Juanete volvió al amanecer. La mañana era helada y húmeda. La niebla y las sombras se extendían sobre el bosque como una esponjosa manta gris sobre un niño dormido. Estaban desayunando cuando el kobold apareció entre los árboles, como un fantasma escapado de los sueños de la pasada noche. Se dirigió hacia Questor, habló con él en una mezcla ininteligible de gruñidos y siseos, saludó a los demás con la cabeza, y se sentó para acabar con lo que quedaba de pan, fruta y cerveza.
Questor informó a Ben de que el Amo del Río había accedido a recibirle. Ben asintió, sin comentarios. Sus pensamientos estaban en otro lugar. Las visiones de Sauce aún persistían en su mente, imágenes tan nítidas que parecían más reales que soñadas. Al despertar, pensó que pronto se desvanecerían, y lo deseó puesto que sentía que, en cierto modo, había traicionado a Annie. Pero las visiones habían sido demasiado intensas y él, contradictoriamente, estaba ansioso por conservarlas a pesar del sentimiento de culpa. ¿Por qué había soñado con Sauce? ¿Por qué los sueños habían sido tan intensos? Terminó de comer sumido en sus meditaciones, sin advertir las miradas que intercambiaban Questor y Abernathy.
Se pusieron en marcha poco después, como una pequeña procesión de fantasmas, serpenteando en silencio entre la media luz. Iban en fila de a uno, bordeando la orilla del Irrylyn por un camino demasiado estrecho incluso para una persona. Era un viaje a través de la fantasía. El vapor se elevaba sinuosamente del suelo del valle, producido por el contacto entre la tierra caliente y el aire frío, en busca de los retazos de niebla que se arremolinaban en el bosque. Los árboles se erguían oscuros y húmedos, destacándose sobre el gris; una maraña de altísimos robles de negros troncos, olmos, nogales nudosos, sauces y cedros. Los fantasmas de la imaginación aparecían y desaparecían en un abrir y cerrar de ojos, criaturas veloces que se burlaban y divertían. Ben se sintió aturdido por la irrealidad de todo, como si no consiguiese despertar por completo del sueño de la noche anterior, como si hubiera sido drogado. Cabalgaba en una niebla que velaba su mente y sus ojos, esforzándose por dilucidar lo que era real a través de la maraña de imágenes difusas. Pero sólo los árboles mojados por la niebla y la superficie plana del lago eran verdaderos.
Entonces, el lago desapareció con el resto del mundo y sólo quedaron los árboles. La mañana avanzó y, a pesar de eso, las nieblas y las sombras permanecieron y siguieron susurrando secretos ocultos.
Se filtraban sonidos suaves a través de la densa bruma, indicios de otras vidas y otros acontecimientos que Ben sólo podía imaginar. Escrutó la bruma a cada vuelta tratando de vislumbrar a Sauce, porque una voz insistente en su interior le decía que estaba allí, en algún lugar entre los sonidos y las sombras, observándolo. Siguió escrutando, pero no la encontró.
Poco después se les apareció el duende del bosque.
Habían hecho girar los caballos bajo un puente formado por una serie de árboles caídos, precedidos por Juanete, cuando el duende surgió de las nieblas junto al kobold. Era una figura pequeña pero fuerte, apenas más alto que Chirivía, con la piel tan marrón y estirada como la corteza de un árbol y un espeso cabello que le cubría la nuca y los hombros. Iba vestido con ropas holgadas de color terroso, con las mangas y perneras cortos, y botas atadas con cordones de cuero a sus tobillos. No hizo que la procesión se detuviera. Por el contrario, se situó junto a Juanete y siguió su paso a través de la bruma, moviéndose como un pájaro, con rapidez y nerviosismo.
—¡Questor! —La voz de Ben fue un áspero siseo, más alto de lo que él pretendía—. ¿Quién es ése?
El mago, que cabalgaba justo delante, se inclinó hacia atrás en la silla llevándose un dedo a los labios.
—No levantéis la voz, gran señor. Nuestro guía es un duende de los bosques al servicio del Amo del Río. Hay más a nuestro alrededor.
Recorrió la niebla con la mirada. No vio a ninguno.
—¿Nuestro guía? ¿Nuestro guía hacia donde?
Su voz había descendido hasta no ser más que un leve susurro casi inaudible.
—Nuestro guía para Elderew, el lugar en que mora el Amo del Río.
—¿Necesitamos un guía?
Questor se encogió de hombros.
—Es más seguro tener uno, gran señor. Elderew está rodeado de ciénagas y muchos se han perdido en el camino. La región de los lagos puede ser traicionera. El guía es una cortesía del Amo del Río, una cortesía que brinda a todos sus invitados cuando llegan.
Ben examinó una vez más la opaca cortina de niebla.
—Espero que a la salida brinde la misma cortesía a sus invitados —murmuró para sí.
Continuaron en ruta entre los árboles. En la niebla aparecieron de repente otras figuras delgadas y fuertes como el guía, algunas con el aspecto veteado de la madera, otras semejantes a palos nudosos, varias lisas y bruñidas como si estuviesen recubiertas de plata. Se colocaron en silencio a los lados de la comitiva y agarraron con las manos las riendas de los caballos para conducirlos. Charcas y pantanos llenos de juncales se materializaban a lo largo del trayecto que seguían, vastos bancales cenagosos donde nada se movía excepto la niebla. El sendero se estrechó aún más, desapareciendo por completo en ocasiones, dejándolos sumergidos en el agua que llegaba a las cinturas de sus guías y casi a las grupas de los caballos. En el agua nadaban criaturas, algunas con aletas, otras con escamas de reptiles, varias con rostros casi humanos. Había seres que salían repentinamente de la niebla y danzaban sobre el cieno como moscas carentes de peso. Surgían de entre las brumas y desaparecían con gran rapidez. Ben se sintió despierto por completo. Los sueños de la noche precedente se habían disipado al fin, dejándole sólo borrosos recuerdos y sentimientos fragmentados. Su mente se agudizó mientras forzaba los ojos en la penumbra para contemplar a los seres que le rodeaban con incredulidad. Lo había invadido una súbita e intensa sensación de desesperanza. Duendes, ninfas, nereidas, náyades, espíritus elementales… Recordó todos esos nombres al ver a aquellas criaturas aparecer y esfumarse. Recordó las lecturas de su infancia, cuando le apasionaban los relatos fantásticos y de terror, y revivió el asombro que le produjeron ante los extraños seres que había encontrado. Siempre creyó que tales criaturas sólo podían existir en la mente del escritor y tomar vida a través de su pluma, deseando en secreto que no fuese así. Sin embargo, allí estaban los habitantes del mundo que había escogido y sabía menos de ellos que de las criaturas de ficción que había descubierto en su juventud. ¿Cómo iba a convencerlas de que lo aceptasen como rey? ¿Qué podía decirles para que le prometieran su lealtad?
La posibilidad de éxito era nula. La conciencia de eso le aterrorizó tanto que, por un instante, se quedó paralizado sin saber qué hacer. Las figuras delgadas y sombrías de las gentes del Amo del Río se deslizaban en la niebla a su alrededor, y las vio como seres extraños para quienes él sólo era un objeto de curiosidad. Con los señores del Prado fue distinto. Había una similitud de apariencia, una sensación de igualdad. Pero eso no existía con las criaturas del Amo del Río.
Apartó la indecisión y el miedo de su mente. Arrinconó la desesperanza que sentía, y lo hizo con una furia sorprendente. Tales sentimientos eran meras excusas para abandonar, y eso nunca lo haría. Podían establecerse lazos con seres de cualquier tipo. Antes que él, había habido reyes que gobernaron a esas criaturas; también él podría. Encontraría un modo de hacérselo comprender. Haría cualquier cosa que fuese necesaria, pero nunca se rendiría. Nunca.
—¿Gran señor?
Abernathy estaba a su lado, con una expresión interrogante en sus ojos marrones. Ben miró hacia abajo. Sus manos agarraban la perilla de la silla de montar con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos. El sudor había humedecido la espalda y los costados de su túnica. Entonces se dio cuenta de que su rostro reflejaba la intensidad de sus sentimientos.
Respiró profundamente y se tranquilizó, relajando la presión de sus manos.
—Fue sólo un escalofrío —se excusó, obligándose a desviar la mirada, y espoleó al caballo para dejar a Abernathy atrás.
A través de la niebla que los precedía, apareció un gran grupo de añosos cipreses, con retazos de musgo colgando de sus ramas y raíces nudosas que se clavaban como garras en el suelo. El pequeño grupo y los fantasmagóricos guías lo atravesaron, sumiéndose en sus sombras y en el olor de la tierra fétida. El camino seguía un curso sinuoso a través de los árboles, rodeando lagunas oscuras que parecían cristales opacos y charcos pantanosos que desprendían vapor. La arboleda de cipreses era grande y requería tiempo atravesarla. Los minutos transcurrieron velozmente y la luz del día adquirió un tono crepuscular.
Entonces los árboles se dispersaron y el terreno comenzó a empinarse. Ascendieron con lentitud hasta que la niebla se disipó y se encontraron bajo la luz del sol. Las ciénagas dejaron lugar a una tierra más firme, poblada de cipreses, robles y olmos. El fuerte olor de las tierras bajas se convirtió en otro más suave y agradable emanado de los pinos y de los cedros. Los rostros de la niebla se distinguían ahora como figuras escurridizas que corrían por todas partes, pero tenían la consistencia de seres reales. Se elevaron voces del bosque que tenían delante. Ben presintió que el final del viaje se aproximaba, y su pulso se aceleró.
Una ráfaga de color se filtró entre los árboles, guirnaldas de flores se balanceaban colgando de las ramas, y el sonido del agua al correr llenaba el ambiente. El bosque se abrió ante ellos, el camino se ensanchó y un enorme anfiteatro sin techar emergió en la luz. Ben lo miró asombrado. El anfiteatro estaba compuesto por árboles vivos que formaban un círculo abierto alrededor de una zona de hierbas y flores. Había pasillos y asientos hechos de ramas y troncos, sujetos y adaptados a la estructura del anfiteatro. Las ramas se enlazaban en lo alto para formar una impresionante bóveda natural, y los rayos del sol irrumpían entre ellas, rayando las hierbas de abajo como el arco iris después de una tormenta.
—Gran señor —le llamó en voz baja Abernathy desde atrás—. Mirad.
Señaló, no al anfiteatro, sino a lo que había detrás. Ben sintió que el aliento se detenía en su garganta. Lo que estaba viendo era casi irreal. Árboles que doblaban en altura a los que formaban el anfiteatro se elevaban hacia el cielo en el bosque situado más allá, como columnas de enormes proporciones que empequeñecían incluso a las secoyas que había visto cuando viajó con Annie a California. Las grandes ramas angulosas se entrelazaban, uniendo un árbol con el siguiente, creando una red compleja e intrincada que hacía que todos se fundieran en uno.
Había una ciudad entera bajo aquellas ramas.
Era una magnífica y grandiosa representación artística de un imaginado país de las hadas. Cabañas y tiendas empotradas en las ramas de los árboles gigantes, interconectadas por carriles y senderos que descendían gradualmente hacia el suelo del bosque, donde la mayor parte de la ciudad se asentaba entre una serie de canales alimentados por un río que atravesaba el centro de la ciudad. Era el suave fluir de las aguas de río lo que habían oído antes. El techo que formaban las hojas de los árboles ocultaba el cielo, pero la luz del sol se colaba entre ellas. El color de las flores y los matorrales alegraba las casas y las tiendas, los jardines y los setos, los canales y los senderos. La niebla envolvía la ciudad como un suave velo, y los tonos grises e invernales que caracterizaban al valle estaban ausentes.
Las criaturas fantásticas del Amo del Río llenaban los senderos arbóreos y los canales; sus rostros angulares y sus delgados cuerpos se confundían con las sombras de la tierra al atravesar la niebla.
—Esto es Elderew —anunció Questor innecesariamente, porque Ben ya lo había deducido hacía rato.
Los miembros del pequeño grupo se adentraron en el anfiteatro, las tenues figuras de sus guías fueron deslizándose una tras otra hasta que sólo quedó el que apareció primero. Pasaron por la sección abierta hasta el ruedo interior. Juanete iba delante, junto al guía, seguido de Questor, Ben y Abernathy, que se mantenía un poco rezagado enarbolando con energía el estandarte rojo y blanco del rey con la figura del Paladín. Chirivía y los animales de carga cerraban la marcha. Un comité de recepción salió a su encuentro desde uno de los varios túneles que penetraban en el anfiteatro por debajo de sus asientos, y se detuvo a la entrada del túnel. En él había hombres y mujeres. Aunque Ben no podía distinguir las caras desde la distancia en que se hallaba, no le fue difícil apreciar la similitud de sus indumentarias con las de sus guías y muestras de la misma piel con aspecto de madera.
Se detuvieron en el centro del ruedo, desmontaron y se dirigieron a pie hacia donde aguardaba el comité de recepción. Los kobolds y Abernathy seguían ahora a Questor y a Ben, y el guía se había quedado atrás con los animales. Ben dirigió una rápida mirada al mago.
—Si tiene algún consejo de última hora que dar, Questor, se lo agradecería —susurró.
—¿Hummmm?
Los pensamientos del mago estaban de nuevo en otra parte.
—¿Sobre el Amo del Río? ¿Sobre la clase de persona que es?
—Qué clase de criatura, querrá decir —comentó áridamente Abernathy desde atrás.
—Es un duende, gran señor —respondió Questor—. Una criatura del mundo de las hadas que se hizo medio humana al llegar a Landover y adoptar este valle como hogar, un ser de los bosques y el agua, un… un, uf… —El mago se detuvo a pensar—. Es realmente difícil de describir cuando se intenta.
—Será mejor que lo descubráis por vos mismo —dijo Abernathy con ironía.
Questor se quedó pensativo y luego asintió.
—Sí, quizás sí.
Estaban ya demasiado cerca del grupo para que Ben formulara otra pregunta, aunque hubiera deseado hacerla para aclarar el tema. Por tanto, concentró su atención en un rápido estudio de sus anfitriones. Identificó al Amo del Río. Se encontraba en el centro y un paso delante de los otros, una figura alta y delgada ataviada con pantalones, túnica y capa de color verde bosque, botas bruñidas y cinturón de cuero; con una fina diadema de plata alrededor de la frente. Su piel tenía un tono plateado y era granulosa como la del guía, casi escamosa, pero su cabello era negro y abundante en la nuca y los antebrazos. Los ojos y la boca estaban muy definidos, y la nariz era casi inexistente. Parecía una talla de madera.
Los restantes miembros del grupo eran jóvenes en su mayoría, hombres y mujeres de diversas formas y estaturas. Los había con rostros amarronados granulosos como el del guía, un par con rostros plateados como el del Amo del Río, uno en forma de palo y casi sin facciones, otro recubierto por una piel rojiza, otro con el color y la apariencia de un reptil, otro de un blanco fantasmagórico con profundos ojos negros y…
Ben disminuyó la velocidad de su paso, luchando para que su cara no mostrara la impresión que acababa de recibir. Una de aquellas figuras, la que estaba a la izquierda del Amo del Río, era Sauce.
—¡Questor! —Su voz fue un siseo bajo—. La chica de la izquierda, ¿quién es?
Questor lo miró con disimulo.
—¿Quién?
—¡La chica de la izquierda! ¡La del pelo y la piel verde!
—Ah, la sílfide —Questor dirigió una sonrisa amable a quienes esperaban, hablándole a Ben casi sin mover los labios—. Se llama Sauce. Es hija del Amo del Río. —Hizo una pausa—. ¿Qué diferencia…?
Ben siseó para que guardase silencio. Siguieron avanzando mientras la mente de Ben funcionaba con rapidez, y sus ojos se apartaban de los otros para fijarse en Sauce. Ella le aguantó la mirada con gesto desafiante.
—Bienvenido, gran señor —saludó el Amo del Río cuando llegaron hasta él. Inclinó levemente la cabeza, y los que estaban con él lo imitaron—. Bienvenidos a Elderew.
Disimulando la sorpresa que le había producido la presencia de Sauce, Ben trató de ordenar sus pensamientos dispersos.
—Agradezco la bienvenida. Agradezco también que me reciba en su casa habiendo avisado con tan poco tiempo.
El Amo del Río se rió. Fue una risa espontánea y sincera que llenó el anfiteatro con su sonido, pero el rostro cincelado permaneció impasible.
—El hecho de que hayáis venido dice mucho en vuestro favor, gran señor. Vos sois el primero en hacerlo desde que el viejo rey murió. Sería un ser absurdo si me negase a recibiros después de tan larga espera.
Ben sonrió cortésmente, pero la sonrisa fue sustituida por la sorpresa cuando advirtió que el Amo del Río tenía branquias a un lado del cuello.
—Parece que ha sido una larga espera para todos —logró decir.
El Amo del Río asintió.
—Muy larga. —Se volvió—. Esta es mi familia, gran señor: mis esposas, mis hijos y mis nietos. Muchos de ellos no habían visto nunca a un rey de Landover y pidieron asistir.
Los presentó uno por uno. Las branquias de su cuello vibraban levemente cuando hablaba. Ben escuchó con paciencia, inclinando la cabeza a cada nombre, saludando de la misma forma a Sauce cuando le fue presentada, sintiendo que sus ojos le quemaban. Cuando el Amo del Río hubo terminado, Ben presentó a los miembros de su grupo.
—Sean todos bienvenidos —dijo el Amo del Río en respuesta, y dio la mano a cada uno—. Esta noche habrá una fiesta en vuestro honor y un desfile. Podéis considerar a Elderew como vuestra casa mientras permanezcáis con nosotros. —Dedicó a Ben lo que podía interpretarse como una sonrisa—. Y ahora creo que deberíamos hablar de lo que os ha traído hasta aquí, gran señor. Es costumbre de la región de los lagos discutir los asuntos directamente y con claridad. Mientras vuestros compañeros son conducidos al pueblo, vos y yo conferenciaremos a solas. ¿Aceptáis?
Ben asintió.
Ni siquiera miró a Questor para ver si lo aprobaba. El mago no podía prestarle ayuda en esta ocasión. Sabía lo que debía hacer, y sabía que debía hacerlo solo. Además, el Amo del Río no parecía mal intencionado, a pesar de los enigmáticos comentarios de Abernathy.
El Amo del Río despidió a su familia con instrucciones para acompañar a Questor, Abernathy y los kobolds a sus aposentos. Luego se volvió hacia Ben.
—¿Os gustaría ver algo del pueblo mientras hablamos, gran señor? —preguntó.
Fue más una sugerencia que una pregunta, pero Ben asintió complacido. El Amo del Río le señaló uno de los túneles que transcurrían bajo el anfiteatro y él lo siguió sin decir nada. Le dirigió una última mirada a Sauce, que lo contemplaba desde la velada luz del sol, antes de entrar en las sombras.
Cuando emergieron en el otro extremo del túnel, el Amo del Río le condujo a lo largo de la orilla de un canal bordeado de macizos de flores y setos cuidadosamente podados hasta un parque que se extendía alrededor del anfiteatro. Allí había niños jugando, pequeñas figuras veloces de distintos tamaños y formas que reflejaban la diversidad de su ascendencia, cuyas voces alteraban y alegraban la tranquilidad de la tarde. Ben sonrió con añoranza. Hacía mucho tiempo que no oía el ruido que producían los niños al jugar. Aquellos niños eran iguales a los de su mundo, excepto por su apariencia.
Pero, no debía olvidar que Landover era ahora su mundo.
—Sé que habéis venido a Elderew para pedirme lealtad al trono, gran señor —le informó el Amo del Río de repente, con su rostro de plata como una máscara inexpresiva. Su expresión nunca cambiaba, nunca reflejaba ni la más pequeña parte de sus pensamientos—. Sé también que antes fuisteis a ver a los señores del Prado con la misma petición, que fue rehusada. —Ben lo miró con cierto asombro, pero el Amo del Río se encogió de hombros—. Oh, no debéis sorprenderos de que sepa tales cosas, gran señor. He pertenecido al mundo de las hadas, y aún conservo un poco de la magia que poseía entonces. Tengo ojos en muchos rincones del valle.
Hizo una pausa, después habló sobre la construcción del parque y del sistema de canales que atravesaba Elderew. Ben escuchó con paciencia, viendo que pretendía llevar la conversación a su propio ritmo, y dejó que lo hiciese. Caminaron hasta un bosquecillo de olmos que bordeaba los árboles gigantescos que formaban el armazón de la villa.
—Respeto la iniciativa y el valor que habéis demostrado al emprender un viaje a este valle, gran señor. —El Amo del Río volvió al tema de la visita de Ben—. Creo que sois más fuerte que los otros que reclamaron antes el trono de Landover. En cualquier caso, vuestro comportamiento en Rhyndweir lo sugiere. Creo también que sois un hombre franco y decidido, así que os ahorraré las maniobras evasivas de la diplomacia. He reflexionado sobre vuestra petición, conociéndola como os he dicho, y debo rechazarla.
Siguieron caminando en silencio. Ben estaba aturdido.
—¿Puedo preguntar por qué? —dijo al fin.
—No veo la ventaja de acceder a eso.
—Yo podría mostrarle muchas.
El Amo del Río asintió.
—Sí, ya lo sé. Podríais argumentar que unidos seríamos más fuertes, que un gobierno central beneficiaría a todas las gentes del país. Podríais argumentar que los pobladores del país no pueden confiar unos en otros mientras no haya un rey. Que estamos amenazados desde fuera por los mundos vecinos y desde dentro por la Marca y sus demonios. Podríais argumentar que la tierra está afectada por una enfermedad causada por el deterioro de la magia que la hizo, y que acabará muriendo. —Se volvió a mirarlo—. ¿He enumerado correctamente los argumentos que ibais a exponer?
Ben asintió con la cabeza lentamente.
—¿Cómo puede responder a ellos? ¿Cómo puede desmontarlos?
—Os contaré una historia. —El Amo del Río condujo a Ben a un banco tallado en una enorme roca. Se sentaron—. La gente de la región de los lagos procede del mundo de las hadas, gran señor. La mayoría llegó aquí en una época ya olvidada incluso por nosotros. Somos seres del mundo de las hadas que decidimos vivir en un mundo de humanos. Nos hemos hecho mortales por elección, sometiéndonos a los efectos del paso del tiempo. Somos espíritus elementales: criaturas de madera, tierra y agua, duendes, ninfas, nereidas, náyades… Abandonamos el mundo de las hadas y nos instalamos en la región de los lagos. Hicimos de ella paraje de belleza, gracia y salud. Lo hicimos porque ése era nuestro primer propósito al trasladarnos a Landover. Vinimos para darle vida, no sólo a la región de los lagos, sino a todo el valle.
Hizo una pausa.
—Tenemos ese poder, gran señor, el poder de dar vida. —Se inclinó hacia delante, como un buen profesor instruyendo a su alumno—. Como veis, no hemos perdido toda la magia. Aún tenemos poder de curación. Logramos que una tierra asolada por alguna enfermedad o plaga se recupere del todo. Venid conmigo un momento y comprobaréis lo que os digo.
Se levantó y se acercó hasta un grupo de arbustos que se adentraba en el bosquecillo de olmos. Las hojas mostraban signos de marchitez y manchas, como los lindoazules que Ben había encontrado en su viaje a Plata Fina.
—¿Veis la enfermedad que se muestra en las hojas? —preguntó el Amo del Río.
Se agachó y colocó la mano sobre el arbusto, cerca de donde el tronco penetraba en el tierra. Había concentración en su cara. Su respiración se hizo más lenta y su cabeza se inclinó hasta tocar el pecho con la barbilla. El arbusto se estremeció, respondiendo a su toque. La marchitez y las manchas desaparecieron, el color se avivó y el arbusto se irguió en la luz de la tarde.
—Tenemos el poder de curar —repitió el Amo del Río, conservando aún la intensidad de su mirada—. Lo habríamos usado en beneficio de toda la tierra si se nos hubiera permitido hacerlo. Pero hay muchos que desconfían de nosotros, y muchos más a quienes no interesa el trabajo que hacemos. Prefieren tenernos confinados en la región de los lagos, y nosotros nos hemos sometido a sus deseos. Si prefieren considerarnos peligrosos porque somos diferentes, los dejaremos en su error. Pero no se conforman con eso, gran señor. Continúan perjudicando a la tierra que usan. Hacen que la enfermedad se extienda a causa de su descuido y negligencia. Provocan la enfermedad no sólo a sus propias casas del valle, sino en las nuestras también, en los ríos y en los bosques que nos pertenecen.
Ben asintió. Quizás, después de todo, compartían problemas comunes.
—Su mundo no es muy diferente del mío, Amo del Río. También allí hay muchos que contaminan la tierra y el agua, y se despreocupan de la seguridad y la salud de los demás.
—Entonces, gran señor, comprenderéis el final que le he dado a esta historia. —El Amo del Río le miró de frente—. La región de los lagos nos pertenece a quienes vivimos en ella y la cuidamos. Es nuestra casa. Si los habitantes del valle prefieren destruir las suyas, no es de nuestra incumbencia. Nosotros tenemos el poder de curar a los ríos y los bosques, y lo haremos mientras sea necesario. La pérdida de la magia que se produjo con la muerte del viejo rey no nos causó mayores problemas de los que ya existían. Los señores del Prado, los trolls, los kobolds, los gnomos y todos los otros habían esparcido la enfermedad por Landover mucho antes de eso. Nada ha cambiado para nosotros. Siempre hemos sido un pueblo aislado, y sospecho que siempre lo seremos. —Movió la cabeza con lentitud. Os deseo éxito, gran señor, pero no puedo prometeros lealtad. Vuestra llegada al trono de Landover no cambia nada para las gentes de la región de los lagos.
Ben observó el arbusto que el Amo del Río había curado y cruzó los brazos sobre el pecho solemnemente.
—Questor Thews me dijo que el Amo del Río y su pueblo trabajaban para curar la enfermedad que se extiende por Landover. Pero, ¿no es cierto que el trabajo para impedir el avance de la enfermedad es cada día más difícil? La pérdida de la magia propaga la enfermedad con demasiada rapidez. Llegará un momento en que su habilidad no será suficiente, un momento en que la plaga será tan fuerte que la magia de la tierra morirá.
El rostro del Amo del Río era como de piedra.
—Los otros pueden perecer porque carecen del talento necesario para sobrevivir, gran señor, pero no nos ocurrirá a nosotros.
Ben frunció el entrecejo.
—Esa declaración de independencia parece demasiado optimista, ¿no cree? ¿Qué hay de la Marca y sus demonios? ¿Podrán sobrevivir a ellos?
Había una nota de irritación en su voz.
—Ni siquiera nos verán si así lo deseamos. Podemos desaparecer en la niebla en un instante. No representan ningún peligro para nosotros.
—¿De veras? ¿Y si ocupan Elderew?
—Entonces volveremos a establecernos. Ya lo hicimos antes. La tierra ofrece siempre los medios para sobrevivir cuando se posee magia.
Su tranquila seguridad resultaba exasperante. Era la viva imagen del sabio proverbial que vive entre sus libros sin ver nada del mundo que no estuviese escrito allí. Le pareció que, después de todo, el escepticismo de Abernathy tenía cierto fundamento. La mente de Ben se esforzaba en encontrar argumentos que descartaba en seguida. Era obvio que el Amo del Río había decidido no prometer lealtad a ningún rey de Landover, y no parecía fácil que algo le hiciera cambiar de opinión. Sin embargo, Ben era consciente de que debía encontrar un modo.
Una luz se encendió dentro de su cabeza.
—¿Qué hay de la razón que le indujo a venir a Landover, Amo del Río? ¿Qué hay de su trabajo aquí?
El rostro cincelado lo miró.
—¿Mi trabajo aquí, gran señor?
—Su trabajo, el trabajo que trajo a toda su gente desde el mundo de las hadas a Landover. ¿Qué hay de él? Dejó el paraíso y la vida sin tiempo ni final para entrar en un mundo de tiempo y muerte. Aceptó ser humano. Lo hizo porque quería limpiar Landover, dar la salud y la seguridad a su tierra, árboles, montañas y aguas. No sé por qué tomó tal decisión pero lo hizo. Ahora deduzco de sus palabras que abandona. No me parece que pertenezca a ese tipo de personas. ¿Va a volverse de espaldas y dejar que todo el valle enferme y se marchite sólo para demostrar que tiene razón? Una vez que la enfermedad haya adquirido la suficiente extensión y profundidad, ¿podrá encontrar magia para remediarlo?
El Amo del Río le miró con fijeza y en silencio. Frunció el entrecejo levemente y un indicio de duda se asomó en sus ojos.
Ben atacó de nuevo sin demora.
—Si me promete lealtad, pondré fin a la contaminación de las aguas y los bosques. Detendré la propagación de la enfermedad, no sólo aquí, en la región de los lagos, sino por todo el valle.
—Una noble ambición, gran señor. —El Amo del Río parecía casi triste—. ¿Cómo lo vais a lograr?
—Encontraré la forma.
—¿Cómo? Carecéis incluso de la escasa magia que poseía el viejo rey, la magia que le daba dominio sobre el Paladín. Lleváis puesto el medallón, lo he visto bajo vuestra túnica, pero es poco más que un símbolo de vuestro cargo. Gran señor, sólo sois un rey de nombre. ¿Cómo podéis hacer lo que prometéis?
Ben respiró profundamente. Aquellas palabras lo habían herido, pero tuvo cuidado de no mostrar el enojo en su voz.
—No lo sé. Pero encontraré una forma.
El Amo del Río se quedó silencioso un instante sumido en sus pensamientos. Luego asintió con un movimiento de cabeza y habló lentamente y con cuidada mesura.
—Muy bien, gran señor. Nada se pierde por permitiros intentarlo. Habéis hecho una promesa que recordaré. Poned fin a la contaminación. Detened la propagación de la enfermedad. Conseguid que los otros que habitan en el valle se avengan a trabajar con nosotros para preservar la tierra. Cuando hayáis logrado eso, os prometeré lealtad. —Extendió la mano—. ¿De acuerdo, gran señor?
Ben también extendió la suya.
—De acuerdo, Amo del Río.
Se estrecharon las manos. El ruido de las risas de los niños sonó suavemente a lo lejos. Ben suspiró para sí. Otra promesa condicionada. Estaba construyendo un castillo de naipes.
Dirigió al Amo del Río su mejor sonrisa de abogado.
—¿No sabrá por casualidad algún modo de expulsar al dragón del Prado?