La mañana sucedió a la noche, como ocurre siempre, pero Ben se despertó cuestionándose la evidencia de que tenía que ser así. Estaba de mal humor, con los nervios tensos, después de haber tenido un sueño deprimente sobre la muerte y la futilidad personal. La gente se moría, moría a su alrededor, y él era impotente para salvarla. No había conocido a ninguno de aquellos seres en su vida, pero en el sueño parecían muy reales. Parecían amigos. No quería que muriesen, pero era incapaz de evitarlo. Había intentado despertarse para escapar de lo que ocurría, pero no lo logró. En su sueño existía esa sensación terrorífica de intemporalidad que se produce cuando el subconsciente sugiere que el despertar no llegará nunca, que la única realidad es el sueño. Cuando sus ojos se abrieron al fin vio que el alba se filtraba neblinosa y gris a través de las ventanas. El mundo de su sueño había sido neblinoso y gris, una penumbra en la que ni el día ni la noche se sucedían.
La perspectiva era demasiado tétrica para considerarla, y la apartó de su mente desarrollando una gran actividad. Se levantó, se lavó, se vistió, terminó de preparar sus cosas para el viaje al norte, se reunió con Questor, Abernathy, Juanete, Chirivía, Fillip y Sot en el desayuno, comió, revisó las provisiones en los animales de carga, ya al otro lado del lago, montó a Espoleta, y dio la orden de marcha. Se cuidó de no concederse tiempo para volver a pensar en el sueño. Ahora estaba casi olvidado, como un recuerdo que se desvanecía. El rey de Landover, seguido por los miembros de su corte y los gnomos nognomos, salía de su castillo una vez más.
Viajaron hacia el norte a través de la región de las colinas durante todo el día, atravesando pendientes boscosas, hondonadas y pequeños valles cubiertos de arbustos y orillas de lagos poblados de maleza. Pasaron al oeste del Prado y al este la Caída Profunda. El sol estaba velado por las nubes y la niebla, como una bola blanca que apenas expulsaba las sombras de la noche. La tierra que recorrían parecía desolada y enferma. Las hojas y los arbustos tenían tonos oscuros y manchas de marchitez. La hierba parecía mate y amarillenta como si se hubiese helado, y los árboles estaban llenos de hongos que succionaban su savia. La enfermedad de la tierra se agravaba y la vida huía de ella.
Al anochecer, Strabo pasó sobre el pequeño grupo. El dragón apareció por el oeste, como una enorme sombra alada más oscura que los cielos bajo los que volaba. Los gnomos nognomos lo vieron en el mismo momento y juntos descabalgaron del caballo que compartían y desaparecieron entre la maleza. El resto del grupo observó en silencio el paso del dragón hacia el este. Se precisaron quince minutos para que Ben y sus acompañantes convencieran a los gnomos para que saliesen de su escondite y continuaran el viaje.
Aquella noche acamparon en un valle pequeño resguardado por manzanos y abedules. La luz se convirtió pronto en penumbra y en ella comieron la cena. Nadie tenía mucho que decir. Todos estaban sumidos en sus propios pensamientos. Cuando terminaron se fueron a dormir.
Amaneció un día muy parecido al anterior: gris, neblinoso y desapacible. Bordearon el Prado hasta las estribaciones montañosas que ascendían al Melchor. Las nieblas del mundo de las hadas que rodeaban el valle se habían deslizado hasta las laderas de la montaña, formando una capa gris que lo oscurecía todo. Cabalgaron hacia ella. Al llegar el mediodía fueron engullidos por la niebla.
Juanete los guiaba con paso firme y estable, forzando su vista, más aguda que las de sus compañeros. Siguieron un camino salpicado de rocas que pronto se convirtió en sendero y después en una vereda estrecha y surcada. Los muros rocosos y las sombras los rodearon. Ya se encontraban en el Melchor. La luz comenzó a desvanecerse por la proximidad del crepúsculo, y eso los obligó a conducir los caballos a pie, puesto que la marcha se hizo lo bastante insegura para exponerlos al riesgo de una caída. Fillip y Sot se aferraban más el uno al otro a medida que avanzaban, murmurando entre sí, evidenciando su inquietud. Ben forzaba su mirada a través de la niebla y la oscuridad para ver lo que tenían delante.
Había un sentimiento creciente de desesperación en Ben Holiday. Durante todo el día se había esforzado por ignorarlo, pero persistía y por fin consiguió su atención. El viaje a las tierras de los trolls de la montaña para intentar que los gnomos nognomos fueran liberados era más importante de lo que deseaba admitir. Quizás fuera su última oportunidad. No había logrado nada positivo desde que aceptó su cargo en el reino. Si fracasaba también allí, con aquellos desdeñados y necesitados gnomos, ¿dónde podría ir? La noticia de su fracaso se extendería sin tardanza. Nadie volvería a solicitar su ayuda. Se convertiría en el rey de comedia que decía el barón Kallendbor.
La noche se asentó. El camino se hizo más incierto y tuvieron que seguir más despacio. Sonaban truenos a lo lejos, un sordo retumbo acompañado del rápido destello de algún relámpago. Un resplandor rojizo y difuso comenzó a teñir la oscuridad. Ben lo observó con atención. Los truenos adquirieron nuevos tonos, ya no eran los sonidos de una tormenta que se aproximaba sino algo más.
Juanete les indicó que se detuvieran, intercambió unas palabras con Questor, y el mago se volvió hacia Ben. El resplandor rojizo procedía del fuego de los hornos de los trolls. Los truenos y relámpagos eran los ruidos de los fuelles en funcionamiento y los destellos del metal que se fraguaba.
Ben le indicó a Abernathy que desplegara la bandera del rey y la enarbolase ante ellos. El grupo siguió avanzando.
Minutos después, alcanzaban la cima de un risco. La estrecha vereda se ensanchó al terminar el desfiladero y se encontraron en la entrada del infierno. Al menos eso le pareció a Ben. El infierno era un valle rodeado por altísimos picos rocosos que desaparecían en un techo de niebla y oscuridad. Los fuegos ardían por todas partes. En enormes hornos de roca, donde ésta estaba tan caliente que fulguraba; en marmitas de hierro, donde el metal fundido borboteaba y humeaba; en fosos excavados en la roca y en la tierra, donde las llamas lamían los residuos y el combustible; y en cazoletas con soportes de hierro destinadas a iluminar el perímetro del valle para propiciar la vigilancia. Los fuegos desprendían un resplandor carmesí que lo bañaba todo. Por mitad del valle serpenteaba un río estrecho, con aguas color de sangre. Las sombras fluctuaban, proyectadas por las llamas contra la piedra, como si fueran seres encadenados a las rocas. Entre los fuegos había casas bajas, construidas con bloques de piedra y tejas. Cerca de ellas, se hallaban los corrales. Estaban hechos de estacas de hierro y alambres, y destinados a guardar seres vivos, animales y también humanos. El que estaba en el centro albergaba un grupo de unos cincuenta gnomos, andrajosos, de aspecto aterrorizado, con sus caras de hurones enterradas en cuencos de comida y cubos de agua. También había gnomos fuera del corral, ocupados en alimentar los fuegos. Sus espaldas estaban encorvadas, sus cabezas bajas y sus cuerpos peludos chamuscados y ennegrecidos. Acarreaban el combustible, alimentaban a los hornos con metal en bruto y fraguaban los metales fundidos. Eran los condenados de la tierra enviados a su castigo eterno.
Los trolls estaban allí para encargarse de que el castigo fuese aplicado adecuadamente. Había cientos de ellos, oscuros, deformes, caminando con torpeza por el valle de un fuego a otro; algunos ocupados en un trabajo concreto, otros en dirigir su desarrollo. Los trolls eran seres hoscos, de robustos miembros, con rostros impasibles y casi carentes de facciones, con cuerpos musculosos y desproporcionados. Sus extremidades eran largas y gruesas, más fuertes que sus cuerpos delgados. Tenían los torsos inclinados y los hombros demasiado anchos para los ligamentos y tendones que los unían, las cabezas oblongas y hundidas en sus pechos cubiertos de pelo. Su piel tenía el aspecto de las tostadas quemadas, una apariencia irregular. Los pies nudosos y aplastados se agarraban a la roca y a la tierra con la seguridad de las pezuñas de una cabra montesa.
Ben sintió que el aire salía de sus pulmones como si fuese succionado por los fuegos. A pesar del calor sofocante, sintió frío. Las cabezas giraban hacia ellos y los cuerpos deformes se acercaban. El pequeño grupo ya había sido visto.
—Desmontad —ordenó Ben en voz baja.
Se bajó del caballo, y también lo hicieron Questor y Abernathy. Chirivía se adelantó para unirse a Juanete y los dos sisearon en advertencia a los trolls, enseñando los dientes blancos bajo la luz de los fuegos. Fillip y Sot se escondieron detrás de Ben, apretándose contra sus piernas.
Frente a ellos, a pocos metros, se habían reunido unas docenas de trolls. Figuras grotescas con ojos amarillos y actitud inequívocamente hostil. De uno de los fosos de residuos, situado a sus espaldas, se elevó un surtidor de fuego, que explotó con gran estrépito. Ni una cabeza se volvió.
—Enséñales la bandera —ordenó Ben a Abernathy.
El amanuense dejó caer la bandera en ángulo de modo que su escudo quedara visible. Los trolls la miraron sin interés. Ben esperó un momento, desvió un instante los ojos hacia Questor y se adelantó.
—¡Soy Ben Holiday, gran señor de Landover! —gritó. Su voz reverberó en los muros de roca y se extinguió—. ¿Quién es vuestro jefe?
Los trolls lo observaron, pero ninguno se movió. Había un jefe en aquella tribu. Ben lo sabía por los informes de Questor.
—¿Quién habla en vuestro nombre? —preguntó con voz firme e imperiosa.
Un nuevo troll llegó al grupo, y éste se dividió para dejarle paso. Era una criatura tan tosca como las otras, pero lucía un collar de plata. Habló con rapidez en una lengua que Ben no reconoció.
—Quiere saber qué estamos haciendo aquí, gran señor —tradujo Questor—. Parece irritado.
—¿Entiende lo que digo?
—No lo sé, gran señor, pero es posible.
—Háblele en su lengua, Questor. Dígale otra vez quién soy. Dígale que como no acudió a la coronación cuando se le convocó, he decidido venir a verlo y que ahora debe darme su promesa de lealtad.
—Gran señor, no creo que…
La expresión de Ben era dura.
—¡Dígaselo, Questor!
Questor cambió unas palabras con el troll, y se produjo un rumor de descontento en las filas de los reunidos. El troll alzó un brazo y el rumor cesó. Luego volvió a hablarle a Questor.
El mago se volvió hacia Ben.
—Dice que no sabe nada de coronación alguna, que no hay rey en Landover y no lo ha habido desde que murió el viejo rey. Dice que no prometerá lealtad a nadie.
—Maravilloso. —Ben mantuvo sus ojos sobre el jefe.
Sacó el medallón de debajo de su túnica y lo sostuvo de modo que pudiera ser visto. Hubo un murmullo de reconocimiento. Los trolls se miraron entre sí y retrocedieron con torpeza.
—Dígales que domino la magia, Questor —ordenó—. Y que estoy dispuesto a hacerles una demostración si es necesario.
El rostro de búho se tensó, y después reflejó duda.
—Hágalo, Questor —insistió en voz baja.
El mago volvió a hablar. Los trolls murmuraron entre sí, inquietos. El jefe parecía confuso. Ben esperó. El calor de los fuegos lo alcanzaba y el sudor empapaba sus ropas. Sentía las caras de los gnomos nognomos pegadas a sus piernas y espiando a los trolls. Los segundos transcurrían sin que nada ocurriese. Si no hacía algo de inmediato, perdería la pequeña ventaja que había conseguido.
—Questor, dígale otra vez que debe prometer lealtad al trono. Dígale que debe entregarme, como muestra de buena fe, a los gnomos nognomos que tiene prisioneros para que me sirvan. Dígale que debe hacerlo ahora, que no tengo tiempo que perder, que me espera la bruja de la Caída Profunda. Dígale que no me desafíe.
—¡Gran señor! —exclamó Questor con incredulidad.
—¡Dígaselo!
—Pero, ¿y si le desafiais y mi magia falla?
—¡Pues correremos la misma suerte que los gnomos, maldita sea!
El rostro de Ben estaba sofocado y furioso.
—¡Sed cauto, gran señor! —le avisó Abernathy, asomando su morro de repente.
—¡Al demonio con la cautela! —Ben se giró con brusquedad—. ¡Con fanfarronadas o sin ellas, tenemos que intentar algo…!
Abernathy le interrumpió con un siseo de advertencia.
—Gran señor, creo que entiende lo que decís.
Ben se quedó paralizado. El jefe lo estaba observando, sus ojos amarillos mostraron astucia de repente. Lo había entendido todo. Ben lo supo al instante. El troll dio una orden a los que estaban detrás, y éstos empezaron a desplegarse para rodear al pequeño grupo.
—Use la magia, Questor —susurró Ben.
El rostro del mago estaba gris a causa de la incertidumbre y el miedo.
—¡Gran señor, no sé si podré!
—¡Si no lo hace, tendremos grandes problemas! —Ben mantuvo sus ojos fijos en Questor—. ¡Úsela!
El mago titubeó. Su alta figura, con los colores del arco iris en sus ropas, parecía una estatua sobre el fondo de los fuegos y la noche. Entonces, se volvió de repente, hacia los trolls, levantando los brazos. Ellos gritaron. Los brazos de Questor giraron como aspas de molino, las palabras salieron a borbotones de su garganta y el aire se llenó de luces.
Comenzaron a llover flores
Caían desde no se sabe dónde rosas, peonías, violetas, lilas, margaritas, crisantemos, orquídeas, lirios y todas las demás clases de flores que crecen bajo el sol. Descendían sobre ellos y sobre los trolls en grandes cantidades, los golpeaban y caían al suelo.
Era difícil saber quién estaba más sorprendido. Era evidente que todos esperaban algo distinto, incluido Questor, que hizo un gran esfuerzo para recobrarse después de la primera impresión, elevando los brazos por segunda vez para un nuevo intento con la magia. Fue demasiado lento. Los trolls de la montaña ya habían reaccionado. Se lanzaron sobre los miembros del pequeño grupo en un ataque por sorpresa. Parecían enormes. Ben gritó para prevenir a sus acompañantes. Vio a los kobolds, oyó sus siseos, oyó dentellar a Abernathy, sintió que los gnomos Fillip y Sot se aferraban a él para protegerse, y olió la mezcla de cenizas y humo.
Entonces, los trolls cayeron sobre él. Fue golpeado, derribado por la fuerza de la embestida. Su cabeza chocó contra la tierra dura y el aire frente a él explotó en una luz cegadora. Después, no hubo más que oscuridad.
Se despertó como un prisionero en el infierno de Dante. Estaba encadenado a un poste en el corral central, con gruesos grilletes cerrados alrededor de las muñecas y tobillos. Se hallaba sentado, apoyado en el poste y, a través de una bruma de humo, lo miraban con curiosidad docenas de gnomos peludos. Su cabeza latía y su cuerpo estaba bañado en sudor y suciedad. El hedor de los hornos y los fosos de residuos llenaba el aire, provocándole náuseas. Los fuegos ardían a todo alrededor, y sus luces carmesíes cubrían como un manto la roca y el valle.
Ben parpadeó y giró la cabeza lentamente. Questor y Abernathy estaban encadenados a otros postes cercanos, despiertos y conversando en susurros. Los kobolds tenían las manos y los pies atados con cadenas y unidos a argollas de hierro fijadas al suelo de piedra. Ninguno de los dos parecía consciente. Los trolls patrullaban. Sus figuras deformes eran poco más que sombras vagando silenciosamente en la noche.
—¿Estáis despierto, gran señor?
—¿Os encontráis bien, gran señor?
Fillip y Sot asomaron las cabezas sobre el mar de caras que los espiaban. Los ojos de hurón le miraron con solicitud. En aquel instante, el mayor deseo de Ben era estrangularlos. Se sentía como un trofeo exhibido en el zoológico. Se sentía como un bicho raro. Y, sobre todo, se sentía fracasado. Todo a causa de ellos. Estaba allí por ellos. ¡Todo había ocurrido por ellos!
Pero eso no era cierto, y él lo sabía. Estaba allí por decisión propia, porque lo había querido.
—¿Os encontráis bien, gran señor? —preguntó Fillip.
—¿Podéis oírnos, gran señor? —preguntó Sot.
Ben calmó su furia mal dirigida.
—Puedo oíros. Estoy bien. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—No mucho, gran señor —dijo Fillip.
—No más de unos minutos —dijo Sot.
—Nos capturaron a todos —dijo Fillip.
—Nadie escapó —dijo Fillip.
—Nadie —repitió Sot.
Decidme algo que no sepa, pensó Ben con amargura. Miró a su alrededor. Estaban encerrados por verjas de alambre espinoso de un metro ochenta de altura. Las puertas eran de madera, muy gruesas, y estaban aseguradas con cadenas. Dio un tirón experimental a las que sujetaban sus muñecas y tobillos. Eran firmes, tanto en sus eslabones como en su unión con las argollas. Escapar no iba a ser fácil.
¿Escapar? Se rió mentalmente. ¿En qué demonios estaba pensando? ¿Cómo iba a escapar de aquel lugar?
—¡Gran señor! —Se volvió al oír su tratamiento. Questor se había dado cuenta de que estaba despierto—. ¿Os halláis herido, gran señor?
Negó con la cabeza.
—¿Cómo están usted y Abernathy? ¿Y los kobolds?
—Bien, creo. —El rostro de búho parecía negro a causa del hollín—. Juanete y Chirivía se llevaron la peor parte, me temo. Lucharon con fiereza para defenderos. Hizo falta más de una docena de trolls para controlarlos.
Los kobolds se agitaron de pronto en sus cadenas, como para corroborar la afirmación del mago. Los ojos de Ben se fijaron en ellos durante un momento; después, volvieron a Questor.
—¿Qué nos harán? —preguntó.
Questor negó con la cabeza.
—No lo sé. Nada agradable, supongo.
Ben pudo imaginárselo.
—¿Puede usar la magia para liberarnos? —preguntó.
Questor movió la cabeza con más energía.
—La magia no funciona estando mis manos encadenadas. No tiene poder cuando el hierro me sujeta. —Dudó un momento—. Gran señor, siento haber fracasado. Traté de hacer lo que me pedisteis. Invoqué a la magia para que nos ayudase. No respondió. Parece que… no puedo dominarla… como me gustaría.
Se interrumpió con la voz quebrada.
—No es culpa suya —dijo Ben—. Yo soy el causante de lo ocurrido, no usted.
—¡Pero yo soy el mago de la corte! —insistió Questor con vehemencia—. ¡Debí haber sido capaz de usar la magia para impedir que actuara ese puñado de trolls!
—¡Y yo debí haber tenido la suficiente inteligencia para hacer lo mismo! Pero, al parecer, en esta ocasión ambos nos hemos quedado un poco cortos, así que olvídelo, Questor. Olvide todo lo pasado. ¡Concéntrese en encontrar un modo de salir de este corral!
Questor Thews se echó hacia atrás, deprimido. Parecía muy afectado por la situación y ya no era el guía seguro que había conducido a Ben. Tampoco Abernathy dio una respuesta. Ben apartó la vista de ellos.
Fillip y Sot se acercaron un poco.
—Tengo sed —dijo Fillip.
—Tengo hambre —dijo Sot.
—¿Cuándo podremos marcharnos de aquí, gran señor? —preguntó Fillip.
—¿Cuándo? —preguntó Sot.
Ben los miró con incredulidad. ¿Quizás en la próxima década de nunca jamás? ¿Quizás el día del juicio? ¿Creían de veras que iban a salir de allí? Estuvo a punto de echarse a reír. Aparentemente lo creían.
—Dejadme que lo piense —les pidió y sonrió con valor.
Les dio la espalda y contempló el interior del corral. Se descubrió deseando haber llevado consigo alguna arma de su mundo. ¿Un bazoka? ¿Un tanque pequeño? La amargura aumentó en él. Ése era el problema que conllevaba mirar hacia atrás: daba una visión perfecta de lo que se debía haber hecho cuando ya era demasiado tarde. Al tomar la decisión de ir a Landover, no se le pasó por la cabeza que necesitaría un arma. No se le ocurrió que podría encontrarse en una situación semejante.
De repente se preguntó por qué el Paladín no había aparecido cuando le atacaron los trolls. Fantasma o no, siempre había hecho acto de presencia cada vez que se encontraba en peligro. Hubiese celebrado verlo también en esta ocasión. Analizó el asunto durante un momento antes de llegar a la conclusión de que la única diferencia entre la presente y las anteriores ocasiones era que en ésta no había pensado en el medallón. Pero eso parecía una conexión muy débil. Después de todo, había tratado de convocar al Paladín cuando probó el poder del medallón, y no había ocurrido absolutamente nada.
Se recostó contra el poste. El latido de la cabeza comenzaba a debilitarse. El infierno no era tan malo como lo había sido cinco minutos antes. Entonces le había parecido insoportable, ahora casi se podía aguantar. Reflexionó durante un momento sobre su vida, repasó todas las cosas malas que le habían sucedido para compararlas con su situación actual. La comparación no era imposible. Se acordó de Annie, y se preguntó qué diría si lo viese así. Era probable que ella se hubiera desenvuelto mejor en unas circunstancias como aquéllas; siempre había sido más flexible, más adaptable.
Las lágrimas asomaron a sus ojos. Habían compartido muchas cosas. Había sido su única verdadera amiga. ¡Cómo deseaba verla aunque sólo fuera una vez más!
Se secó disimuladamente los ojos y se enderezó. Trató de pensar en Miles, pero sólo pudo evocarlo repitiendo «te lo dije» una y otra vez. Pensó sobre su decisión de trasladarse a Landover, al reino de cuento de hadas cuya existencia era imposible. Pensó sobre el mundo que había dejado atrás, en todas las comodidades e irritaciones que no volvería a experimentar. Comenzó a catalogar los deseos y sueños que jamás vería cumplidos.
Entonces se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Estaba rindiéndose. Se comportaba como si fuese a morir.
Sintió vergüenza. La fuerza de voluntad que lo había impulsado en tantas luchas se reforzó de nuevo. No se rendiría. Ganaría también esta batalla.
Lo que necesitaba era saber cómo.
Las dos caras de hurón se pusieron de nuevo a la vista.
—¿Habéis tenido ya tiempo suficiente para pensar, gran señor? —preguntó Fillip.
—¿Habéis decidido ya cuándo nos marchamos, gran señor? —preguntó Sot.
Ben suspiró.
—Estoy en ello —les aseguró.
Las horas transcurrieron. La medianoche pasó, y los trolls de la montaña comenzaron a retirarse a descansar. Varios se quedaron de servicio para cuidar los hornos y los fuegos, pero los restantes desaparecieron en sus cabañas de piedra.
Questor y Abernathy se durmieron. La mayoría de los gnomos nognomos los imitaron. Fillip y Sot se acurrucaron a sus pies. Sólo los kobolds acompañaron a Ben en su vigilia. Se tumbaron de costado, incapaces de permanecer sentados, con sus estrechos ojos agudos fijos en él, mostrando sus dientes blancos en las sonrisas exasperantes que les eran propias. Ben les sonrió una o dos veces. Eran unas criaturas tenaces. Los admiró y lamentó haberlos metido en ese lío. Lo lamentó por todos.
Casi había amanecido cuando sintió que una mano le rozaba la cara. La niebla y el humo cubrían el valle. Las sombras proyectadas por los fuegos se perseguían unas a otras a través de la bruma, como fantasmas rojos y negros. El aire estaba helado. Las hogueras con llamas bajas.
—Ben.
Se dio la vuelta y vio a Sauce. Estaba agachada frente a él, a un lado del poste. Un deteriorado vestido de color terroso ocultaba su cuerpo frágil y un capucha ensombrecía su rostro y su cabello. Parpadeó con incredulidad, suponiéndola parte de algún sueño.
—Ben —repitió, y sus ojos verdemar lo contemplaron bajo la capucha—. ¿Estás bien?
Él asintió mecánicamente. Era real.
—¿Cómo me has encontrado? —susurró.
—Te seguí —respondió ella, acercándose más. Su cara estaba a unos centímetros de la suya, las sombras se apartaron de sus rasgos exquisitos. Estaba muy hermosa—. Te dije que te pertenecía, Ben. ¿No me creíste?
—No era una cuestión de creer, Sauce —trató de explicarle—. No puedes pertenecerme. Nadie puede.
Ella movió la cabeza con determinación.
—Hace tiempo que decidí que así sería, Ben. ¿Por qué no puedes entenderlo?
Sintió que le invadía un sentimiento de impotencia. La recordó en las aguas del Irrylyn, la recordó convirtiéndose en árbol entre los pinos. Lo atraía y repelía al mismo tiempo, y no podía separar los sentimientos mezclados.
—¿Por qué estás aquí? —le preguntó.
—Para liberarte —respondió ella. Sacó de debajo de su capa una argolla con llaves de hierro—. Debiste haberme pedido a mi padre, Ben. Él te habría dado permiso si lo hubieras solicitado. Pero no lo hiciste, y por eso me vi obligada a marcharme por decisión propia. Ahora no puedo volver.
—¿Qué quieres decir con que no puedes volver?
Ella comenzó a probar las llaves en las cerraduras de los grilletes, tratando de hacerlas girar.
—Está prohibido para todo aquel que abandona la región de los lagos sin el permiso de mi padre. El castigo es el exilio.
—¿Exilio? ¡Pero si eres su hija!
—Ya no, Ben.
—¡Entonces no debiste salir de allí, maldita sea! ¡No debiste marcharte si conocías las consecuencias!
La mirada de ella era firme.
—No tuve elección.
La tercera llave encajó y los grilletes se abrieron, liberándolo. Ben miró a la sílfide con rabia y frustración, y luego con desesperanza. Ella se apartó deslizándose hacia Questor, Abernathy y los kobolds. Fue soltándolos uno a uno. La luz del día comenzaba a extenderse por el este del cielo, sobre las montañas. Los trolls no tardarían en despertar.
Sauce volvió a acercarse.
—Tenemos que irnos, Ben.
—¿Cómo entraste aquí sin ser vista? —preguntó.
—Nadie puede ver a los habitantes de la región de los lagos si ellos no lo desean. Entré en el valle pasada la medianoche y le robé las llaves a un vigilante. Las puertas estaban abiertas. Pero tenemos que marcharnos ya; el engaño será descubierto.
Le tendió el enorme llavero y él lo cogió. Sus dedos se rozaron. Ben vaciló, pensando de repente en lo que la sílfide había arriesgado. Debió de haber seguido sus pasos desde que abandonó la región de los lagos. Debió de estar espiándolo desde entonces.
Impulsivamente extendió sus brazos y la rodeó.
—Gracias, Sauce —susurró.
Ella correspondió a su abrazo, con una calidez que le quemó.
—¡Gran señor!
Questor le tiraba de la túnica con premura.
Soltó a Sauce y miró a su alrededor, alertado. Los gnomos nognomos se agitaban en su sueño, frotándose los ojos y estirando sus miembros peludos. Algunos estaban ya despiertos.
—¿Ha llegado el momento de irnos, gran señor? —preguntó Fillip, levantándose medio dormido.
—¿Ha llegado el momento, gran señor? —repitió Sot, levantándose también.
Ben los miró, recordando la razón que le había llevado allí. Abernathy se acercó.
—Gran señor, será bastante difícil para nosotros cinco escabullimos sin ser vistos. ¡No podemos pretender que nos acompañen todos esos gnomos!
Miró a su alrededor una vez más. La niebla y el humo comenzaban a disiparse. El cielo se aclaraba. Había señales de vida en varias cabañas de piedra. Todo el pueblo estaría despierto en pocos minutos.
Contempló las ansiosas caras de Fillip y Sot.
—Nos vamos todos —dijo con serenidad.
—¡Gran señor…! —empezó a protestar Abernathy.
—¡Questor! —llamó Ben en voz baja, ignorando al amanuense. Questor se acercó—. Necesitamos despistarlos.
El mago palideció, a la vez que su rostro de búho se contorsionaba.
—Gran señor, ya os he fallado una vez…
—Entonces no vuelva a fallar —le cortó Ben—. Necesitamos despistarlos en cuanto lleguemos a las puertas del corral. Haga algo para distraer a los trolls. Haga explotar uno de los hornos o que caiga una montaña sobre ellos. Cualquier cosa… ¡pero haga algo!
Cogió a Sauce del brazo y comenzó a cruzar el recinto. Juanete y Chirivía los adelantaron al momento para despejar su camino, avanzando cautelosamente en la penumbra. Las figuras peludas de rostro de hurón se agruparon detrás de ellos.
Vio que una figura delgada y deforme se aproximaba a las puertas.
—¡Juanete! —avisó con un susurro.
El kobold atravesó las puertas en un momento y sacó las cadenas de sus anillas. Cogió por sorpresa al troll, antes de que éste supiese qué estaba ocurriendo, y lo silenció.
Ben y Sauce salieron corriendo, con Questor y Abernathy pisándoles los talones. Los gnomos nognomos les siguieron. Voces de alarma rompieron la tranquilidad reinante segundos después, gritos agudos que interrumpieron el sueño de los trolls de la montaña. Salieron de sus casas tropezando y gruñendo. Los gnomos se dispersaron. Sus figuras rechonchas se movían con mucha más rapidez de lo que pudiera imaginarse. Ben se detuvo. Había trolls por todas partes.
—¡Questor! —gritó frenéticamente.
Sobre sus cabezas explotó una intensa luz blanca, y apareció Strabo. El dragón volaba sobre el valle lanzando fuego por doquier. Los trolls huyeron alocados en busca de refugio, y los gnomos nognomos gritaron de terror. Ben contempló la escena con incredulidad. ¿De dónde había salido el dragón?
Entonces vio a Questor, cuyos brazos giraban a toda velocidad mientras él retrocedía dando traspiés. En ese mismo instante se dio cuenta de que Strabo tenía sólo una pata, de que sus alas no estaban centradas adecuadamente en su cuerpo de tonel, de que había unos extraños grupos de plumas alrededor de su cuello y de que el fuego que lanzaba a la tierra no prendía en nada. El dragón era falso. Questor había logrado lo que se proponía.
Sauce también se dio cuenta. Lo cogió del brazo y juntos recorrieron apresuradamente a la inversa el camino que los había conducido allí la noche anterior. Los demás les siguieron. Questor cerrando filas. El dragón ilusorio empezaba ya a desintegrarse, perdiendo partes de su cuerpo mientras volaba de acá para allá sobre los atónitos trolls. Ben y sus compañeros continuaban su carrera a través de la niebla. Dos veces fueron interceptados, pero Juanete eliminó a los atacantes con una rapidez asombrosa. Llegaron al desfiladero en pocos minutos. El camino se despejó ante ellos.
Ben se arriesgó a mirar hacia atrás por última vez. El dragón se había destrozado por completo, los pedazos de magia caían en la niebla y el humo como un puzzle roto. Los trolls permanecían en un estado de completa confusión.
El pequeño grupo corrió entre las sombras del desfiladero, y los trolls, los fuegos, el valle y la locura quedaron tras ellos.