CORONACIÓN

El día siguiente podría haber sido mejor, pero a Ben Holiday no se le dio la oportunidad de averiguarlo.

Aquella noche tuvo sueños de verdad y de fantasía. Soñó con Annie, a quien reencontraba viva, y su alegría por estar con ella y amarla estaba nublada por una sensación persistente de que no se quedaría, de que iba a perderla de nuevo. Soñó con Miles, fanfarrón y cínico, recordándole reiteradamente que ya se lo había advertido mientras paseaban por un Chicago lleno de lindoazules. Soñó con abogados y salas de tribunal donde algunos kobolds siseaban desde los bancos del jurado y los jueces parecían perros peludos. Soñó con edificios altos y calles asfaltadas. Y con un dragón, negro como la noche, que volaba sobre todo aquello. Soñó con demonios y caballeros, con caras que salían de la niebla y castillos que brillaban como el sol.

Soñó, y el mundo se apartó de él.

Al despertar, estaba entrada la mañana. Se encontró en su alcoba, una enorme cámara con tapices y colgaduras de seda, muebles de roble pulido y esculturas heráldicas de piedra. Yacía en su cama, una especie de sarcófago de roble y hierro con dosel que daba la impresión de que también podría ser utilizado con éxito como barcaza. Supo en la etapa del día en que se encontraba por la inclinación de los rayos de luz que penetraban por las altas ventanas arqueadas, pero eran grises y brumosos, como si atravesaran una barrera de niebla. Había quietud en su habitación y en las habitaciones de afuera. El castillo era igual que una concha de piedra.

Sin embargo, estaba caldeado. Plata Fina tenía aspecto de mazmorra y carecía del atractivo visual que tenían incluso los más austeros y vanguardistas edificios de cromo y acero que realzaban en Chicago, pero era acogedor. Estaba templado, desde los suelos que pisaba a los muros que tocaba. La calidez estaba en la atmósfera, a pesar de la niebla y la penumbra, y fluía a través de él como una savia. Era lo que Questor Thews había dicho. Un ser vivo.

Caminando por su interior se sentía bien. Se sentía seguro y cómodo, como se suponía que debía sentirse uno al despertar en su casa.

Se estiró y miró hacia la mesita de noche sobre la que había dejado su bolsa y encontró a Questor Thews sentado en un sillón de alto respaldo, observándolo.

—Buen futuro, Ben Holiday —le saludó.

—Buenos días —contestó él.

Las sensaciones agradables se evaporaron cuando recordó las sombrías revelaciones del mago en la noche anterior. Era un rey sin sirvientes, sin ejército y sin dinero.

—¿Habéis descansado bien? —preguntó Questor.

—Muy bien, gracias.

—Estupendo. Hoy tendréis un día muy ocupado.

—¿Por qué?

—Hoy es vuestra coronación. Hoy seréis coronado rey de Landover. —Questor estaba radiante.

Ben parpadeó sorprendido.

—¿Hoy? —Volvió a parpadear. Sentía una opresión en la boca del estómago—. Espere un minuto, Questor. ¿Qué quiere decir que hoy es la coronación? ¿No me dijo ayer que la coronación no tendría lugar hasta dentro de unos días porque se necesitaría tiempo para informar a todos los que debían ser informados?

—Bueno, eh… sí, dije eso, lo admito. —El mago se cubrió el rostro como un niño atrapado en una falta—. El problema es que no fue ayer cuando dije eso.

—¿Que no fue ayer…?

—Porque hoy no es el día siguiente.

Ben enrojeció y se sentó en la cama con rapidez.

—¿Qué demonios está diciendo?

Questor Thews sonrió.

—Gran señor, habéis estado durmiendo durante una semana.

Ben se quedó mirándole fijamente, en silencio. El mago apartó la vista. Había tanta quietud en la habitación que oía el sonido de su propia respiración.

—¿Cómo puedo haber estado dormido toda una semana? —preguntó al fin.

—¿Recordáis el vino que bebisteis? —Questor un poco turbado—. ¿El vino que os ofrecí? —Ben asintió—. Bueno le añadí unas gotas de tónico somnífero para aseguraros un buen descanso esa noche. —Hizo un ademán con las manos—. Fue la magia que usé. Sólo por una inflexión de voz y un giro. —Se lo demostró—. El problema es que me excedí. Las gotas se convirtieron en un chorro. De modo que os pasasteis una semana durmiendo.

—Sólo un pequeño error de la magia, ¿verdad?

Ben estaba rojo de ira.

Questor se movió con inquietud.

—Me temo que sí.

—¡Pues a mí me parece que no! ¿Cree que soy imbécil? Lo hizo intencionadamente, ¿no? ¡Me obligó a dormir para retenerme aquí! —Ben estaba temblando, fuera de sí—. ¿Cree que he olvidado los diez días de prueba que me otorga el contrato? Se me daba un plazo de diez días para volver a mi mundo y recuperar mi dinero, menos un porcentaje por los trámites. ¡No me diga que no lo sabía! ¡Ahora han transcurrido ocho de esos diez días! Muy conveniente, ¿verdad?

—Un momento, por favor. —Questor estaba tenso—. ¡Si mi verdadera intención hubiese sido reteneros en Landover, gran señor, no os habría hablado de la poción somnífera ni de los días que perdisteis durmiendo! Os habría hecho creer que éste era vuestro segundo día de estancia aquí y el plazo hubiese concluido antes de que os diérais cuenta.

Ben mantuvo los ojos puestos en él un momento y volvió a echarse.

—Supongo que tiene razón. Supongo que le debo una disculpa, pero francamente estoy demasiado alterado para disculparme. ¡He perdido una semana por su culpa! Y mientras yo dormía, ha seguido adelante con los planes para mi coronación, enviando invitaciones a todas partes. ¡Menos mal que me he despertado, porque, en caso contrario, me habrían coronado en la cama!

—Supe que os despertaríais a tiempo cuando descubrí el origen del problema —se apresuró a asegurar Questor.

—Quieres decir que tenías la esperanza de que sucediera —le interrumpió Abernathy, que apareció en aquel momento en el umbral de la puerta del dormitorio con una bandeja—. El desayuno, gran señor.

Entró y depositó la bandeja sobre la mesita de noche.

—Gracias —murmuró Ben, con sus ojos aún fijos en Questor.

—Lo sabía —dijo el mago con tozudez.

—Bonito día para una coronación —comentó Abernathy, mirando a Ben por encima de sus gafas—. Tengo vuestro traje de ceremonias preparado. Ha sido adaptado a vuestras medidas. Mientras dormíais tuve tiempo sobrado de tomároslas.

—Me lo imagino. —Ben mordió con rabia un trozo de pan—. En una semana se pueden hacer muchas cosas, según parece.

Abernathy se encogió de hombros.

—No demasiadas. Nosotros también bebimos vino, gran señor.

—Sólo fue un error —insistió Questor, arrugando la frente.

—Tú cometes muchos errores de esos —dijo Abernathy con desdén.

—¡Quizás te gustaría que no tratara de ayudar en absoluto!

—¡Nada me gustaría más!

Ben levantó las manos con un gesto de súplica.

—¡Basta! ¡Ya es suficiente! —Los miró, primero a uno y después al otro—. No necesito más discusiones. Como abogado, estoy harto de pleitos. Necesito respuestas. Anoche dije que quería conocer la historia de la venta de este reino; bueno, anoche no, la última vez que hablamos. Así que quizás éste sea el momento adecuado para eso, Questor.

El mago se levantó, dirigió una mirada sombría a Abernathy y luego se volvió hacia Ben.

—Tendréis vuestra explicación, gran señor. Os informaré de todo durante el viaje al Corazón. La coronación tendrá lugar a mediodía, y hemos de salir en seguida para llegar a tiempo.

Abernathy se dirigió a la puerta.

Su expectación no tiene límites.

—Estoy seguro, mago. Gran señor, volveré con sus ropas al momento. Mientras tanto, trate de comer un poco más. La magia del castillo continúa debilitándose, y tal vez pronto tengamos que forrajear en la campiña para sustentarnos.

Salió. Questor lo siguió con la mirada y, después, se volvió hacia Ben.

—Sólo querría añadir, gran señor, que en los dos días que quedan tendréis tiempo suficiente para usar el medallón y volver a vuestro mundo, en caso de que lo deseéis.

Dudó un momento, luego salió por la misma puerta de Abernathy, bajo la mirada de Ben.

—Una semana entera —murmuró, apartando a un lado la bandeja del desayuno y saltando de la cama.

Emprendieron el viaje al cabo de una hora: Ben, Questor, Abernathy y los dos kobolds. Abandonaron el castillo de Plata Fina y su isla yerma en el deslizador del lago, navegando en silencio por las aguas oscuras hasta el prado del otro lado. Después, se internaron en los bosques y las nieblas.

—Lo mejor sería empezar desde el principio, supongo —le dijo Questor a Ben cuando se adentraron entre los árboles del bosque.

Caminaban un poco delante de los otros, hombro con hombro, el mago con un estudiado paso balanceante, la espalda encorvada y la cabeza baja.

—El problema del trono comenzó tras la muerte del viejo rey hace más de veinte años. Las cosas eran muy diferentes entonces. El viejo rey contaba con el respeto de todo el pueblo de Landover. Cinco generaciones de su familia habían gobernado en sucesión, y todos gobernaron bien. Nadie desafiaba el poder del rey, ni siquiera Belladona, ni siquiera la Marca. Entonces había un ejército, sirvientes y leyes que lo regían todo. La tesorería estaba llena, y la magia protegía al trono. El castillo de Plata Fina no estaba sometido al Deslustre; estaba limpio y resplandeciente como algo recién creado, y la isla sobre la que se asentaba era el lugar más bello del país. Había flores y el sol lo inundaba. No había nieblas ni nubes.

Ben miró al frente. Iba vestido con una túnica de seda roja, pantalones y botas hasta las rodillas. Abernathy llevaba los ropajes de ceremonia, la corona y los distintivos del cargo.

—Questor, siento tener que decírselo, pero su explicación está empezando a sonarme a cuento de hadas.

—Luego empeora, gran señor. El viejo rey murió y dejó un único hijo, aún demasiado joven, como heredero al trono. El ayo del príncipe era un mago con grandes poderes pero de moral dudosa. El mago fue más padre para el muchacho que el propio rey, cuidándolo después de la muerte de su madre y durante las frecuentes ausencias del rey de la corte. El joven era apocado, estaba aburrido de Landover y disgustado por las responsabilidades que exigía su posición, y el mago se aprovechaba de su debilidad. El mago había estado buscando durante algún tiempo el modo de escapar de lo que le parecía una existencia sin perspectivas en Landover. Entonces era el mago de la corte, puesto que yo ocupo ahora, y se creía destinado a cosas más importantes. Pero ese cargo está ligado al trono y al país por un juramento de magia. No podía irse si el trono no lo liberaba de él. De modo que empleó su notable habilidad en el empleo de las palabras y convenció al hijo del monarca de que ambos debían marcharse de Landover.

Hizo una pausa y su cara de búho se volvió ligeramente hacia Ben.

—El mago era mi hermanastro, gran señor. Vos lo conocéis por el nombre de Meeks.

—Ah… ya. —Ben movió la cabeza de un lado a otro—. Ahora empiezo a ver claro.

—¿Hummmm?

—Es sólo una expresión. ¿Y no podría dejar de emitir esos hummmm? Mi abuela, en sus últimos tiempos, solía emplearlos cada vez que le decía algo, y me sacaba de quicio.

—Lo siento. Bien, el problema de salir de Landover es que hay que dejarlo todo aquí. La magia no permite que se saque nada. Ni mi hermanastro ni el hijo del rey podían aceptarlo. Por eso idearon un plan para vender el trono a alguien de otro mundo. Si alguien de otro mundo compraba Landover, mi hermanastro y el hijo del viejo rey podrían quedarse con el producto de la venta en ese otro mundo y transgredir las leyes de éste que les prohibían llevarse nada. De ese modo vivirían cómodamente allá donde fuesen.

—¿Por qué escogieron mi mundo? —preguntó Ben.

—Estuvieron investigando. —Questor sonrió—. Debieron de averiguar que sus habitantes se sentirían más atraídos que otros por la vida de aquí. Landover es la fantasía con que sueñan.

Ben asintió.

—Pero en realidad no es así.

—Sí, bueno. —Questor se aclaró la garganta—. El tiempo pasaba mientras mi hermanastro subvertía al hijo del viejo rey, mientras planeaban la forma de romper los lazos que los unían al país. En realidad, el muchacho nunca quiso ocupar el trono; lo habría abandonado rápidamente en cuanto se le hubiera presentado la ocasión, tan pronto como tuviese la seguridad de estar bien atendido. Mi hermanastro aceptó la responsabilidad de encontrar la forma de que así fuera. Eso conllevó maquinaciones e intrigas. Entre tanto, el reino se desmoronaba. La magia funciona por la fuerza del sometimiento y había muy poco de eso. Las arcas del tesoro se vaciaron. El ejército se dispersó. Las leyes dejaron de aplicarse. La población comenzó a perder su sentido de unidad y a formar campamentos armados. El comercio entre ellos disminuyó hasta casi interrumpirse. El castillo de Plata Fina no tenía amo, ni servidores que lo cuidasen, y comenzó a caer bajo el Deslustre. La tierra también quedó afectada, agotándose y contaminándose. Mi hermanastro y el hijo del rey se encontraron con el problema de vender eh… ¿Cómo lo dicen en vuestro mundo, gran señor?… Ah sí, «una caja de sorpresas» a algún comprador ingenuo.

Ben elevó la mirada hacia las capas de los árboles, con gesto suplicante.

—Tiene usted poder de persuasión, Questor.

—Sí, pero ya véis, gran señor, en realidad no debería necesitarlo. Sólo he estado tratando de exponeros los hechos. Se necesitaba un rey con autoridad y sabiduría para restaurar Landover y convertirlo en lo que fue en otro tiempo. Las leyes pueden ponerse en vigor, especialmente por alguien como vos que comprende la naturaleza del Derecho. Las arcas del tesoro pueden volver a llenarse, el ejército organizarse de nuevo, y el Deslustre eliminarse de las cosas. Por eso asumí el cargo de mago de la corte cuando mi hermanastro lo dejó. Por eso accedí a ayudar a mi hermanastro a buscar un comprador del trono. Incluso redacté el anuncio.

—¿Usted escribió ese montón de mentiras del catálogo? —preguntó Ben con perplejidad.

—Lo escribí para atraer a la persona adecuada; alguien con imaginación y coraje. —Su dedo huesudo apuntó a Ben—. ¡Y no era un montón de mentiras! —El dedo bajó a la vez que se tensaba el rostro enjuto—. Hice lo que era necesario, gran señor. Landover debe reconstruirse. Se permitió su deterioro desde que la soberanía del antiguo rey acabó, y una pérdida de la magia lo destruirá por completo.

—Ya hemos oído ese discurso, Questor —murmuró Abernathy desde atrás—. Ten la amabilidad de dejarlo.

El mago le lanzó una mirada furiosa.

—Sólo estoy diciendo lo que es necesario que se diga. Y si eso te aburre, tápate los oídos.

—Questor, no comprendo el papel que ha desempeñado usted en el asunto —dijo Ben retomando la conversación anterior—. Si se siente tan vinculado a las necesidades de Landover, ¿por qué permitió que su hermanastro y el hijo del rey arruinasen esta tierra? ¿A qué estuvo dedicado los años que siguieron a la muerte del rey? ¿Dónde se hallaba mientras el trono de Landover estaba vacío?

Questor Thews levantó las manos como para detenerlo.

—Por favor, gran señor, haced las preguntas de una en una. —Se frotó la peluda barbilla con nerviosismo—. Debéis comprender que entonces yo no era el mago de la corte. Lo era mi hermanastro. Y aunque no me guste admitirlo, no tengo la categoría que tiene él. Soy un mal imitador suyo y siempre lo he sido.

—¿Dónde está mi pluma y mi rollo de pergamino? —preguntó Abernathy—. ¡Tengo que dejar constancia escrita de eso!

—De todas formas, he mejorado; ahora que me he convertido en mago de la corte —siguió Questor, ignorando la interrupción—. Mientras mi hermanastro desempeñaba el cargo, yo carecía de empleo fijo. No podía continuar de aprendiz con la edad que tenía, y era incapaz de encontrar otro trabajo en el reino. Viajé un poco, tratando de aprender algo de la magia de las hadas, tratando de encontrar un trabajo en que ocupar mi tiempo. Varios años después de la muerte del rey, mi hermanastro me llamó para que le ayudase en la administración de la corte. Me informó de su intención de abandonar el reino para no volver. Me informó de que el hijo del rey había decidido vender el trono e irse con él. Después, me nombró mago de la corte y consejero del nuevo rey.

Se interrumpió y se volvió de cara a Ben.

—Creyó que le causaría pocos problemas, ya que yo era un mal mago y casi un fracasado en la vida. Creyó que me sentiría tan satisfecho por tener el cargo de mago de la corte que aprobaría cualquier cosa que él deseara. Dejé que lo creyese, gran señor. Fingí cooperar, porque era el único modo de ayudar al país. Era necesario un nuevo rey, si se deseaba que las cosas se arreglasen. Yo estaba decidido a encontrar ese rey. Incluso convencí a mi hermanastro de que me permitiera redactar el anuncio de venta que traería ese rey a Landover.

—Y aquí estoy yo —concluyó Ben.

—Aquí estáis vos —admitió Questor.

—Con un millón de dólares menos.

—Y un reino más.

—Pero mi dinero ha desaparecido, ¿verdad? El contrato que firmé fue un fraude desde el principio. Meeks y el hijo del rey se habrán ido con los dólares, y yo estoy atado a este lugar para el resto de mi vida.

Questor lo observó durante largo rato, y luego negó con un movimiento de cabeza.

—No, gran señor, no estáis atado a este lugar por más tiempo del que decidáis. El contrato era válido, la cláusula contenida en él era válida, y el dinero os estará esperando si volvéis antes de que se cumpla el plazo de diez días.

Ahora fue Ben quien se detuvo.

—¡Maldita sea! —susurró y observó a Questor durante un momento—. No tenía que haberme dicho eso. Podía haberme dejado creer que el dinero se había perdido y que tendría que quedarme.

El mago parecía triste.

—No, nunca podría hacer algo semejante, gran señor.

—Sí, sí podría —intervino Abernathy—. Y lo haría, si creyese que le era factible sacar ventaja. —Se agachó y se rascó el cuello con la pata trasera—. ¿Habrá garrapatas en este bosque? —preguntó—. Odio las garrapatas.

Siguieron su camino en silencio. Ben pensaba en todo lo que Questor le había dicho. En el viejo Meeks y el hijo del rey conspirando para hacer dinero rápido con la venta del trono del reino e instalarse con él en un nuevo mundo. Decidió que aquello era posible. Pero faltaba una pieza en aquel puzzle. El problema consistía en que no lograba descubrir cuál era. Sabía que se hallaba en alguna parte, mas no era capaz de encontrarla. Utilizó su habilidad de abogado para ese propósito, pero la pieza perdida continuó eludiéndolo.

Al cabo de un rato dejó de buscarla. Tarde o temprano daría con ella, y en aquel momento tenía que enfrentarse a un problema mayor. Ocho de los diez días del plazo de prueba habían transcurrido ya. Por tanto, sólo le quedaba el hoy y el mañana para decidir si renunciaba a la compra y regresaba a casa. Podía hacerlo. Questor se lo había asegurado y él le creía. La cuestión se centraba en querer, no en poder. Nada en Landover había resultado ser como se anunciaba en el catálogo… excepto en el más amplio de los sentidos. En realidad, había dragones, caballeros y todo lo demás. También existía la magia y él era el rey, o estaba a punto de serlo. Pero la fantasía no se mostraba como había imaginado, ni siquiera se aproximaba. El dinero que había pagado le parecía excesivo para lo que había obtenido.

E incluso así… El querellante cedía el paso al defensor. E incluso así había algo indefinido en Landover que le atraía. Lo más probable era que se tratara del desafío. Le molestaba aceptarlo; mas para ser honrado consigo mismo, temía admitirlo ya. No le gustaba tener que retroceder ante nada. No le gustaba perder. Le dolía admitir que había cometido un error al ir allí, al pagar un millón de dólares por una fantasía que en verdad era una fantasía, aunque no la que él deseaba. Era un abogado en ejercicio con el instinto y la testarudez de un abogado en ejercicio, y no le gustaba retroceder ante ninguna clase de lucha. Seguramente eso le esperaba en Landover, porque el trono estaba en ruinas, y haría falta un gran esfuerzo para restaurarlo. ¿Se sentía incapaz de hacerlo? ¿Es que le era imposible medir sus capacidades con las de cualquiera de los súbditos que debía gobernar?

Miles le habría dicho que no valía la pena. Miles habría levantado las manos y regresado a la civilización, al estadio de Soldier, a los ascensores y a los taxis. Sus compañeros de profesión habrían hecho lo mismo.

Annie no. Annie le hubiera aconsejado que aguantase y se hubiera quedado con él. Pero Annie estaba muerta.

Sus mandíbulas se tensaron. Cuando decidió ir allí, él también estaba muerto, y volvería a estarlo si lo abandonaba y volvía. Ésa era la razón de que hubiera aceptado el riesgo: el deseo de vivir. Aún pensaba que en aquel lugar era posible, aún creía que Landover podía ser su hogar. Además, el dinero era sólo dinero…

Pero, ¿un millón de dólares? Le parecía oír la exclamación de incredulidad de Miles. Le parecía verlo alzando las manos con desaprobación.

Le sorprendió descubrir que sonreía ante la idea.

Al llegar el mediodía, en ese preciso instante, la niebla y los árboles se separaron sin previo aviso y el pequeño grupo entró en un claro inundado por la luz del sol, donde la hierba lanzaba destellos verdes, dorados y carmesíes. En los límites del claro, rodeándolo, crecían lindoazules, a intervalos regulares y en perfecta formación. Sólo los que contactaban con los árboles del bosque mostraban los signos de marchitez que Ben había observado en su viaje hacia allí. Unos tablones barnizados de roble blanco formaban un estrado en el centro del claro, sobre el que se asentaba un trono. En las esquinas del estrado había candelabros de brillante plata que sostenían altas velas blancas, con pabilos nuevos. Detrás del estrado se alzaban banderas de varios colores e insignias, y por todas partes había reclinatorios tapizados en terciopelo blanco.

Questor extendió su brazo abarcando todo el claro.

—Éste es el Corazón, gran señor —dijo con voz suave—. Aquí habéis de ser coronado rey de Landover.

Ben contempló el roble y la plata relucientes del estrado, las banderas y las velas, la hierba y los lindoazules.

—No hay signos del Deslustre, Questor. Todo parece como si fuese… nuevo.

—El Deslustre aún no ha llegado al Corazón, gran señor. La magia es más fuerte aquí. Venid.

Avanzaron en silencio, deslizándose entre las filas de reclinatorios tapizados en terciopelo hasta llegar al estrado y al trono, que los esperaban en el centro del claro. El aire estaba lleno de olores aromáticos y los colores de las hierbas y de los árboles parecían rielar y mezclarse como si fuesen líquidos. Ben sintió una sensación de paz y respeto que le recordó el sagrario de la iglesia donde lo llevaban los domingos por la mañana cuando era un muchacho. Le sorprendió descubrir que todavía lo recordaba.

Llegaron ante el estrado y se detuvieron. Ben miró a su alrededor. El Corazón estaba desierto. En sus contornos había unos cuantos pastores y campesinos, de aspecto desaliñado, con sus esposas e hijos, murmurando entre sí y mirando con incertidumbre a Ben. Media docena de cazadores en ropa de trabajo formaban un apretado grupo en las sombras del bosque, donde no llegaban los rayos del sol. Un mendigo, con túnica y pantalones de cuero sucios y viejos, estaba sentado con las piernas cruzadas en la base de un roble que mostraba signos de marchitez.

Aparte de ellos, no había nadie.

Ben frunció el entrecejo. Había una mirada de derrota casi de desesperación en los ojos de aquella gente que le preocupó.

—¿Quienes son? —preguntó a Questor en voz baja.

Questor giró la vista hacia el andrajoso grupo.

—Espectadores.

—¿Espectadores?

—De la coronación.

—Bueno, ¿dónde están los demás?

—Quizás lleguen tarde, para hacerse notar —dijo Abernathy en tono inexpresivo.

Detrás de él los kobolds emitieron un suave siseo y mostraron los dientes.

Ben puso una mano sobre el hombro de Questor y lo atrajo hacia sí.

—¿Qué ocurre, Questor? ¿Dónde está todo el mundo?

El mago se frotó la mejilla nerviosamente.

—Es posible que los que vengan se retrasen un poco, retenidos quizás por algo que no habían previsto cuando…

—Espere un minuto —lo interrumpió Ben—. Acláreme eso de «los que vengan» ¿significa que algunos no tienen intención de venir?

—Bueno, sólo era un modo de hablar, gran señor. Desde luego, todos los que puedan vendrán.

Ben cruzó los brazos y le miró a los ojos.

—Y yo soy Papá Noel. Mire, Questor, he vivido lo bastante como para reconocer a un zorro aunque se oculte en un agujero. ¿Qué está pasando aquí?

El mago se balanceó con embarazo.

—Eh… bueno, sí, la verdad es que vendrán muy pocos.

—¿Cuántos son muy pocos?

—Quizá sólo un par.

Abernathy se aproximó.

—Se refiere a nosotros cuatro, gran señor, y a esos pobres que están ahí entre las sombras.

—¿Sólo ustedes cuatro? —Ben miró a Questor con ojos incrédulos—. ¿Nadie más? La coronación del primer rey de Landover tras un período de veinte años…

—Vos no sois el primero, gran señor —dijo Questor suavemente.

—Pero me dijo…

—Vos no sois el primero —repitió el mago.

Hubo un largo silencio.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Ben.

—Ha habido otros antes que vos, gran señor; otros reyes de Landover tras la muerte del viejo rey. Vos sólo sois el último que asciende al trono. Siento que tengáis que oír esto ahora. Hubiera preferido comunicároslo después de la ceremonia de la coronación…

—¿Cuántos?

El rostro de Ben estaba enrojecido por la ira.

—… hubiese terminado y nosotros… ¿Qué ha preguntado?

—¡Reyes, maldita sea! ¿Cuántos ha habido?

Questor Thews se contorsionó.

—Varias docenas, quizás. Francamente, he perdido la cuenta.

El retumbo de un trueno llegó desde un lugar lejano a través de los árboles y la niebla. Las orejas de Abernathy se elevaron.

—¿Varias docenas? —Ben no lo oyó. Sus brazos cayeron a ambos lados de su cuerpo y los músculos de su cuello se hicieron visibles al tensarse—. ¡Comprendo por qué has perdido la cuenta! ¡Comprendo por qué no se molesta la gente en venir!

—Al principio venían, claro —continuó el otro, con una voz irritantemente serena y la mirada tranquila—. Se desplazaban hasta aquí porque creían. Incluso cuando dejaron de creer, siguieron viniendo por curiosidad. Pero, al pasar el tiempo, ya no quedaron curiosos. Hemos tenido demasiados reyes, gran señor, que no lo eran de verdad. —Hizo un gesto brusco en dirección a los que estaban en los límites del bosque—. Ahora sólo vienen los que están desesperados.

El trueno volvió a sonar, más fuerte y desde más cerca, un retumbo profundo y sostenido que resonó en el bosque y sacudió la tierra. Los kobolds sisearon y sus orejas se aplastaron contra sus cabezas. Ben miró a su alrededor. Abernathy gruñía.

Questor lo cogió del brazo.

—¡Subid al estrado, gran señor! ¡Daos prisa! —Ben vaciló, con gesto preocupado—. ¡Por favor! —insistió el mago, empujándole—. ¡Vienen los demonios!

Ésa fue razón suficiente para Ben. Los kobolds ya corrían hacia delante, y él los siguió. El trueno repercutió en todo su alrededor haciendo temblar los árboles y la tierra.

—Al parecer, váis a tener espectadores, gran señor —dijo Abernathy, mientras subía de un salto los escalones del estrado.

Estuvo a punto de que se le cayeran las ropas ceremoniales y las cadenas del cargo.

Ben subió detrás, mirando por encima del hombro. Exceptuándolos a ellos, el Corazón estaba desierto. Los granjeros, los pastores, sus familias, los cazadores y el mendigo se habían retirado en busca de las sombras protectoras del bosque. La niebla y la penumbra de los árboles de alrededor parecían presionar contra el soleado claro.

—Ayuda al gran señor a ponerse la ropa y las cadenas —ordenó Questor Thews a Abernathy, ya en el estrado—. ¡Deprisa!

Abernathy se irguió sobre sus patas traseras y comenzó su tarea.

—Espere un minuto, Questor —objetó Ben, con los ojos puestos en la oscuridad que tenía enfrente—. No estoy seguro de querer seguir con esto.

—Es demasiado tarde, gran señor. ¡Debéis hacerlo! —El rostro de búho había adquirido de pronto dureza y decisión—. Confiad en mí. No correréis ningún riesgo.

Ben pensó que tenía razones sobradas para cuestionar tal afirmación, pero Abernathy estaba ya ajustando los broches de las ropas. El amanuense tenía una gran habilidad para ser un perro, y Ben se encontró observándolo a pesar de la situación. Se sorprendió. Las zarpas de Abernathy estaban provistas de dedos toscos, pero articulados.

—Falló incluso en eso —murmuró el amanuense al captar la expresión del rostro de Ben—. Esperemos que actúe mejor con vos.

Las sombras y la niebla se mezclaron y giraron con tinta removida en el lado opuesto del claro, y el silencio se tornó de repente en aullidos de viento. El trueno que anunciaba la llegada de los demonios culminó con un bronco rugido que estremeció la tierra del bosque. Ben se volvió. El viento fustigaba con tal fuerza sus ropas que las ponía en peligro de romperse. Abernathy se apartó, emitiendo profundos gruñidos, y los kobolds sisearon como serpientes y le mostraron sus dientes a la oscuridad.

Entonces los demonios surgieron de la niebla y la penumbra, materializándose como si pasaran a través de un agujero abierto en el aire vacío; un ejército de flacas figuras armadas tan sombrías como la noche. Las armas y las armaduras producían ruidos metálicos, y los cascos de las horribles y sinuosas monturas golpeaban la roca y la tierra, resonaban y se extinguían. El ejército desaceleró su avance hasta detenerse con gran estruendo. Blancos dientes y ojos rojizos brillaban en la niebla, y las garras y espinas resaltaban de la masa, como si se tratara de un único ser. El ejército se situó frente al estrado en una línea irregular, centenares de demonios comprimidos entre los árboles del bosque y los reclinatorios desocupados, llenando el vacío dejado por el paso del trueno con el sonido de sus respiraciones. El viento aulló una vez más y desapareció.

El claro estaba calmado por el sonido de sus pesadas respiraciones.

—Questor… —llamó Ben en voz baja, paralizado en el lugar en que se encontraba.

—No os mováis, gran señor —le susurró el mago.

La horda de demonios se agitó y las armas se alzaron con unanimidad. Un aullido demencial salió de la garganta colectiva del ejército. Abernathy retrocedió, con las mandíbulas dispuestas a morder. Los kobolds daban la impresión de haber enloquecido, susurrando y chillando con furia, agazapándose a ambos lados de Ben.

—Questor… —intentó éste de nuevo, en tono un poco más apremiante.

Entonces apareció la Marca. Los demonios se dividieron de repente por el centro, y surgió en medio de ellos. Iba montada en su serpiente alada que, en realidad, era mitad serpiente y mitad lobo, un ser salido de la más inmunda pesadilla. La Marca se ocultaba por completo bajo una armadura negra, opaca y desgastada por el uso, provista de armas y púas serradas. Un yelmo con una calavera se apoyaba en sus hombros, con la visera bajada.

Ben Holiday deseó estar en cualquier otra parte.

Questor Thews avanzó un paso.

—¡Arrodillaos, gran señor! —Su voz fue un susurro.

—¿Qué?

—¡Arrodillaos! ¡Tenéis que convertiros en rey! Los demonios han venido a verlo, y no debéis hacerles esperar.

—El rostro de búho se crispó de impaciencia. —¡Arrodillaos para el juramento!

Ben se arrodilló, con los ojos puestos en los demonios.

—Colocad las manos sobre el medallón —ordenó Questor. Ben lo sacó de debajo de su túnica y lo hizo—. Ahora repetid estas palabras: «Seré uno con el país y su pueblo, fiel a todos y desleal a ninguno, sometido a las leyes del trono y de la magia, comprometido con el mundo en que estoy. Rey, de ahora en adelante». Decidlo.

Ben dudó.

—Questor, no me gusta…

—Decidlo, Ben Holiday. ¡Si de verdad queréis ser rey tenéis que decirlo!

La exhortación fue dura y certera, como si procediese de una persona distinta a Questor Thews. Ben le mantuvo la mirada. Podía sentir un movimiento de impaciencia en las filas de demonios.

Alzó el medallón hasta que pudo ser visto con claridad por todos, sin apartar los ojos de los de Questor.

—Seré uno con el país y su pueblo, fiel a todos y desleal a ninguno, sometido a las leyes del trono y de la magia, comprometido con el mundo en que estoy. Rey, de ahora en adelante. Pronunció las palabras con seguridad y valentía. Estaba sorprendido de haberlas recordado tan fácilmente, como si las hubiera aprendido antes. El claro se hallaba silencioso. Dejó caer el medallón sobre su pecho.

Questor Thews asintió con la cabeza y su mano se elevó hasta pasar por encima de la cabeza de Ben.

—Levantaos, majestad —dijo con voz queda—. Ben Holiday, Rey de Landover, Gran señor y Vasallo.

Ben se levantó, y la luz del sol cayó sobre él al filtrarse de pronto por la capota de niebla. El silencio del claro se hizo más profundo. Questor Thews se inclinó lentamente y apoyó una rodilla en tierra. Abernathy lo imitó y los kobolds también lo hicieron.

Pero los demonios se quedaron donde estaban. La Marca permaneció sobre su montura y ninguno de quienes lo rodeaban se movió.

—¡Enseñadle el medallón otra vez! —susurró Questor con disimulo.

Ben se volvió y levantó la mano derecha con el medallón, sintiendo en los dedos la silueta del caballero montado, el lago, el castillo y el sol naciente. De las filas negras de los demonios se alzó un rumor, y varios se inclinaron. Pero la Marca hizo una rápida señal con el brazo, indicando a todos que se quedasen donde estaban, de pie. La calavera se volvió hacia Ben, desafiante.

—¡Questor, esto no funciona! —murmuró con un extremo de la boca.

En aquel instante, se produjo movimiento en las filas de los demonios. Sobre su monstruosa y alada montura, la Marca avanzaba entre la niebla y las sombras. Los demonios la seguían.

Ben se quedó frío.

—¡Questor!

Pero entonces se produjo un destello de luz al otro lado del Corazón, como si algo brillante hubiera captado un rayo de sol. Salió de las sombras del bosque en un punto situado entre los demonios que avanzaban y el estrado en que se hallaban Ben y sus compañeros. Los demonios aflojaron el paso, desviando los ojos. Ben y sus amigos se volvieron.

Un caballo y un jinete tomaron cuerpo las nieblas.

Ben Holiday se asombró. Era el caballero que había encontrado en el túnel del tiempo cuando se dirigía a Landover, el caballero cuya imagen estaba grabada en el medallón, una estatua de hierro deteriorada y sucia sobre un caballo cansado. Su lanza descansaba erecta sobre el estribo y su figura estaba inmóvil. Parecía esculpido en piedra.

—¡El Paladín! —susurró Questor con incredulidad.

La Marca se levantó sobre el arnés que lo unía a su montura, dirigiendo la calavera hacia el caballero. Los demonios se encogieron en las sombras y la niebla que lo cubrían todo a su alrededor, y se oyeron susurros de incertidumbre. El caballero se mantuvo inmóvil.

—Questor, ¿qué ocurre? —preguntó Ben, pero el mago se limitó a mover la cabeza.

Los demonios y el caballero permanecieron frente a frente un momento más, separados por la extensión iluminada del Corazón, midiéndose como criaturas acorraladas. Entonces la Marca levantó un brazo, con el puño cerrado, y la calavera se inclinó, aunque sólo levemente, hacia Ben. Girando a su montura, volvió a la oscuridad. El ejército que lideraba giró con él. Los gritos y los aullidos rompieron el silencio, el viento aulló, y los cascos y las botas resonaron de nuevo. Los demonios se disolvieron en el aire del que habían salido.

La niebla y la penumbra retrocedieron y la luz del sol retornó. Ben no podía creer aquello. Cuando se volvió para mirar al caballero y su caballo, éstos también habían desaparecido. El claro estaba desierto, sin tener en cuenta a los cinco que se hallaban en el estrado.

Entonces se produjo un nuevo movimiento en las sombras. Los campesinos y pastores con sus familias, los cazadores y el mendigo solitario aparecieron de nuevo, reuniéndose en los límites del bosque con actitud vacilante. En sus ojos había miedo y asombro. No se acercaron, pero uno a uno fueron arrodillándose en la tierra.

El corazón de Ben estaba acelerado y su cuerpo empapado de sudor. Aspiró en profundidad y se giró hacia Questor.

—¡Quiero saber qué está pasando, maldita sea! ¡Quiero saberlo ahora!

Questor Thews parecía haberse quedado literalmente sin habla por primera vez desde el momento en que lo conoció. Intento decir algo, se detuvo; lo volvió a intentar y sólo logró mover la cabeza. Ben miró a los demás. Abernathy jadeaba como si hubiera estado corriendo. Los kobolds estaban agazapados el uno contra el otro, con las orejas caídas hacia atrás y los ojos entornados.

—Agarró el brazo de Questor.

—¡Respóndame!

—Gran señor, yo no… no sé como explicaros… —El rostro de búho se retorcía como si lo estuvieran atornillando—. Nunca hubiese creído…

Ben levantó con rapidez una mano para detener sus evasivas.

—¡Por favor, Questor, domínese!

El otro asintió, irguiéndose.

—Sí, gran señor.

—¡Y responda a la pregunta!

—Gran señor, yo… —Volvió a interrumpirse.

La cabeza peluda de Abernathy asomó por encima de un hombro del mago.

—Esto puede ser interesante —comentó.

Parecía haber recuperado el control con más rapidez que el resto.

Questor le dirigió una mirada asesina.

—¡Tendría que haberte convertido en gato! —le espetó.

—¡Questor! —presionó Ben con impaciencia.

El mago se volvió, aspiró profundamente, cabeceó con expresión pensativa y se encogió de hombros.

—Gran señor, no sé cómo decíroslo. —Esbozó una débil sonrisa—. Ese caballero, ese que está en el medallón que lleva, el que se enfrentó a la Marca, no existe. —La sonrisa desapareció—. Gran señor, acabamos de ver a un fantasma.