lo observó. Era el cristal que llevaba cuando lo encontró por primera vez. Casi lo había olvidado. Lo había visto varias veces, pero nunca le había prestado atención.

—El cristal le pertenece a él, gran señor —explicó—. Me lo dio cuando abandonó Landover. Lo caliento en mis manos y su rostro aparece en su interior. Entonces puedo hablarle.

Ben examinó el cristal en silencio unos instantes, intentando traspasar sus facetas planas, observando el arco iris que brillaba en su interior. El cristal pendía de una cadena de plata, pasada por una anilla que había en uno de sus extremos.

Miró a Questor.

—¿Cuenta Meeks con otros medios de contactar con Landover?

El mago negó con la cabeza.

—Creo que no.

Ben sopesó el cristal.

—¿Tiene suficiente confianza en mí para renunciar al cristal, Questor? —le preguntó casi en su susurro.

—El cristal es suyo, gran señor —contestó el mago sin dudarlo.

Ben asintió y sonrió levemente. Le devolvió el cristal.

—Convoque a Meeks, por favor.

Questor dudó; después, puso el cristal entre las palmas de sus manos y las unió. Sauce, Abernathy y los kobolds se acercaron. Ben sintió que su corazón se aceleraba. No esperaba encontrarse con Meeks tan de inmediato, pero ahora que estaba a punto de ocurrir lo ansiaba con impaciencia.

Questor separó las manos con cuidado y aguantó el cristal por la cadena. Meeks miraba desde dentro, reflejando sorpresa en sus ojos astutos.

Ben se inclinó para que Meeks lo viera.

—Buenos días, señor Meeks —lo saludó—. ¿Cómo van las cosas en Nueva York?

El rostro arrugado de su oponente se oscureció por la furia, mientras le miraba con ojos maléficos. Ben nunca había visto un odio semejante.

—¿No le apetece charlar? —Ben esbozó su mejor sonrisa de abogado—. No podría culparle. Las cosas no le están saliendo demasiado bien, ¿verdad?

Meeks levantó su mano enguantada de negro y trató de decir algo.

—No, no se moleste en responder —lo cortó Ben—. Nada de lo que vaya a decir me interesa. Sólo quería que supiese una cosa. —Le quitó el cristal a Questor y lo sostuvo ante él. La sonrisa desapareció—. Sólo quería decirle que su carreta está a punto de quedarse sin ruedas.

Llevó el cristal hasta un grupo de rocas que sobresalían en la tierra de un montículo cercano y lo golpeó con violencia hasta hacerlo pedazos. Luego los aplastó contra la tierra con la suela de su bota.

—Adiós, señor Meeks —dijo con voz tranquila.

Se volvió. Sus compañeros estaban observándolo, agrupados en el mismo lugar donde antes se hallaban. Se encaminó hacia ellos lentamente, observado por todos.

—Espero no tener más noticias del señor Meeks —dijo—. Parece que volvemos al punto de partida.

—Gran señor, por favor, permitidme decir algo —pidió Questor. Estaba nervioso, pero controlado—. Gran señor, no podéis rendiros. —Dirigió una mirada humilde a los otros—. Quizás he perdido la confianza de todos por lo que he hecho. Quizás sea mejor que me aparte. Lo acepto. Pero vosotros, al menos, debéis continuar. Abernathy, Juanete, Chirivía y Sauce seguirán con vos. Ellos confían en vos y es lo adecuado. Tenéis la sabiduría, compasión, fuerza y valor que ellos reconocen. Pero tenéis algo más, gran señor Ben Holiday. Tenéis algo que ningún otro rey de Landover ha poseído durante muchos años, algo que un rey de Landover debe poseer. Tenéis determinación. Os negasteis a abandonar cuando cualquier otro hombre lo habría hecho. Un rey necesita esa cualidad por encima de todas.

Se detuvo. Su figura encorvada se irguió.

—No mentía cuando dije que mi hermanastro ha visto esa determinación en vos y está asustado. —Movió la cabeza afirmativamente—. No os rindáis ahora, gran señor. ¡Sed el rey que deseáis ser!

Terminó y esperó la respuesta de Ben. Éste miró a los otros. Los ojos de Sauce reflejaban su confianza, Abernathy parecía irónico y cauteloso a la vez, las caras de mono de Juanete y Chirivía mostraban la astucia de algún saber oculto. Cada rostro era como la máscara de un actor que estuviera interpretando una extraña obra de teatro. ¿Quiénes eran en realidad?, se preguntó. ¿Y quién era él?

De repente, sintió que toda una vida lo separaba de lo que había sido antes del viaje a aquel misterioso mundo. Ya no existían los rascacielos, ni los abogados, ni el sistema judicial de los Estados Unidos, ni las ciudades, ni los gobiernos, ni los códigos, ni las leyes. Todo había desaparecido. Sólo existía lo que nunca existió para él: dragones, brujas, criaturas fantásticas de todas clases, castillos y caballeros, doncellas y magos, magia y encantamientos. Comenzaba a vivir de nuevo con reglas nuevas. Había saltado al abismo y continuaba cayendo.

Sin implicaciones de su voluntad, empezó a sonreír.

—Questor, no tengo ninguna intención de rendirme. —La sonrisa se ensanchó—. ¿Cómo iba a rendirme después de un testimonio de fe tan elocuente? ¿Cómo iba a rendirme con el apoyo de unos amigos semejantes? —Sacudió la cabeza lentamente, tanto ante su locura como ante la de ellos—. No, la batalla continúa, y nosotros también.

Sauce sonrió. Los kobolds sisearon satisfechos. Questor pareció aliviado. Incluso Abernathy asintió complacido.

—Pero con una condición. —La sonrisa desapareció. Dio un paso adelante y apoyó una mano sobre el hombro de Questor—. Comenzamos juntos, y terminaremos juntos. Lo pasado, pasado está, Questor Thews. Le necesitamos a nuestro lado.

El mago lo miró con incredulidad.

—Gran señor, haría cualquier cosa que me pidieseis, pero…

Miró a los otros con timidez.

—Votemos —propuso Ben—. ¿Debe continuar Questor con nosotros? ¿Juanete? ¿Chirivía? —Los kobolds asintieron—. ¿Sauce? —La sílfide también asintió. Se detuvo y miró a Abernathy—. ¿Abernathy?

Éste lo miró en silencio sin hacer gesto de asentimiento o negación. Ben esperó. El amanuense parecía haberse convertido en una estatua de piedra.

—¿Abernathy? —repitió en voz baja.

El perro se encogió de hombros.

—Creo que sabe menos sobre la entereza de carácter que de magia, pero también creo que no pretendía hacer daño. Que continúe.

Ben sonrió.

—Bien dicho, Abernathy —comentó—. De nuevo somos un grupo unido. —Miró a Questor—. ¿Vendrá con nosotros?

Sofocado y esforzándose en sonreír, el mago asintió con entusiasmo.

—Sí, gran señor, iré.

Ben los observó de uno en uno, pensando que estaban locos, luego miró al cielo. El sol era un impreciso resplandor blanco visto a través de la niebla y las nubes, situado en el centro del cielo. Se aproximaba el mediodía.

—Entonces será mejor que nos vayamos —dijo.

Los dientes de Abernathy chasquearon.

—Umm… ¿Qué vayamos adonde, gran señor? —preguntó vacilante.

Ben se le acercó y puso sus manos sobre el lomo peludo del perro. Luego dirigió una mirada de complicidad a los otros.

—Adonde les dije a los trolls que íbamos, Abernathy. Donde deberíamos haber ido en primer lugar.

El amanuense clavó sus ojos en él.

—¿Adonde, gran señor?

Ben sonrió con solemnidad.

—A la Caída Profunda, Abernathy. A visitar a Belladona.