PALADÍN

Miles solía decir que había abogados y abogados; el problema era que abundaban los primeros y escaseaban los segundos. Solía decirlo cuando estaba encolerizado por la actuación incompetente de algún compañero de profesión que le afectaba.

Ben Holiday se repetía mentalmente esa frase durante el camino de vuelta a Plata Fina, cambiando un poco las palabras para adaptarlas a la situación presente. Había fantasmas y fantasmas. Había fantasmas imaginarios y fantasmas reales, espectros de la mente y apariciones efectivamente vivas que vagaban en la noche. Tenía motivos para suponer que abundaban los primeros y escaseaban los segundos, aunque quizás eso fuera lo mejor.

En cualquier caso, el caballero grabado en el medallón que llevaba, el caballero que se había interpuesto dos veces entré él y la Marca, el caballero que se materializaba y desaparecía como si fuese humo, formaba parte de la última categoría y no era fruto de una reacción química resultante de la comida o la bebida de una tierra extraña. Estaba tan seguro de eso como de que Questor Thews le ocultaba algo sobre las circunstancias que rodearon la venta del trono de Landover.

Y él deseaba conocer la verdad.

Pero de momento no iba a enterarse de muchas cosas según parecía.

Questor, después de proclamar que el caballero era un fantasma que había dejado de existir mucho tiempo atrás, se negó a tratar del asunto hasta que llegaran a Plata Fina. Ben protestó con vehemencia, Abernathy lanzó algunas pullas sobre la cobardía, los kobolds sisearon y mostraron sus dientes a los demonios desaparecidos, pero el mago se mantuvo firme. Ben Holiday tenía derecho a conocer la historia completa que había detrás de la aparición del fantasma (¿le había llamado Paladín?) pero tendría que esperar a que estuviesen de nuevo entre los muros del castillo. El rostro de búho se aplacó, la figura encorvada se giró, Questor Thews avanzó con decisión hacia el bosque sin volver la vista atrás. Como Ben no deseaba quedarse solo en el claro después de lo ocurrido se apresuró tras él como un patito obediente detrás de su madre.

No se estaba comportando como un rey, se reprochó. Pero, ¿a quién estaba engañando? Era tan rey de Landover como presidente de los Estados Unidos. Había sido proclamado rey por un mago inepto, alguien convertido en perro y una pareja de monos siseantes y pagado un millón de dólares por ese privilegio (apretó los dientes al pensarlo), pero aún seguía siendo un intruso que vagaba por un país extraño, sin conocer las costumbres ni la lengua de todos sus habitantes.

Pero eso cambiaría, se prometió. Haría que cambiase o, al menos, sabría si era posible.

Invirtieron toda la tarde en el viaje de vuelta. La penumbra cubría el brumoso valle y los canales de agua cuando divisaron Plata Fina. La triste y solitaria apariencia de la fortaleza deprimió aún más el ánimo de Ben Holiday. Volvió a pensar en los diez días de plazo para regresar a su mundo que le otorgaba el contrato y, por primera vez, admitió que aprovecharlos era lo sensato.

Ya dentro del castillo, Questor ordenó a Chirivía que hiciera la cena y a Juanete que preparara ropas limpias para Ben. Después indicó a Ben y Abernathy que lo siguieran e inició el camino que los llevó a las entrañas del castillo. Atravesaron numerosos corredores e incontables salas, todos enmohecidos y manchados por el Deslustre, pero iluminados por lámparas sin humo y caldeados por la vida que poseía. Los colores destacaban débilmente en el gris, y pequeños sectores de madera y piedra pulidas brillaban. Había la sensación de que algo importante y bello desaparecía por acción del Deslustre, y Ben se preocupó. Trató de rechazar ese sentimiento mientras continuaba silenciosamente tras de Questor. Sólo había dormido una vez entre aquellos muros y el castillo no tenía un significado especial para él. Si el mago no le hubiese dicho de que era un ser vivo…

Dejó de pensar en eso cuando cruzaron una enorme puerta de roble con bisagras de hierro y penetraron en un patio de escasas dimensiones con una capilla en el centro. La capilla estaba tan mugrienta y descolorida como el resto de Plata Fina, aunque las nieblas eran menos densas y quedaban vestigios de luz sobre la piedra y la madera del techo, los muros y los vidrios manchados de las altas ventanas arqueadas. Cruzaron el patio hacía la escalinata de la capilla, la subieron hasta llegar a unas puertas de roble trabajadas en marquetería y sujetas con bisagras de hierro y las abrieron.

Ben atisbo en la escasa luz. Los suelos, techo y paredes estaban decorados en blanco y escarlata pero los colores habían palidecido; todo el interior de la capilla presentaba un aspecto mohoso y gris. No había altar, ni bancos. En la parte alta de los muros colgaban emblemas heráldicos con escudos y armas afianzados debajo. Un reclinatorio, tapizado y con soporte para los brazos, estaba frente al estrado que ocupaba el centro de la estancia. Una figura solitaria se hallaba de pie sobre el estrado. Era el caballero del medallón.

Ben se sobresaltó. Por un momento creyó que el caballero estaba vivo y esperando. Después se dio cuenta de que sólo era una armadura vacía.

Questor entró en la capilla.

—Venid, gran señor —dijo.

Ben lo siguió, con los ojos fijos en la figura del estrado. Abernathy fue detrás. La armadura estaba abollada y rayada como si hubiese intervenido en muchas batallas, sin brillo, ennegrecida por el Deslustre. Un enorme espadón estaba enfundado en una vaina junto a una de sus caderas, y una maza con cabeza triangular colgaba de su guarnición de cuero junto a la otra. Una de las manos metálicas sostenía una gran lanza con punta de hierro. Las tres armas estaban tan deterioradas como la armadura e incrustadas de suciedad y tizne. Había un adorno en el peto y también en el escudo que yacía cerca de la lanza, un emblema que representaba al sol naciente sobre Plata Fina.

Ben tomó una bocanada de aire. Ahora que se encontraba ante la armadura podía estar seguro de que se hallaba vacía. Pero también estaba seguro de que era la misma armadura que vestía el caballero que había intervenido dos veces en sus encuentros con la Marca.

—Le llamaban el Paladín —dijo Questor a su lado—. Era el campeón del rey.

Ben lo miró.

—Era él, ¿verdad? ¿Qué le ocurrió?

—Desapareció después de la muerte del viejo rey, y nadie lo ha visto desde entonces. —Los ojos agudos se encontraron con los de Ben—. Es decir, hasta ahora.

—¿Ya no cree que imaginaba cosas mientras atravesaba el túnel del tiempo?

—Nunca lo creí, gran señor. Sólo tuve miedo de que hubiéseis sido objeto de un engaño.

—¿Engañado por quién?

Se quedaron frente a frente, en silencio. Abernathy se rascó una oreja.

—Esta significativa pausa en su digresión sugiere que algún secreto grande y terrible va a ser revelado —dijo Ben al fin—. ¿Indica que voy a enterarme de lo que aún se reserva?

Questor Thews asintió con la cabeza.

—Así es.

Ben cruzó los brazos.

—Muy bien. Pero esta vez cuéntemelo todo, no sólo una parte como siempre. No más sorpresas, ¿de acuerdo?

El otro asintió una vez más.

—No más sorpresas, gran señor. De hecho, es vuestra desconfianza lo que me ha impulsado a solicitar que Abernathy nos acompañara. Abernathy es historiador de la corte, además de amanuense. Él me corregirá rápidamente si cometo algún error. —Suspiró—. Quizás os fiéis más de su palabra que de la mía.

Ben esperó. La mirada de Questor Thews se dirigió a la armadura vacía y luego recorrió la capilla con más detenimiento. Parecía absorto en sus meditaciones. El silencio adquiría más profundidad con el transcurso de los segundos y el crepúsculo esparció sus sombras por la débil luz.

—Puedes empezar cuando quieras —gruñó Abernathy con impaciencia—. La cena se enfría en la mesa mientras estamos aquí.

—Me resulta difícil saber por dónde debo empezar —dijo Questor, volviéndose hacia Ben—. Eran otros tiempos, ¿sabéis? Han pasado veinte años. El viejo rey gobernaba y el Paladín era su campeón, como había sido el campeón de los reyes de Landover desde que se estableció la monarquía. Nació de la magia, fue creado por las hadas como lo fue Landover, extraído de las nieblas de su mundo para que formase parte de éste. Jamás nadie vio su rostro. Siempre estaba embutido en la armadura que tiene delante, en metal de la cabeza a los pies, con la visera bajada y cerrada. Era un enigma para todos. Incluso a mi hermanastro le parecía un misterio sin solución.

Hizo una pausa.

—Landover es algo más que un mundo fronterizo al de las hadas, es la puerta al mundo de las hadas. Fue creado con ese propósito. Pero mientras que el mundo de las hadas es eterno y está en todas partes a la vez, Landover existe en un punto determinado del tiempo y el espacio. Se halla en el punto final de los túneles del tiempo que parte de todos los demás mundos. Algunos de ellos están más próximos que otros. Algunos mundos están a sólo un paso a través de las nieblas mientras que otros, como el suyo, exigen el recorrido de un túnel largo. Los mundos más próximos siempre han sido aquellos donde la magia era real y su uso generalizado. Sus habitantes eran con frecuencia descendientes de las criaturas del mundo de las hadas que emigraron, se extraviaron o fueron expulsadas. Cuando salían del mundo de las hadas no podían regresar a él. Pocas han sido felices en el exilio. La mayoría han tratado de buscar un modo de volver. Para todas, Landover ha sido siempre la llave.

—Espero que todo esto nos lleve a alguna parte —comentó Ben con cierto sarcasmo.

—Depende de lo lejos que queráis viajar —gruñó Abernathy.

Questor elevó los hombros, cruzando los brazos bajo sus ropas.

—El Paladín tenía encomendada la protección del rey, que a su vez tenía encomendada la del país. Era necesario ese protector. Existían, dentro y fuera de Landover, seres que habrían utilizado el país para sus propósitos si el rey y su protector hubiesen faltado. Pero la magia que lo protegía era formidable. No había nadie capaz de enfrentarse al Paladín.

Ben frunció el entrecejo, recelando.

—Questor, no irás a decir que…

—Os diré, gran señor, sólo lo que es —lo interrumpió el mago rápidamente—. Deseabais que os contase toda la historia, y voy a satisfaceros. Cuando el viejo rey murió y su hijo no ocupó el trono, aquellos que siempre habían estado esperando fuera comenzaron a merodear por las entradas. El Paladín se había ido, desapareció tras el viejo rey, y nadie pudo encontrar una forma de hacerle volver. Los meses transcurrieron hasta convertirse en años mientras el hijo crecía y hacía planes con mi hermanastro para abandonar el país. El trono seguía vacante, el Paladín ausente. Mi hermanastro usó toda su considerable magia en un intento de localizar al caballero errante, pero toda su magia, a pesar de ser mucha, no fue suficiente. El Paladín había desaparecido y parecía improbable que regresara.

»Como es natural, eso animó a los merodeadores de las fronteras de Landover. Si el Paladín se había marchado definitivamente, si su magia se había debilitado, Landover podría estar a su alcance. Recordad, gran señor, que muchos estaban dispuestos a dar cuanto poseían por entrar en el mundo de las hadas. Mi hermanastro vio eso y supo que tendría que actuar con rapidez o Landover escaparía de su control.

El rostro de búho se tensó.

—De modo que trazó un plan. El trono del reino debía ser vendido a un comprador que habitara en un mundo muy distante, que se convertiría en rey de Landover y liberaría al hijo y a mi hermanastro de las leyes que los ligaban a él. Pero venderían el trono por un tiempo limitado; digamos, seis meses o un año. De ese modo, el trono revertiría en ellos y podrían volverlo a vender. Con ese procedimiento, incrementarían sus fortunas personales de forma constante, y eso le permitiría al hijo vivir donde eligiese y a mi hermanastro aumentar las posibilidades de conseguir poder en otros mundos. La dificultad estribaba en encontrar compradores decididos.

—¿Por eso contactó con Rosen’s? —preguntó Ben.

—Al principio no. Empezó actuando como vendedor independiente. Sus compradores solían ser bastante indeseables, ricos pero con principios tan dudosos como los suyos. Con frecuencia eran hombres que necesitaban escapar temporalmente de su mundo. Landover era un refugio perfecto para ellos; podían jugar a ser reyes, vivir bastante bien con las comodidades de Plata Fina, y luego volver a su propio mundo cuando el período de pertenencia hubiese terminado.

—Criminales —susurró Ben—. Le enviaba criminales. —Movió la cabeza con incredulidad, luego alzó la vista—. ¿Y qué pasaba con los que venían y no querían irse? ¿No ocurrió nunca eso?

—Sí, ocurría de vez en cuando —reconoció Questor—. Pero yo me encargaba de que se marchasen a tiempo, tanto si estaban dispuestos a hacerlo como si no. Tenía magia suficiente para conseguirlo. —Frunció el entrecejo—. Aunque a veces me he preguntado qué haría mi hermanastro para lograr que le devolvieran el medallón esos delincuentes cuando ya estaban en sus hogares. La magia debía avisarle de su presencia, pero, ¿cómo sabría el lugar donde encontrarlos y cómo recuperaría el medallón…?

Dejó la frase inacabada y se encogió de hombros.

—No importa. El hecho es que durante cierto tiempo consiguió vender el reino por períodos limitados y hacer un buen negocio. Pero sus clientes eran imprevisibles, y el estado de las cosas en Landover estaba empeorando con esta sucesión de falsos reyes. Además, el dinero no llegaba con suficiente rapidez. Por eso decidió ofrecer el trono en venta definitiva, no a personas poco fiables como las que había tratado, sino al público en general. Contactó con Rosen’s. Les dijo que estaba especializado en proporcionar artefactos originales y servicios desacostumbrados. Los convenció de su eficacia localizando mediante su magia varios tesoros y curiosidades que se creían perdidos. Cuando fue aceptado como fuente legítima de tales ofertas, les ofreció la venta de Landover. Supongo que al principio no debieron de creerle, pero encontró un modo de convencerlos. Envió a uno de ellos para que lo comprobara.

Hizo un gesto feroz y sus ojos se entrecerraron.

—Pero había un detalle respecto a la venta que los directivos de Rosen’s no sospecharon, gran señor. Mi hermanastro y el hijo del viejo rey no tenían intención de renunciar a algo tan valioso como el reino de Landover. Una condición previa al ofrecimiento les dio el control exclusivo de la selección de los compradores. Valiéndose de eso podrían vender el trono a alguien demasiado débil para soportarlo, para que revirtiese en ellos, permitiendo que volvieran a venderlo. Incluso podrían vender opciones preferentes, situando a quienes las adquirieran en cabeza de una lista imaginaria. En Rosen’s nunca se conocerían sus criterios de selección. La dificultad no estaba ahora en encontrar clientes interesados, sino en encontrar clientes interesados que poseyesen medios para realizar la compra y les faltara carácter para sustentar la corona con éxito.

Ben enrojeció.

—¿Como yo, supongo?

El mago se encogió de hombros.

—Me preguntásteis antes cuántos reyes había habido en Landover desde la muerte del viejo rey. Ha habido más de treinta.

—Treinta y dos, para ser exactos —intervino Abernathy—. Dos el año en curso. Vos sois el tercero.

Ben le miró, asombrado.

—Dios Santo, ¿tantos?

Questor asintió.

—El plan de mi hermanastro ha funcionado a la perfección, hasta ahora. —Hizo una pausa—. Creo que ha cometido un error con vos.

—Yo en su lugar no tomaría en cuenta esa afirmación, gran señor —dijo Abernathy de inmediato—. Las cosas son más complicadas de lo que parecen. Cuéntale el resto, mago.

El rostro de búho se tensó.

—¡Lo haré si se me da la oportunidad! —Miró a Ben—. Este último plan era bueno, pero incluía dos posibilidades problemáticas. En primer lugar, era obvio para mi hermanastro que no todos los compradores carecerían del suficiente carácter para superar las dificultades del gobierno Landover. Aunque los entrevistase personalmente, podía equivocarse y elegir a uno que no retrocediera ante los desafíos que el reino ofrece. En tal caso, no recuperaría Landover para venderlo otra vez. La segunda posibilidad era más seria. Cuanto más tiempo el reino languideciera por falta de un rey fuerte o por una sucesión de fracasos, más aumentaría la desorganización de los asuntos y más difícil sería el éxito para cualquier rey. Eso concordaba con sus deseos, pero implicaba dar más oportunidades para usurpar la corona a aquellos que merodean en el exterior, lo cual suponía un peligro importante.

Questor hizo una pausa.

—Así que encontró una solución para ambos problemas. Incitó a la Marca para que luchara por el trono.

Ben comenzó a imaginar lo que llegaría a continuación.

—La Marca gobierna Abaddon, el submundo que yace bajo Landover. Abaddon es un lugar demoníaco, un pozo negro de exilio para los peores de aquellos que fueron expulsados del mundo de las hadas desde el amanecer de los tiempos. Nada podría ser más apetecible para los demonios encerrados allí que regresar al mundo de las hadas, y el único camino pasa por Landover. Cuando mi hermanastro hizo que esa idea llegara a la Marca y éste se convenció de que el Paladín ya no era el protector de Landover, el señor de los demonios salió de Abaddon y se proclamó rey.

Las cejas del mago se unieron sobre sus viejos ojos penetrantes.

—Había una trampa en eso, sin duda, y mi hermanastro lo sabía. La Marca no podía ser verdaderamente rey mientras otro gobernase bajo la protección de la ley y la magia del medallón lo amparara. Sólo le era factible proclamarse rey y lanzar un desafío por el derecho. Así, al llegar el punto álgido de cada invierno, cuando los lindoazules pierden su color hasta quedarse blancos, la Marca viene a Landover y lanza su desafío al rey. Hasta el momento, ninguno lo ha aceptado.

—No me extraña —comentó Ben en voz baja—. Quisiera estar seguro de que lo he entendido todo, Questor. ¿En qué consiste tal desafío?

Las pobladas cejas se alzaron.

—Es una confrontación de fuerzas, gran señor.

—¿Se refiere a una justa con lanzas o algo así?

Abernathy le tocó el hombro.

—Se refiere a un combate a muerte con las armas que se elijan.

Se produjo un momento de silencio que pareció interminable. Ben aspiró profundamente.

—¿Eso es lo que me espera, una lucha a muerte con el demonio? —Sacudió la cabeza con incredulidad—. No me extraña que nadie permanezca mucho tiempo en el trono. Aunque lo desearan, aunque tuvieran intención de enderezar las cosas, tarde o temprano habrían de enfrentarse con la Marca. ¿Y qué conseguirían con intentarlo? —Se estaba enfureciendo de nuevo—. Así que eso es lo que espera de mí, ¿verdad, Questor? ¿Esperan que acepte un desafío que nadie aceptaría? ¡Para eso haría falta que perdiera el juicio!

La figura encorvada se balanceaba sobre sus pies.

—Quizás. Pero podría funcionar de otra forma con vos. Ninguno de los anteriores contó con ayuda. Después de veinte años de ausencia, el Paladín ha acudido dos veces en vuestro apoyo.

Ben se volvió hacia Abernathy.

—¿Me está diciendo la verdad? ¿El Paladín nunca se ha presentado para ayudar a otros?

Abernathy negó con la cabeza solemnemente.

—Nunca, gran señor. —Se aclaró la garganta—. Me duele admitirlo, pero el mago tiene razón. Creo que las cosas podrían ser distintas con vos.

—Pero yo no tengo ninguna relación con las apariciones del Paladín —insistió Ben—. No sé si he sido causa de su presencia. Sólo sé que estaba allí. Además, usted mismo dijo que no era más que un fantasma. De cualquier forma, me dio la impresión de que se hallaba en mal estado. La Marca parecía el más fuerte de los dos y en absoluto intimidado por ese campeón que tiene encomendada la protección del rey. Con franqueza, no puedo creer nada de esto. Ni siquiera sé hasta que punto lo entiendo. Retrocedamos un poco. Questor, su hermanastro Meeks vende el trono a un desconocido como yo por un precio elevado, escogiéndolo en función de su debilidad de carácter o de su falta de voluntad de permanencia. Y además, si se diera el caso de que su elección resultara errónea, tiene a la Marca preparada para impedir que se quede. Pero la Marca no puede ocupar el trono mientras otro posea el medallón. ¿Me equivoco? ¿Entonces en qué se beneficia la Marca? ¿Es que Meeks va a dejar de enviar candidatos mes tras mes y año tras año?

Questor asintió.

—Pero la Marca es un demonio, y los demonios tienen larga vida, gran señor. El tiempo pierde significado para quien puede permitirse esperar, y la Marca puede esperar mucho. Al final, mi hermanastro y el hijo del rey se cansarán del juego y habrán acumulado suficientes riquezas y poder para desinteresarse de la corona de Landover. Cuando eso ocurra, dejarán de molestarse por el asunto y abandonarán Landover a su destino.

—Ah —dijo Ben, comprendiendo—. Y cuando eso ocurra la Marca se adueñará de Landover por abandono.

—Esa es una posibilidad. La otra es que mientras tanto el demonio encuentre un modo de apoderarse del medallón. No puede quitárselo por la fuerza a quien lo porta pero, antes o después, alguno de los muchos reyes de Landover tendrá un descuido y lo perderá… o alguien aceptará el desafío de la Marca y será…

Ben alzó las manos.

—No lo diga. —Titubeó un momento—. ¿Y los otros merodeadores? ¿Los de los mundos fronterizos de Landover? ¿Qué están haciendo?

El mago se encogió de hombros.

—Todavía no son lo bastante fuertes para enfrentarse con la Marca y los demonios de Abaddon. Algún día quizás lo sean. Ahora, sólo el Paladín posee tal fuerza.

Ben frunció el entrecejo.

—Lo que continúo sin entender es la razón de que desapareciera tras la muerte del viejo rey. Si es verdaderamente el protector del país y del trono, ¿qué lo impulsó a desaparecer cuando se produjo un cambio de reyes? ¿Y qué ocurrió con las hadas? ¿No dijo usted que habían creado Landover como paso a su mundo? Entonces, ¿por qué no lo protegen?

Questor movió la cabeza sin responder. Abernathy también guardó silencio. Ben los observó durante un rato. Luego su mirada volvió a la armadura del estrado. Estaba deslustrada y oxidada, golpeada y arañada, algo semejante a la carrocería de un coche destinado al desguace. Eso era todo lo que quedaba del protector de Landover, del protector del rey. Avanzó hasta el reclinatorio y levantó la vista hacia la funda de metal. Era la que había visto entre las nieblas en el túnel del tiempo y después en el bosque que rodeaba al Corazón. ¿No había sido sólo parte de esas nieblas? Entonces no lo pensó, pero ahora estaba menos seguro. Aquél era un país de magia, no de ciencias exactas. Los sueños y las visiones podían parecer más reales que la propia realidad.

—Questor, usted llamó fantasma al Paladín —dijo al fin, sin volverse a mirarlo—. ¿Cómo puede ayudarme un fantasma?

No contestó en seguida.

—No siempre lo fue. Quizás necesita dejar de serlo.

—¿Se refiere a la vida de después de la muerte?

—Fue creado por la magia —respondió Questor con suavidad—. Quizás la vida y la muerte no tengan significado para él.

—¿Se le ocurre alguna idea sobre el procedimiento de averiguarlo?

—No.

—¿Alguna sugerencia para conseguir que vuelva?

—No.

—Me lo imaginaba. Todo lo que podemos hacer es esperar que se presente antes de que la Marca lance su próximo desafío y me convierta en el último de la larga línea de fracasos reales.

—Tenéis otro camino a elegir. Podéis usar el medallón. Él puede conduciros de vuelta a vuestro mundo en cuanto lo decidáis. La Marca no puede deteneros. Con sólo desearlo, os encontraréis allí.

En los labios de Ben se dibujó una sonrisa irónica. Maravilloso. Con entrechocar tres veces los zapatos rojos diciendo «nada hay como el hogar», se encontraría de regreso en Kansas. Maravilloso. Pero tenía que hacerlo dentro de las próximas veinticuatro horas, si no quería que se evaporara su millón de dólares. Y tanto si decidía hacerlo en ese plazo como si esperaba a que la Marca saliese de su pozo oscuro para enfrentarse a él, saldría corriendo, abandonando Landover tal y como había dicho: como el último de una larga línea de fracasos reales.

Su mandíbula se tensó. No le gustaba perder. No le gustaba rendirse.

Por otra parte, tampoco estaba interesado en morir.

—¿Cómo me habré metido en esto? —se preguntó en voz baja.

—¿Decíais algo? —quiso saber Questor.

Se apartó del estrado y de la armadura, y sus ojos buscaron las figuras del mago y el amanecer entre las sombras alargadas del crepúsculo.

—No —suspiró—. Sólo murmuraba.

Los otros asintieron sin palabras.

—Sólo pensaba en voz alta —insistió Ben.

Asintieron de nuevo.

—Sólo…

Los tres se contemplaron en silencio y ninguno dijo nada más.

Era casi de noche cuando salieron de la capilla y volvieron sobre sus pasos por los corredores y salas del castillo. Las lámparas sin humo esparcían su resplandor entre las sombras. El suelo y los muros desprendían calidez.

—¿Qué gana usted con todo esto? —le preguntó Ben al mago.

—¿Hummmmm?

La figura encorvada se giró.

—¿Tiene una comisión de los beneficios de las ventas del trono?

—¡Gran señor!

—Bueno, me dijo que ayudó a redactar el anuncio de venta, ¿verdad?

Questor estaba sofocado y nervioso.

—No he recibido ninguna parte del dinero generado por las ventas de Landover —le espetó.

Ben se encogió de hombros y miró a Abernathy. Pero por una vez el amanuense no hizo comentarios.

—Lo siento —se disculpó Ben—. Sólo me preguntaba por qué está involucrado en este asunto.

El otro hombre no dijo nada y Ben no incidió en el tema, aunque pensó en él mientras caminaban para acabar decidiendo que las ganancias de Questor eran la realización del mayor deseo de su vida: la posición y el título de mago de la corte. Su hermanastro le había brindado esa posibilidad y Questor, que había sido toda su vida un hombre sin rumbo definido, la había aprovechado.

¿No es ése también mi caso?, se preguntó de repente.

El pensamiento lo consternó. En primer lugar, ¿por qué había comprado el trono de Landover? No lo había hecho pensando que sería una versión de la Ciudad del Sol situada en otro mundo, donde poder retirarse, jugar al golf y meditar sobre la finalidad de la existencia del hombre. Lo había comprado para escapar de un mundo y una vida que carecían del estímulo del riesgo. Se hallaba tan a la deriva como había estado Questor Thews en otros tiempos. El reino de Landover le ofrecía un rumbo y un desafío.

Entonces, ¿cúal era el problema?

En realidad, lo que le preocupaba era que ese desafío pudiera matarlo, literalmente. Aquello no era un tribunal de justicia con su juez, su jurado y sus reglas. Era un campo de batalla con armaduras, escudos, lanzas… y una sola regla: la supervivencia del mejor. Era un rey sin corte, sin ejército, sin tesoro y sin súbditos interesados en obedecer a un soberano que se negaban a reconocer. Era un rey con un castillo que se convertía en polvo poco a poco, cuatro asistentes sacados de un cuento de los hermanos Grimn y un fantasma del siglo diecinueve como protector. Puede que no estuviese buscando una Ciudad del Sol, pero tampoco algo como aquello. ¿O sí?

Siguió dándole vueltas al asunto cuando llegó la cena.

Cenó en el gran comedor con Questor, Abernathy y los dos kobolds. Habría comido solo de no haber insistido en que los otros lo acompañasen. Ahora eran sirvientes del rey de Landover, había puntualizado Questor, y los sirvientes no compartían la mesa con su señor, a menos que fuesen invitados. Ben anunció su invitación permanente para todos hasta nuevas órdenes.

La cena fue menos ceremoniosa que la anterior. Hubo velas y elegante vajilla de porcelana. La comida fue excelente, y nadie se sintió obligado a esmerarse en su servicio. La conversación se mantuvo bajo mínimas. Juanete y Chirivía comieron en silencio, mientras Questor y Abernathy sólo intercambiaron breves comentarios irónicos sobre los hábitos alimenticios de los hombres y de los perros. Ben probó todo lo que había en el mesa, más hambriento de lo que lógicamente debería estar, cuidadoso con el vino y sumido en sus pensamientos. Nadie hizo comentarios sobre la coronación. Nadie mencionó a la Marca ni al Paladín.

Fue todo muy civilizado, y también interminable.

Al final, Ben despidió a todos de la mesa y se quedó solo, sentado a la luz de las velas. Sus pensamientos permanecían ocupados por Landover. ¿Debía permanecer allí o marcharse? ¿Qué consistencia tenía el muro de problemas irresolubles contra el que se golpeaba la cabeza? ¿Qué sentido tenía para él continuar haciéndolo?

¿Cuántos camellos podrían pasar por el ojo de una aguja?

Las respuestas a todas esas preguntas se le escapaban. Se fue a la cama persiguiéndolas.

A la mañana siguiente se despertó poco después de la salida del sol, se lavó en una palangana que había en el dormitorio, se puso el chandal y las Nike, y atravesó los corredores de Plata Fina en dirección a la entrada principal. Trató de no producir ruidos en su desplazamiento, pero Abernathy debió de oírlo puesto que lo estaba esperando en el rastrillo de la entrada.

—¿Deseáis desayunar, gran señor? —preguntó, bajando las gafas sobre su peluda nariz para mirarlo por encima.

Ben negó con la cabeza.

—Todavía no. Primero quiero correr.

—¿Correr?

—Sí, correr. Siempre he corrido hasta que vine a Landover y lo preciso. También tengo necesidad de los ejercicios que hacía en el gimnasio de Northside, de las prácticas de lucha y rapidez, y del entrenamiento en solitario con saco. Boxeo, lo llamamos. Supongo que eso no significa nada para ti.

—Es cierto que los perros no boxean —contestó Abernathy—. Pero sí corren. ¿Por dónde pensáis correr esta mañana, gran señor?

Ben dudó.

—Todavía no lo sé. Probablemente por los alrededores del valle donde da el sol.

Abernathy asintió.

—Enviaré a alguien para que os acompañe.

Ben hizo un gesto de rechazo.

—No lo necesito, gracias.

El perro lo miró un instante.

—Yo, no estaría tan seguro —dijo antes de volverse y empezar a caminar hacia el fondo del vestíbulo.

Ben lo contempló mientras se alejaba. Después se dirigió con paso rápido a donde se encontraba el deslizador del lago, atravesando la verja y las grandes puertas. Subió a él y sus pensamientos hicieron que la embarcación se desplazara a gran velocidad por las aguas grises. No era necesario ir siempre acompañado a todas partes, pensó con tozudez. No era un niño desvalido.

Aseguró el deslizador en la otra orilla, bajó y comenzó a correr en la penumbra; primero por la ladera del valle, luego empezó a ascender. Cuando llegó al reborde, giró a la izquierda y siguió bordeando el bosque. Bajo él, yacía el valle envuelto en sombras. Arriba, la pálida luz dorada del sol bañaba el nuevo día a través de los jirones de niebla.

Corría sin esforzarse, sintiendo las suaves pisadas de sus zapatos deportivos sobre la tierra húmeda. Su mente estaba despejada y alerta, y sus músculos fuertes. No se había encontrado tan bien desde que llegó a Landover, y eso lo llenaba de satisfacción. Los árboles se deslizaban con rapidez a ambos lados, y la tierra pasaba suavemente debajo. Aspiró el aire y dejó que su cuerpo fuera relajándose.

Aún tenía planteados los dilemas de la noche anterior y buscaba las soluciones adecuadas. Se estaba iniciando el último día del plazo convenido para la rescisión del contrato. Si no se decidía en su transcurso, perdería el millón de dólares pagados. También se hallaba en juego su vida, aunque Questor Thews había asegurado que el medallón lo llevaría de vuelta a su mundo en cualquier momento que él lo deseara. De todas formas, la alternativa era clara. Quedarse e intentar resolver la gran cantidad de problemas que tenía el reino de Landover, arriesgándose a un enfrentamiento con la Marca y perder el millón de dólares, o regresar a su mundo y a su antigua vida, admitiendo que la compra era el timo que Miles había anunciado, y recuperar la mayor parte del millón de dólares que pagó. Ninguna de las opciones era para entusiasmarse. Ninguna de las opciones ofrecía mucha esperanza.

Su respiración se aceleró, sintiendo que el esfuerzo de la carrera comenzaba a afectar a sus músculos placenteramente. Se forzó más, incrementando un poco la rapidez de la marcha, tratando de superar la barrera de su resistencia. Sus ojos captaron el rápido paso de algo oscuro, de algo que se movía en el bosque. Aguzó la vista en su búsqueda. No había nada más que árboles. Siguió adelante. Debía haberlo imaginado.

Pensó de nuevo en el Paladín, el caballero errante del reino. Presentía de algún modo que el Paladín era la clave de todos los problemas del trono de Landover. Era demasiada coincidencia que, al morir el viejo rey, el Paladín desapareciera y todo empezara a funcionar mal en Landover. Había una conexión entre esos tres hechos que necesitaba comprender. Podría llegar a conseguirlo si, como pensaba Questor, el Paladín había aparecido dos veces debido a su presencia. Quizás pudiera encontrar un modo de hacer que el Paladín regresara por tercera vez, y descubrir si en realidad era un fantasma.

El sol fue ascendiendo mientras él corría, y casi estaba mediada la mañana cuando empezó a bajar la pendiente del valle hacia el deslizador del lago. Dos veces más le pareció ver algo moviéndose entre los árboles, pero en ninguna de las dos distinguió nada al mirar con más atención. Recordó la velada advertencia de Abernathy, pero le restó importancia. También había gente que te prevenía sin cesar contra los peligros de las calles de Chicago, pero no es posible pasarse la vida metido en un fanal.

Meditó sobre aquello mientras el deslizador del lago volvía a Plata Fina. La vida estaba llena de riesgos. La vida tenía que vivirse así, porque en otro caso, ¿qué sentido tenía? Controlar los riesgos era importante, por supuesto, pero aceptarlos era necesario. Siempre había tratado de hacérselo comprender a Miles. A veces se hacen cosas porque se consideran justas. A veces se hacen cosas porque…

Recordó de repente las caras de los campesinos, los pastores y sus familias, los cazadores y el mendigo que había viajado hasta el Corazón para asistir a su coronación. Había en ellas una especie de esperanza desesperanzada, como si quisieran creer que él podía ser rey. Eran muy pocos, desde luego, y a él difícilmente se le podría responsabilizar de ellos, pero…

Su pensamiento se interrumpió con la llegada del deslizador del lago a la orilla, frente a la entrada principal del castillo. Se puso en pie con lentitud y, recuperando sus pensamientos, se dejó absorber por ellos. Apenas fue consciente de que Abernathy le aguardaba en la sombra del pórtico.

—¿El desayuno, gran señor?

—¿Qué? —preguntó Ben, sobresaltándose—. Oh, sí, eso estaría bien. —Salió de la embarcación y se dirigió al castillo—. Y envíame a Questor lo antes que puedas.

—Sí, gran señor. —El perro le siguió, con un golpeteo de pezuñas contra la piedra—. ¿Habéis disfrutado de la carrera?

—Sí, mucho. Siento no haber esperado, pero no creí necesario que alguien me acompañase.

Hubo un momento de silencio. Ben se dio cuenta de que el perro miraba de vez en cuando hacia atrás.

—Creo que debo deciros, gran señor, que Juanete os ha escoltado durante el paseo. Lo envié para seguridad.

Ben trató de sonreír.

—Me pareció ver algo. Pero su presencia no era imprescindible, ¿verdad?

Abernathy se encogió de hombros.

—Eso depende de la habilidad que poseáis para libraros del lobo montés, la criatura cavernícola y el wump de pantano con que os acechaban en espera de la ocasión de convertiros en su desayuno. —Giró por un pasillo adyacente—. Y hablando de desayuno, el vuestro está esperando en el comedor. Enviaré al mago.

Ben lo siguió con la mirada. ¿Wump de pantano? ¿Criatura cavernícola? De pronto el sudor inundó su frente. ¡Cielo santo, no había visto ni oído nada! ¿Sería una broma de Abernathy?

Se detuvo un momento y luego se apresuró. No le parecía que Abernathy perteneciera a la clase de gente capaz de gastar bromas semejantes. Por lo visto había estado en peligro sin saberlo.

Desayunó solo. Chirivía se lo sirvió y abandonó la estancia. Abernathy no reapareció. En un momento, mientras comía, vio a Juanete de pie entre las sombras de una de las entradas laterales. El kobold sonrió mostrando todos sus dientes, que eran como púas blancas, y desapareció. Ben no correspondió a su sonrisa.

Casi había terminado cuando entró el mago. Apartó el plato y le dijo que se sentara con él.

—Questor, quiero saber exactamente cómo están las cosas ahora, comparadas con la situación en que se encontraban en vida del viejo rey. Quiero saber lo que funcionaba entonces y lo que no funciona ahora. Quiero averiguar qué debe hacerse para que todo vuelva a su estado anterior.

Questor Thews asintió con lentitud, juntando las cejas sobre sus ojos penetrantes. Cruzó las manos sobre la mesa.

—Lo intentaré, gran señor, aunque algunas cosas pueden escapar de mi apresurada relación. Algunas ya las conocéis. Había un ejército al servicio del rey de Landover, que ha desaparecido. Había una corte con sirvientes, y sólo quedamos Abernathy, Chirivía, Juanete y yo. Había un tesoro, del que no queda nada. Había un sistema tributario y ofrendas anuales, que no existen ya. Había unas leyes en vigor, que ahora son ignoradas o sólo cumplidas en parte. Había acuerdos, alianzas y pactos de entendimiento entre los pueblos del país, en su mayoría ya caducados o repudiados abiertamente.

—Deténgase ahí. —Ben se frotó la mejilla, pensativo. —¿Quién entre los súbditos del rey continúa aliado con quién en este momento?

—Nadie está aliado con nadie. Humanos, semihumanos, criaturas fantásticas… nadie confía en nadie.

Ben frunció el entrecejo.

—Y a nadie le sirve de gran cosa el rey, ¿no es cierto? No, no se moleste en contestar. Puedo hacerlo sin ayuda. —Se detuvo un momento—. ¿Alguno de ellos es lo bastante fuerte para oponerse a la Marca?

El mago dudó.

—Belladona, quizás. Su magia es muy poderosa. Pero incluso ella tendría dificultades para sobrevivir a un duelo con la Marca. Sólo el Paladín tiene la fuerza suficiente para vencer al demonio.

—¿Y si todos se uniesen?

Questor Thews tardó un poco más en responder.

—Sí, en ese caso la Marca y sus demonios podrían ser desafiados con éxito.

—Pero primero haría falta que alguien los uniese.

—Sí, haría falta.

—El rey de Landover podría ser ese alguien.

—Sí, podría.

—Mas, en este momento, el rey de Landover ni siquiera puede reunir una multitud para su coronación, ¿verdad?

Questor no dijo nada. Ambos se observaron a través de la mesa.

—Questor, ¿qué es un wump de pantano? —preguntó al fin Ben.

El mago frunció el entrecejo.

—¿Un wump de pantano, gran señor? —Ben asintió—. Un wump de pantano es una variedad de criatura del bosque, un ser espinoso y carnívoro que se esconde en las tierras pantanosas y paraliza a sus víctimas con la lengua.

—¿Caza en las primeras horas de la mañana?

—Así es.

—¿Caza humanos?

—Puede hacerlo. Gran señor, ¿qué…?

—Y Juanete, ¿podría vencer a uno de esos wumps de pantano?

Questor se tragó el resto de la pregunta que había iniciado. Su rostro de búho se contorsionó.

—Un kobold es un buen contrincante casi para cualquier ser vivo. Son luchadores feroces.

—¿Por qué Juanete y Chirivía continúan en Plata Fina cuando el resto del personal se ha ido?

El rostro de búho se contorsionó aún más.

—Están aquí porque se han comprometido a servir al trono y a su rey. Los kobolds no toman sus promesas a la ligera. Cuando hacen una, jamás la rompen. Así que mientras exista un rey en Landover, Juanete y Chirivía permanecerán aquí.

—¿Ésa es la misma razón para Abernathy?

—Sí. Está aquí por su voluntad.

—¿Y tú?

Hubo una larga pausa.

—Sí, gran señor, también sirve para mí.

Ben se retrepó en la silla. Guardó silencio durante un momento con los ojos fijos en Questor y los brazos cruzados. Parecía que escuchaba el susurro de los pensamientos del mago mientras ordenaba los propios.

Después sonrió con esfuerzo.

—He decidido continuar como rey de Landover

Questor Thews correspondió a su sonrisa.

—Está bien. —Parecía realmente satisfecho—. Siempre supe que lo haríais.

—¿De verás? —Ben rió—. Entonces sabía más que yo. He tomado la decisión ahora mismo.

—¿Puedo preguntaros qué os ha decidido?

La sonrisa desapareció del rostro de Ben. Vaciló, recordando en aquel momento a los pocos que habían acudido a presenciar su coronación. En realidad, no eran muy distintos de los clientes a quienes había jurado representar ni él era muy diferente del abogado que había prestado tal juramento. Quizás les debía algo, después de todo.

No se lo dijo a Questor. Se limitó a encogerse de hombros.

—He estado pensando en las consecuencias de mi decisión. Si me quedo, me costará un millón de dólares; admitiendo que pueda encontrar un modo de seguir vivo. Si me voy, me costará mi propia estimación. Me gustaría creer que mi propia estimación vale un millón de dólares.

El mago asintió.

—Quizás sí.

—Además, no me gusta dejar las cosas a medias. Me exaspera pensar que Meeks me eligió porque esperaba que hiciera precisamente eso. Deseo con todas mis fuerzas destrozar sus expectativas. En el mundo de donde vengo tenemos una máxima: no te enfurezcas, haz que lo pague. Cuanto más tiempo me quede, más posibilidades tendré de lograrlo. Valen la pena los riesgos que implica.

—Los riesgos son considerables.

—Lo sé. Y supongo que, exceptuándome a mí, nadie pensaría dos veces en asumirlos.

Questor reflexionó un momento.

—Es posible que no. Pero nadie más está en vuestros zapatos, gran señor.

Ben suspiró.

—Bueno, en cualquier caso, el asunto está decidido. Me quedo. —Se estiró lentamente—. Lo que tengo que hacer ahora es concentrarme en encontrar los caminos adecuados para controlar los problemas de Landover antes de que acaben conmigo.

Questor asintió.

—Y el primero de esos problemas es la repulsa de algunos súbditos del rey a reconocerme como tal. O de reconocerse a sí mismos como súbditos. Tenemos que lograr que prometan lealtad al trono.

El mago asintió de nuevo.

—¿Cómo conseguiréis eso?

—Todavía no lo sé. Pero hay algo que doy por seguro. Nadie va a venir a hacer esa promesa. Habrían asistido a la coronación, en caso de tener ese propósito. Como no lo hicieron, nosotros iremos en su busca dondequiera que estén.

Questor frunció el entrecejo.

—Tengo reservas respecto a ese plan, gran señor. Podría ser peligroso.

Ben se encogió de hombros.

—Quizás, pero no veo que tengamos muchas opciones en este asunto. —Se levantó—. ¿Le importaría sugerirme por dónde debo empezar?

Questor suspiró y se levantó también.

—Sugiero, gran señor, que empecemos por el principio.