SEÑORES DEL PRADO

Muchos habían prometido servir a los reyes de Landover, familias que durante generaciones lucharon en los ejércitos de los grandes señores y estuvieron junto a sus tronos. Muchos podían hablar con orgullo de su historia de servicios leales y fieles. Pero nadie había servido tan bien y durante tanto tiempo como los señores del Prado, y se aconsejó a Ben Holiday que acudiese a ellos en primer lugar.

—La nobleza de los barones se remonta a miles de años. En algunos data de la época en que se creó Landover —explicó Questor Thews—. Siempre han estado al lado del rey. Formaban la espina dorsal de su ejército, constituían el núcleo central de sus consejeros y su corte. Algunos llegaron a ser reyes de Landover, aunque no en los últimos cientos de años. Siempre eran los primeros en ofrecer sus servicios. Cuando el viejo rey murió, fueron los últimos en partir. Si deseáis algún apoyo, gran señor, deberéis obtenerlo de ellos.

Ben aceptó la sugerencia, aunque fue más una imposición que una sugerencia, y salió de Plata Fina al amanecer del día siguiente hacia las heredades de los barones campesinos; Questor Thews, Abernathy y los dos kobolds lo acompañaban. Ben, el mago y el amanuense iban a caballo porque el viaje era largo. Los kobolds podrían haber ido de la misma forma si lo hubieran deseado, pero los kobolds, en general, utilizaban poco los caballos, porque eran más rápidos y fuertes que el mejor caballo de carreras; por tanto, solían viajar a pie. Ben no tuvo problemas para entender eso. Además, los caballos se ponían nerviosos si los montaban los kobolds. Cualquier ser que fuese capaz de acabar con un lobo montés, una criatura cavernícola y un wump de pantano sin mucho esfuerzo, también lo ponía nervioso a él.

El grupo que partió aquella mañana tenía un aspecto peculiar. Questor iba delante, con su alta figura vestida de la forma llamativa acostumbrada caminando con indolencia por un campo de hierba grisácea que en otros tiempos había sido verde y destinada a pastos. Ben lo seguía sobre Espoleta, un alazán con una mancha blanca en forma de horquilla en las clavículas que le daba el nombre y propenso a asustarse por cualquier cosa y salir corriendo. Dos veces lo hizo montándolo Ben, que se aferró con todas sus fuerzas temiendo por su vida. Después del segundo incidente, Questor le golpeó con fuerza el hocico y lo amenazó, utilizando el lenguaje del animal, con recurrir a la magia. Esto pareció calmar a Espoleta. Seguía Abernathy sobre un bayo, portando el estandarte del rey con la figura del Paladín saliendo a caballo del castillo al amanecer, bordada en rojo sobre un fondo blanco. Era muy extraño ver a un terrier de pelo largo, con gafas y túnica, cabalgando y sosteniendo una bandera, pero Ben reprimió la sonrisa porque Abernathy no lo encontraba divertido en absoluto. Chirivía iba al final, tirando de varias cuerdas largas, que estaban atadas a otros tantos burros cargados con comida y ropas. Juanete se había adelantado por orden de Questor para avisar a los barones de que el rey de Landover deseaba reunirse con ellos.

—No tendrán opción, se verán obligados a recibirlos —afirmó Questor—. Los dictados de la cortesía les prohíben cerrar las puertas a un señor cuya posición es igual o superior a la suya. Desde luego, también podrían recibirnos como a un simple viajero que busca refugio y comida, pero eso no sería digno tratándose del rey.

—Poco es indigno de mí en este momento —contestó Ben.

Cabalgaban entre la niebla y las sombras de las primeras horas de la mañana. Bordearon la orilla del lago hasta donde ésta giraba hacia el este; entonces, se apartaron para trepar lentamente hacia el reborde del valle. Varias veces se volvió Ben Holiday a mirar la silueta de Plata Fina que se destacaba en el cielo del amanecer, austera y descolorida, con sus torres, almenas y muros devastados como si fuesen víctimas de alguna enfermedad sin nombre. Se sorprendió al descubrir que le disgustaba alejarse de él. Su apariencia podía recordar la del castillo de Drácula e incluso provocar repulsión, pero él había sentido su calidez y tomado contacto con la vida que lo animaba. Se había mostrado amable con él, acogiéndolo. Se dio cuenta de que deseaba poder hacer algo para ayudarle.

Encontró reconfortante pensar que tal vez lo conseguiría.

Después dejaron atrás el castillo, las nieblas y el valle al alejarse en dirección este por la tierra accidentada y boscosa que conducía al centro de Landover. Viajaron durante la mayor parte del día, deteniéndose una vez para comer y varias para un breve descanso. Al anochecer, tuvieron a la vista la amplia extensión de campos y cultivos que constituían el Prado.

Esa noche acamparon en un bosquecillo de abetos, sobre una loma que dominaba un llano cubierto de hierba destinada a pasto de ganado vacuno y cabras y un grupo de pequeños cobertizos y casas de madera unos kilómetros más al este. Ben desmontó, aliviado, del lomo de Espoleta cuando Questor indicó que se detuviesen. Hacía tiempo que no montaba a caballo. En realidad hacía casi veinte años. La última vez fue estando en la universidad. Ahora, en otro mundo y después de tanto tiempo, volvía a experimentar las consecuencias de una larga cabalgada. Su cuerpo estaba rígido, la tierra se movía a su alrededor cuando intentaba andar y persistía la sensación de que el caballo estaba aún entre sus piernas, a pesar de haber desmontado. Sabía que a la mañana siguiente estaría dolorido de los hombros para abajo.

—¿Podéis venir un momento, gran señor? —le preguntó Questor, haciéndole una seña.

Ben sintió deseos de estrangularlo por pedirle aquello, pero controló su irritación y avanzó hacia él.

Recorrieron sólo la corta distancia que los separaba del borde de la loma y se detuvieron con la vista puesta en las llanuras de debajo.

El brazo de Questor se extendió hacia el horizonte, como si quisiera abarcar todo el paisaje.

—El Prado, gran señor, las posesiones de las antiguas familias, las baronías de Landover. Sus dominios ocupan más de la mitad del reino. En el último cómputo había veinte familias, y esas veinte gobiernan toda la tierra, sus habitantes, sus aldeas y sus bienes; sometidas a la voluntad del rey, por supuesto.

—Por supuesto. —Ben siguió contemplando el valle—. Dijo veinte familias en el último cómputo. ¿Qué significa en el último cómputo?

El mago se encogió de hombros.

—Las familias se funden por medio del matrimonio. Otras aceptan la protección de familias más fuertes. Otras se extinguen, con un poco de ayuda a veces.

Ben lo miró de reojo.

—Maravilloso. Deduzco que no se llevan muy bien entre ellos.

—Regular. Unidos bajo el viejo rey, estaban menos dispuestos a aprovecharse unos de otros. Divididos por la falta de monarca, se han vuelto recelosos e intrigantes.

—Una circunstancia que debería trabajar en mi favor, ¿no le parece?

El rostro de búho se volvió hacia él.

—Es posible.

Ben asintió.

—Existe también la posibilidad de que sus recelos e intrigas se dirijan contra mí.

Questor hizo chasquear la lengua.

—Yo estaré con vos, gran señor. Además, no es probable que pierdan su tiempo y esfuerzo en tratar de deshacerse de un rey que consideran esencialmente inútil. Después de todo, se negaron a asistir a vuestra coronación.

—Es usted un torrente de sabiduría —dijo Ben con sequedad—. ¿Qué haría yo sin su apoyo?

—Oh, eso forma parte de mis servicios al trono.

Questor no había captado la ironía o había decidido ignorarla.

—Bueno, ¿pues qué más debo saber?

—Nada más. —Se volvió hacia él—. En tiempos mejores, estas tierras eran fértiles, los bienes abundantes, y había siervos voluntarios suficientes para formar una docena de ejércitos que sirviesen al rey de Landover. Las cosas han cambiado, como veréis en el viaje de mañana. Pero lo que se ha torcido puede enderezarse, si encontráis un modo de conseguir la lealtad de los señores del Prado.

Miró a lo lejos una vez más, dio media vuelta y se dirigió al campamento. Ben observó su marcha y sacudió la cabeza con incredulidad.

—Lo intentaré —murmuró.

Tardaron una hora más de las necesarias en instalar el campamento. Debían alzarse las tiendas y Questor tomó la iniciativa de ayudar en la operación con el empleo de su magia. Las tiendas se inflaron como globos y flotaron hacia arriba, posándose en las copas de los árboles. Se requirió toda la notable habilidad atlética de Chirivía para volver a bajarlas. Los caballos se soltaron de sus ataduras cuando Abernathy ladró (para su vergüenza) al ver al gato de una granja que andaba perdido, y pasó una hora más hasta que lograron atraparlos y devolverlos al campamento. Después de que las provisiones fueran descargadas y los estandartes del rey colocados, dieron de comer y beber a los animales e instalaron los lechos para dormir; todo sin el menor incidente.

La cena, sin embargo, fue un desastre. Había estofado de buey con verduras que olía muy bien mientras se cocinaba, pero perdió su aroma después de que Questor tratara de avivar el fuego, creando un infierno en miniatura que dejó a la marmita y su contenido negros y carbonizados. El fruto de los lindoazules era moderadamente satisfactorio, pero Ben hubiese preferido al menos un plato de estofado. Questor y Abernathy discutieron sobre el comportamiento de los hombres y de los perros, y Chirivía siseó hacia ambos. Ben empezó a considerar la conveniencia de anular la invitación de que lo acompañaran en las comidas.

Era casi la hora de dormir cuando Juanete regresó de su viaje al Prado para anunciarles que los barones estarían esperando para recibir al nuevo rey de Landover a su llegada a Rhyndweir. Ben no sabía qué era Rhyndweir y tampoco le importaba. Estaba demasiado cansado y hambriento. Se fue a dormir sin preocuparse de aquello.

Llegaron a Rhyndweir a media tarde del día siguiente, y Ben tuvo la oportunidad de ver lo que era. Rhyndweir era un castillo enorme e irregular asentado sobre una amplia meseta en la conjunción de dos ríos. Las torres y los parapetos se elevaban más de cuarenta metros sobre los muros de las fortalezas para lancear el azul neblinoso del cielo de la tarde. Desde el amanecer habían estado atravesando el Prado en dirección este, siguiendo los caminos laberínticos que serpenteaban por las tierras bajas del valle, atravesando aldeas, granjas y cobertizos para el ganado. Dos veces habían divisado los muros de un castillo situado lejos de donde se hallaban, irreales como espejismos bajo el resplandor del sol de Landover. Pero ninguno era tan grande y asombroso como Rhyndweir.

Ben movió la cabeza. Plata Fina salía malparado de la comparación y le dolió pensar en él.

Las casas y aldeas de la gente común del Prado tampoco resultaban favorecidas en la comparación. Los campos parecían desolados y los cultivos afectados por diversas clases de plagas. Las cabañas y chozas de los granjeros y pastores estaban descuidadas, como si sus propietarios no se preocupasen de ellas. Las tiendas y puestos de las aldeas estaban mugrientos y desgastados. Todo parecía estar desmoronándose. Questor asintió, confirmando la expresión de Ben. Los señores del Prado pasaban demasiado tiempo peleándose entre sí.

Ben devolvió su atención a Rhyndweir. Observó el castillo en silencio mientras se aproximaba con sus compañeros por un camino que corría paralelo al más septentrional de los ríos. Varias tiendas y cabañas se alineaban en la unión de los ríos bajo la extensa sombra del castillo, cerca de sus puertas. Los siervos los miraron con curiosidad cuando cruzaron un puente de madera que daba acceso al castillo, con sus utensilios bajos y sus cabezas alzadas en silenciosa contemplación. Muchos tenían la misma mirada cansada pero expectante de los que acudieron al Corazón.

—Durante veinte años no han visto a un rey de Landover dirigiéndose al castillo de sus amos —dijo Questor con voz suave—. Vos sois el primero.

—¿Nadie más ha hecho el esfuerzo? —preguntó Ben.

—Nadie —contestó el mago.

Los cascos de sus caballos resonaron sobre los tablones del puente y repiquetearon con suavidad en la tierra polvorienta. Delante, el camino ascendía hacia los muros del castillo y las puertas abiertas. Los pendones ondeaban en los parapetos, sedas brillantes aleteando en el viento. Había banderas colgadas de sus astas sobre las puertas y heraldos que avanzaron para tocar sus trompetas en tonos agudos que rompieron la quietud de la tarde. A ambos lados del camino de entrada se alineaban caballeros montados que formaban la guardia de honor, con sus lanzas alzadas a modo de saludo.

—Eso me parece excesivo, dada su actitud respecto a la coronación, ¿no cree? —murmuró Ben.

Tenía la misma sensación de vacío en el estómago que siempre experimentaba en sus intervenciones importantes en los tribunales.

El rostro de Questor estaba contorsionado.

—Sí, parece un poco excesivo.

—En mi mundo, cuando la gente se muestra demasiado amable es mejor cubrirse las espaldas.

—Vos no corréis ningún peligro, gran señor —respondió el mago rápidamente.

Ben sonrió y no hizo comentarios. Habían llegado a las puertas, tras pasar por el corredor formado por la guardia de honor. El estridente sonido de las trompetas aún resonaba en el valle. Ben hizo un recuento rápido. Había al menos un centenar de caballeros en la guardia. Las armaduras y las armas resplandecían. Los yelmos provistos de visera miraban al frente. Los caballeros eran estatuas de hierro que se mantenían en su lugar sin hacer el menor movimiento. Ben iba erguido sobre su montura. Cada músculo de su cuerpo le dolía por la marcha del día anterior, pero no se permitió mostrarlo. Aquello no era una recepción, sino una demostración de fuerza. Aparentemente se trataba de comprobar quién impresionaba a quién. Se volvió para mirar a su pequeño séquito y deseó poder contar con algo más.

Penetraron en la penumbra de la entrada entre los altísimos muros y bajo las grandes banderas cruzadas. En el patio aguardaba una delegación, un grupo de hombres en pie, en traje de ceremonia y enjoyados.

—Los señores del Prado —le susurró Questor—. El más alto, el que los precede, es Kallendbor, el propietario de Rhyndweir. Su hacienda es la mayor, y su poder más fuerte que el de los demás señores. Él tomará la iniciativa en lo que va a suceder.

Ben asintió con un gesto. Había olvidado el dolor de su cuerpo y su estómago se había asentado. Estaba reflexionando sobre lo que iba a decir, como si fuese a presentar un caso en los tribunales. Suponía que, en cierto modo, era algo parecido. Iba a resultar interesante.

Questor hizo que el grupo se detuviese a una decena de metros de los señores reunidos y miró a Ben. Ambos desmontaron. Los pajes se adelantaron para tomar las riendas de sus caballos. Abernathy siguió sobre el suyo, con la bandera del rey colgando en su asta. Chirivía y Juanete estaban de pie, uno a cada lado, encogidos y expectantes. Nadie parecía sentirse cómodo.

Kallendbor se destacó del grupo de barones y fue a su encuentro. Ignorando a Ben, se dirigió a Questor a quien saludó con una leve inclinación de cabeza.

—Bienvenido, Questor Thews —dijo—. Veo que has traído a nuestro nuevo rey de visita.

Ben se colocó ante el mago de inmediato.

—Fue decisión mía venir aquí, barón Kallendbor. Pensé que sería más rápido que esperar a que me visitasen.

Hubo un momento de silencio mientras los dos se contemplaban. Los ojos de Kallendbor se estrecharon ligeramente, pero su rostro permaneció impasible. Era varios centímetros más alto que Ben y unos diez kilos más pesado. Tenía el cabello y la barba rojizos y fuerte musculatura. Se mantenía erguido, dando la impresión de mirar por encima de Ben.

—Las coronaciones son tan frecuentes en Landover últimamente que es difícil asistir a todas —dijo con sarcasmo.

—Espero que a partir de ahora se produzca un brusco descenso —contestó Ben—. La mía será la última durante cierto tiempo.

—¿Ah sí? ¿La última? —Sonrió sardónicamente—. Puede ser un propósito difícil de conseguir.

—Quizás. Pero, de todas formas, lo intentaré. Por favor, trate de comprender, Kallendbor. Yo no soy como los otros que llegaron a Landover y se marcharon ante el primer problema. He venido para ser rey, y lo seré.

—La compra de una corona no hace necesariamente a un rey —murmuró alguien del grupo que estaba detrás de Kallendbor.

—Ni el haber nacido en una determinada familia hace necesariamente a un señor —respondió Ben al instante—. Ni la compra de una hacienda, ni las alianzas matrimoniales, ni el robo mediante engaño, ni la conquista por las armas, ni una docena de otros procedimientos y artimañas utilizados desde el amanecer de los tiempos. Nada de eso hace señores o reyes. Las leyes son quienes otorgan coronas y baronías, para que haya cierto orden en la vida. Sus leyes, señores del Prado, me han hecho rey de Landover.

—Leyes antiguas en cuya redacción nosotros no intervinimos —gruñó Kallendbor.

—Pero a las que están sometidos —respondió Ben.

Se produjo un rápido murmullo de voces airadas, y algunas miradas furiosas. Kallendbor fijó la vista en él, sin hablar, como midiéndolo. Después hizo una reverencia, conservando el rostro inexpresivo.

—Habéis demostrado tener iniciativa al venir aquí a reuniros con nosotros, gran señor. Seáis pues bienvenido. No hay necesidad de continuar de pie en este patio. Entremos al salón y compartamos la cena. Bañaos primero, si os place. Parecéis cansado, ¿os gustaría reposar un poco? Vuestras habitaciones están preparadas. Hablaremos más tarde.

Ben asintió, hizo una señal a sus acompañantes y juntos siguieron a los señores del Prado a través del patio y el gran salón que comunicaba con él. La luz penetraba por ventanas altas y arqueadas, provistas de cristales y rejas, llenándolo todo, proporcionando al castillo una atmósfera brillante y fresca.

Ben se acercó a Questor.

—¿Cómo cree que están las cosas?

—Han accedido a hospedarnos —susurró el mago—. Es más de lo que esperaba de ellos.

—¿De veras? ¡Eso no es lo que dijo!

—Ya lo sé. Pero no me pareció oportuno preocuparos.

Ben lo miró con fijeza un momento, luego movió la cabeza.

—No cesa de maravillarme, Questor.

—¿Hummmm?

—Nunca. ¿Hasta qué punto podemos confiar en esta gente?

El mago siguió adelante, sonriendo.

—Yo no me fiaría mucho, y mantendría mis cinco sentidos alerta en la cena, si fuese vos.

Lo que siguió fue un rato de descanso y relajación en las habitaciones destinadas al rey de Landover y su séquito. Había dormitorios para todos, baños con agua caliente y suaves jabones, ropas limpias y botellas de vino. Ben hizo uso de todo, menos del vino. Sus experiencias con él no habían sido demasiado gratas. Además, no confiaba en Kallendbor y los otros barones más que Questor, y quería mantener la mente clara para cuando llegase el momento de exponer su caso. Dejó el vino sin abrir sobre la bandeja y advirtió que los otros también lo habían hecho.

A la llegada del crepúsculo, les avisaron para la cena. Fue una comida suntuosa servida en el gran salón del castillo en una larga mesa colmada de viandas y docenas de botellas de vino. Ben volvió a abstenerse de la bebida. Empezaba a sentirse paranoide al respecto, pero no podía evitarlo. Se sentó en el centro de la larga mesa con Kallendbor a su derecha y un barón llamado Strehan a su izquierda. Questor había sido situado en un extremo, Abernathy y los kobolds en otra mesa más pequeña. Ben comprendió en seguida que lo habían aislado deliberadamente. Pensó en poner objeciones a su colocación, pero luego decidió dejar pasar el asunto. Tarde o temprano, sería sometido a prueba, y ésta podía iniciarse allí. Era importante que convenciera a los señores del Prado de que él era capaz de afrontarla solo.

La conversación fue amable, pero mínima, durante la primera parte de la comida, y sólo después de que el plato principal, consistente en cerdo asado y faisán, estuvo casi acabado, se volvió a abordar el tema del reino. Ben estaba preguntándose si los señores del Prado comían siempre tan opíparamente o si aquello era un esfuerzo deliberado para impresionarle, cuando Kallendbor habló.

—Parecéis un hombre decidido, gran señor —lo halagó, mientras levantaba el vaso en saludo.

Ben asintió, pero dejó su vaso sobre la mesa.

Kallendbor bebió y colocó el vaso con cuidado ante sí.

—No envenenaríamos a un rey si deseáramos su muerte. Nos limitaríamos a esperar que la Marca acabara con él.

Ben sonrió, con expresión inocente.

—¿Es eso lo que han planeado para mí?

El curtido rostro se arrugó en muestra de diversión. Unas cicatrices blancas se destacaron sobre la piel bronceada.

—No hemos planeado nada malo contra vos. No hemos planeado nada en absoluto. Estamos aquí para enterarnos de lo que nos habéis planeado para nosotros, gran señor.

—Somos súbditos leales al trono, y siempre apoyamos al rey —añadió Strehan en el otro lado—. Pero en los últimos tiempos hemos tenido problemas para saber quién era el rey.

—Serviríamos con lealtad si pudiéramos asegurarnos de que el rey que solicita nuestros servicios es un verdadero rey no un rey falso que no tiene más intereses que los propios y desprecia los nuestros —continuó Kallendbor—. Desde la muerte del viejo rey y el exilio de su hijo, hemos estado sometidos a un aluvión de reyes que duraron meses, semanas, o incluso días, y se fueron antes de que pudiéramos aprender sus nombres. A nadie le interesa prometer lealtad a tales reyes.

—Sería una traición a los monarcas que han protegido el reino desde el comienzo de los tiempos —dijo Strehan—. ¿De qué serviría prometer lealtad a un rey que no puede hacer nada por nosotros?

Primer puyazo, pensó Ben, pero no respondió.

—Vos podríais ser otro de esos reyes —continuó Strehan.

Ben sonrió.

Strehan era un hombre de rostro delgado y anguloso, incluso más alto que Kallendbor.

—Pero no lo soy —respondió.

—Entonces debéis explicar cuáles son vuestros planes para nosotros, gran señor —insistió Kallendbor—. Debéis explicar cuáles son las ventajas que nos ofrecéis para que sepamos si hemos de prometeros lealtad.

Continúa, pensó Ben.

—Me parece que las ventajas de la promesa deberían ser obvias —contestó—. Un rey es una figura de autoridad central que gobierna toda la tierra. Proclama y hace cumplir las leyes que se aplican a todos por igual. Protege contra las injusticias que de otro modo se multiplicarían.

—¡En el Prado no hay injusticias! —le espetó Strehan.

—¿Ninguna? —Ben movió la cabeza con expresión de duda—. He llegado a comprender que incluso entre iguales hay siempre disensión; con bastante frecuencia, en ausencia de una autoridad central, toma forma violenta.

Kallendbor frunció el entrecejo.

—¿Creéis que hay querellas entre nosotros?

—¡Creo que, si se diera ese caso, podrían sentirse tentados a eliminarse unos a otros! —Ben dejó que el asombro se mostrara en sus rostros durante un momento, luego se inclinó hacia delante—. Centremos la cuestión. Ustedes necesitan un rey en Landover. Siempre ha habido un rey y siempre lo habrá. Es la forma de gobierno que el pueblo reconoce y las leyes apoyan. Si permiten que el trono siga vacante, o si continúan negándose a reconocer a quien lo ocupa por derecho, estarán arriesgándolo todo. Ésta es una tierra de gentes diversas y grandes problemas. Esos problemas necesitan soluciones y ustedes no pueden solucionarlos solos. Ustedes no se llevan bien entre sí desde que falta el viejo rey, y necesitan a alguien que lo reemplace. Yo soy el que necesitan, y les diré por qué.

Los demás comensales se habían ido callando a medida que la conversación entre Ben y los dos señores se hacía más acalorada, y ahora todos escuchaban. Ben se puso de pie lentamente.

—Vine aquí porque los señores del Prado han sido siempre los primeros en prometer lealtad al trono de Landover. Questor me lo dijo. Me dijo que debía empezar por aquí si deseaba reunir los cabos sueltos del reino. Y este reino es de ustedes. El trono y las leyes promulgadas les pertenecen a ustedes y a todas las gentes de este valle. Han perdido ambas cosas y necesitan recuperarlas antes de que Landover se desmorone hasta un punto que haga imposible su reconstrucción. Yo puedo lograrlo. Puedo lograrlo porque vengo de un mundo diferente por completo. No tengo prejuicios que me coarten, ni obligaciones predeterminadas que cumplir, ni favoritos a quien deba complacer. Estoy habilitado para ser honesto y justo. Abandoné todo lo que tenía para venir aquí, así que pueden estar seguros de la honradez de mis intenciones. Tengo una experiencia en las leyes de mi país que me permitirá interpretar las suyas con ecuanimidad.

«Ustedes necesitan que esas leyes se cumplan, señores del Prado. Lo necesitan para conseguir una estabilidad en sus vidas sin tener que recurrir a las armas. La prosperidad se consigue con la fe y el apoyo mutuos, no con amenazas. Sé que no hay tranquilidad entre las haciendas. Sé que no hay tranquilidad entre las gentes de Landover. Y eso continuará hasta que accedan a respaldar al rey. La historia y la ley así lo requieren.

—Nos hemos arreglado bastante bien hasta ahora sin un rey que nos gobierne —intervino un barón, irritado.

—¿Está seguro? —Ben movió la cabeza—. No lo creo. El Deslustre que afecta a la vida en Plata Fina está también asolando el Prado. He visto el estado enfermizo de sus campos y los rostros insatisfechos de los siervos que trabajan allí. Todo el valle se está deteriorando. ¡Necesitan un rey! ¡Contémplense a sí mismos! Empiezan a sentirse incómodos los unos con los otros, puedo captarlo a pesar de ser un extranjero. Están amenazados por demonios y por seres que ambicionan esta tierra. Divididos, no lograrán resistir durante mucho tiempo, creo yo.

Otro se puso en pie.

—Incluso aunque fuera cierto lo que dice, ¿por qué debemos prometeros lealtad como gran señor? ¿Qué os hace pensar que podéis actuar mejor que vuestros predecesores?

—Mi autoconocimiento —Ben respiró profundamente y sus ojos se encontraron con los de Questor. —Porque soy más fuerte que ellos.

—Yo no quiero saber nada de esto —gruñó otro señor desde el lado opuesto de la mesa—. Una promesa de lealtad a vos nos enfrentaría con la Marca y los demonios que le sirven.

—Ya están en peligro —puntualizó Ben—. Si ningún rey se opone a la Marca, llegará un día a esta tierra y la reclamará para sí. Únanse a mí, para que juntos podamos detenerlo.

—¿Podremos? —Strehan fue ahora quien se levantó sobrepasando en altura a Ben—. ¿Qué esperanza tenemos, gran señor? ¿Habéis luchado contra demonios como la Marca? ¿Dónde están vuestras cicatrices de las batallas?

Ben enrojeció.

—Si estamos juntos…

—¡Si estamos juntos no será mejor que si estamos solos! —comentó secamente Strehan—. ¿De qué nos serviríais si carecéis de experiencia en la guerra? ¡Lo que nos estáis pidiendo es que demos nuestras vidas para defender la vuestra!

Varias voces se elevaron manifestando su acuerdo. Ben sintió que empezaba a perder el control de la situación.

—No pido a nadie que se arriesgue por mí —dijo—. Lo que pido es una alianza con el trono, la misma alianza que tenían con el viejo rey. Pediré esa alianza a todos los súbditos de Landover. Pero primero se la pido a ustedes.

—¡Muy bien expuesto, gran señor! Pero, ¿y si somos nosotros quienes os pedimos una alianza?

El que había hablado era Kallendbor. Se puso lentamente de pie junto a Ben, con una expresión dura en su rostro barbado. Strehan volvió a tomar asiento. Los otros señores guardaron silencio.

Ben le lanzó una rápida mirada a Questor en demanda de ayuda, observó la confusión reflejada en el rostro del mago y apartó la vista.

—¿A qué clase de alianza se refiere? —preguntó, volviéndose hacia Kallendbor.

—Un matrimonio —le contestó con naturalidad.

—¿Un matrimonio?

—El vuestro, gran señor. Con la hija de cualquier casa que elijáis. Tomad por esposa a alguna de nuestras hijas, una esposa que os dará hijos, una esposa que os ligará a nosotros con lazos de sangre. —Kallendbor esbozó una leve sonrisa—. Entonces os prometeremos lealtad. ¡Entonces os reconoceremos como rey de Landover!

Hubo un momento interminable de silencio. Ben se quedó tan asombrado que tardó en entender lo que se le pedía. Cuando lo consiguió, comprendió también la verdad que yacía tras aquello. Se le pedía que proporcionara a los señores del Prado un heredero legítimo al trono de Landover, alguien que pudiera gobernar después de él. Pensó que, una vez nacido, tal heredero no tendría que esperar mucho para ascender al trono.

—No puedo aceptar —dijo al fin. Vio con los ojos de su mente el rostro juvenil de Annie, y se avivó el dolor por su pérdida—. No puedo aceptar porque mi esposa murió hace poco tiempo y aún me siento incapaz de tomar otra.

Al instante, se dio cuenta de que ninguno de ellos comprendía lo que terminaba de decir. Miradas furiosas aparecieron en todos los rostros. Dedujo que en las baronías de Landover, como en las baronías medievales de su mundo, el matrimonio era una cuestión de conveniencia. No lo sabía, y ahora era demasiado tarde para averiguarlo. Había tomado una decisión equivocada según los criterios de los señores del Prado.

—¡Ni siquiera es un verdadero hombre! —dijo despectivamente Kallendbor.

Otros señores gritaron aprobando esta afirmación.

Ben se mantuvo firme.

—Soy rey por derecho.

—¡Es un rey de comedia, como los otros! ¡Un fraude!

—¡Lleva el medallón, barón Kallendbor! —gritó Questor desde el otro extremo de la mesa, abandonando su asiento para acercarse.

—¡Puede que lo lleve, pero de poco le sirve! —El señor de la barba roja tenía sus ojos fijos en Ben. Los demás continuaban gritando. Kallendbor se dirigió a ellos, alzando la voz—. No tiene autoridad sobre el Paladín ¿verdad? No cuenta con ningún campeón que pueda luchar por él contra hombre o demonio. No tiene a nadie más que a ti, Questor Thews. ¡Será mejor que le consigas uno!

—¡No necesito que nadie me defienda! —Ben se interpuso entre Kallendbor y el mago que se aproximaba—. ¡Puedo defenderme contra cualquiera!

En el mismo instante en que lo dijo deseó no haberlo hecho. La habitación se quedó en silencio. Vio la sonrisa que se dibujó en el rostro duro de Kallendbor y el brillo de sus ojos.

—¿Os gustaría probar vuestra fuerza contra la mía, gran señor? —le preguntó con voz suave.

Ben sintió la humedad del sudor bajo los brazos y a lo largo de la espalda. Reconoció que se había metido en una trampa de la que no podría salir.

—Una confrontación de fuerzas no suele probar nada, barón Kallendbor —contestó, sosteniéndole la mirada.

La sonrisa de Kallendbor se hizo despectiva.

—Era de esperar que un hombre que sólo confía en las leyes para su protección diga eso.

Lo rabia inundó a Ben.

—De acuerdo. ¿Cómo sugiere que pruebe mi fuerza contra la suya?

—Gran señor, no puedo permitir… —comenzó a decir Questor, pero fue silenciado por los gritos de los que estaban reunidos alrededor de la mesa.

Kallendbor se mesó la barba lentamente.

—Bueno, hay un gran número de posibilidades, todas ellas…

Fue interrumpido por un brusco ladrido en el otro extremo de la mesa. Era Abernathy que, en su excitación por ser escuchado, había adoptado la forma de comunicación propia de su especie.

—Perdonadme —dijo al instante mientras las risitas sofocadas empezaban a aumentar—. Barón Kallendbor, parecéis haber olvidado la etiqueta que esta situación demanda. Habéis sido vos quien ha desafiado. Por tanto, su oponente tiene derecho a elegir modo.

Kallendbor frunció el entrecejo.

—He supuesto que, perteneciendo a otro mundo, no conoce los duelos de éste.

—Sólo necesita conocer una variación de ellos —replicó Abernathy, observándolos por encima de sus gafas—. Disculpadme un momento, por favor.

Abandonó la mesa caminando erecto, con la cabeza alta. Las risas disimuladas se elevaron en el grupo de señores cuando el perro salió del salón. Ben dirigió una rápida mirada a Questor, que se encogió de hombros y movió la cabeza. El mago tampoco tenía idea de lo que pensaba hacer el amanuense.

Pasados unos momentos, Abernathy volvió con dos pares de guantes de boxeo; los que Ben había llevado a Landover para mantenerse en forma.

—Lucha a puñetazos, barón Kallendbor —anunció el terrier de pelo liso.

Kallendbor echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

—¿Lucha a puñetazos? ¿Con eso? ¡Preferiría usar los nudillos desnudos que esas fundas de cuero rellenas!

Abernathy colocó los guantes sobre la mesa entre los dos combatientes.

—Gran señor —dijo haciendo una reverencia—. Quizás sería mejor que perdonaseis el imprudente desafío del barón Kallendbor. No sería agradable verlo herido por su incapacidad para manejar las armas elegidas por vos.

—¡No! ¡No retiro el desafío!

Kallendbor cogió un par de guantes y comenzó a ponérselos. Strehan se volvió para ayudarle.

Abernathy le alargó el segundo par a Ben.

—Es muy fuerte, gran señor. Tened cuidado.

—Creí que no sabías nada de boxeo —susurró Ben, poniéndose un guante. Questor apareció a su lado y le ayudó a atar los cordones—. ¿Cómo los encontraste?

—Yo fui el encargado de desempaquetar vuestras posesiones cuando llegasteis a Plata Fina —respondió Abernathy, dirigiendo a Ben lo que habría sido una sonrisa procediendo de otro—. Estos guantes estaban junto con una revista que mostraba cómo se usan. Miré las ilustraciones. Nuestros juegos se parecen mucho. Vos lo llamáis boxeo, nosotros lucha a puñetazos.

—¿Quién lo hubiera imaginado? —susurró Ben.

Kallendbor tenía los guantes puestos y estaba desnudo hasta la cintura. Ben contempló con impaciencia como Questor se afanaba. Los músculos sobresalían del torso y los brazos de Kallendbor y las cicatrices de heridas de mil batallas se entrecruzaban en su cuerpo. Parecía un gladiador de película de romanos.

Dejaron un espacio libre en el centro de la habitación, rodeado por los servidores del castillo y los señores del Prado. El espacio era un poco más grande que el doble de un cuadrilátero normal de boxeo.

—¿Alguna regla para este juego? —preguntó Ben, respirando profundamente para calmarse.

Questor asintió.

—Sólo una. El que siga en pie al final de la pelea será el ganador.

Ben golpeó un guante contra otro para comprobar la tirantez de los cordones.

—Ya está. Supongo que no me será difícil recordarlo.

Rodeó la mesa y entró en el improvisado cuadrilátero. Kallendbor le estaba esperando. Se detuvo un momento junto a la multitud, con Questor, Abernathy y los dos kobolds detrás de él.

—Bueno. ¿Qué le vamos a hacer?

—Yo os cuidaré, gran señor —susurró Questor apresuradamente.

Ben se volvió.

—Nada de magia, Questor.

—Pero, gran señor, vos no podéis…

—Nada de magia. Se lo repito.

El mago hizo una mueca y asintió de mala gana.

—El medallón os protegerá de todas formas —dijo, pero no parecía muy seguro respecto a eso.

Ben dejó atrás el asunto y se adentró en el cuadrilátero. Kallendbor avanzó hacia él al mismo tiempo, con las manos alzadas y los brazos abiertos como si pretendiera atraparlo. Ben le golpeó con la izquierda y se apartó de lado. El hombre grande se volvió, gruñendo, y Ben le golpeó una, dos y tres veces más. Los golpes eran fuertes y rápidos, haciendo que la cabeza de Kallendbor retrocediera. Ben se movía con una ágil danza, sintiendo que la adrenalina fluía por su cuerpo. Kallendbor rugió con furia y fue hacia él sacudiendo ambos brazos. Ben lo esquivó, recibiendo los golpes en los brazos y los hombros, luego se lanzó contra el cuerpo del otro y le asestó una serie de rápidos puñetazos, se apartó, golpeó y alcanzó la mandíbula de Kallendbor con un gancho de la derecha.

Éste cayó al suelo, con una expresión de asombro en el rostro. Ben se separó danzando. Oyó los gritos de ánimo de Questor y las exclamaciones y gritos de los señores del Prado. La sangre fluía por su cuerpo y le pareció que el corazón le latía en los oídos.

Kallendbor se puso en pie lentamente, con los ojos destellando de furia. Era tan fuerte como Abernathy le había advertido. No sería fácil vencerlo.

De nuevo se dirigió hacia Ben, esta vez con cautela, protegiéndose la cara con los puños. Los luchadores fintearon y golpearon moviéndose en círculo. El rostro barbudo de Kallendbor estaba sofocado y furioso. Golpeaba los guantes de Ben, buscando una abertura.

Entonces arremetió de repente. Fue rápido y cogió a Ben desprevenido. Los golpes llovieron sobre él, atravesando su guardia, llegando a la cara. Éste se apartó danzando, devolviendo los golpes con sus puños. Pero Kallendbor no aflojaba. Arremetió contra Ben con una fuerza ciega, tirándolo al suelo. Trató de levantarse, pero los golpes salvajes de Kallendbor lo alcanzaron dos veces en el mismo lado de la cabeza y lo hicieron caer de nuevo.

Los gritos de los señores del Prado llegaron como un rugido a los oídos de Ben, y ante sus ojos se arremolinaban luces de colores. Kallendbor estaba de pie, inclinado sobre él, golpeándolo con ambas manos, y el olor del sudor llenaba el aire. Ben se alejó rodando hasta chocar con el anillo de espectadores. Unas manos lo empujaron en dirección contraria. Las botas y las rodillas de Kallendbor lo golpearon y sintió que el dolor le atravesaba el cuerpo. Se encogió formando una bola, apretando los guantes contra la cara y los antebrazos sobre el pecho.

Sintió la presión del medallón que llevaba colgado del cuello.

El dolor se estaba haciendo insoportable. Supo que iba a perder la conciencia si no hacía algo rápidamente. Se puso de rodillas, preparándose. Cuando Kallendbor le embistió de nuevo, se agarró a sus piernas, tiró de él para hacerle perder el equilibrio y lo tiró al suelo.

Ben logró ponerse en pie, sacudiendo la cabeza para librarse del aturdimiento, alzando los guantes ante su cara. Kallendbor se levantó también. El aire de su respiración siseaba al pasar entre los dientes. Una extraña luz había aparecido detrás del hombre grande y la multitud de espectadores, y parecía aumentar de intensidad por momentos. Ben sacudió la cabeza, tratando de concentrarse en el avance de Kallendbor. Pero los otros también habían advertido la presencia de la luz. Las cabezas comenzaron a girarse y la multitud a abrirse mientras la luz avanzaba hacia ellos. Había una figura dentro de la luz, un caballero de armadura abollada y vieja, con la visera del yelmo bajada.

Se percibía un audible jadeo en la multitud de señores y siervos.

El caballero era el Paladín.

Todos los reunidos fijaron sus ojos en él, y un murmullo se extendió en el súbito silencio mientras la figura resplandecía en la luz. Algunos cayeron de rodillas, gritando del mismo modo que los demonios habían hecho cuando apareció en el Corazón. Kallendbor se quedó de pie, indeciso, en el centro del círculo, con las manos bajas, los ojos puestos hacia el espectro.

El Paladín resplandeció un momento más y desapareció. La luz se disolvió en la penumbra del crepúsculo.

Kallendbor se giró hacia Ben.

—¿Qué truco es este, rey de comedia? ¿Por qué habéis traído ese fantasma a Rhyndweir?

Ben sacudió la cabeza con furia.

—No he traído más que…

Questor cortó el resto de lo que iba a decir.

—Barón Kallendbor, estáis equivocado respecto a lo ocurrido. En otras dos ocasiones, el Paladín apareció cuando la seguridad del gran señor estaba amenazada. ¡Esto ha sido un aviso, señores del Prado, de que este hombre, Ben Holiday, es el verdadero rey de Landover!

—¿Nos ha avisado un fantasma envuelto en luz? —se burló Kallendbor, escupiendo sangre con sus labios partidos—. ¡Has usado tu magia para asustarnos, Questor Thews, y has fracasado! —Miró a Ben con desprecio—. Este juego ha terminado. No quiero saber nada más de vos ni de vuestro circo ambulante. ¡Me niego a aceptaros como a mi rey!

Los gritos de los otros señores hicieron eco a esta declaración. Ben se quedó donde estaba.

—¡Tanto si me aceptan como si no, soy el rey! —afirmó—. Pueden ignorarme del mismo modo que pueden ignorar cualquier verdad, pero seguiré siendo un hecho en sus vidas. Cree que puede arrinconar las leyes que me convirtieron en rey, Kallendbor, pero no será por mucho tiempo. ¡Encontraré el modo!

—¡No necesitáis mirar tan lejos, rey de comedia! —Kallendbor estaba fuera de sí. Se quitó los guantes y se los arrojó a Ben. —¿Os proclamáis rey de Landover? ¿Aseguráis que tenéis al Paladín a vuestro servicio? Muy bien, demostrad que decís la verdad librándonos de una plaga que nos atormenta y contra la cual somos impotentes. ¡Libradnos de Strabo! ¡Libradnos del dragón!

Avanzó con arrogancia hasta colocarse ante Ben.

—Hace ya veinte años que el dragón ataca nuestro ganado y destruye nuestras propiedades. Lo hemos perseguido de extremo a extremo de Landover, pero posee la magia del antiguo mundo y es imposible matarlo. Vos sois heredero de la antigua magia, suponiendo que seáis quien afirmáis ser. ¡Libradnos del dragón, rey de comedia, y me inclinaré ante vos y os prometeré lealtad!

Un rugido de aprobación surgió de las gargantas de todos los reunidos.

—¡Libradnos del dragón! —gritaron al unísono.

Los ojos de Ben continuaron fijos en los de Kallendbor.

—¡Hasta entonces, os ignoraré al igual que ignoro a las hormigas que se mueven bajo mis pies! —le susurró Kallendbor.

Se volvió y salió del círculo seguido por los otros señores. Lentamente, el salón comenzó a vaciarse. Ben se quedó solo con Questor, Abernathy y los kobolds. Los cuatro se adelantaron para quitarle los guantes y limpiarle la sangre y el sudor de la cara y el cuerpo.

—¿Qué es esa historia del dragón? —les preguntó.

—Después, gran señor —respondió Questor, dando unos toques suaves en un hematoma que comenzaba ya a formarse bajo uno de sus ojos—. Lo más importante ahora es un baño y una noche de descanso.

Ben negó con la cabeza.

—¡Aquí no! ¡No pasaría una noche aquí ni aunque afuera me aguardara un desierto! Recojamos todo. Nos vamos ahora mismo. Hablaremos del dragón por el camino.

—Pero, gran señor…

—¡Ahora, Questor!

Nadie se atrevió a hablar más de esa cuestión. Pasada una hora, el pequeño grupo salía de Rhyndweir y se internaba en la noche en dirección oeste.