GNOMOS NOGNOMOS

Salieron de Elderew a la mañana siguiente, poco después de que amaneciera. La niebla colgaba sobre la región de los lagos como un velo, y el aire de la madrugada era húmedo y tranquilo. El día parecía adecuado para que los fantasmas y los duendes cobraran vida. El Amo del Río acudió a despedirlos, y no parecía ninguna de las dos cosas. Questor lo había llamado y se presentó. No podía haber dormido, porque la fiesta acababa de terminar, pero parecía descansado y vivaz. Ben le dio las gracias en nombre del grupo por la hospitalidad que les habían dispensado, y el Amo del Río, con su rostro granuloso y cincelado tan inexpresivo como una piedra plana, hizo una breve reverencia de reconocimiento. Ben miró a su alrededor varias veces buscando a Sauce, pero no la vio. Volvió a considerar su petición de que se le permitiese acompañarlo a Plata Fina. Una parte de él lo deseaba, la otra parte no podía permitirlo. La indecisión cedió paso a la espera de la oportunidad, pero el tiempo se acabó y él se fue sin haber tratado del asunto con su padre.

Cabalgaron en dirección norte durante el resto del día, abandonando la región de los lagos y sus nieblas para entrar en las grandes extensiones grises del extremo occidental del Prado y, desde allí, a las colinas arboladas que rodeaban Plata Fina. La luz del sol apenas se filtraba por el cielo nublado que los cubrió durante todo el viaje de vuelta, y en el aire se captaba el olor de la lluvia. Al anochecer desembarcaron del deslizador del lago y recorrieron a pie los escasos metros que los separaban de las puertas del castillo. Entonces, empezó a llover.

Llovió durante toda la noche, de forma fuerte y continua, aislándolo del mundo situado más allá de las paredes que los acogían. Para Ben, eso fue bueno. Sacó la botella de Glenlivet que había guardado en espera de una ocasión especial, reunió a Questor, Abernathy y los dos kobolds en la mesa del comedor, para que la compartieran con él. Los cuatro bebieron con lentitud sus vasos mientras él acababa con la botella. Les habló de la vida en su mundo, de Chicago y su gente, de sus amigos y su familia; de multitud de cosas ajenas a Landover. Le respondieron amablemente, pero después fue incapaz de recordarlo y, en realidad, no le importó. Cuando el whisky llegó a su fin y los temas de conversación se agotaron, se levantó y se fue a la cama tambaleándose.

Questor y Abernathy estaban en su dormitorio cuando se despertó al día siguiente. Se sentía muy mal y la lluvia continuaba cayendo.

—Buenos días, gran señor —le saludaron al unísono, con expresión sombría. Tenían el aspecto de los portaféretros en un funeral.

—Volved cuando me haya muerto —les ordenó, se dio la vuelta y volvió a dormirse.

Se despertó por segunda vez a mediodía. No había nadie en su habitación. La lluvia había cesado, y el sol enviaba débiles rayos de luz hacia la tierra a través de un velo de niebla. Se incorporó hasta quedar sentado, mirando al infinito. Su cabeza latía y tenía mal sabor de boca. Estaba tan enfadado consigo mismo que le costó trabajo abstenerse de gritar.

Se lavó, vistió y bajó las escaleras del castillo hacia el gran salón. Se tomó tiempo, observando los muros de piedra, los adornos de plata deslustrada, los tapices y las colgaduras descoloridas. Sintió que el calor del castillo lo alcanzaba, como la caricia confortadora de una madre. Hacía tiempo que no sentía algo semejante. Sus manos rozaron la piedra en correspondencia.

Questor, Abernathy y los kobolds estaban en el gran salón ocupados en distintas tareas. Todos levantaron la vista a su llegada. Avanzó hacia ellos y se detuvo.

—Siento lo de anoche —se disculpó de inmediato—. Supongo que tenía necesidad de desahogarme. Espero que todos hayan descansado bien, porque tenemos mucho trabajo por delante.

Questor miró a los otros y después de nuevo a Ben.

—¿Dónde vamos ahora, gran señor? —preguntó.

Ben sonrió.

—A la escuela, Questor.

Las clases comenzaron aquella misma tarde. Ben era el alumno; Questor, Abernathy, Juanete y Chirivía los maestros. Ben lo había meditado con detenimiento, en su mayor parte de forma intermitente mientras se sucedían las diversas etapas de embriaguez y pesadumbre, pero con detenimiento. Había pasado la mayor parte del tiempo desde su llegada a Landover corriendo de un lado para otro sin objetivo. Questor podía afirmar que las visitas al Prado y a Elderew habían sido provechosas, y quizás lo fueron, pero en verdad había estado dando palos de ciego. Era un extranjero en una tierra cuya existencia parecía imposible. Intentaba gobernar regiones que nunca había visto. Intentaba pactar con gobernantes y líderes de los que nada sabía. Por muy competente, trabajador y bien intencionado que fuese, no podía esperar asimilar todo aquello con tanta rapidez como intentaba. Había lecciones que aprender, y ya era hora de que las aprendiera.

Comenzó por Plata Fina. Dedicó el resto de la tarde a recorrer el castillo desde los sótanos a las torres, acompañado de Questor y Abernathy. Pidió al amanuense que le relatara la historia del castillo y de sus reyes desde la época más remota de que tuviera noticia. Pidió al mago que llenase las lagunas que advirtiera. Aprendió todo lo que pudo de los acontecimientos acaecidos en aquellos corredores y cámaras, torres y parapetos, jardines y lagos. Usó la vista, el oído y tacto para absorber su vida, y se compenetró con el castillo.

Aquella noche cenó tarde en el salón y pasó la hora de la cena y las dos horas que la siguieron con Chirivía, aprendiendo a reconocer lo consumible y lo venenoso que había en el valle. Questor se quedó con ellos, traduciendo lo que Chirivía explicaba.

Al día siguiente utilizó la Landvista. Questor lo acompañó las primeras veces, atravesando el valle de un extremo a otro, estudiando la geografía, las provincias, los pueblos, las fortalezas y los castillos, y a la gente que los habitaba. A media tarde, habiendo logrado familiarizarse un poco con la magia y aprendido a ampliar el vasto alcance de la Landvista de acuerdo con sus necesidades, viajó solo y repasó mentalmente la información proporcionada por el mago.

A partir de entonces, hizo uso de la Landvista todos los días centrando ahora su atención en la historia del valle, enlazando acontecimientos con lugares y gentes. Questor actuaba de profesor una vez más, y demostró una paciencia infinita. Era difícil para Ben asociar datos y fechas a lugares y cosas de los que tenía tan poca información previa. Questor tuvo que repetir las lecciones una y otra vez. Pero Ben tenía buena memoria y estaba decidido a aprender. Al final de la primera semana de clases, tenía unos conocimientos aceptables sobre Landover.

También realizó excursiones por los alrededores de Plata Fina, paseos a pie, sin intervención de la magia. Juanete fue su guía y mentor en estos paseos. El kobold le condujo desde el valle a los bosques y montañas que rodeaban el castillo para estudiar in situ las formas de vida que poblaban la zona. Siguieron las huellas de un lobo montés, persiguieron hasta su guarida a una criatura cavernícola y descubrieron un par de wumps de pantano. Desenterraron ratas de túnel, serpientes y reptiles de distintas formas, acorralaron a gatos de diversas variedades y espiaron a distancia los nidos enclavados en las rocas de las aves de rapiña.

Estudiaron la flora. Questor los acompañó en las primeras salidas como intérprete. En las siguientes, prescindieron de él. Ben y Juanete descubrieron que podían comunicarse bastante bien sin ayuda.

Diez días después, Ben usó la Landvista para buscar a Strabo. Fue solo. Pretendía medir sus progresos en el aprendizaje del control de la magia. Primero pensó en buscar a Sauce, pero habría sido como si estuviese espiándola y no le pareció bien. Por tanto, eligió al dragón. Éste le aterrorizaba, y quería saber cómo podía manejar ese miedo. Estuvo explorando la mayor parte del día hasta encontrar al dragón ocupado en devorar media docena de reses al norte del Prado, royendo y mascando los cadáveres. El dragón pareció sentir su presencia cuando estuvo a unos diez metros de distancia. El hocico escamoso se levantó y se abrió, mordiendo con sus dientes ennegrecidos y afilados el aire que los separaba. Ben resistió cinco largos segundos y luego se alejó rápidamente, satisfecho.

Deseaba hacer una incursión sin compañía por los bosques que rodeaban Plata Fina para comprobar lo que había aprendiendo de Juanete, pero Questor se opuso. Al fin, acordaron un paseo diurno en el que Juanete le seguiría sin intervenir a menos que fuese amenazado. Salió al amanecer para regresar a la caída de la tarde, y no vio a Juanete ni una sola vez. Tampoco vio a la criatura cavernícola ni a la víbora arbórea que el kobold mató cuando lo rondaban para convertirlo en su almuerzo. Se consoló pensando que, aunque no había visto a ninguna de las dos, sí había visto y eludido a varios wumps de pantano, lobos, reptiles y un gato enorme que también lo habrían convertido en su almuerzo con la misma rapidez.

Pasadas dos semanas, podía recitar de memoria la historia reciente, las demarcaciones geográficas, las plantas comestibles y las venenosas, las criaturas que habitaban en el valle, el funcionamiento del orden social que regía las principales razas, y las reglas que cualquier manual de supervivencia básica en Landover debía incluir. Siguió trabajando con la Landvista. Aún no tenía la suficiente confianza en la magia para llevar a cabo la última prueba que se había propuesto: la búsqueda de la bruja Belladona en las hondonadas de la Caída Profunda. Belladona nunca se aventuraba a salir de los confines de la opresiva oscuridad de la Caída Profunda, y él aún no se había atrevido a intentar una intrusión.

Estaba batallando todavía con sus miedos cuando un problema más urgente apareció en las puertas del castillo

—Vienen a visitaros, gran señor —anunció Abernathy,

Ben se hallaba inclinado sobre su mesa de trabajo en una de las salas de la planta baja, examinando con atención mapas antiguos del valle. Levantó la vista, sorprendido, y vio al amanuense seguido de Questor, que se mantenía discretamente detrás.

—¿A visitarme? —preguntó.

—Gnomos, gran señor —le informó Questor.

—Gnomos, nognomos —añadió Abernathy con un toque de desprecio en su voz.

Ben los contempló con ojos atónitos. Retiró los mapas.

—¿Qué son gnomos nognomos?

Sus lecciones con Questor nunca los habían mencionado.

—Una especie de gnomos, bastante patética me temo —contestó Questor.

—Una especie bastante despreciable, querrás decir —lo corrigió Abernathy con frialdad.

—No tienen por qué ser despreciables.

—Pero lo son.

—Siento decirte que estás mostrando tus prejuicios personales, Abernathy.

—Expreso una opinión bien cimentada, Questor Thews.

—¿Qué es eso? ¿Qué están discutiendo? —interrumpió Ben. Volvieron la vista hacia él, desconcertados—. No importa —les dijo, dando por terminado el tema con un gesto de su mano—. Sólo quiero saber qué son nognomos.

—Son una tribu de gnomos que viven al pie de las colinas del norte, bajo los altos picos del Melchor —respondió Questor, adelantándose a Abernathy—. Viven enterrados en túneles y guaridas que ellos mismos excavan. La mayor parte del tiempo la pasan bajo tierra…

—Donde deberían quedarse —intervino Abernathy.

—… pero de vez en cuando merodean por los alrededores —siguió Questor, dirigiendo una mirada fulminante a Abernathy—. ¿Tendrías la bondad de no molestar? —Sus ojos regresaron a Ben—. No están bien vistos. A menudo se apropian de cosas que no les pertenecen sin dar nada a cambio. Las excavaciones de sus túneles pueden constituir un serio perjuicio cuando se adentran en los campos de pastos o de cultivo. Son extremadamente territoriales y, una vez asentados, no hay quien los eche. No les importa quien sea el propietario de la tierra; cuando se establecen, se quedan.

—¡Todavía no le has dicho lo peor! —insistió Abernathy.

—¿Por qué no se lo dices tú mismo? —resopló Questor, dando un paso atrás.

—¡Comen perros, gran señor! —casi gritó Abernathy, incapaz de contenerse más. Su hocico se contrajo para enseñar los dientes—. ¡Son caníbales!

—Por desgracia es cierto. —Questor se adelantó de nuevo, apartando a Abernathy con el hombro—. Aunque también comen gatos, y nunca te he oído quejarte por eso.

Ben hizo un gesto.

—Terrible. ¿Y por qué ese nombre?

—Es una abreviatura, gran señor —explicó Questor—. Los gnomos se hicieron tan fastidiosos con sus excavaciones y sus saqueos que todos empezaron a expresar abiertamente su deseo de que se fueran, repitiendo la frase «no queremos gnomos». Con el transcurso del tiempo la frase se abrevió y se convirtió en el apodo con el que se los conoce: nognomos.

Ben movió la cabeza con incredulidad.

—Parece un cuento de los hermanos Grimn. Los gnomos nognomos. Bueno, ¿qué trae a los gnomos por aquí?

—Sólo os lo dirán a vos, gran señor. ¿Accedéis a recibirlos?

Pareció que Abernathy iba a morder a Questor, pero logró controlarse, inmovilizando el hocico a mitad de su trayectoria. Questor se meció hacia atrás sobre los talones, en espera de la respuesta de Ben.

—El calendario de audiencias reales no está precisamente lleno —respondió Ben, mirando primero a Abernathy y después a Questor—. No veo que recibir a quienes se han tomado la molestia de venir aquí pueda hacer daño a nadie.

—Confío en que recordaréis haber pronunciado esas palabras, gran señor —dijo Abernathy, ofendido—. Hay dos esperando. ¿Los hago entrar?

Ben tuvo que contenerse para no soltar una carcajada.

—Sí, por favor.

Abernathy salió y volvió al cabo de unos momentos con los gnomos nognomos.

—Fillip y Sot, gran señor —le anunció enseñando los dientes.

Los gnomos se adelantaron e hicieron una reverencia tan profunda que sus cabezas tocaron el suelo de la sala. Eran las criaturas de apariencia más mísera que Ben había visto. Apenas sobrepasaban el metro veinte de altura, sus cuerpos eran gruesos y peludos, sus rostros recordaban al de los hurones y lucían una barba que les llegaba desde la nariz al cuello. Vestían unas ropas que el mendigo más pobre habría rehusado, y daban la impresión de no haberse bañado desde que nacieron. El polvo cubría sus cuerpos y sus ropas; la suciedad y la mugre estaban incrustadas en las arrugas de la piel y bajo las uñas que parecían enfermas. Unas orejas pequeñas y puntiagudas asomaban a los lados de sus gorros adornados con plumas rojas, y las curvadas uñas de los dedos de los pies sobresalían por las puntas de sus botas destrozadas.

—Magnífico gran señor —saludó uno.

—Poderoso gran señor —añadió el otro.

Levantaron las cabezas del suelo y le miraron con ojos parpadeantes. Parecían topos salidos a la superficie para echar un vistazo a la luz del día.

—Yo soy Fillip —dijo uno.

—Yo soy Sot —dijo el otro.

—Hemos venido a ofrecer nuestra promesa de lealtad al gran señor de Landover en nombre de todos los gnomos nognomos —dijo Fillip.

—Hemos venido para desearos felicidad —dijo Sot.

—Os deseamos larga y saludable vida —dijo Fillip.

—Os deseamos muchos hijos —dijo Sot.

—Os ofrecemos nuestras habilidades y nuestra experiencia para que las empleéis del modo que os plazca —dijo Fillip.

—Os ofrecemos nuestros servicios —dijo Sot.

—Pero primero hemos de exponeros un pequeño problema —dijo Fillip.

—Así es —afirmó Sot.

Esperaron, una vez finalizadas sus presentaciones. Pero Ben se preguntó si sólo era que se habían quedado sin aliento.

—¿Qué problema tenéis? —quiso saber.

Los otros se miraron el uno al otro. Sus rostros de hurón gesticularon, mostrando unos dientes afilados y puntiagudos como dagas.

—Trolls —dijo Fillip.

—Los trolls de la montaña —dijo Sot.

Esperaron de nuevo. Ben se aclaró la garganta.

—¿Qué ocurre con ellos?

Aunque no sabía nada de los gnomos nognomos sí había oído algo de los trolls de la montaña.

—Se han llevado a nuestra gente —dijo Fillip.

—No a toda, pero a una cantidad considerable —le corrigió Sot.

—Nosotros escapamos —dijo Fillip.

—Estábamos ausentes —dijo Sot.

—Invadieron por sorpresa nuestras madrigueras y guaridas, y se llevaron a nuestra gente con ellos —dijo Fillip.

—Capturaron a todos los que encontraron —dijo Sot.

—Se los llevaron al Melchor para que trabajaran en las minas y en los hornos —dijo Fillip.

—Se los llevaron a los fuegos —se lamentó Sot.

Ben comenzó a componer la imagen. Los trolls de la montaña pertenecían a una raza bastante primitiva que vivía en las cumbres del Melchor. Su principal ocupación era la extracción de minerales de las rocas para convertirlos con la ayuda de sus hornos en armas y armaduras, que vendían a los otros habitantes del valle. Los trolls de la montaña constituían un grupo aislado y retraído, pero no solían crear problemas a sus vecinos y nunca habían empleado esclavos para su trabajo.

Miró a Questor y a Abernathy, que estaban detrás de los gnomos. El mago se encogió de hombros y el amanuense le dedicó una de sus clásicas miradas que significaban «ya os lo dije».

—¿Por qué los trolls de la montaña capturaron a vuestra gente? —preguntó Ben a los gnomos.

Fillip y Sot se miraron, pensativos; después movieron las cabezas de un lado a otro.

—No lo sabemos dignísimo gran señor —dijo Fillip.

—No lo sabemos —dijo Sot.

Sin duda, eran los peores mentirosos con que Ben se había topado nunca. No obstante, decidió actuar diplomáticamente.

—¿Por qué creéis que los trolls de la montaña capturaron a vuestra gente? —insistió.

—Es difícil decirlo —dijo Fillip.

—Muy difícil —añadió Sot.

—Puede haber múltiples razones —dijo Fillip.

—Múltiples —repitió Sot.

—Es posible, supongo, que mientras buscábamos comida nos hayamos apropiado de alguna cosa que creíamos abandonada pero que los trolls consideraban suya —especuló Fillip.

—Es posible que nos hayamos apropiado de algo que creyésemos sin propietario pero que, en realidad, les pertenezca a ellos —añadió Sot.

—Los errores de esa clase se producen con frecuencia —dijo Fillip.

—Con frecuencia —dijo Sot.

Ben asintió. No pudo creer ni por un momento que hubiesen actuado por error. Su único error había sido creer que podían actuar impunemente.

—Si fue una equivocación —observó Ben—. ¿por qué los trolls de la montaña no se limitaron a pedir que se les devolviese lo que era suyo?

Los gnomos parecían bastante incómodos. Ninguno respondió.

Ben frunció el entrecejo.

—¿Qué clase de propiedad creéis que ha sido indebidamente tomada? —les preguntó.

Fillip fijó la vista en sus botas, y los dedos de sus pies se movieron en muestra de inquietud. Las facciones de hurón del otro se contrajeron como si desease desaparecer bajo la piel.

—A los trolls les gusta tener mascotas —dijo Fillip al fin.

—Los trolls son muy aficionados a las mascotas —añadió Sot.

—Lo que más les gusta son los perezosos arbóreos —dijo Fillip.

—Se los dan a sus hijos para que jueguen —dijo Sot.

Una terrible sospecha cruzó por la mente de Ben.

—Siempre pueden devolverse las mascotas de las que uno se apropia por error, ¿verdad? —les preguntó.

—No siempre —dijo Fillip, aparentando pesadumbre.

—No, no siempre —añadió Sot.

Ben miró a Abernathy con el rabillo del ojo. Los pelos del cuello del amanuense estaban tan erizados como las púas de un puerco espín acorralado.

—Os comisteis a esos animales, ¿verdad? —les preguntó.

No dijeron ni una palabra. Los dos se quedaron absortos en la contemplación de sus botas. Luego desviaron la mirada hacia las paredes. Abernathy emitió un gruñido grave y amenazador, y Questor siseó para pedirle silencio.

—Esperad fuera, por favor —dijo Ben a los gnomos.

Fillip y Sot se volvieron rápidamente y salieron del salón, con sus pequeños cuerpos oscilando con torpeza al moverse. Fillip miró hacia atrás una vez, como si fuese a decir algo más; después, lo reconsideró y se apresuró a salir. Questor los siguió hasta la puerta y la cerró a sus espaldas.

Ben miró a sus asistentes.

—Bueno, ¿qué pensáis?

Questor se encogió de hombros.

—Creo que es más fácil atrapar y devorar a un perezoso domesticado que a uno salvaje.

—¡Creo que alguien debería comerse unos cuantos gnomos para ver qué tal saben! —dijo Abernathy.

—¿Te interesa esa clase de comida? —preguntó Questor.

Ben dio un paso adelante con impaciencia.

—No os estoy preguntando qué pensáis de lo que hicieron. Os pregunto si creéis que debemos prestarles ayuda.

Abernathy se quedó asombrado. Sus orejas se aplastaron hacia atrás y sus gafas resbalaron en ángulo sobre la nariz.

—¡Antes preferiría acostarme en una cama llena de pulgas, gran señor! ¡Antes preferiría compartir mi habitación con gatos!

—¿Y qué decís de que los trolls hayan obligado a esa gente a servirles como esclavos? —les presionó Ben.

—¡Para mí está claro que esa situación la provocaron ellos! —respondió al amanuense—. En cualquier caso, tenéis preocupaciones más importantes que los gnomos nognomos.

Ben frunció el entrecejo.

—¿Tú crees?

—Gran señor —intervino Questor adelantándose—. El Melchor es una región peligrosa y los trolls de la montaña nunca han sido los súbditos más leales al rey. Son un pueblo tribal, muy primitivo, poco proclive a aceptar cualquier intervención en su región. El viejo rey los mantuvo a raya permaneciendo apartado de sus asuntos. Cuando tenía que intervenir, lo hacía respaldado por un ejército.

—Y yo no tengo ningún ejército que me respalde, ¿verdad? —concluyó Ben—. Ni siquiera cuento con los servicios del Paladín.

—Gran señor, los gnomos nognomos no han hecho más que causar problemas desde los tiempos más lejanos que cualquiera pueda recordar. —Abernathy dio un paso para ponerse al nivel de Questor—. ¡No son más que una molestia dondequiera que van! ¡Son caníbales y ladrones! ¿Cómo podéis pensar en ayudarles?

Questor asintió, evidenciando su conformidad.

—Quizás lo mejor sea rehusar su petición, gran señor.

—No, Questor —contestó Ben con rapidez—. Ésa es exactamente la clase de petición que no puedo rehusar. —Su mirada pasó del mago al amanuense, y luego movió la cabeza—. No lo entienden, ¿verdad? Vine a Landover para ser rey. No puedo elegir la ocasión en que debo ejercer como rey y sobre quién debo hacerlo. Soy rey ahora y en cualquier otro momento, y para todo el que me necesite. Ésa es la forma en que deben funcionar las monarquías. Lo sé por la historia de mi mundo. Un rey debe proclamar y administrar las leyes de su reino con justicia y equidad sobre todos con sus súbditos. No pueden existir favoritismos. No puede haber excepciones. Lo que haga por los señores del Prado y los duendes y ninfas de Elderew debo hacerlo por los gnomos nognomos. Si incumplo una vez mi obligación, sentaré un precedente para ocasiones venideras y podré acogerme a él cuando me parezca oportuno.

—Pero vos no contáis con ningún apoyo, gran señor —argumentó Questor.

—Quizás no. Pero si tengo éxito ayudando a los gnomos podré contar con su apoyo la próxima vez. Los gnomos han ofrecido su lealtad, que es más de lo que tenía antes de que se presentaran. Se merecen algo por eso. Quizás los otros prometerán lealtad también si ven que el trono puede ser útil incluso para los gnomos nognomos. Quizás reconsideren su postura.

—Quizás las vacas vuelen sobre el castillo —refunfuñó Abernathy.

—Quizás —reconoció Ben—. He visto cosas más extrañas desde que estoy aquí.

Durante un momento se miraron en silencio.

—No tengo confianza en esa idea —dijo Questor, con su rostro de búho arrugado por las dudas.

—Ni yo —agregó Abernathy.

—Entonces estamos de acuerdo —concluyó Ben—. Tampoco a mí me gusta. Pero, a pesar de todo vamos a seguir ese camino. Vamos a hacerlo porque es lo que tenemos que hacer. Manos a la obra. Es momento de enfrentarse de nuevo al mundo real. Que entren esos gnomos.

Questor y Abernathy hicieron una reverencia de aceptación y salieron de la sala murmurando entre dientes.

Los gnomos nognomos volvieron deshaciéndose en excusas. Los perezosos eran el manjar favorito de su pueblo. Sí, eran manjar delicioso, añadió Sot. Ben les cortó al instante. Su petición sería aceptada, les dijo. Iría con ellos al Melchor para ver si podía obtener la liberación de los cautivos de los trolls. Saldrían de Plata Fina al amanecer. Fillip y Sot lo miraron con asombro y cayeron de rodillas, humillándose de un modo excesivo. Ben hizo que se los llevasen en seguida.

Esa noche, después de cenar, subió a la Landvista solo. Los gnomos habían sido encerrados en sus habitaciones por Abernathy, que se negó a permitir que anduviesen libremente por el castillo, y los demás estuvieron ocupados en los preparativos para él viaje. Ben pudo disponer de tiempo sin que nadie lo molestara. Decidió echar una ojeada a la región del lago.

La noche era neblinosa y sombría, como muchas otras, con las siete lunas coloreadas de Landover levemente visibles sobre la línea del horizonte y las lejanas estrellas punteando la niebla nocturna como las luces de las calles. La Landvista le llevó de inmediato a la región de los lagos, y descendió lentamente a Elderew. La ciudad estaba iluminada por las antorchas situadas en los senderos y caminos, y la gente permanecía aún fuera de sus casas. El sonido de las risas y las conversaciones le hizo sentir cierta incomodidad al acrecentar su sensación de intrusismo. Se deslizó sobre el anfiteatro, sobre las viviendas y comercios de la ciudad, la casa que le sirvió de alojamiento y los densos bosques. Encontró los añosos pinos entre los que había danzado la madre de Sauce. Estaban desiertos. El árbol en el que Sauce se había transformado ya no se hallaba en su lugar. A ella tampoco se la veía por ninguna parte.

Permaneció en los bosques un rato, pensando en Annie. No podía explicarse por qué, pero necesitaba pensar en ella. También necesitaba estar con ella, pero sabía que Annie se había ido y que era inútil lamentarse. Se sintió solo, como un viajero alejado de su hogar y sus amigos. Estaba desorientado. Tenía la sensación de haberse aislado de todo, y las razones que lo habían impulsado a hacerlo cada vez le parecían menos sólidas. Necesitaba que alguien le dijese que todo saldría bien, que actuaba correctamente, que llegarían tiempos mejores.

Pero no había nadie que se lo dijera. Estaba solo.

La medianoche llegó y pasó antes de que decidiese regresar a Plata Fina. Apartó las manos de la barandilla de la Landvista y se encontró en casa.