PLATA FINA

Los árboles se estrecharon, la niebla se elevó. Questor Thews y Ben Holiday se hallaban de nuevo en el bosque. Las sombras volvieron a oscurecer el sendero, y los colores del Corazón desaparecieron. Ben avanzaba resuelto, manteniendo el paso del extravagante mago, lo cual no era fácil, porque Questor andaba con gran rapidez a pesar de que arrastraba los pies. Ben se cambió la bolsa de lado, al sentir que los músculos se le agarrotaban. Se frotó los hombros con la mano libre y se subió las mangas del chandal. El sudor empapaba la espalda del jersey.

Pensó, irritado, que lo lógico hubiera sido que enviaran una escolta y una carroza para su nuevo rey, en vez de obligarle a hacer esa caminata. Por otra parte, quizás en Landover no había carrozas. Quizás volaban sobre caballos alados. Quizás Questor Thews debía haber convocado con su magia a un par de ellos.

Se mordió el labio inferior pensativamente, recordando los intentos de Questor para proporcionarle comida. Tal vez era mejor la caminata.

Subieron hacia una nueva línea de cerros donde los abetos crecían tan juntos que sus agujas caídas formaban una alfombra que cubría por completo la tierra. Las ramas golpeaban y arañaban sus caras, y tenían que inclinar la cabeza para evitarlas. Luego los árboles se distanciaron, el terreno comenzó a descender hacia un prado y el castillo apareció ante ellos.

Ben Holiday concentró en él su mirada. Era el mismo que había visto antes, pero ahora podía verlo con más claridad. Se hallaba a medio kilómetro de distancia, en mitad de un lago, sobre una isla con las dimensiones precisas para soportarlo. El lago era de color gris acero, la isla carecía de vegetación exceptuando unos cuantos matorrales. El castillo era una amalgama de rampas, pasadizos, parapetos y torres de piedra, madera y metal que se clavaban en el cielo como dedos de una mano rota. Un sudario de niebla colgaba sobre la isla y las aguas del lago. No existía el color, ni banderas, ni estandartes, ni pendones, nada. La piedra y la madera tenían un aspecto mugriento y el metal parecía oxidado. Aunque los muros daban impresión de fortaleza y los baluartes no se desmoronaban, el castillo tenía el aspecto de un cascarón sin vida.

Parecía la morada de Drácula.

—¿Éste es el castillo de los reyes de Landover? —preguntó Ben con incredulidad.

—¿Hummmmm? —Questor estaba preocupado de nuevo—. Oh, sí, es éste. Éste es Plata Fina.

Ben dejó caer la bolsa de golpe.

—¿Plata Fina?

—Así se llama.

—Plata Fina. ¿Será por su limpieza y brillo?

Las cejas de Questor se alzaron.

—Así fue en otra época, gran señor.

—¿Así fue? Apostaría que de eso hace mucho, mucho tiempo. —La decepción oprimió su estómago—. Parece más la Torre Tenebrosa que el castillo de Plata Fina.

—Es consecuencia del Deslustre. —El mago cruzó los brazos con la mirada ausente—. Era así hace veinte años, gran señor; que no es mucho tiempo, en realidad. El Deslustre lo ha provocado. Antes estaba limpio y brillante como su nombre indica. La piedra era blanca, la madera clara y el metal resplandeciente. No había nieblas que ocultasen el sol. La isla estaba adornada con flores de todos los colores y el lago era de un azul cristalino. El lugar más hermoso del país.

Ben siguió su mirada hasta la pesadilla que les aguardaba abajo.

—¿Qué ocurrió para que cambiase tanto?

—El Deslustre. Cuando el último rey de Landover murió hace veinte años y ningún heredero ascendió al trono, comenzó el proceso. Al principio fue lento, pero luego se aceleró a medida que el tiempo pasaba sin que hubiese rey. La vida escapó de Plata Fina y el Deslustre marcó su decadencia. A pesar de lo mucho que se limpió, frotó y pulió la piedra, la madera y el metal no se consiguió nada. —Miró a lo lejos—. Se muere, gran señor. Sigue a su dueño a la tumba.

Ben parpadeó.

—Habla como si estuviese vivo.

El rostro de búho hizo un gesto de asentimiento.

—Lo está, gran señor, tan vivo como vos y como yo.

—Pero se está muriendo.

—Lenta y dolorosamente.

—¿Y ahí es donde quiere que viva yo, en un castillo agonizante?

Questor sonrió.

—Debéis hacerlo. Sois el único que puede curarlo. —Tomó a Ben del brazo y le hizo avanzar—. Venid conmigo, gran señor. Encontraréis su interior muy agradable, donde su corazón está aún caliente y su vida vigorosa. Las cosas no son tan malas como parecen. Vamos. Lo encontraréis muy acogedor. Vamos.

Bajaron, dirigiéndose hacia donde las aguas del lago lamían suavemente una orilla cubierta de hierbas amarillentas. La maleza crecía en apretadas matas, en los lugares que el agua había erosionado, formando charcos. Las ranas croaban, los insectos zumbaban, y el lago desprendía cierto olor a pescado.

Sobre la orilla había una barca grande con la proa curvada y una cabeza de caballero como mascarón, bordas bajas y popa sin timón. Questor le indicó que lo siguiese y subieron a bordo. Ben se dirigió a un asiento delantero mientras Questor se sentaba en la popa. Cuando acabaron de acomodarse, el bote empezó a moverse. Se arrastró por la orilla para penetrar en el lago y se deslizó por sus aguas. Ben miró a su alrededor con curiosidad. No logró descubrir ninguna fuente de propulsión en el bote.

—El toque de vuestras manos lo guía —dijo Questor.

Ben bajó la vista hacia sus manos, agarradas a la borda.

—¿Mis manos?

—El bote, igual que el castillo, está vivo. Se le llama deslizador del lago. Responde al toque de aquellos a quien sirve. Vos sois ahora el más importante. Os llevará adonde queráis.

—¿Adónde debo desear que me lleve?

Questor rió con simpatía.

—A la entrada principal, gran señor.

Ben se asió a los bordes y transmitió su pensamiento sin palabras. El deslizador del lago aceleró un poco sobre las aguas oscuras, dejando una estela blanca a su paso.

—Despacio, gran señor, despacio —le aconsejó Questor—. Comunicáis vuestros pensamientos con demasiada urgencia.

Ben aminoró la presión de sus manos y de sus pensamientos, y el deslizador disminuyó su velocidad. Era excitante poder hacer uso de esa pequeña magia. Dejó que sus dedos recorrieran lentamente la superficie lisa de madera de los costados de la embarcación. Eran cálidos y latían, como si fueran parte de un ser vivo.

—Questor. —Se volvió hacia el mago. La sensación de que el deslizador del lago estaba vivo lo inquietaba, pero mantuvo las manos en su sitio—. ¿Qué dijo antes sobre mis posibilidades de curar el castillo?

Los dedos de una mano se levantaron para rozar el rostro de búho.

—Plata Fina, tanto como Landover, necesita un rey. El castillo agoniza por su falta. Vuestra presencia en él renovará su vida. Cuando os instaléis allí, renacerá.

Ben miró al frente, a la aparición espectral con sus torres oscuras y sus almenas, sus muros de piedra descolorida y sus ventanas muertas.

—¿Y si no quiero instalarme ahí?

—Oh, yo creo que querréis —contestó el mago enigmáticamente.

Piensa lo que quieras, se dijo Ben.

Fijó los ojos en el castillo en la niebla y las sombras que lo rodeaban. Imaginó que en cualquier momento aparecería un ser con colmillos en las ventanas de la torre más alta y murciélagos volando en círculos.

Sin embargo, no vio nada.

El deslizador llegó hasta la orilla de la isla. Ben y Questor desembarcaron. Se encontraron ante un pórtico con una reja descendente, una clara invitación a ser deglutidos. Ben se pasó la bolsa de una mano a la otra, dudando. El castillo parecía peor de cerca que desde la cima del cerro.

—Questor, no estoy seguro de…

—Vamos, gran señor —le interrumpió el mago, volviendo a cogerlo del brazo, empujándolo una vez más hacia delante—. No podéis ver nada importante desde aquí. Además, los otros estarán esperando.

Ben avanzó, inseguro, con la vista alzada hacia los parapetos y las torres. La piedra estaba húmeda y los rincones y huecos llenos de telas de araña.

—¿Otros? ¿Qué otros?

—Los otros que están al servicio del trono; vuestros colaboradores, gran señor. No todos han abandonado el servicio del rey.

—¿No todos?

Pero Questor no le oyó, o decidió aparentar que no le oía, y avanzó apresuradamente por el vestíbulo, obligando a Ben a avivar el paso para no quedarse rezagado. Atravesaron un estrecho patio tan oscuro y mugriento como el resto del castillo, un segundo vestíbulo de menores dimensiones que el primero y un corredor corto que los llevó a un salón. Una luz neblinosa penetraba por las altas ventanas arqueadas, mezclándose con la penumbra y las sombras. Ben miró a su alrededor. La madera de las vigas y las columnas estaba limpia y pulida, como la piedra, y las paredes y suelos cubiertos por tapices y alfombras que conservaban parte de su color original. Incluso había algunos muebles de aspecto sólido. Sin el matiz grisáceo que parecía infiltrarse en todo, la habitación habría resultado casi acogedora.

—¿Véis?, las cosas están mucho mejor dentro —comentó Questor.

Ben asintió sin entusiasmo.

—Precioso.

Cruzaron una puerta que comunicaba con un espacioso comedor ocupado por una enorme mesa con sillas de respaldos altos tapizadas en seda escarlata. Del techo colgaban varias lámparas de plata ennegrecida. A pesar del tiempo veraniego, en el lado opuesto de la estancia había una gran chimenea encendida. Ben entró detrás de Questor y se detuvo.

Tres figuras se hallaban de pie, alineadas a la derecha de la mesa. Sus ojos se encontraron.

—Vuestros asistentes personales, gran señor —anunció Questor.

Ben lo miró sorprendido. El personal estaba compuesto por un perro y dos monos de largas orejas; o al menos dos criaturas que parecían monos. El perro se hallaba erguido sobre las patas posteriores y llevaba unos pantalones con tirantes, una túnica con un escudo heráldico y gafas. Su pelaje era de color dorado y tenía unos pequeños alerones por orejas que parecían agrangados por una idea tardía. El pelo de la cabeza y el morro tenían cierta semejanza con el de un puercoespín. Las criaturas que parecían monos llevaban pantalones cortos y tirantes de cuero. Una era más alta y zancuda que la otra. Esta última, más gruesa, llevaba un delantal de cocina. Ambas tenían las orejas como Dumbo y pies con dedos prensiles.

Questor hizo una señal a Ben y los dos avanzaron hasta detenerse ante el perro.

—Éste es Abernathy, el amanuense de la corte y vuestro secretario personal.

El perro hizo una ligera reverencia y lo miró por encima de las gafas.

—Bienvenido, gran señor —dijo el perro.

Ben saltó hacia atrás a causa de la sorpresa.

—¡Questor, habla!

—Tan bien como vos, gran señor —contestó el perro con dignidad.

—Abernathy es un wheaten terrier de pelo liso, una raza que ha dado muchos campeones a la caza —intervino Questor—. Pero no fue siempre perro. Antes era hombre. Se convirtió en perro por un accidente bastante desafortunado.

—Me convertí en perro por tu estupidez. —La voz de Abernathy estaba muy cerca del gruñido canino—. Y sigo siendo un perro por tu estupidez.

Questor se encogió de hombros.

—Bueno sí, en cierto modo fue por mi culpa, supongo. —Suspiró, mirando a Ben—. Estaba intentando disfrazarlo y la magia lo transformó en eso. Desgraciadamente, aún no he logrado descubrir el modo de que recupere su aspecto anterior. Pero se encuentra bien como perro, ¿verdad, Abernathy?

—Estaba mejor cuando era hombre.

Questor frunció el entrecejo.

—Creo que eso podría discutirse.

—Lo dices para justificar lo que hiciste, Questor Thews. De no haber conservado mi inteligencia, que por suerte supera en mucho a la tuya, me hubieran instalado en una caseta y olvidado para siempre.

—Eso es muy poco amable. —El entrecejo de Questor se arrugó aún más—. ¡Quizás hubieras preferido que te convirtiera en gato!

La respuesta de Abernathy sonó como un ladrido. El mago enrojeció del sobresalto.

—Lo he entendido, Abernathy, y quiero que sepas que no lo apruebo. Recuerda donde estás. Recuerda que estás ante el rey.

El rostro peludo de Abernathy se volvió hacia Ben con solemnidad.

—Peor para él.

El mago parecía un poco apurado.

—Bueno, en realidad, gran señor, no tenéis ejército.

—¿Ningún ejército? Pero, ¿por qué?

—Se dispersó hace más de doce años.

—¿Se dispersó? Bien, ¿y que hay de los sirvientes? Ya sabe, lacayos, jardineros… gente encargada del cuidado de las cosas ¿Quién se dedica a eso?

—Nosotros, nosotros cuatro.

Questor señaló a Abernathy y a los dos kobolds.

Ben se sorprendió.

—No hay duda de que el castillo se está muriendo. Pero, ¿por qué no consiguen más ayuda?

—No tenemos dinero para pagarla.

—¿Qué significa «no tenemos dinero»? ¿No hay una tesorería real o algo semejante?

—La tesorería está vacía. No hay nada en ella.

—Bueno, ¿no puede el trono recaudar impuestos de algún modo para obtener dinero? —La voz de Ben se iba elevando cada vez más—. ¿Cómo pagaban cualquier cosa los reyes en el pasado?

—Recaudaba impuestos. —Questor dirigió una mirada furiosa a Abernathy, que movía la cabeza divertido—. Desgraciadamente el sistema tributario dejó de funcionar hace años. Desde entonces no se ha ingresado nada en la tesorería.

Ben soltó la bolsa y se tapó la boca con las manos.

—Veamos. ¿Me he comprado un reino donde el rey no tiene ejército, ni servidumbre, ni dinero? ¿He pagado un millón de dólares por eso?

—No estáis siendo razonable, Ben Holiday.

—¡Eso depende del lugar desde donde se mire, diría yo!

—Debéis tener paciencia. Todavía no habéis visto todo lo que hay que ver en Landover. Los problemas inmediatos de los impuestos, los criados y el ejército pueden resolverse en cuanto se dedique la atención necesaria a buscar soluciones. Debéis recordar que el trono de Landover está vacante desde hace más de veinte años. Y, siendo así, no podéis esperar que todo funcione como debiera.

Questor le dirigió una mirada siniestra, luego señaló a las criaturas que estaban a su lado.

—Estos son kobolds —explicó a Ben, que aún se resistía a la idea de que su asistente personal fuese un perro parlante—. Hablan su propia lengua, que no tiene ninguna semejanza con la nuestra, aunque entienden bastante bien. Tienen nombres en su idioma, pero para vos no significarían nada. Por eso les he dado nombres, que ellos han aceptado. El más alto es Juanete, el mensajero de la corte. El más grueso es Chirivía, el cocinero de la corte. —Los señaló, uno tras otro—. Saludad al gran señor, kobolds.

Los kobolds hicieron una reverencia. Cuando se enderezaron, sus bocas se abrieron para mostrar hileras de dientes afilados tras sus sonrisas aterradoras. Emitieron un siseo suave.

—Chirivía es un verdadero kobold —dijo Questor—. Es una criatura fantástica que ha preferido servir en la casa de un humano a andar vagando por ahí. Su tribu es una de las que vinieron del mundo de las hadas y se quedaron. Juanete es un individualista, una criatura de los bosques más que un sirviente. Genéricamente es un kobold, pero también conserva características de otras criaturas fantásticas. Puede atravesar las nieblas como ellas, pero no quedarse allí. También puede cruzar Landover con la rapidez de las hadas, pero está ligado al castillo de Plata Fina del mismo modo que Chirivía, y siempre debe volver.

—Por razones que el hombre y el perro sólo pueden suponer —intervino Abernathy.

Juanete le dirigió una sonrisa lúgubre y un siseo.

Ben llevó a un lado a Questor Thews. Con cierto esfuerzo logró ocultar su irritación.

—¿Qué pasa aquí exactamente?

—¿Hummmm? —dijo Questor, mirándolo con ojos vacuos.

—Atienda. Si he comprendido bien, el rey de Landover vive en una mazmorra que es atendida por un zoo. ¿Me espera alguna sorpresa más? ¿Qué tengo como ejército, un rebaño de ovejas?

Ben rió sin alegría.

—No abuse del eufemismo. Mire, Questor, vayamos al fondo de la cuestión. ¿Qué más debo saber sobre el rey de Landover? ¿Qué otras malas noticias tiene que darme?

—Oh, creo que falta lo peor, gran señor. —El mago sonrió, como disculpándose. —Tendremos mucho tiempo para hablar de ello. Creo que ahora deberíamos comer. Ha sido un largo día, un largo viaje, y sé que estáis cansado y hambriento.

Ben le cortó en seguida.

—¡No estoy cansado ni hambriento! ¡Quiero saber qué más…!

—Todo a su tiempo, una cosa tras otra. Tenéis que pensar en vuestra salud, gran señor —dijo Questor, ignorando su protesta—. Chirivía preparará la cena. La magia del castillo aún mantiene la despensa bien surtida. Y mientras él se dedica a eso, Abernathy os enseñará vuestras habitaciones donde podréis lavaros, cambiaros de ropa y descansar un poco. Abernathy, por favor, acompaña al gran señor a su alcoba y encárgate de que tenga lo que necesite. Volveré dentro de un rato.

Se volvió y salió a grandes pasos de la sala antes de que Ben tuviese tiempo de poner objeciones. Chirivía y Juanete salieron también. Ben se quedó mirando a Abernathy.

—¿Gran señor?

El perro señaló hacia una escalera en espiral que ascendía hacia la oscuridad del castillo.

Ben asintió con un gesto. Era obvio que no iba a averiguar nada más por el momento.

Juntos, comenzaron a subir.

Resultó ser un recorrido largo y pesado. Subieron una gran cantidad de escalones y atravesaron media docena de estancias sombrías antes de llegar a las habitaciones designadas. Ben pasó la mayor parte del tiempo absorto en sus meditaciones, ponderando la desagradable noticia de que era el rey sin ninguna de las ventajas del cargo, de que era el señor del Castillo de Drácula y poco más. Debería haber prestado más atención al recorrido, se reprochó cuando llegaron al final, aunque sólo fuera para desandarlo sin necesidad de ayuda. Tenía un vago recuerdo de suelos empedrados y techos con vigas de madera, de puertas de roble y goznes de hierro, de tapices y escudos de armas, de tonos suaves y la decoloración del Deslustre; pero no de mucho más.

—Vuestra sala de baño, gran señor —anunció Abernathy, deteniéndose ante una pesada puerta de madera con trabajos de marquetería.

Ben se asomó al interior. Había una bañera de hierro con patas en forma de garras y adornos en los laterales, llena de agua humeante. También había una bandeja con jabones, un montón de toallas de lino sobre un taburete, junto con una muda de ropa y un par de botas.

El baño era tentador.

—¿Cómo consiguen mantener el agua caliente tanto tiempo? —preguntó contemplando el vapor.

—Es el castillo, gran señor. Todavía conserva parte de su magia. Comida en la despensa, agua caliente para los baños; eso es casi todo lo que puede hacer con las fuerzas que le quedan.

Abernathy se calló y se dispuso a salir.

—¡Espera! —lo llamó Ben de repente. El perro se detuvo—. Yo, eh… sólo quería decir que siento haberme mostrado tan sorprendido de que pudieses hablar. No quería ser descortés.

—Estoy acostumbrado, gran señor —contestó Abernathy, y Ben no supo si se refería a la descortesía o la sorpresa. El perro lo miró por encima de sus gafas—. En cualquier caso, aunque se me conoce en todo Landover como una curiosidad de primer orden, dudo que sea la mayor sorpresa que recibáis.

Ben frunció el entrecejo.

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a que tendréis un montón de cosas que aprender, y las lecciones serán bastante sorprendentes.

Hizo una reverencia, atravesó la puerta y la cerró sin ruido tras él. El gesto preocupado se acentuó en el rostro de Ben. El último comentario parecía una advertencia. Parecía que Abernathy trataba de decirle que lo peor estaba por llegar.

Apartó aquello de su mente, se quitó la ropa y se metió en la bañera. Permaneció dentro casi toda la hora que siguió pensando en lo que le había ocurrido. Curiosamente, el centro de su preocupación había variado por completo desde su llegada a Landover. Entonces, su interés se enfocaba en averiguar si lo que veía y experimentaba era real o producido por inteligentes efectos especiales y el ingenio de la ciencia moderna. Ahora lo más importante era decidir si debía permanecer allí o no. Las revelaciones de Questor sobre el estado del reino eran de lo más desoladoras. Había pagado un millón de dólares por un trono que carecía de sirvientes, ejército, tesorería y de un programa tributario. Se encontraba más inclinado a aceptar que Landover era en efecto, un mundo fuera del suyo, un mundo en el que la magia tenía una función, que admitir que había comprado un trono sin privilegios.

Sin embargo, se daba cuenta de que no estaba siendo del todo justo. Había pagado por un trono, pero también había pagado por el país, y el país parecía tal y como se anunciaba. Además, era lógico que después de veinte años sin rey que ocupase el trono, la monarquía de Landover tuviera algunas dificultades. No era razonable esperar que un sistema tributario, un ejército organizado, un cuerpo de sirvientes y una próspera tesorería hubiesen sobrevivido a veinte años sin gobierno. Era natural que todo eso se hubiera degradado pasado cierto tiempo. Era lógico que se requiriese su colaboración para conseguir que las cosas volvieran a funcionar.

Entonces, ¿por qué estaba preocupado? Comparado con las expectativas iniciales, Landover colmaba sus esperanzas.

Pero la velada advertencia de Abernathy y sus propias dudas lo llenaban de inquietud, y no podía apartarlas de sí.

Dio por terminado el baño, salió de la bañera y se secó con las toallas. El agua se había mantenido a la misma temperatura mientras estuvo en ella. La habitación era confortable, incluso la piedra del suelo estaba caliente bajo las plantas de sus pies desnudos. Había una extraña vibración en el aire, como si el castillo respirara…

Trató de abandonar aquellos pensamientos, y comenzó a vestirse. Se puso unas medias, ropa interior holgada, unos pantalones de color verde, con cordones y un cinturón, y una ancha túnica de color crema con presillas que se enganchaban en cierres metálicos. La confección de las prendas le pareció extraña, sin los botones, cremalleras, veleros y elásticos a que estaba acostumbrado; pero eran de buena calidad y se sentía cómodo dentro de ellas.

Acababa de calzarse las botas de cuero suave y empezaba a preguntarse dónde estaría Abernathy cuando la puerta se abrió y apareció Questor.

—Bien, parecéis descansado y fresco, gran señor. —El mago sonrió. Una sonrisa un poco exagerada, según Ben—. ¿Encontrasteis el baño a vuestro gusto?

—Sí, mucho. —Ben le devolvió la sonrisa—. Questor, ¿por qué no dejamos toda esta cháchara y vamos?

—¿Esta qué?

—Cháchara. —Ben titubeó, buscando otra expresión mejor—. Pantalla de humo.

—¿Pantalla de humo?

—¡La cortesía social del reino, maldita sea! ¡Quiero saber dónde me he metido!

Questor cabeceó pensativamente.

—Ah, ya sé. ¿Qué os parecería si os mostrase exactamente eso?

Ben asintió al instante.

—Sería estupendo. En realidad, sería fantástico.

—Muy bien. —El mago le dio la espalda y se dispuso a salir de la habitación—. Por favor, venid conmigo.

Abandonaron la sala de baño y volvieron al corredor. Questor llevó a Ben hacia el centro del castillo, donde un par de enormes puertas talladas se abrían a la escalera de una torre que ascendía girando hacia las sombras. Comenzaron a subirla en silencio. Cuando llegaron al final, Questor hizo que Ben presionara con las palmas de las manos la parte superior de la imagen del caballero y el castillo del medallón tallado en una enorme puerta de roble con refuerzos metálicos que había en el muro de la torre. La puerta se abrió sin ruido y ambos la atravesaron.

Entraron en una pequeña sala circular. El muro opuesto a ellos se abría en el centro, desde el suelo hasta el techo, mostrando nubes de niebla que se arremolinaban más allá de las torres del castillo al ascender, destacándose contra el cielo crepuscular. Una barandilla de plata apoyada sobre barrotes describía una curva en la abertura a más de un metro de altura. En su punto medio había fijado un atril. Ben lo miró, y después volvió la vista hacia Questor. La sala tenía el aspecto de una tribuna de orador diseñada para que los mensajes reales llegaran a un auditorio situado en las nubes.

—Ésta es la Landvista —dijo Questor—. Acercaos a la barandilla, por favor.

Ben hizo lo indicado. La barandilla de plata y el atril estaban manchados por el Deslustre pero, debajo de sus efectos, no pudo ver miles de caracteres diminutos grabados en el metal por la mano de algún artesano con gran paciencia. Questor rebuscó en las faltriqueras que llevaba atadas a la cintura y sacó el mismo mapa descolorido que le había enseñado para explicarle por qué podía hablar y leer el landoveriano.

Lo desplegó con cuidado y lo puso sobre el atril.

—Apoyad las manos en la barandilla, gran señor —le dijo.

Ben obedeció. Questor también puso las manos sobre la barandilla. Se quedaron de pie, uno junto al otro, durante un momento, contemplando las nieblas tenebrosas. Ya era casi de noche.

Entonces, un calor repentino se extendió a través del metal, una vibración semejante a la que Ben había captado en la sala de baño.

—Mantened las manos firmes sobre la barandilla —le aconsejó Questor de repente—. Mirad el mapa que tenéis delante y seleccionad cualquier parte de él que deseéis ver. La Landvista os lo mostrará.

Ben le dirigió una mirada de duda, luego se fijó en el mapa. Todo el valle estaba representado en el pergamino, dibujado en varios colores para indicar bosques, ríos, lagos, montañas, llanuras, valles, desiertos, ciudades, territorios y fortalezas, todo marcado con sus nombres. Los colores se habían desvanecido, el pergamino estaba desgastado. Ben lo observó con atención. Después de un rato sus ojos fueron a posarse sobre el castillo de Plata Fina y luego sobre las oscuras y amenazadoras hondonadas que había visto antes desde las alturas. El nombre de las hondonadas estaba medio borrado y no podía leerse.

—Ahí —indicó, inclinando la cabeza—. Esas hondonadas del norte. Enséñeme eso.

—La Caída Profunda —dijo Questor en voz baja—. Muy bien. Agarrad con fuerza la barandilla, gran señor. Respirad profundamente. Concentraos en el mapa.

Ben apretó las manos. Sus ojos se concentraron en el mapa y las hondonadas. Las nieblas que cubrían el castillo de Plata Fina se arremolinaban en sucios jirones ante él, y la oscuridad del anochecer se deslizó sobre la tierra. El tiempo se detuvo. Miró con curiosidad a Questor.

—Concentraos en el mapa, gran señor.

Volvió a concentrarse en el mapa.

Entonces el castillo desapareció por completo, los muros de piedra, torres y almenas se disolvieron en el aire vacío, las nieblas se ausentaron y el cielo nocturno brilló limpiamente, iluminado por una multitud de estrellas. Volaba por el espacio, con la barandilla de plata y el atril como único soporte. Sus ojos se abrieron, sorprendidos, y miraron hacia abajo. El valle se alejaba con rapidez en un vacío de sombras y luz de la luna.

—¡Questor! —gritó, aterrado, tensando sus brazos en preparación para la caída.

El mago estaba junto a él y le cogió la mano.

—No tengáis miedo, gran señor —dijo. Su voz era serena y tranquilizadora, tan normal en el tono como si aún se encontrase de pie en la torre—. Esto sólo es la magia en acción. No hay ningún peligro mientras os mantengáis bien agarrado a la barandilla.

Ben se agarraba con tanta fuerza que sus nudillos habían adquirido un color blancuzco. Descubrió que se hallaba bien afianzado. Como no tenía sensación de movimiento, tampoco podía oír la embestida del viento ni el ruido del pergamino del mapa al ser agitado por el aire. Contuvo la respiración y contempló cómo la tierra se deslizaba bajo sus pies, un panorama de bosques sombríos, montañas puntiagudas y lagos centelleantes. Todas las lunas de Landover estaban visibles, un conjunto de esferas coloreadas que punteaban el cielo de naranja, rosa, verde jade, azul, verde mar, una gama de malvas desvaídos, turquesa y, la más grande de todas, de un blanco brillante. Era la exposición más extraña que Ben había visto.

Se relajó un poco, comenzando a sentirse menos incómodo con lo que estaba ocurriendo. En una ocasión había montado en globo. Este vuelo tenía muchos puntos de semejanza con aquél.

Rodearon las montañas del valle con un arco suave, cruzando sobre las nieblas del mundo de las hadas.

—Allí es donde nace la magia de Landover, gran señor —dijo Questor—. El país de las hadas es el origen de su magia, un lugar fuera del tiempo y con existencia infinita, de siempre y de todas partes. Linda con todos los mundos y a todos tiene acceso. Lo atraviesan corredores que comunican a los mundos exteriores. Los llaman túneles del tiempo, caminos que conducen de un mundo a otro. Vos tomasteis uno de ellos para entrar en Landover.

—¿Quiere decir que el país de las hadas se encuentra entre mi mundo y Landover? —preguntó Ben, dándose cuenta de pronto de que estaba gritando para hacerse oír y que no era necesario.

Questor negó con la cabeza.

—No exactamente. El país de las hadas es un lugar efímero de no-ser, gran señor. Es y al mismo tiempo no es. Está al mismo tiempo en todas partes y en ninguna. No puede ser autónomo, ni es la última fuente de las cosas. ¿Comprendéis?

Ben sonrió.

—Ni una palabra.

—Meditadlo un momento. Está más ligado a Landover que a cualquiera de los mundos con que linda. Landover es una especie de hijastro suyo.

Una curiosa comparación, pensó Ben y observó las nieblas que se alejaban. Entonces empezaron a descender, planeando suavemente hacia la Caída Profunda. Las hondonadas se encontraban justo debajo de ellos. Era una maraña de bosque selvático anidada en las altas montañas que ocupaban el noroeste del perímetro del valle, una región lúgubre y tenebrosa donde la luz no podía penetrar. Las sombras lo cubrían todo, y las nieblas del mundo de las hadas que rodeaban el valle parecían bajar y doblarse como la esquina de una manta.

—Ahí habita la bruja Belladona —explicó Questor—. Se dice que llegó del mundo de las hadas en una época tan remota que nadie la recuerda, excepto ella. Se dice que vino al mundo de los mortales en busca de un amante y que después le fue imposible regresar.

Ben miró hacia abajo. Tenía el aspecto de un pozo que condujera al infierno.

Dieron otra pasada sobre la zona. Iban de horizonte a horizonte, mientras los ojos de Ben elegían nombres escritos en el mapa, uno tras otro. Descubrió la región del Dominador del Río, otra criatura del mundo de las hadas, un duende que había adquirido forma humana y adoptado como morada los lagos y ríos que ocupaban la mitad sur del valle, gobernando a duendes y ninfas que habitaban en sus aguas. Ben exploró las colinas y pendientes del norte, sobre la Caída Profunda, donde vivían numerosas tribus de gnomos, trolls y kobolds. Algunos de ellos eran mineros, granjeros, cazadores y comerciantes; otros ladrones y asesinos. Algunos eran laboriosos y honestos; otros vagos y malvados. Algunos eran amistosos; otros no. Questor volvió a hablar. Los Señores del Prado ocupaban por completo el valle central, con sus vastas extensiones de tierra de labranza que proporcionaban cuantiosas riquezas a unas pocas familias cuyo linaje databa de muchas generaciones, barones feudales cuyos súbditos eran siervos que cuidaban de los campos y los animales de sus amos.

—¿Esclavos? —le interrumpió Ben, asombrado.

—¡Siervos! —repitió Questor, enfatizando la palabra—. Son hombres y mujeres libres, pero reciben de la tierra y sus frutos sólo lo que les asignan los barones.

Esclavos, pensó Ben. Una rosa llámesela como se la llame…

La voz de Questor seguía oyéndose, pero Ben no se enteró del resto de lo que decía. Su atención fue captada de repente por algo nuevo. Al principio pensó que no era más que una peculiar mancha de oscuridad sobre la silueta de una de las lunas. Luego se dio cuenta de que la mancha se movía.

Iba hacia ellos.

Volaba desde el sur, y era una enorme sombra alada que aumentaba de tamaño en el horizonte. Carente de rasgos distintivos cuando Ben la divisó, comenzó a adquirir una forma definida al acercarse. Sus alas membranosas se abrían, batían y se arqueaban como una monstruosa cometa tensada hasta el punto de ruptura. Un cuerpo en forma de tonel ondeaba como el de una serpiente con el movimiento del vuelo y su piel estaba cubierta de escamas y placas. Sus grandes y engarfiados pies se plegaban contra el cuerpo, y el cuello se arqueaba sobre él, sosteniendo una cabeza tan espantosa que Ben se encogió contra su voluntad.

Era un dragón.

—¡Questor! —susurró con voz ronca, con miedo a gritar.

El mago se giró y alzó la vista hacia la gran bestia.

—¡Strabo! —susurró en respuesta, y podía detectarse cierta reverencia en su voz.

Dejaron de moverse, paralizados en medio del aire. El dragón pasó volando sobre ellos, tan cerca que pareció que iba a rozarlos. No los vio, porque no podían ser vistos, pero a Ben le dio la impresión de que había sentido su presencia. La cabeza se volvió como si los ojos sanguinolentos se fijaran en ellos, y el hocico se abrió. Un silbido agudo y aterrador desgarró la tranquilidad de la noche, desvaneciéndose después en el silencio.

Pero el dragón no se detuvo ni cambió su rumbo. Siguió volando hacia el noreste hasta convertirse de nuevo en una mancha lejana. La miraron hasta que desapareció.

—¡Dios mío! —dijo Ben al fin, casi en un susurro. Su sed de aventuras se había saciado de repente. Fijó la vista hacia el espacio vacío que se extendía bajo ellos, el espacio en que estaban suspendidos, inmóviles—. ¡Maldita sea! ¡Basta ya, Questor! ¡Volvamos al lugar de donde vinimos!

—El mapa, gran señor —dijo el mago serenamente—. Fijad los ojos en el mapa y buscad el castillo de Plata Fina.

Ben lo hizo sin perder un momento, casi frenético por volver a poner los pies sobre la piedra sólida. Encontró el castillo y concentró sus pensamientos en él. Casi al instante se halló en el interior de la torre, de pie ante el muro abierto, mirando hacia las nieblas.

Soltó la barandilla como si le quemara y dio un paso atrás.

—Esa bestia… era el dragón que me encontré en el bosque —logró decir.

—Sí, gran señor —le confirmó el otro, apartándose también de la barandilla. El rostro de búho estaba pensativo—. Se llama Strabo. Vive en el este, donde el valle se convierte en un erial de desiertos, ciénagas y maleza. Vive allí solo. Es el último de su especie.

Ben cruzó los brazos, invadido por un súbito frío.

—Estuvo a punto de tocarnos.

—Sólo lo pareció. —La sonrisa de Questor fue irónica—. La magia hizo que lo pareciese. En realidad, no llegamos a salir de esta habitación.

—¿No salimos?

—Podéis volver a intentarlo cuando os plazca, gran señor. La magia de Landover está a vuestra disposición. Y ya habéis visto como funciona.

—Demasiado bien, gracias.

—¿Habéis aprendido lo bastante de Landover por esta noche? ¿Os gustaría cenar?

Ben había recuperado su compostura.

—Me gustaría. —Inspiró profundamente—. ¿Me aguarda alguna sorpresa con la cena? Si es así, preferiría saberlo ahora, no cuando se haya producido el hecho.

El mago se dirigió a la puerta de la torre.

—No, gran señor. No habrá sorpresas en la cena. Será muy grata. Acompañadme.

Recorrieron a la inversa los corredores, salones y escaleras hasta llegar al comedor. Ben aún tenía preguntas que necesitaban respuesta, pero estaba cansado y hambriento, y las preguntas podrían esperar. Se dejó conducir hasta la cabecera de la mesa y se sentó. Su estómago comenzaba a apaciguarse, el frío abandonó su cuerpo. Después de todo había sobrevivido, sin ningún daño aparente. De modo que si esto era lo peor que tenía que soportar…

—¿Os apetece un poco de vino, gran señor? —Questor interrumpió sus pensamientos. La oscuridad del castillo se había acentuado con la marcha del día. La mano del mago se alzó, señaló a lo alto y las lámparas se encendieron, esparciendo un resplandor dorado sin humo ni llama que, en apariencia, ninguna fuente de energía alimentaba—. Otro pequeño toque de la magia. ¿Dijo que deseaba vino?

Ben se apoyó en el respaldo de la silla.

—Sí, y deje la botella.

Questor hizo un ademán y el vino apareció a su lado. El mago estaba sentado a su derecha. Abernathy y Juanete aparecieron y se sentaron a su izquierda. Chirivía se uniría a ellos después de la cena. Una familia completa y feliz.

Ben miró al mago.

—Lo diré una vez más, Questor, no quiero sorpresas. Quiero saberlo todo. Quiero cuanto tenga relación con este medallón. Quiero saber quién es Meeks. Quiero saber quién vendió Landover y por qué. Quiero saberlo todo.

Abernathy apoyó sus patas delanteras en la mesa y lo miró por encima de las gafas.

—Yo bebería el vino antes, gran señor, si fuese vos.

La cara peluda le dirigió una sonrisa de connivencia a Juanete, que estaba sentado junto a él. El kobold le correspondió, emitió un siseo y mostró todos los dientes.

Ben bebió vino.

Consumió gran parte de la botella antes de que Chirivía apareciese con la cena. El kobold sirvió un estofado de carne y verduras, pan recién cocido, quesos y pasteles. Por mal que fuesen las cosas al menos no se moriría de hambre.

Comió un plato de estofado con trozos de pan y queso, bebió varios vasos de vino y pensó en Annie, en Miles y en lo que había dejado atrás. Questor discutía con Abernathy sobre cualquier cosa desde la composición de una comida equilibrada hasta el papel de la magia en el cuidado de la salud. Los kobolds sonreían y se comían todo lo que estaba a su alcance. Cuando llegó el momento de repetir, Questor encontró que el estofado estaba demasiado frío y ordenó que lo recalentaran. Chirivía siseó y mostró los dientes. Entonces, Abernathy sugirió que sería mejor tomarlo como estaba. Questor se mostró en desacuerdo. La discusión terminó cuando el mago usó la magia para recalentarlo en la fuente que lo contenía y ésta explotó en llamas propagando el fuego por la mesa y la mantelería de hilo que la cubría. Todos se levantaron de un salto, gritando, siseando y ladrando al mismo tiempo. Questor volvió a usar la magia, y llovió dentro del comedor durante veinte minutos.

Eso fue suficiente para Ben. Con el vaso de vino en la mano y precedido por Abernathy, se retiró a las habitaciones reales, chamuscado, empapado y aturdido. Al acostarse, espero que el día siguiente fuese mejor.