El Amo del Río no conocía ningún modo de expulsar al dragón del Prado. Ni nadie que él supiese. Tal vez Belladona, especuló mientras guiaba a Ben por el bosque de olmos hacia el parque donde jugaban los niños. La bruja de la Caída Profunda tenía una magia más poderosa que cualquier otra criatura del valle. Pero ni siquiera Belladona se había atrevido nunca a retar a Strabo. En cualquier caso, Belladona nunca accedería a ayudarle, aunque tuviese los medios para hacerlo. Siempre había odiado a los reyes de Landover porque contaban con los servicios del Paladín, y el Paladín era más poderoso que ella.
Los tiempos cambian, pensó Ben, desesperanzado.
Estaban también las hadas, desde luego, añadió el Amo del Río como si se le acabara de ocurrir. Las hadas siempre habían tenido control sobre los dragones. Debido a eso, estos huyeron o fueron expulsados de su mundo y llegaron al valle. Pero tampoco ayudarían a Ben. Las hadas no ayudaban a nadie, a menos que fuese por propia iniciativa. Moraban en las nieblas, escondidas en su mundo sin tiempo y sin fin, y vivían sus vidas de acuerdo con sus reglas. Ben ni siquiera podía ir allí para pedirles ayuda. Nadie había entrado en el mundo de las hadas y vuelto de él.
Juntos pasearon por Elderew; el Amo del Río relatando la historia de su ciudad y de su pueblo, Ben pensando en la cuadratura del círculo o, en lo que era lo mismo, en qué podía hacer para desempeñar con éxito sus tareas de rey. La tarde terminó. Aunque la ciudad era interesantísima y maravillosa, el paseo dejó agotado a Ben. Escuchó atentamente, hizo comentarios en el lugar adecuado, formuló las preguntas convenientes y esperó con paciencia de santo la ocasión para excusarse.
La ocasión no se presentó. El crepúsculo se extendió y el Amo del Río lo condujo a su alojamiento, una casa de una sola planta provista de varios porches y apartamentos, jardines recónditos y una impresionante plantación de lindoazules. Arriba, los senderos arbóreos de la ciudad, intensamente iluminados, ascendían en espiral a través de la niebla del techo del bosque en arcos de bruma dorada. Risas y voces alegres llegaban hasta ellos. Para algunos, la jornada laboral había terminado.
Ben entró en la casa. La luz diurna se desvanecía a sus espaldas, y la promesa de una noche de fiesta hecha por el Amo del Río se cernía sobre él como un negro velo. Lo que menos deseaba en aquel momento era asistir a una fiesta.
Los otros le estaban esperando cuando entró. Los saludó lacónicamente y se desplomó sobre una cómoda mecedora de mimbre almohadillada.
—He fracasado otra vez —anunció con cansancio.
Questor se sentó enfrente.
—¿Os ha negado su promesa de lealtad, gran señor?
—Más o menos. La prometió con la condición de que antes encuentre un modo de impedir que los otros habitantes del valle sigan contaminándolo. Tengo que conseguir su juramento de que trabajarán con los pobladores de la región de los lagos para mantenerlo limpio.
—Os advertí que sería difícil, gran señor —declaró Abernathy en tono triunfal. Ben volvió la vista hacia él. Recordaba la advertencia del amanuense con un contenido distinto, pero no había nada que ganar con discutirlo.
—Creo que habéis actuado bastante bien, gran señor —le informó Questor, ignorando a Abernathy.
Ben suspiró:
—Questor, por favor…
—Hablo en serio, os lo aseguro —añadió el mago sin pérdida de tiempo—. Tenía que rehusar de forma definitiva. Fue leal al viejo rey por un sentimiento de respeto a la monarquía que había gobernado cientos de años y por evitar los problemas que podían derivarse de su negativa a la obediencia. Pero la gente de la región de los lagos nunca se ha sentido unida a los demás, ni tampoco ha sido aceptada por ellos.
—El Amo del Río dijo algo al respecto. ¿Cuál es el problema?
Questor movió la cabeza.
—Sobre todo la falta de entendimiento. Las gentes de los lagos pertenecen al mundo de las hadas y poseen una magia que los otros del valle no tendrán nunca. Decidieron exiliarse de un mundo que es considerado por muchos como perfecto, un mundo sin tiempo y sin cambios, un mundo donde se puede ser inmortal. La gente de la región de los lagos vive de un modo distinto a los otros, y su concepción de las prioridades de la vida es diferente. Todo eso alimenta la desconfianza, los celos y la envidia… y muchas más emociones destructivas.
—Existe la otra cara de la historia, por supuesto —intervino Abernathy detrás de Questor—. La gente de los lagos siempre ha tenido dificultad de relación con los restantes pobladores de Landover. Suelen mantenerse apartados discutiendo sobre los valores que deberían ser impuestos mientras ellos permanecen aislados. Le reprochan a los otros que propaguen la enfermedad y la plaga por su uso indebido de la tierra y las aguas, pero se mantienen escondidos en las nieblas y el bosque.
Ben frunció el entrecejo.
—¿Es tan mala la contaminación de la que se quejan?
Questor se encogió de hombros.
—Bastante. Los señores del Prado alteran la tierra mediante sus cultivos y ganados, y cazan en los bosques para obtener comida. Los trolls minan las montañas del norte para extraer minerales y sus residuos envenenan los arroyos que alimentan el valle. Otros contribuyen también de diferentes modos.
—Es difícil complacer a todos, gran señor —añadió Abernathy, parpadeando pensativamente bajo las cejas.
—Sabias palabras. —Ben se encontró pensando de pronto en la vida que había dejado tras de sí en Chicago—. Cuantas más cosas se cambian, más cosas siguen igual.
Questor y Abernathy se miraron.
—¿Gran señor? —preguntó Questor.
Ben se levantó y estiró la cabeza, sacudiéndola.
—Olvídenlo. ¿Cuándo comienzan los festejos de esta noche?
—En seguida, gran señor —respondió el mago.
—¿Un baño, gran señor? —preguntó Abernathy—. ¿Ropas limpias?
—Ambas cosas. ¡Y alguna idea, si alguien la tiene, de cómo comportarnos para agradar a todos hasta el punto de inducirlos a reconocer el dichoso trono!
Juanete y Chirivía sisearon y gesticularon en el otro lado de la sala. Ben les dirigió una mirada funesta, hizo ademán de abandonar la habitación y se detuvo.
—¿Sabéis? No me fastidiaría tanto la fiesta que nos aguarda si creyese en la posibilidad de encontrar la forma de cambiar la opinión del Amo del Río, pero no creo. —Hizo una pausa para pensar—. De todas formas, ¿con cuánto tiempo cuento para intentarlo?
—Estos festejos suelen durar toda la noche, gran señor —contestó Questor.
Ben suspiró cansadamente.
—Maravilloso —murmuró, y salió de la habitación.
La predicción de Questor resultó acertada. La fiesta comenzó poco después de la puesta del sol y duró hasta su salida. Era evidente que se celebraba en honor a la visita del gran señor de Landover, pero Ben tuvo la impresión de que los habitantes de la región de los lagos habrían asistido con el mismo entusiasmo si su objetivo hubiese sido otro. En realidad, no se le había tenido en cuenta para ningún detalle de su organización y duración.
Los festejos comenzaron con un desfile. Ben estaba sentado en el anfiteatro con los miembros de su pequeño séquito, el Amo del Río y su familia, Sauce entre ellos, y otros cientos más, mientras niños y jóvenes con antorchas y banderas entraban corriendo por el sector abierto y en un caleidoscopio de color y luz, entonando canciones. Formaron círculos concéntricos y giraron lentamente unos alrededor de otros. Los vítores y gritos de la gente reunida se elevaron en muestra de entusiasmo. Una banda de músicos situada justo debajo de Ben, hizo sonar sus flautas, trompetas, instrumentos de cuerda y gaitas. La música era fuerte y excitante, impulsando el movimiento de los danzantes, acelerando su ritmo a cada instante.
Pronto los grandes círculos concéntricos se estrecharon, y sus componentes se transformaron en frenéticos bailarines que se contorsionaban y giraban, con las antorchas y las banderas ondeando sobre sus cabezas. El vino y la cerveza se escanciaban con generosidad en el ruedo y el anfiteatro, y todos se unieron a los cánticos, marcando el compás a palmadas. El sonido se elevó y se extendió por entre los grandes árboles de los bosques de Elderew, llenando la noche hasta ahogar cualquier otro ruido. La niebla se disipó y las lunas de Landover se destacaron en el cielo, como brillantes esferas de color semejantes a enormes globos. Sus rayos de luz irisada se filtraron a través de las hojas y las ramas para mezclarse con los del fuego de las antorchas y obligar a las sombras a retirarse.
Ben renunció a buscar una oportunidad para volver a hablar con el Amo del Río sobre su lealtad al trono. Nadie estaba interesado en algo que no fuera divertirse. Los cánticos y gritos anulaban todo esfuerzo de conversación normal, y el vino se consumía a una velocidad que le pareció asombrosa. Aceptó un vaso por no ser descortés y le pareció bastante bueno. Luego bebió otro, porque, tal como estaban las cosas, ¿qué demonios podía importar? Al poco tiempo, estaba más que animado y participando en la diversión. Questor y los kobolds bebieron con él; al parecer, con las mismas consecuencias. Sólo Abernathy se abstuvo, protestando que el vino no era bueno para los animales. Pronto, también ellos cantaron y batieron palmas.
El Amo del Río se mostraba complacido de que Ben lo estuviera pasando bien. Se dirigía a él de vez en cuando, con su inexpresivo rostro arrebolado y sus oscuros ojos brillantes, para darle de nuevo la bienvenida a Elderew y preguntarle si podía hacer algo por él. Ben estuvo tentado de darle la respuesta obvia, pero se contuvo. Era evidente que el Amo del Río tenía buenas intenciones, y la diversión era contagiosa. No lo había pasado tan bien desde mucho tiempo antes de llegar a aquella extraña tierra.
A medida que la noche transcurría la fiesta se animaba más y la gente que ocupaba los asientos del anfiteatro comenzó a bajar para mezclarse con los que habían participado en la exhibición. Los cánticos y bailes se hicieron más rápidos, los habitantes de la región de los lagos danzaban entre las sombras como si fuesen aún las criaturas de la magia que habían sido. El Amo del Río tomó de la mano a una de sus esposas, una delgada ninfa, y la condujo al ruedo. Llamó a Ben y a sus acompañantes, y a los miembros de su familia para que se uniesen a él. La mayoría lo hicieron. Ben se levantó, dudó, miró hacia atrás, al lugar donde Sauce había estado, descubrió su ausencia y volvió a sentarse. ¿En qué estaba pensando? ¿Qué tenía él que celebrar? Los efectos del vino se disiparon con rapidez asombrosa, dejándolo frente a la desagradable verdad de los resultados de sus esfuerzos, y perdió el deseo de continuar en la fiesta.
Se levantó otra vez, aún inestable, se excusó apresuradamente, y se dirigió a la salida más próxima. Abernathy fue detrás, pero le ordenó que se quedara con una frase cortante. Los duendes, ninfas, nereidas y náyades se arremolinaron a su paso, bailando y cantando, arrebatados por el espíritu de la celebración. Ben se abrió paso entre ellos con rapidez. Ya había tenido demasiados acompañantes para un solo día, y deseaba estar solo.
Las sombras lo envolvieron cuando entró en el túnel. Después, se encontró de nuevo en el bosque. Las luces parpadeaban en los senderos arbóreos ascendentes y los ruidos de la fiesta empezaron a disminuir. Avanzó en la oscuridad, ansioso por regresar a su alojamiento y alejarse de la fiesta. Tenía el estómago revuelto por el vino. De repente sintió náuseas y vomitó. Se irguió, esperó a que la cabeza y el estómago se asentasen y siguió adelante. Cuando llegó a la casa, se dirigió a un porche lateral y se derrumbó en un sillón de mimbre de respaldo alto.
Eres fantástico, ironizó.
Se sentía deprimido y cansado. Había tenido demasiada confianza en sí mismo al principio. Estaba convencido de que podía ser rey de Landover. Poseía inteligencia y capacidad, era compasivo, tenía experiencia en el trato con la gente y en la aplicación de las leyes. Y, lo que era aún más importante, necesitaba ese reto y se creía preparado para él. Pero todo eso parecía irrelevante en el esquema general de las cosas. Sus intentos para conseguir el mínimo reconocimiento que requería un rey no habían tenido éxito… sólo un montón de pactos condicionales. Los aliados más próximos del viejo rey lo habían rechazado, y los demás se igualaban. Había perdido los servicios del protector del rey, ahora convertido en algo similar al fantasma de una casa abandonada, y la Marca y los demonios estrechaban su asedio con el paso de los días.
Se estiró y contempló la noche. Bueno, ¿y qué?, pensó obstinadamente. Nada lo vinculaba a Landover, excepto su amor propio. Lo único que tenía que hacer era usar el medallón y regresar a Chicago, con un millón de dólares menos, pero sano y salvo. Había fallado en otras cosas antes, y sin duda volvería a fallar. Debía aceptarlo como uno de sus fracasos.
Durante un momento casi lo aceptó, después se encontró pensando en las caras de los pocos que habían asistido a la coronación, los campesinos y sus familias, los cazadores, aquellos que le miraban como a un rey en el que podían creer. Su decisión era mala para ellos, sin duda. Tras eso, se preguntó cómo podía ser tan petulante.
—Así que no eres tan maravilloso.
Algo se movió en la sombra de los árboles cercanos al porche.
—¿Ben?
Era Sauce. Surgió de entre los árboles y avanzó hacia él, como una figura fantasmagórica vestida de seda blanca, con su cabello verde resplandeciendo a la luz. Parecía niebla iluminada por la luna cruzando un lago negro, efímera pero increíblemente bella. Llegó hasta él, con la seda ceñida a su cuerpo.
—Te he seguido, Ben —le dijo con voz suave, pero sin el menor matiz de disculpa—. Sabía que estabas cansado y vendrías a dormir. Pero no te duermas todavía. Ven conmigo primero. Ven conmigo y contempla la danza de mi madre.
Sintió una tensión en la garganta cuando ella se acercó.
—¿Tu madre?
—Es una ninfa de los bosques, Ben, tan integrada en la naturaleza que no puede vivir entre la gente de Elderew. Mi padre nunca ha podido lograr que lo acompañara. Pero la música la atraerá e impulsará su ansia de bailar. Irá a los viejos pinos y me buscará. Ven conmigo. Quiero que estés presente.
Entró en el porche, extendió la mano y se detuvo.
—¡Oh!, tu cara. ¡Alguien te ha golpeado! —Casi no se acordaba de la paliza que le había propinado Kallendbor. La mano de la sílfide tocó su frente con suavidad—. No vi las contusiones en el Irrylyn.
Pasó rápidamente los dedos sobre su cara y de inmediato el dolor desapareció. Ben no pudo evitar que sus ojos reflejaran sorpresa.
—Las pequeñas heridas pueden curarse, Ben —susurró—. Las que son visibles.
—Sauce… —comenzó a decir él.
—No te pediré que te vengas conmigo hasta que estés preparado. —Sus dedos, cálidos y suaves, se detuvieron en la mejilla—. Ahora sé quién eres. Sé que procedes de otro mundo y todavía no estás en armonía con el nuestro. Esperaré.
Él sacudió la cabeza.
—Sauce…
—¡Vamos, Ben! —Le cogió la mano con firmeza y tiró para que se levantara del sillón—. ¡Vamos! —Lo precedió camino de los árboles—. ¡Mi madre no esperará!
Corrieron por el bosque. Ella era la imagen de un ser cuya existencia era difícil creer, él la sombra que proyectaba detrás. Pasaban velozmente entre los árboles, cogidos de la mano hasta que él se encontró perdido y desorientado sin que eso le produjera la menor preocupación. El calor del toque de Sauce lo inundaba y su deseo de ella comenzó a crecer en su interior.
Al cabo de un rato aminoraron la marcha, al adentrarse en el bosque neblinoso y sombrío que se hallaba fuera de Elderew. Los sonidos de la fiesta aún se oían, pero distantes y amortiguados. Los rayos coloreados de la luz de las lunas traspasaban las capas de los árboles para salpicar la tierra de manchas brillantes. Sauce agarraba con fuerza la mano de Ben, y su calor era igual que fuego. La suave crin de su antebrazo le rozaba la muñeca como flecos de seda. Ella zigzagueaba entre los árboles y los arbustos, bordeando con agilidad los guardianes gigantescos y a sus retoños.
Entonces los árboles de madera dura dieron paso a los pinos, que eran gigantescos y añosos. Sauce y Ben se abrieron paso entre sus ramas de agujas, hasta llegar a un claro.
Allí la madre de Sauce danzaba en un prisma de coloreada luz lunar.
Era pequeña, apenas más alta que una niña, con facciones delicadas y hermosas. El cabello plateado le llegaba hasta más abajo de la cintura, y la piel de su cuerpo menudo era de color verde pálido como la de su hija. Iba vestida de gasa blanca y emanaba un resplandor que parecía proceder de su interior. Saltaba y giraba, como impulsada por una locura que sólo a ella pudiese afectarle, en el claro iluminado al son de la música lejana.
—¡Madre! —musitó Sauce con la mirada llena de excitación y felicidad.
Los ojos de la ninfa del bosque se encontraron un instante con los de su hija, pero no enlenteció el ritmo del baile. Sauce se arrodilló en silencio en un extremo del claro, tirando de Ben para que la imitara. Juntos se sentaron en silencio y contemplaron al fantasma que desplegaba su magia ante ellos.
Ben no llegó a saber cuánto duró el baile. El tiempo pareció detenerse en aquel claro. Todo lo que le preocupaba al regresar del anfiteatro perdió importancia hasta quedar olvidado. Sólo existían Sauce, él y la dama que danzaba. Sintió que se habían fundido en uno por la belleza y la gracia de aquel baile. Sintió que estaban unidos de modo que no lograba entender. Sintió que la unión se producía y no se resistió.
Entonces la danza finalizó. Se produjo una quietud repentina, un silencio, y pareció que la música había dejado de sonar. La madre de Sauce se volvió un instante fugaz para mirarlos y desapareció. Ben se quedó absorto. Volvió a oír la música de la fiesta, pero la ninfa del bosque se había desvanecido como si nunca hubiese estado allí.
—¡Oh, madre! —susurró Sauce, llorando—. Es tan hermosa, Ben. ¿Verdad que es hermosa?
Ben hizo un gesto afirmativo, sintiendo la pequeña mano sobre la suya.
—Es muy hermosa, Sauce.
La sílfide se levantó, forzándolo a levantarse con ella.
—Ben. —Pronunció su nombre con tanta suavidad que él casi no lo oyó—. Ahora te pertenezco. El gran señor y la hija de las criaturas fantásticas, seremos uno. Debes pedir a mi padre que me permita acompañarte cuando te vayas. Debes decirle que me necesitas, porque así es en realidad. Si le dices eso, él me dejará.
Ben negó con la cabeza rápidamente.
—Sauce, no puedo pedir…
—Eres el gran señor, y tus peticiones no pueden ser denegadas. —Apoyó un dedo en los labios para indicarle que callase—. No soy más que una de las muchas hijas de mi padre, una cuya madre no vivirá nunca con el hombre con quien yació para darme la vida, una hija a quien su padre aprecia según su estado de ánimo. Pero tu debes reclamarme, Ben.
El rostro de Annie destelló en su mente, como un contrapunto al fuego que la joven encendía en su cuerpo.
—No puedo hacer eso.
—No comprendes la magia de las gentes del mundo de las hadas, Ben. Lo veo en tus ojos, lo oigo en tu voz. Pero Landover es el centro de esa magia y debes aceptar lo que significa.
Sauce le soltó la mano y se separó unos pasos.
—Ahora debo irme. Debo permanecer sobre la tierra que mi madre ha honrado. Vete, Ben. Vuelve por el bosque, el camino se abrirá para ti.
—No, espera, Sauce.
—Haz lo que te he dicho. Mi padre debe entregarme. —Su rostro delicado se elevó hacia los rayos coloreados de las lunas que bañaban el claro—. Oh, Ben, es como si mi madre estuviera a mi alrededor, envolviéndome, atrayéndome a ella. Aún puedo sentirla. Su esencia me llega desde la tierra. Esta noche puedo estar con ella. Vete, Ben. Aléjate.
Pero él siguió de pie, negándose a hacer lo que le pedía. ¿Por qué era tan insistente en afirmar que le pertenecía? ¿Cómo podría hacerle comprender que eso era imposible?
La joven giró en el centro del claro, bella, sensual, delicada. La deseaba tanto en aquel momento que las lágrimas brotaron en sus ojos.
—¡Sauce! —gritó, y avanzó.
Ella detuvo su girar para mirarlo, con los pies afianzados en la tierra y los brazos alzados hacia el cielo. Ben se detuvo. Un repentino resplandor comenzó a emanar de la sílfide, el mismo resplandor que despedía su madre mientras danzaba. Sauce rieló, haciéndose transparente y empezó a crecer y deformarse. Ben se protegió los ojos con la mano y cayó sobre una rodilla a causa de la impresión. Sauce estaba cambiando ante él, transformándose en algo totalmente distinto. Sus brazos y sus piernas se tornaban oscuros y nudosos, extendiéndose, dividiéndose y estirándose.
Parpadeó y no volvió a verla. En su lugar había un árbol. Era el árbol que le daba nombre. Se había convertido en un sauce.
Ben lo miró con asombro, y sintió que una ala de miedo y repulsión irrumpía en él. Trató de oponerse, pero no tuvo éxito. Ella había dicho que se alimentaría de la tierra. Le había dicho que su madre la atraía hacia sí. ¿Qué clase de ser era?
Esperó que le llegase la respuesta, solo, rodeado por la niebla y las sombras del bosque. Esperó, pero no le llegó ninguna respuesta.
Podría haber pasado la noche allí si Juanete no hubiera aparecido, saliendo de repente de entre los árboles, para cogerlo del brazo y llevárselo como a un niño desobediente. Siguió al kobold sin protestar, demasiado aturdido para hacer otra cosa. Emociones contrapuestas luchaban en su interior, torturándole. Sauce era hermosa y estaba llena de vida, y su necesidad de ella increíblemente fuerte. Pero, al mismo tiempo, le repelía, por ser una criatura de apariencia amorfa que podía convertirse en árbol con tanta facilidad como en un ser humano.
Al salir del claro, no miró atrás; no hubiese podido soportarlo. Estaba avergonzado por lo que sentía. Caminó entre los viejos pinos detrás de Juanete. Entonces comprendió que el kobold le había seguido. Questor y Abernathy lo debían de haber enviado. No querrían correr ningún riesgo después de su desaparición en el Irrylyn.
De repente, deseó que no lo hubieran encontrado esa noche. Deseó haber desaparecido. Deseó un millar de cosas más que podían haber ocurrido y nunca ocurrirían.
El viaje de regreso fue breve. Los otros estaban esperándolo en la casa, con expresiones ansiosas en sus rostros. Le hicieron sentarse y se agruparon a su alrededor.
—Debisteis hablarnos de la sílfide, gran señor —le dijo Questor, tras cambiar unas cuantas palabras con Juanete—. Os hubiéramos informado de lo que os esperaba.
—Ya os advertí que los habitantes de la región de los lagos no eran como nosotros —dijo Abernathy, y Ben no supo si reír o llorar.
Questor impuso silencio al amanuense.
—Debéis entender algo, gran señor —siguió el mago, volviéndose de nuevo hacia Ben—. Sauce es hija de un duende y una ninfa. Su padre es sólo medio humano. Su madre tiene más de bosque que de humana, es un espíritu enraizado en la tierra. Una parte de eso le fue transmitida a Sauce al nacer, y ella requiere el mismo alimento. Es un ser cambiante; debe su vida tanto a las formas vegetales como a las animales. Para ella es natural adoptar unas y otras. Ella es así. Pero sé que vos lo consideráis extraño.
Ben movió la cabeza lentamente, sintiendo que parte de su conflicto interior se disipaba.
—No más extraño que todo lo que ha ocurrido, supongo.
Se sentía mareado y exhausto, necesitado de sueño.
Questor dudó un momento.
—Debéis de haberle tomado un gran afecto.
Ben asintió, recordando.
—Dijo que me pertenecía.
Questor dirigió una rápida mirada a Abernathy. Los kobolds contemplaron a Ben con ojos brillantes e interrogativos.
—Pero no es cierto —continuó al final—. Ella pertenece a la región de los lagos. Pertenece a su familia y a su gente.
Abernathy murmuró algo que nadie entendió y se apartó del grupo. Questor no dijo nada. Ben los estudió en silencio durante un momento, luego se puso de pie.
—Me voy a la cama —anunció.
Se encaminó al dormitorio, y todos los ojos le siguieron. Al llegar ante la puerta, se volvió:
—Regresamos a casa —les dijo, y esperó sus reacciones—. Mañana, a primera hora.
Nadie dijo nada. Cerró la puerta tras de sí y se quedó solo en la oscuridad.