SAUCE

La decisión que tomó Ben de abandonar Rhyndweir tan de repente no resultó muy afortunada. Apenas habían dejado atrás las tiendas y cabañas que se alineaban en las inmediaciones del castillo, cuando empezó a llover. La lluvia cayó lentamente al principio, como una salpicadura sobre sus caras, leve y suave. Luego las gotitas se convirtieron en chaparrón y éste en aguacero. Las nubes ocultaron las lunas y las lejanas estrellas, y todo se volvió tan negro como la pez. El viento aullaba en las llanuras y campos del Prado, empujando a los viajeros como el soplo de un gigante. Ante aquello, decidieron buscar un refugio, pero ya estaban empapados hasta los huesos.

Entraron, para pasar la noche, en un pajar ruinoso y vacío, que había estado repleto en otros tiempos. La lluvia, impulsada por el viento, penetraba por las grietas y orificios de las paredes y el tejado, y apenas encontraron sectores secos. Ben y sus compañeros se acomodaron en el gran pesebre que había en un extremo. Era la parte más seca de la construcción y estaba lleno de paja. Cualquier posibilidad de encender una hoguera quedaba descartada, de modo que tuvieron que resignarse a cambiar de ropa y compartir las mantas. Questor se ofreció a utilizar su magia para conseguir calor sin llamas, cosa que había intentado con éxito en una ocasión, pero Ben se lo prohibió. La magia de Questor evidenciaba una peligrosa propensión a los incendios, y aquel pajar era el único refugio a la vista.

Además, razonó Ben obstinadamente, soportar la tormenta en tan malas condiciones parecía un castigo apropiado por el modo en que había complicado las cosas en Rhyndweir.

—Lo he estropeado todo, Questor —le dijo mientras se reunían en la oscuridad y escuchaban el tamborileo de la lluvia en el tejado.

—¿Hummmm?

La atención de Questor estaba concentrada en limpiar la suciedad y la sangre de los numerosos cortes y rasguños que Ben había sufrido en la pelea con Kallendbor.

—Lo he enredado todo. Me he comportado con torpeza. Caí en la trampa de Kallendbor aceptando su estúpido reto. Perdí la serenidad. Dejé que el asunto se me escapara de las manos. —Suspiró y se apoyó contra un lado del pesebre—. Debí haber expuesto mejor la situación. ¡Qué gran abogado soy! ¡Qué gran rey!

—Creo que hicisteis lo que debíais, gran señor.

Ben le dirigió una mirada escéptica.

—¿Lo cree?

—Era obvio que fracasaríais en vuestro intento de conseguir la lealtad de los señores del Prado, a menos que la aceptárais según sus condiciones. Si os hubiérais mostrado dispuesto a casaros con la hija de alguna de las familias, ahora contaríais con su lealtad. Habríais tenido una esposa y una docena de parientes que apoyarían vuestro reinado, un reinado que habría sido demasiado corto. —El mago se encogió de hombros—. Pero vos sabíais tan bien como yo lo que pretendían, ¿verdad?

—Sí.

—Por tanto obrasteis correctamente al rechazar la oferta, y creo que demostrasteis una gran serenidad en tales circunstancias. Creo que si se hubiera permitido que la pelea continuase, le habríais vencido.

Ben rió.

—Agradezco su voto de confianza. Sin embargo, me parece que no deja nada al azar.

—¿A qué os referís?

—Me refiero a que desobedeció mi orden de no utilizar la magia evocando la imagen del Paladín cuando parecía que iba a perder.

El rostro de búho se quedó inmóvil frente al suyo, como una imprecisa silueta en la oscuridad. Apartó a un lado los lienzos manchados de sangre.

—No lo hice, gran señor. Apareció el Paladín.

Hubo un largo silencio.

—Entonces ya se ha presentado tres veces —susurró al fin Ben, con perplejidad evidente—. Cuando estaba atrapado en el túnel del tiempo con la Marca, cuando los demonios aparecieron en la coronación y ahora en el Prado. Pero parecía lo que usted dijo: un fantasma. Parecía como si sólo fuese una imagen de luz. ¿Qué es en realidad?

El mago se encogió de hombros.

—Quizás lo que parece, quizás algo más.

Ben dobló las rodillas contra su cuerpo, tratando de entrar en calor.

—Creo que está ahí fuera. Creo que está intentado volver.

Miró a Questor para obtener confirmación.

Éste negó con la cabeza.

—No lo sé, gran señor. Quizás.

—¿En qué circunstancias se presentaba en el pasado? Debe de haber algo que pueda decirme al respecto, algo sobre la razón por la que se aparecía al viejo rey, y el sistema que empleaba.

—Aparecía cuando era convocado —contestó el mago—. Sólo cuando lo hacía el portador del medallón. El medallón es parte de la magia, gran señor. Existe un vínculo entre él, los reyes de Landover y el Paladín. Pero únicamente los reyes de Landover han comprendido por completo la esencia del vínculo.

Ben sacó el medallón de debajo de su túnica y lo contempló.

—Quizás si lo froto, le hablo o me limito a apretarlo con la mano consiga que se muestre el Paladín. ¿Qué opina?

Questor se encogió de hombros. Ben hizo las tres cosas y nada ocurrió. Las repitió deseando la aparición del Paladín, con las manos cerradas sobre el medallón, apretando con tanta fuerza que podía percibir el grabado de su superficie. Nada ocurrió.

—Supongo que debería haber imaginado que no sería tan fácil. —Suspiró y dejó caer el medallón, sintiendo su peso en la cadena que rodeaba su cuello. Miró hacia un agujero del tejado del pajar cuando el viento hizo traquetear las ripias contra sus soportes—. Explíqueme qué ocurre con el dragón y los señores del Prado.

La figura encorvada del mago se inclinó un poco más para acercarse.

—Ya oísteis lo más importante de labios de Kallendbor. Los señores del Prado están en guerra con Strabo. El dragón es su némesis. Los ha acosado durante casi veinte años, desde que el viejo rey murió. Quema sus cosechas y sus casas, devora sus ganados y, en ocasiones, a sus siervos. Arrasa sus tierras a voluntad, y no lo pueden detener.

—Porque el dragón forma parte de la magia, ¿no es así?

—Sí, gran señor. Strabo es el último de su especie. Era una criatura del mundo de las hadas hasta que se exilió hace miles de años. No puede ser dañado por las armas de los mortales, sólo por la magia que lo creó. Ésa es la razón de que Kallendbor os retara a que los libraseis del dragón. Está seguro de que no podréis porque está seguro de que sois un fraude. Un verdadero rey de Landover invocaría la magia del medallón y convocaría al Paladín para que cumpliese sus órdenes.

Ben asintió.

—Todo vuelve al Paladín, ¿no? Dígame, Questor, ¿por qué acosa el dragón de esa forma a los señores del Prado?

El mago sonrió.

—Es un dragón.

—Sí, ya lo sé. Pero no siempre se ha comportado así, me imagino. Al menos mientras el rey vivía.

—Es verdad. En otros tiempos no salía de su tierra. Quizás le tenía miedo al viejo rey. Quizás el Paladín lo mantuvo allí hasta que el rey murió. Podéis imaginar lo que os plazca. Vuestra imaginación es tan buena como la mía.

Ben suspiró y volvió a apoyarse contra un lado del pesebre. Le dolía todo el cuerpo.

—¿Por qué siempre evade mis preguntas? ¡Maldita sea! ¡Se supone que es el mago de la corte y mi consejero personal, pero, al parecer, no sabe mucho de nada!

Questor desvió la vista.

—Hago lo que puedo, gran señor.

Ben se arrepintió de sus palabras y apoyó una mano en el hombro de Questor.

—Lo sé. Siento haberlo dicho.

—Estuve fuera de la corte en vida del viejo rey, y nunca mantuve con mi hermanastro relaciones muy íntimas. En caso contrario, quizás tendría algunas respuestas a vuestras preguntas.

—Olvídelo, Questor. Siento lo que dije.

—La situación tampoco ha sido fácil para mí.

—Lo sé, lo sé.

—Tuve que aprender la magia prácticamente solo. No conté con tutor ni maestro que me instruyesen. Me vi obligado a preservar el trono de Landover mientras pastoreaba a un rebaño de reyes que se asustaban de su propia sombra y no querían más desafío del que se afronta al contemplar a los caballeros en una justa. —Su voz se fue elevando—. He dado cuanto tenía para conservar el trono, incluso mientras estaba hostigado por desdichas que habrían acabado con cualquier…

El gruñido de Abernathy lo interrumpió bruscamente.

—¡Por favor, mago, basta de monólogos! ¡Estamos cansados de llorar por el relato de tus desgracias y ya no podemos más!

La boca de Questor se cerró con un audible chocar de dientes.

Ben sonrió a pesar suyo. La cara le dolió al hacerlo.

—Espero no ser uno más de esos infortunados reyes que ha descrito, Questor —dijo.

La furiosa mirada del otro estaba todavía sobre Abernathy.

—Es difícil —dijo, sin apartarla.

—Bueno. Dígame una cosa más. ¿Podemos confiar en que Kallendbor cumpla su palabra?

Questor volvió hacia él.

—Respecto al dragón, sí. Hizo un juramento.

Ben asintió.

—Entonces debemos encontrar un modo de desembarazarnos del dragón.

Se produjo un momento interminable de silencio. Ben pudo sentir cómo los otros se miraban en la oscuridad.

—¿Alguna idea sobre el procedimiento para hacerlo? —preguntó.

Questor negó con la cabeza.

—Nunca se ha hecho nada semejante.

—Siempre hay una primera vez para todo —contestó Ben con cierta frivolidad, preguntándose al mismo tiempo a quién trataba de convencer—. Usted dijo que sólo mediante la magia nos libraríamos del dragón. ¿Quién puede ayudarnos a encontrar esa magia?

Questor reflexionó.

—Belladona, desde luego. Es la más poderosa de los llegados del mundo de las hadas. Pero es tan peligrosa como el dragón. Creo que tendríamos más suerte con el Amo del Río. Al menos, éste se mostró leal a los reyes de Landover en el pasado.

—¿Es una criatura de la magia?

—Lo fue en otro tiempo. Vino del mundo de las hadas hace siglos. Pero aún conserva parte de sus conocimientos ancestrales y podría ayudarnos. Como recordareis, os sugerí que le dedicásemos nuestra segunda visita, incluso en caso de que los señores del Prado os hubieran prometido lealtad.

Ben asintió.

—Entonces está decidido. Mañana nos dirigiremos a la tierra del Amo del Río. —Se estiró, se metió bajo las mantas, titubeó un momento y luego dijo—: Puede que no sea importante para ustedes, pero quiero darles las gracias por su apoyo.

Se produjo un murmullo de reconocimiento y el ruido de los otros al volverse en la cama. Todo quedó en silencio durante un momento, excepto por el golpeteo de la lluvia al caer y la suave embestida del viento.

Después, Abernathy habló.

—Gran señor, ¿sería mucho pedir que evitásemos acampar en pajares de aquí en adelante? Creo que en esta paja hay pulgas.

Ben sonrió y se dejó invadir por el sueño.

Al amanecer, la lluvia había cesado y el resplandor del sol apareció a través de la niebla y las nubes que aún quedaban. El pequeño grupo reemprendió la marcha por el valle de Landover, esta vez girando hacia el sur donde estaba la tierra del Amo del Río. Viajaron durante todo el día; Ben, Questor y Abernathy a caballo, los kobolds a pie. De nuevo, Juanete se adelantó para anunciar su llegada. Pasaron por las tierras bajas de las haciendas de los señores del Prado a media tarde, dejando atrás las grandes extensiones de praderas y campos de cultivo. Al anochecer, se adentraron en la región de colinas ondulantes del Amo del Río.

Ben observó que la vida era diferente allí. El matiz de las cosas era más brillante y auténtico, como si el deterioro de la magia no les hubiera afectado tanto. Era una zona de lagos y ríos enclavada en hondonadas y valles, con huertos y bosques diseminados sobre suaves pendientes, de hierbas y helechos mecidos por el viento como las olas de un mar. Las nieblas eran más densas en el sector de las colinas, atrapadas en bolsas como nubes varadas, arrastrándose de la hondonada al valle y del valle a la hondonada. Pero el verde de la hierba y los árboles, y el azul de los lagos y ríos, eran más intensos y limpios que en el Prado. Las pinceladas rosas, rojas y violetas no tenían el tono invernal que caracterizaba a las llanuras. Incluso los lindoazules parecían tener más vitalidad, aunque algunas manchas oscuras enturbiaban su belleza.

Ben preguntó a Questor a qué se debía.

—El Amo del Río y los que le sirven están más cerca de las viejas costumbres que la mayoría. Aún conservan restos de la magia, y los utilizan para mantener limpias las aguas y la tierra en que habitan. —Questor paseó la mirada por los alrededores y se encogió de hombros—. La magia del Amo del Río sólo proporciona una protección superficial contra el debilitamiento de la magia de la tierra. Los signos de marchitez y oscurecimiento son ya evidentes. El Amo del Río y sus seguidores procuran contenerlos lo mejor que pueden. No obstante, llegará el día en que les será imposible evitarlos.

—¿Y todo eso ocurre porque Landover no tiene rey?

A Ben le resultaba difícil aceptar la correlación entre ambas situaciones.

—No tenía rey, gran señor. No ha tenido rey durante veinte años.

—Los treinta y dos fracasos no cuentan mucho, ¿verdad?

—Contra el deterioro de la magia, nada; como podéis ver. Vos seréis el primero que cuente para algo.

Quizás sí, quizás no, pensó Ben sombríamente, recordando su falta de éxito con los señores del Prado.

—No lo entiendo. ¿Nadie es consciente del problema? Quiero decir que el país está agonizando sólo porque no pueden ponerse de acuerdo para apoyar a un rey.

—No creo que ellos perciban el asunto de esa forma, gran señor —dijo Abernathy, inclinándose hacia delante en su caballo.

Ben volvió la cabeza.

—¿A qué te refieres?

—Se refiere a que la conexión entre la falta de rey y el deterioro de la magia de la tierra me lo he inventado yo —intervino Questor, obviamente irritado con el amanuense—. Se refiere a que nadie más los relaciona.

Ben frunció el entrecejo.

—¿Y si ellos tienen razón y usted está equivocado?

El rostro de búho se tensó.

—¡Entonces todo lo que vos y yo estamos intentado sería una pérdida de tiempo colosal! ¡Pero ocurre que ellos no tienen razón ni yo estoy equivocado! —Questor se giró para mirar a Abernathy y luego volvió a su posición anterior—. He tenido veinte años para meditar sobre el problema, gran señor. He observado y estudiado. He utilizado la magia que poseo para comprobar mi teoría. Puedo decir con cierta seguridad que Landover necesita un rey para sobrevivir.

Su defensa fue tan contundente que dejó callado a Ben. Abernathy fue el primero en hablar.

—Si has acabado por el momento con tu tentativa de autorreivindicación, Questor Thews, quizás me permitas decir unas palabras para explicar a qué me refería cuando dije que otros no perciben el asunto como nosotros. —Miró por encima de sus gafas a Questor, mientras el mago se enderezaba en su silla sin dignarse a mirar hacia atrás—. Me refería a que la falta de percepción de los otros no es respecto al problema, sino respecto a la solución. La mayoría ve con bastante claridad que el deterioro de la magia se produjo a partir de la muerte del viejo rey. Pero nadie cree que la coronación de un nuevo rey sea la solución total del problema. Unos piensan que deben ponerse limitaciones a esa solución, otros que debe buscarse una solución distinta. Y los menos que no debe buscarse ninguna solución.

—¿Ninguna solución? ¿Quién cree eso? —preguntó Ben con asombro.

—Belladona lo cree. —Questor tiró de las riendas de su caballo, dejando de lado por el momento su enfado con Abernathy—. Sólo le importa la Caída Profunda, y su propia magia mantiene las hondonadas como ella las desea. Si la magia de la tierra desapareciese, la suya sería la más poderosa.

—Los señores del Prado aceptarían como rey a uno de los suyos, pero no a un extraño —dijo Abernathy, como colofón de lo expuesto—. Aceptarían la solución, pero con restricciones.

—Y el Amo del Río busca otra solución distinta por completo, una solución para su propio uso —concluyó Questor.

—Eso es lo que quise decir —afirmó Abernathy, enojado.

El mago se encogió de hombros.

—Pues debiste haberlo dicho.

Las sombras empezaron a concentrarse rápidamente sobre la tierra cuando penetraron en un pequeño bosquecillo de álamos para acampar durante la noche. Una cordillera boscosa se destacaba en el horizonte occidental y el sol ya comenzaba a sumergirse tras las copas de sus árboles, filtrando entre las ramas sus rayos de luz dorada. Al sur del campamento había un lago, una gran extensión de agua gris y destellante sobre la que flotaba la niebla en densas nubes. Los pájaros volaban por el cielo nocturno en círculos amplios y lentos.

—Ese lago se llama Irrylyn —informó Questor, cuando desmontaron y le entregaron las riendas de los caballos a Chirivía—. Se dice que en determinadas noches a mitad del verano, los duendes y las ninfas del Amo del Río se bañan en sus aguas para conservar la juventud.

—Debe de ser un espectáculo muy interesante —comentó Ben bostezando y estirándose, convencido de que era más interesante aún una buena noche de descanso.

—Algunos creen que las aguas tienen el poder de conservar la juventud. —Questor estaba sumido en sus pensamientos—. Incluso hay quien cree que las aguas pueden transformar a los viejos en jóvenes.

—La gente cree cualquier cosa —gruñó Abernathy, sacudiéndose hasta que su pelaje se libró del polvo que lo aplastaba—. Me he bañado en esas aguas más de una vez y lo único que he conseguido es oler un poco mejor.

—Algo que deberías considerar ahora —le aconsejó Questor, arrugando la nariz con desagrado.

Abernathy gruñó en respuesta y se alejó a paso lento hacia la oscuridad. Ben contempló su marcha y luego se volvió hacia Questor.

—Me parece una buena idea que voy a aprovechar, Questor. Me siento como un felpudo. ¿Existe alguna razón por la que no pueda quitarme todo este polvo?

—Ninguna razón, gran señor. —El mago ya estaba alejándose, en busca de Chirivía—. Supongo que será mejor que yo me encargue de la cena.

Ben fijó la vista en el lago. Luego se volvió.

—¿Hay algún peligro allí que yo deba conocer? —le gritó, recordando de pronto al wump de pantano, la criatura cavernícola y al otro ser, cuyo nombre no había retenido.

Pero Questor estaba demasiado lejos para oírle, su figura encorvada ya no era más que una sombra vaga en la niebla. Ben dudó, mirándole; después se encogió de hombros y volvió a concentrar su atención en el lago. Si las ninfas y los duendes se bañaban en las aguas del Irrylyn, ¿qué peligro podía haber? Además, Abernathy estaba allí.

Caminó entre las sombras hacia la orilla del lago. Éste se extendía ante él como un espejo de plata, reflejando retazos de niebla y las esferas coloreadas de las lunas de Landover. Sauces, chopos y cedros formaban una bóveda sobre su cabeza y parecían gigantes encorvados en la escasa luz crepuscular. Los pájaros lanzaban los gritos agudos que reservaban para el final del día. Ben se desnudó y se quitó las botas, escudriñando en la penumbra para localizar a Abernathy. El perro no se veía por ninguna parte, ni tampoco se oían sus movimientos.

Dio unos pasos en el agua y quedó sorprendido. ¡Estaba caliente! Era como si se hallara en una bañera. Su agradable contacto suavizó y relajó los músculos de sus piernas. Se agachó y la tocó con la mano, seguro de que la diferencia de temperatura entre el aire y el agua debía ser la responsable de aquella extraña sensación. Pero no era así, estaba caliente de veras, como si fuese una gigantesca fuente termal.

Siguió avanzando con cautela hasta que el agua le llegó a la rodilla y la sombra de su cuerpo se proyectó sobre ella. Algo más resultaba curioso. Tenía la sensación de estar pisando arena. Se agachó de nuevo y cogió un puñado del fondo del lago. ¡Era arena! La examinó con atención a la luz de las lunas para asegurarse. Se encontraba en el lago de un bosque, cuyo fondo debía ser de fango o de roca. ¡Y era de arena!

Se adentró más, empezando a preguntarse si sería cierto que alguna clase de magia actuaba en el Irrylyn. Volvió a mirar a su alrededor en busca de Abernathy, pero el perro había desaparecido. Continuó su avance lentamente hasta que el agua le llegó al cuello, sintiendo que la calidez le penetraba en su cuerpo, abandonándose a esa sensación. Ahora estaba a varios metros de la orilla. La pendiente del fondo era suave y descendía de forma gradual, no más de tres o cuatro centímetros por metro. Nadó hacia el interior, estirando el cuerpo, respirando a intervalos regulares. Vio una segunda cala frente a él y nadó hacia allí. Era pequeña, con apenas unos treinta metros de anchura. Pasó ante ella en dirección a una tercera. Cambió su forma de nadar, del crawl a la braza, para no hacer ruido, con la cabeza fuera del agua encarada a su punto de destino. La luz lunar llenaba el agua de franjas de diversos colores, y la niebla que derivaba sinuosamente en lo alto la sombreaba de gris. Ben cerró los ojos y nadó.

La tercera cala era aún más pequeña, de apenas unos veinticinco metros. Los juncos ocultaban la orilla, y los cedros y los sauces formaban una bóveda sobre las aguas, proyectando oscuras sombras sobre el lago. Ben se sumergió bajo el agua y buceó por la ensenada en dirección a las sombras.

Emergió cerca de la orilla y se encontró frente a una mujer, a no más de tres metros de distancia. Estaba dentro del agua que la cubría hasta las rodillas, y tan desnuda como él. No hizo ningún intento de huir ni de cubrirse. Parecía un animal inmovilizado por el terror.

Ben Holiday la miró y, sólo por un instante, los ojos de su mente vieron a alguien que creía haber perdido para siempre. El agua se escurría por sus ojos y parpadeó para apartarla.

—¿Annie? —susurró con incredulidad.

Entonces las sombras y la niebla que la cubrían se desplazaron y pudo ver que no era Annie, sino otra persona.

Y quizás también otra clase de ser.

Su piel era verde pálido, tersa y perfecta, casi plateada cuando captaba el reflejo de las aguas del Irrylyn. Sus cabellos también eran verdes, del tono oscuro de las hojas de los árboles, recogidos en trenzas que le llegaban a la cintura, entrelazadas con flores y cintas. Pero el cabello le crecía también en franjas estrechas en la parte posterior de los antebrazos y las pantorrillas, como sedosas crines que agitaba suavemente la brisa nocturna del lago.

—¿Quién eres? —le preguntó ella con voz dulce.

Fue incapaz de responder. Al verla con claridad y apreciar su exquisita belleza quedó impresionado, puesto que superaba el poder de la imaginación. Era la criatura más hermosa que había visto.

Ella dio un paso adelante. Su rostro era tan juvenil que la hacía parecer casi una niña.

—¿Quién eres? —repitió.

—Ben —contestó con dificultad, sin pensar en otra respuesta más adecuada.

—Yo soy Sauce —dijo ella—. Y ahora te pertenezco.

De nuevo se quedó atónito. La joven avanzó, y ahora fue él quien se convirtió en el animal asustado a punto de huir.

—Ben. —Su voz adquirió una cadencia suave y melodiosa al hablarle—. Soy una sílfide, la hija de un duende que se convirtió en humano y una ninfa de los bosques. Fui concebida a mitad del año, bajo las ocho lunas llenas, y mis hados fueron urdidos en las enredaderas y las flores de los jardines en que yacían mis padres. Dos veces al año, decretaron mis hados, tenía que venir al Irrylyn en la oscuridad y bañarme en sus aguas. Al hombre que me viese así, y no a otro, le pertenecería.

Ben sacudió la cabeza, moviendo los labios.

—Pero eso es una loe… ¡No puede ser! ¡Ni siquiera te conozco! ¡Tú no me conoces!

Ella se detuvo ante él, lo bastante cerca para poder tocarlo con sólo extender la mano. El deseó que lo hiciera. La necesidad de aquel contacto ardía en su interior. Luchó contra aquello con todas sus fuerzas, sintiéndose atrapado por las emociones que lo inundaban.

—Ben —susurró la sílfide y el sonido de su nombre pareció rodearlo—. Te pertenezco. Siento que es así. Siento que los hados tenían razón. Me entrego, como las sílfides de antaño. Me entrego al único que me ve así. —Su rostro se alzó y en las perfectas facciones se reflejaron los colores del arco iris de las lunas—. Debes tomarme, Ben.

Él no lograba apartar los ojos de ella.

—Sauce. —La llamó por su nombre, mientras luchaba por controlar sus emociones que se desbocaban—. No puedo tomar… lo que no me pertenece. Yo no soy de este mundo, Sauce. Apenas sé…

—Ben —susurró ella con urgencia, impidiéndole continuar—. Nada importa excepto lo que ha ocurrido. Te pertenezco. —Se acercó un poco más—. Tócame, Ben.

La mano de Ben se alzó. Los recuerdos de Annie destellaron en su mente con la luminosidad de un rayo, y aún así su mano continuó alzada. La calidez de las aguas del Irrylyn y del aire lo envolvió tan ceñidamente que casi le cortó la respiración. Los dedos de la ninfa tocaron los suyos.

—Acompáñame, Ben —le susurró.

Ardió por dentro. Un fuego rojiblanco consumía su razón. Ella era la necesidad que nunca había conocido. No podía renunciar. Los colores y el calor lo cegaron para todo lo que no fuese ella, y el mundo se desvaneció. Agarró con fuerza la mano de Sauce y sintió que estaban unidos.

—Ven conmigo —insistió ella, acercándose más.

Él la atrajo hacia sí y la rodeó con sus brazos.

—¡Gran señor!

Todo se nubló. Se produjo un crujido en la maleza y un ruido de pisadas. Los juncos se agitaron, y el silencio de la noche se rompió. Sauce se escurrió de entre sus brazos.

—¡Gran señor!

Abernathy hizo su aparición en la orilla, jadeando, próximo al agotamiento, con las gafas torcidas sobre su nariz peluda. Ben lo miró con silencioso asombro; luego, sus ojos recorrieron los alrededores con ansiedad. Estaba solo en la pequeña cala, desnudo y tembloroso. Sauce se había ido.

—¡Por lo que más queráis, no volváis a alejaros sin que uno de nosotros os proteja! —dijo Abernathy con una mezcla de irritación y alivio en la voz—. Creí que vuestra experiencia en Plata Fina había sido suficiente lección.

Ben apenas le oyó. Estaba examinando las aguas y la orilla en busca de Sauce. La necesidad de ella aún le quemaba como el fuego, y no podía pensar en nada más. Pero no la encontraba.

Abernathy se sentó sobre sus patas traseras, rezongando para sí.

—Bueno, supongo que no tenéis la culpa. El principal responsable es Questor Thews. Vos le dijisteis que deseabais bañaros en el lago y él debería haber sabido que no podíais ir sin el acompañamiento de Chirivía. El mago se muestra incapaz de comprender los peligros que representa esta tierra para vos. —Hizo una pausa—: ¿Gran señor? ¿Os encontráis bien?

—Sí —respondió Ben, sin demora.

¿Había sido Sauce alguna extraña alucinación? Su aspecto era tan real…

—Parecéis un poco angustiado —dijo Abernathy.

—No, no, estoy bien… Sólo me creí… haber visto algo.

Se volvió y avanzó hacia la orilla, dejando las aguas del Irrylyn por la tierra seca. Abernathy llevaba una manta y lo envolvió en ella. Ben se la ciñó.

—La cena está esperando, gran señor —le anunció el perro, estudiando a Ben con más atención por encima de sus gafas. Se las colocó bien—. Quizás un poco de sopa os confortará.

Ben asintió mecánicamente.

—Eso suena bien. —Titubeó un momento—. Abernathy, ¿sabes lo que es una sílfide?

El perro lo observó un instante más.

—Sí, gran señor. Una sílfide es una especie de hada de los bosques, una descendiente femenina de los duendes y las ninfas, según me han dicho. Nunca he visto a ninguna, pero se supone que son muy bellas. —Sus orejas se atiesaron—. Muy bellas según los humanos. Los perros pueden disentir.

Ben desvió la mirada hacia la oscuridad.

—Me lo imagino. —Respiró profundamente—. ¿Dijiste sopa? Me gustaría tomar un cuenco.

Abernathy se volvió y empezó a alejarse.

—El campamento está por allí, gran señor. La sopa será bastante buena si el mago ha conseguido contenerse y no emplear su magia.

Ben se volvió para lanzar una rápida ojeada a la cala. Las aguas del lago brillaban serenas a la luz de las lunas. La orilla estaba vacía.

Sacudió la cabeza y se apresuró tras Abernathy

La sopa era buena. Ben Holiday la ingirió y consiguió quitarse la heladez que le había hecho temblar tras descubrir que estaba solo en la cala. Questor se tranquilizó al verlo regresar sin daño y se pasó toda la cena discutiendo con Abernathy sobre quién debía asumir la responsabilidad de la desaparición del gran señor. Ben no intervino. Los dejó discutir, habló cuando le hablaron, y se reservó sus pensamientos. Tras dos cuencos de sopa y varios vasos de vino, entró en un agradable sopor, mientras contemplaba las llamas de la pequeña hoguera que Chirivía había encendido. Ni siquiera se preocupó de no beber vino.

Poco después se retiró para dormir. Se envolvió en las mantas y le dio la espalda al fuego, quedando encarado a las aguas plateadas del lago, sobre las que derivaban y se arremolinaban los jirones de niebla, cubiertos por la noche. Escuchó el silencio que se había asentado sobre toda la región. Escudriñó la oscuridad en busca de sombras.

Aquella noche durmió bien, y soñó. No con Annie ni con Miles. No con la vida que había dejado al penetrar en Landover, ni con Landover y los innumerables problemas a los que tenía que enfrentarse como rey.

Soñó con Sauce.