QUESTOR THEWS

Unos rayos de sol se filtraron por las grietas de un cielo nublado, bañando la pradera con partículas y retazos de su calidez. Ben parpadeó y miró con los ojos entrecerrados a través del resplandor. El bosque neblinoso y su oscuro túnel no estaban a la vista. Las apariciones tampoco, incluidas la criatura negra, el caballero y el dragón.

Se estiró. ¿Qué demonios les había ocurrido? Se limpió el sudor de la frente. ¿Habían sido reales después de todo?

Tragó saliva. ¡No, desde luego que no eran reales! ¡No podían serlo! ¡No eran más que algún tipo de espejismo!

Miró a su alrededor. El prado en el que se hallaba se extendía ante él como una alfombra de verdes pálidos, azules y rosas; una mezcla de colores que nunca había visto en las hierbas. El trébol era blanco moteado de rojo. El prado descendía hacia un valle, grande e irregular que se elevaba otra vez a lo lejos hasta llegar a una muralla montañosa que formaba una oscura barrera en el horizonte. Detrás de él, los árboles de un bosque se destacaban, oscuros, en la ladera de una montaña. Por todas partes colgaban jirones de niebla.

Las apariciones se habían producido en algún lugar entre los árboles situados detrás de él. ¿Dónde estaban ahora?

¿Y dónde estaba él?

Tardó un rato en ordenar sus pensamientos. La penosa experiencia del túnel del bosque aún le hacía temblar, continuaba asustado por los seres oscuros que le habían salido al paso, confundido por hallarse sentado en el prado. Fuera lo que fuese aquello que lo amenazó en el bosque, ahora se encontraba a salvo. Estaba otra vez en Blue Ridge. Estaba en Virginia, a unos treinta kilómetros de Waynesboro, a pocos kilómetros de la carretera que atravesaba el Parque Nacional de George Washington.

Pero…

Volvió a mirar a su alrededor, con más atención que antes. Algo no encajaba. En primer lugar, el tiempo no era normal. Hacía demasiado calor para finales de noviembre en las montañas de Virginia. Estaba sudando bajo su ropa deportiva y eso no debería suceder, por muy asustado que estuviese por la experiencia sufrida. El aire era mucho más frío cuando entró en el túnel del bosque.

El trébol tampoco era normal. No debería estar florido en noviembre; en especial, un trébol así, blanco y moteado de rojo. Se volvió para mirar al bosque de atrás. ¿Por qué estaban las hojas verdes como recién brotadas a primeros de verano? Las hojas deberían tener un tono otoñal, excepto las agujas de los pinos y abetos.

Se incorporó precipitadamente, quedándose con una rodilla en tierra, invadido por una mezcla de pánico y excitación. El sol estaba exactamente sobre su cabeza, donde debía estar. Pero en los cielos distantes había dos esferas a escasa altura sobre la línea del horizonte; una de color melocotón, la otra de un malva suave. Ben se sorprendió. ¿Lunas? ¿Dos lunas? No, tenían que ser planetas. Pero, ¿desde cuándo los planetas de su sistema solar podían verse con tanta claridad sin ayuda de aparatos?

¿Qué demonios estaba pasando?

Volvió a sentarse lentamente, obligándose a recuperar la calma. Tenía que haber una explicación lógica para todo aquello, razonó, luchando de nuevo contra la mezcla de pánico y nerviosismo. La explicación era simple. Era lo que le habían prometido. Era Landover. Miró a su alrededor, al prado verde con los tréboles moteados, a los árboles estivales del bosque y a las raras esferas suspendidas sobre el horizonte, y lo aceptó con sensatez. No había razón para preocuparse. No eran más que efectos especiales como los que había encontrado en el túnel del bosque. No era más que una proyección mayor de tales efectos en una parcela de tierra escondida en las montañas de Blue Ridge, de Virginia. No sabía cómo lo habrían logrado, teniendo en cuenta que se hallaba en un parque nacional, pero no cabía duda de que lo habían hecho. Tenía que admitir su asombrosa perfección. El valle con sus temperaturas estivales era de por sí un descubrimiento afortunado, pero las extrañas flores, las esferas que parecían planetas o lunas, y las apariciones del túnel tenían que haber precisado de esfuerzo y conocimientos científicos para ser creados.

Se puso de pie, recobrando seguridad lentamente. La experiencia del bosque lo había trastornado bastante. La criatura negra y el caballero le parecieron casi reales. El caballo le pareció del todo real cuando pasó galopando junto a él y lo lanzó fuera del camino hacia las sombras. Y también pudo sentir el aliento del dragón en su cara. Casi podía creer…

Interrumpió sus razonamientos. Su mirada, que recorría el valle mientras él trataba de resolver aquel rompecabezas, captó algo.

Era un castillo.

Sus ojos se dilataron de sorpresa. Una gran extensión de hierba ocupaba el centro del valle. Era como un tablero de ajedrez formado por campos y prados divididos por ríos sinuosos. El castillo se elevaba en el extremo más próximo de ese tablero. La extraña bruma que cubría el valle se lo había ocultado al principio. Pero ahora comenzaba a distinguir cosas, a ver con claridad.

Una de esas cosas era el castillo

Éste se alzaba a varios kilómetros del lugar en que se encontraba Ben, sumido en nieblas y sombras, tras un denso bosque. Estaba asentado en una isla situada en medio de un lago, rodeado de árboles y colinas. Retazos de niebla flotaban ante él deslizándose como nubes que bajaran a la tierra. Era una ciudadela oscura y ominosa, a la que la niebla dotaba de una apariencia fantasmagórica.

Forzó la vista contra la velada luz del sol para ver con más claridad. Pero la niebla se cerró de repente y el castillo desapareció.

—¡Maldita sea! —susurró.

¿Había sido también una aparición, otro de los efectos especiales de Landover? Una leve sospecha comenzó a crecer en él. Sintió que el pánico y la excitación volvían. ¿Y si todo lo que estaba viendo era real?

Una voz tronó a sus espaldas, y él se levantó de un salto y se volvió.

—Bueno, ya os he encontrado, vagabundeando por este prado y no en el sitio en que se supone que deberías estar. ¿Os perdisteis en el camino? Parecéis un poco cansado, si no le importa que lo diga. ¿Estáis bien?

El que había hablado se encontraba a unos tres metros de distancia. Parecía una grotesca caricatura de un gitano hecha por algún artista errante. Era un hombre alto, de poco menos de dos metros, pero tan delgado como un palo. Unos mechones de ondeados cabellos blancos caían sobre sus grandes orejas, mezclándose con la barba y las cejas del mismo color y estilo. Las grises ropas que vestía le hacían parecer un espantapájaros, pero estaban adornadas con una serie de cintas brillantes, faltriqueras y alhajas que lo convertían en un trozo de arco iris surgido tras una tormenta. Unas botas de cuero flexible demasiado grandes para sus pies se curvaban hacia arriba por las puntas, y una nariz aguileña dominaba su rostro acongojado y perspicaz. Apoyándose en un bastón nudoso se acercó a él.

—Ben Holiday, ¿verdad? —le preguntó, con un destello de suspicacia en los ojos. Un enorme cristal colgaba de una cadena que rodeaba su cuello, y él trató de ocultarlo entre sus ropas con cierta timidez—. ¿Tenéis el medallón?

—¿Quién es usted? —replicó Ben, tratando de poner al otro a la defensiva.

—Ah, yo lo pregunté primero —contestó el hombre, sonriendo con amabilidad—. La cortesía dicta que vos respondáis antes.

Ben se tensó y en su voz se hizo perceptible un tono de impaciencia por haber sido obligado a jugar al ratón y al gato.

—Muy bien, soy Ben Holiday. ¿Ahora, quién es usted?

—Sí, bueno, estoy relacionado con el medallón. —La sonrisa se acentuó un poco—. Al fin y al cabo podríais ser cualquiera. Por decir que sois Ben Holiday no tenéis que serlo necesariamente.

—Usted también podría ser cualquiera, ¿verdad? —le preguntó Ben en respuesta—. ¿Qué derecho tiene a preguntarme algo sin decirme antes quién es?

—Da la casualidad de que yo soy el enviado para recibiros, suponiendo, desde luego, que seáis quien afirmáis ser. ¿Puedo ver el medallón?

Ben vaciló, luego sacó el medallón de debajo de sus ropas, sin quitárselo, agarrándolo para que fuese examinado. El hombre alto se inclinó hacia delante, lo examinó un momento y asintió.

—Sin duda sois quien decís. Disculpad mis preguntas, pero la precaución siempre es conveniente en estos asuntos. Y ahora me presentaré. —Hizo una reverencia, doblando la cintura—. Questor Thews, mago de la corte, primer consejero del trono de Landover, vuestro fiel servidor.

—Mago de… —Ben miró a su alrededor con atención una vez más—. ¡Entonces esto es Landover!

—Landover, y nada más. Bienvenido sea el gran señor Holiday.

—Así que es esto —murmuró Ben, mientras su mente se desbocaba—. ¿Dónde estamos exactamente?

Questor Thews pareció sorprendido.

—En Landover, gran señor.

—Sí, ¿pero dónde está Landover? Quiero decir, ¿en qué lugar de Blue Ridge está Landover? Debe hallarse cerca de Waynesboro, ¿no?

El mago sonrió.

—Oh, bueno, vos ya no estáis en vuestro mundo. Creí que lo habíais entendido. Landover se comunica con muchos mundos por una especie de pórtico, podríamos decir. Las nieblas del reino de las hadas lo conectan con su mundo y con otros mundos. Algunos son fáciles de alcanzar, desde luego; en otros ni siquiera existe la barrera de nieblas. Pero eso lo aprenderéis pronto.

Ben lo miró.

—¿No estoy en mi mundo? ¿Esto no es Virginia?

Questor Thews negó con la cabeza.

—¿Ni los Estados Unidos, ni Norteamérica, ni la Tierra? ¿Nada de eso?

—No, gran señor. ¿Creíais que el reino fantástico que comprasteis podía estar en vuestro mundo?

Ben no le oyó, una desesperada obstinación se había hecho presa de él.

—Supongo que esos planetas del cielo son reales, ¿me equivoco? ¿He de aceptar que existen de verdad?

Questor se giró.

—Son lunas, no planetas. Landover tiene ocho lunas. Dos son visibles durante el día, pero las otras pueden verse también después del anochecer durante la mayor parte del año.

Ben clavó los ojos en él. Luego movió la cabeza lentamente.

—No me creo nada de eso. No me creo ni una palabra.

Questor Thews lo miró con curiosidad.

—¿Por qué no lo creéis, gran señor?

—¡Porque este lugar no puede existir, maldita sea!

—Pero vos tomasteis la decisión de venir aquí, ¿no es cierto? ¿Por qué vinisteis a Landover, si no creíais que podía existir?

Ben no tenía ni idea. Ya no estaba seguro de por qué había ido. Sólo estaba seguro de que no podía aceptar lo que el hombre le decía. El pánico lo invadió ante la idea de que Landover estuviera en algún lugar distinto de la Tierra. Nunca se le había ocurrido que pudiese estar en algún otro lugar. Significaba que todos los lazos que lo unían con su antigua vida serían cortados, que todo lo que había conocido ya no existiría para él. Significaba que estaba solo en un mundo extraño…

—Gran señor, ¿os importaría que caminásemos mientras hablamos? —le preguntó el mago, interrumpiendo sus pensamientos—. Tenemos mucha distancia que recorrer antes de que llegue la noche.

—¿Ah sí? ¿Dónde vamos?

—A vuestro castillo, gran señor.

—¿Mi castillo? Un momento, ¿se refiere a ese castillo que vi antes de su llegada, el que está en medio del lago sobre una isla?

El otro asintió.

—Ése es, gran señor. ¿Podemos empezar a andar?

Ben negó con la cabeza tozudamente.

—Ni pensarlo. No voy a ninguna parte hasta que sepa con exactitud qué ocurre. ¿Qué me dice de lo que me sucedió en el bosque? ¿También fue real? ¿También lo era el dragón que dormía ante los árboles?

Questor se encogió de hombros con aplomo.

—Puede ser. Hay un dragón en el valle, y a veces duerme la siesta en los márgenes de las nieblas. Las nieblas fueron su hogar hace tiempo.

Ben frunció el entrecejo.

—Su hogar, ¿eh? Bueno, ¿y esa criatura negra con alas y jinete?

Las pobladas cejas del mago se arquearon un poco.

—¿Os referís a una criatura negra y alada? ¿Una criatura que parecía salida de una pesadilla?

Ben asintió ansiosamente.

—Sí, eso parecía.

—Era la Marca de Hierro. —Frunció los labios—. La Marca es un demonio. Me sorprende que lo encontraseis cuando ya habíais penetrado en las nieblas. Creía que… —Se interrumpió, esbozó una rápida sonrisa para tranquilizarlo y se encogió de hombros—. De vez en cuando se pierde algún demonio por Landover. Vos os habéis cruzado con uno de los peores.

—¡Cruzado, por mi tía Agatha! —exclamó Ben—. ¡Intentaba atraparme! ¡Me persiguió por ese túnel del bosque y me habría alcanzado de no ser por ese caballero!

Esta vez las cejas de Questor se arquearon mucho más.

—¿Un caballero? ¿Qué caballero? —preguntó con urgencia.

—¡El caballero del medallón!

—¿Visteis al caballero del medallón, Ben Holiday?

Ben dudó, sorprendido por el enorme interés del otro.

—Lo vi en el bosque, después de que la criatura negra se dirigiera hacia mí. Yo estaba entre los dos, pero el caballo pasó rozándome y me lanzó fuera del camino. Después de aquello me encontré sentado en este prado.

Questor Thews frunció el entrecejo, pensativo.

—Sí, el empujón del caballo explicaría vuestra aparición aquí en vez de en el lugar fijado… —Se interrumpió, luego avanzó unos pasos, inclinándose para mirar a los ojos de Ben—. Debisteis de haber imaginado a ese caballero, gran señor. Debisteis de tener la impresión de que lo veíais. Si volvierais a pensar sobre ello, os daríais cuenta de que visteis algo diferente.

Ben se irritó.

—Si volviera a pensar sobre ello, vería exactamente lo mismo. —Mantuvo la mirada firme—. Vería al caballero del medallón.

Se produjo un largo silencio. Al fin Questor Thews dio un paso atrás y se frotó la oreja, pensativo.

—Bien, bien —dijo.

Parecía sorprendido. Más que eso, parecía complacido. Volvió a fruncir los labios, desplazó peso de un pie a otro y se encogió de hombros.

—Bien —repitió por tercera vez.

Entonces, aquella expresión desapareció con tanta rapidez como había aparecido.

—Tenemos que ponernos en camino, —le apremió—. El día se aproxima a su fin y será mejor que lleguemos al castillo antes del crepúsculo. La distancia es larga.

Comenzó a andar, con su alta figura desgarbada y un poco encorvada, arrastrando las vestiduras por la hierba. Ben lo observó con perplejidad durante un momento, lanzó una rápida mirada a su entorno, se colgó la bolsa al hombro y lo siguió de mala gana.

Recorrieron el prado alto e iniciaron el descenso hacia el lejano cuenco del valle. Éste se extendía debajo de ellos como un edredón confeccionado con trozos de tela de distintos colores, que eran sus granjas, praderas, bosques, lagos y ríos y zonas pantanosas y desérticas. Estaba rodeado de montañas oscuras y arboladas, inmerso en un mar de niebla densa que extendía sus jirones por todo el valle y proyectaba una sombra sobre todas las cosas.

La mente de Ben Holiday funcionaba a toda velocidad, tratando de situar lo que estaba viendo con la imagen que tenía de Blue Ridge. No lo consiguió. Sus ojos recorrían las laderas que bajaban y veían huertos con árboles frutales conocidos: manzanos, cerezos, melocotoneros y ciruelos. Pero también veían otros con frutos de un color y un tamaño totalmente extraños para él. La hierba era de distintas tonalidades de verde, pero también había roja, azulada y turquesa. Dispersos en aquel conjunto de insólita vegetación se destacaban grandes grupos de árboles vagamente parecidos a las encinas, salvo por el color azul eléctrico que tenían los troncos y las hojas.

Nada de eso guardaba semejanza con las montañas de Blue Ridge de Virginia o con las montañas de cualquier otra parte de los Estados Unidos de que tuviera noticia.

Incluso la luz tenía matices extraños. La niebla le daba un toque sombrío al valle, y éste se reflejaba en los colores de la tierra. Parecía, en cierto modo, que se hallaba en la estación invernal, pero el aire era cálido como en un día de pleno verano y los brillantes rayos del sol se filtraban a través de las nubes.

Ben saboreó, aunque con cautela, la vista, el olor y la textura de la tierra, y descubrió que casi podía creer que Landover era lo que Questor Thews había dicho: otro mundo.

Meditó sobre eso mientras procuraba mantener el paso de su guía. Esta concesión, que se veía obligado a hacer, no era pequeña para él. Cada porción de lógica y cada vestigio de sentido común que albergaban en su mente de abogado le advertían de que Landover era una especie de truco, que los mundos fantásticos sólo existían en los sueños de los escritores y que lo que estaba viendo era una representación de la vieja Inglaterra situada en Blue Ridge, incluido los castillos y los caballeros con armaduras. La lógica y el sentido común decían que la existencia de un mundo semejante, de un mundo que estaba fuera del suyo pero de alguna forma ligado a él, de un mundo que nadie había visto nunca, era tan improbable como para hallarse a un paso de lo imposible: la Dimensión Desconocida. Y estaba a un paso porque siempre podría argumentarse que cualquier cosa es teóricamente posible, después de todo.

Sin embargo, allí estaba él. ¿Y qué explicación tenía salvo la de Questor Thews? Su aspecto, olor y textura eran reales. Mostraba una apariencia de realidad, pero completamente distinta a la de su mundo. Era algo que incluso excedía a lo descrito en las leyendas del rey Arturo. Aquella tierra era una fantasía, una mezcla de colores y formas y seres que lo sorprendían y lo asombraban a cada paso y también le daban miedo.

Pero su escepticismo inicial comenzaba a ceder. ¿Y si Landover estaba de verdad en otro mundo? ¿Y si era exactamente lo que Meeks le había prometido?

El pensamiento le produjo alegría y eso le aturdió.

Miró de soslayo a Questor. La alta y encorvada figura marchaba decididamente junto a él, arrastrando sus ropas grises por la hierba, ataviado con chales, bandas y faltriqueras de seda de alegres colores, con el cabello y la barba blancos enmarcando su cara de búho. Questor parecía sentirse realmente en casa.

Dejó que su mirada vagara por el valle y, de forma voluntaria abrió las puertas de las profundidades de su mente hasta entonces selladas. Quizás la lógica y el sentido común debían dejar sitio al instinto durante cierto tiempo.

No obstante, unas cuantas preguntas discretas no serían perjudiciales.

—¿No es un poco extraño que hablemos el mismo idioma? —preguntó de repente a su guía—. ¿Dónde lo aprendió?

—¿Hummmm?

El mago lo miró distraídamente, preocupado por otra cosa.

—Si Landover está en otro mundo, ¿cómo es posible que hable tan bien mi lengua?

Questor sacudió la cabeza.

—Yo no hablo vuestra lengua. Hablo la lengua de mi país. Al menos, la de los humanos que en él habitan.

Ben frunció el entrecejo.

—¡Pero ahora está hablando mi lengua! Si no, ¿cómo íbamos a entendernos?

—Ah, ahora comprendo lo que queréis decir. —Questor sonrió—. Yo no hablo vuestra lengua, gran señor, vos habláis la mía.

—¿La suya?

—Sí, las propiedades mágicas del medallón que os han permitido entrar en Landover también os han dado la capacidad de comunicaros sin problemas con sus habitantes, tanto de forma hablada como escrita. —Buscó un momento dentro en una de sus faltriqueras y sacó un mapa desvaído—. Aquí está, leed algo de esto.

Ben cogió el mapa y lo examinó en detalle. Los nombres de las ciudades, ríos, montañas y lagos estaban en su idioma.

—Están escritos en mi idioma —insistió, devolviéndole el mapa.

Questor negó con la cabeza.

—No, gran señor, están escritos en landoveriano, la lengua del país. Se debe a la magia del medallón que vos la entendáis tan bien como la vuestra propia. Yo os estoy hablando en landoveriano ahora.

Ben lo consideró durante un momento, tratando de encontrar más preguntas que formular sobre el lenguaje y la comunicación. Al final decidió que ya se había tratado de lo importante y cambió de tema.

—Nunca había visto árboles como esos —le comentó a su guía, señalando a las extrañas encinas azuladas—. ¿Qué son?

—Son lindoazules. —Questor se detuvo—. Sólo se encuentran en Landover, que yo sepa. Las hadas los crearon con su magia hace miles de años y nos los regalaron. Mantienen alejadas las nieblas y alimentan la vida de nuestro suelo.

Ben frunció el entrecejo con expresión de duda.

—Yo creo que eso lo hace la lluvia y el sol.

—¿La lluvia y el sol? No, la lluvia y el sol sólo colaboran en el proceso. La magia es la fuente de vida en Landover, y los lindoazules tienen una magia muy poderosa.

—¿La magia de las hadas? ¿Como la que permite que nos entendamos?

—La misma, gran señor. Las hadas otorgaron magia al país cuando lo crearon. Ellas viven ahora en las nieblas que nos rodean.

—¿En qué nieblas?

—Allí. —Questor señaló con un movimiento circular a las montañas que bordeaban el valle, sus picos y sus bosques cubiertos de gris, y luego volvió la vista hacia Ben—. Las hadas viven allí. ¿Visteis rostros entre la niebla al atravesar el bosque desde vuestro mundo al nuestro? —Ben asintió—. Eran los de las hadas. Sólo ese camino que recorristeis pertenece a los dos mundos. Por eso yo estaba preocupado de que os hubierais alejado tanto de él.

Hubo un momento de silencio.

—¿Y qué podía ocurrir?

La figura encorvada tiró de sus ropas grises para desprenderlas de un arbusto donde se habían enganchado.

—Mucho. Podíais haberos adentrado excesivamente en el mundo de las hadas y perdido para siempre. —Hizo una pausa—. ¿Tenéis hambre, gran señor?

—¿Qué? —La pregunta sorprendió a Ben.

Estaba aún pensando sobre su incursión en el mundo de las hadas y la posibilidad de haberse perdido para siempre. Hasta aquel momento, el mundo a que había llegado le parecía del todo seguro.

—Comida y bebida. Me parece que debéis de haber carecido de ellas desde hace tiempo.

Ben vaciló.

—La verdad es que no. Comí esta mañana.

—Bueno. Venid por aquí.

Questor avanzó hasta un pequeño grupo de lindoazules, situado junto a un bosquecillo de robles. Esperó a que Ben se acercara, se empinó y arrancó una rama de uno de los árboles. Ésta se rompió con facilidad y sin ruido. El mago se arrodilló, sostuvo la base de la rama con una mano, y la deshojó con la otra. Las hojas cayeron en su regazo, sobre su túnica.

—Probad una —le ofreció, extendiéndosela—. Mordedla.

Ben cogió la hoja, la examinó y con desconfianza, mordió un trozo y lo masticó. Su rostro se iluminó por la sorpresa.

—Sabe como… como melón.

El otro asintió, sonriendo.

—Ahora el tallo. Cogedlo así. —Colocó el extremo partido hacia arriba—. Ahora succionad por ahí, por la parte rota.

Ben obedeció.

—¡Caramba! —susurró—. Sabe a leche.

—Es la base de la alimentación de los humanos del valle —explicó Questor, masticando también una hoja—. Se puede subsistir sólo con lindoazules y agua, si no se tiene nada más… y hay quien no lo tiene. No siempre fue así, pero los tiempos han cambiado…

Dejó de hablar, como distraído por algo. Luego miró a Ben.

—Los lindoazules crecen por todo el valle. Su capacidad reproductora es sorprendente, incluso ahora. Mirad allí, mirad lo que ha ocurrido.

Señaló al árbol de donde había arrancado la rama. La rotura se estaba cerrando.

—Por la mañana, habrá brotado de nuevo. Dentro de una semana estará exactamente igual a como la encontramos, o así debería ser.

Ben asintió sin hacer comentarios. Pensaba en las insinuaciones cuidadosamente introducidas en la conversación de Questor. «Los tiempos han cambiado… Su capacidad reproductora es sorprendente; incluso ahora… Dentro de una semana estará exactamente igual a como la encontramos, o así debería ser.» Observó los lindoazules que había detrás del escogido por el mago. Parecían menos vigorosos, había signos de marchitez en sus hojas y demasiada inclinación en sus ramas. Algo los estaba perturbando.

Questor interrumpió sus pensamientos.

—Bien, ahora que hemos probado los lindoazules, quizás nos convendría algo más sustancioso. —Se frotó las manos con fuerza—. ¿Os apetecerían unos huevos con jamón, un poco de pan tierno y un vaso de cerveza?

Ben se volvió.

—¿Esconde la cesta de la merienda en una de esas faltriqueras?

—¿Cómo? Oh, no, gran señor. Me limitaré a hacer un conjuro.

—¿Un conjuro dice? —Ben estaba asombrado—. ¿Quiere decir utilizar la magia?

—¡Exactamente! Después de todo, soy un mago. Veamos.

El rostro de búho se tensó y sus pobladas cejas se unieron. Ben dio un paso adelante. No había comido nada desde el desayuno, pero tenía más curiosidad que hambre. ¿Podría utilizar la magia aquel tipo de aspecto estrafalario?

—Un poco de concentración, los dedos extendidos así, un movimiento rápido y… ¡ajá!

Se produjo un destello de luz, y una nube de humo ascendente. En el suelo que tenían delante apareció media docena de cojines dispersos, adornados con borlas y bordados. Ben los miró, sorprendido.

—Bueno, supongo que necesitaremos algo para sentarnos mientras comemos… —El mago dejó de lado el asunto como si no tuviera importancia—. Debo de haber extendido demasiado los dedos… Ahora lo intentaré otra vez, un poco de concentración, los dedos, un movimiento rápido…

Volvió a producirse el destello de luz y el humo, y sobre el suelo apareció una cesta de huevos y un cerdo entero limpio, lustroso… y crudo, con una manzana en la boca.

Questor miró apresuradamente.

—La magia falla a veces. Pero sólo hay que esforzarse un poco más. —Extendió sus huesudos brazos hacia delante—. Ahora, observad con atención. Concentración, dedos, un movimiento rápido y…

Esta vez el destello fue más luminoso y la humareda mayor. Una enorme mesa de caballetes con comida suficiente para todo un ejército se materializó ante ellos, surgiendo de la nada. Ben saltó hacia atrás, impulsado por la sorpresa. Era evidente que Questor Thews podía hacer uso de la magia como afirmaba; pero, al parecer, su control sobre ella era bastante limitado.

—¡Vaya! Esto no es lo que yo… Lo que ha pasado es, es que… —Questor estaba muy nervioso, con la mirada fija en la mesa de la comida—. Se debe a que estoy un poco cansado, supongo. Intentaré una vez más…

—No importa —lo interrumpió Ben rápidamente. Ya había visto demasiada magia en una sola sesión. El mago lo miró de reojo, disgustado—. Quiero decir que en realidad no estoy hambriento. Quizás deberíamos seguir.

Questor vaciló, luego asintió con la cabeza.

—Si ése es vuestro deseo, gran señor, lo acepto. —Hizo un movimiento rápido con una mano, y los cojines, el cerdo y la mesa con toda la comida se disolvieron en el aire—. Como veis puedo dominar la magia a mi antojo —afirmó con terquedad.

—Sí, ya lo he visto.

—Debéis comprender que la magia que poseo es muy poderosa, gran señor. —Questor estaba decidido a que eso quedara claro—. Necesitaréis de mi magia si ocupáis el trono. Siempre ha habido magos para apoyar a los reyes de Landover.

—Lo comprendo.

Questor lo miró con fijeza y Ben correspondió a su mirada. Lo que en verdad comprendía era que se hallaba solo en una tierra de la que ignoraba casi todo, donde no conocía a nadie excepto a aquel mago incompetente y que no deseaba enemistarse con su único compañero.

—Muy bien, entonces. —La actitud arrogante de Questor desapareció. Ahora se mostraba casi tímido—. Supongo que debemos continuar hacia el castillo, gran señor.

Ben asintió.

—Supongo que sí.

Sin decir nada más, reemprendieron el camino.

La tarde declinaba y, mientras esto sucedía, las nieblas iban aumentando en densidad. Ya casi no quedaba luz diurna. Las sombras se concentraban, formando manchas oscuras, y el color de los campos, prados, bosques y lagos y ríos perdió toda su viveza. Había una lóbrega tensión en el aire, como si se aproximara una tormenta. Pero era evidente que esto no ocurría. El sol aún estaba presente y ningún soplo de viento agitaba las hojas de los árboles. Otra luna colgaba suspendida sobre el horizonte, recién salida de entre las nieblas.

Ben aún se estaba preguntando en que lugar se había metido.

En él se iba incrementando la sensación de que Landover no era la farsa que Miles Bennett había previsto. Las criaturas no habían sido cedidas por el zoológico de San Diego, ni sus habitantes proporcionados por la Agencia Central de Actores. La magia que Questor había mostrado no era de la clase que se exhibe en un escenario de variedades, sino la clase de magia de que tratan las revistas de fantasía que se venden en quioscos. ¡Seguro que Miles se hubiera quedado atónito con el truco de la mesa! ¿Cómo era posible que alguien conjurara algo así y apareciese al momento, si no estaba de verdad en un mundo fantástico donde la magia era real?

Ése era el otro lado de la moneda con la que jugaba, desgraciadamente. En realidad, Landover no formaba parte de Virginia, ni de los Estados Unidos, ni de América, ni de cualquier otro lugar de la Tierra. Landover era otro mundo diferente por completo, y de algún modo había atravesado un túnel del tiempo para llegar allí.

¡Demonios, era excitante y terrible a la vez!

Por supuesto, eso era lo que había ido a buscar. Hizo la compra para trasladarse a un mundo de fantasía, para ocupar el trono de un reino de fantasía. Pero nunca había imaginado que existiese de verdad. Nunca había creído que fuera tal y como anunciaba el catálogo y el viejo Meeks describió.

De repente recordó a Annie y deseó que estuviese allí. Ella le habría ayudado a aceptar lo que le estaba ocurriendo. Pero Annie se había ido, y precisamente por eso se hallaba en aquel lugar. Landover era su escape del dolor que le causaba su pérdida.

Sacudió la cabeza, reprochándose esos pensamientos. Debía recordar que había ido a ese mundo para renovar su vida, para dejar atrás el pasado, para encontrar una existencia diferente de la que conocía. Había pretendido cortar todos sus vínculos, había deseado empezar de nuevo. En consecuencia, era absurdo lamentarse por haber obtenido lo que quería.

Además, el desafío que representaba lo atraía más que cualquier cosa que hubiese conocido.

Meditó sobre estos asuntos en silencio, dejando que Questor le marcara el camino. El mago no le había proporcionado más información desde el almuerzo frustrado, y pensó que era preferible no hacerle preguntas por el momento. Se concentró en la observación de la tierra que los rodeaba. Primero, en la que podía ver desde la colina alta durante su descenso; después, en la más cercana, cuando ya se hallaba en el valle. Dedujo que avanzaban en dirección este, si el paso del sol por el cielo era una brújula precisa. Las montañas rodeaban el valle y la niebla lo cubría todo. En el extremo sur del valle había una zona de ríos y lagos. En el este sólo desierto y maleza, colinas en el norte y densos bosques al oeste. El centro del valle era una gran planicie verde de campos y prados. Había castillos en las llanuras centrales; pudo divisar sus torres a través de la niebla. Una hondonada muy oscura y tenebrosa se hallaba en el noroeste, un cuenco profundo que parecía acumular niebla y sombras, haciendo que bulleran como sopa hirviente. Todo esto lo vio durante el descenso desde el prado donde Questor lo había encontrado. Cuando llegaron a pisar el valle vio a las primeras personas. No constituían un grupo impresionante; eran granjeros con sus familias, leñadores y cazadores, unos cuantos vendedores ambulantes con sus mercancías y un jinete portando una bandera heráldica. Excepto este último, todos parecían estar en situación poco próspera. Sus ropas eran viejas, sus herramientas y carretas deterioradas y sus cargas escasas. Los hogares de los granjeros habían visto mejores días y mostraban carencia de cuidados. Todos daban la impresión de cansancio.

Ben vio todo esto desde una cierta distancia, incluida la gente; por tanto, no podía estar seguro por completo de que su apreciación era exacta. Sin embargo, no le pasó por la mente la posibilidad de error.

Questor Thews no hizo ningún comentario.

Poco después dio un brusco giro hacia el norte. Una extensión de colinas boscosas apareció ante ellos, envuelta en volutas de niebla que oscilaban entre los árboles como el humo al salir de las chimeneas de una fábrica. La atravesaron en silencio, avanzando con cuidado donde las ramas y las hojas sombreaban el sendero hasta casi ocultarlo. Estaban muy al norte de la región de lagos y ríos que Ben había visto antes, pero un inesperado grupo de lagos y lagunas apareció entre los árboles, superficies de aguas oscuras que reflejaban la declinante luz del sol. También la niebla colgaba sobre ellos. Ben miró a su alrededor, intranquilo. Había en aquellos bosques una especie de ambiente semejante al del mundo de las hadas.

Treparon por una cadena de crestas altas que se elevaba sobre los árboles del bosque, y Questor indicó a Ben que se detuviese.

—Mirad, gran señor —dijo, señalando.

Miró. A varios kilómetros de allí, rodeado de árboles, nieblas y sombras, había un claro iluminado por el sol. Unos colores se destacaban, nítidos como los del arco iris, que parecían pertenecer a unas banderas ondeando por impulso de una brisa que no llegaba al lugar donde se encontraba Ben.

El brazo de Questor se movió en abanico.

—Ése es el Corazón, gran señor. Allí seréis coronado rey de Landover varios días después de que se haya proclamado vuestra llegada. Todos los reyes de Landover han sido coronados allí. Todos los reyes desde que existe Landover.

Se quedaron un momento más, mirando hacia abajo, a la mancha brillante rodeada de brumas, nieblas y sombras. No hablaron.

Después, Questor se volvió.

—Vamos, gran señor. Vuestro castillo está ahí.

Ben lo siguió sumisamente.