La satisfacción persistió hasta la mañana siguiente, cuando empezó a descubrir que nadie acogía con entusiasmo su proyecto de cambio de vida.
Primero llamó a su contable. Conocía a Ed Samuelson desde hacía más de diez años y, aunque no eran amigos íntimos, tenían una estrecha relación de negocios y se respetaban mutuamente. Ben había sido el abogado de la empresa de contabilidad de Haines, Samuelson y Roper, durante casi todo ese tiempo. Ed Samuelson fue su contable desde el principio. Probablemente, era el único hombre vivo que conocía el alcance completo de sus propiedades. Ed había llevado sus asuntos cuando sus padres murieron. Le había sugerido la mayoría de las inversiones que Ben había realizado, demostrándole que era un hombre de negocios astuto y perspicaz.
Pero cuando le llamó esa mañana y le dijo, sin preguntarle su opinión, que vendiese bonos y valores por un millón de dólares y que lo hiciera en los próximos diez días, dedujo que Ben había perdido la razón. Explotó a través del auricular del teléfono. ¡Una venta como ésa era una auténtica locura! Los bonos y los títulos sólo podrían liquidarse con pérdidas, porque la precipitación siempre resultaba muy paralizada. Las acciones tendrían que venderse al valor del mercado, y para muchas dé ellas el mercado estaba bajo. Ben perdería dinero de cualquier forma. ¡Ni siquiera las deducciones de impuestos obtenibles por una acción tan arriesgada podrían ser una compensación por las pérdidas que sufriría! ¿Por qué demonios era necesario hacer algo así? ¿Por qué necesitaban tan de repente el millón de dólares en efectivo?
En tono paciente y un poco evasivo, Ben le explicó que había decidido realizar una compra para la que necesitaba dinero en efectivo con urgencia. El modo en que lo dijo dejó claro que no estaba dispuesto a revelar la naturaleza de la compra. Ed vaciló. ¿Se encontraba en un apuro? Ben le aseguró que no lo estaba. Sólo era que había tomado una decisión, a la que había llegado tras reflexionar mucho, y que agradecería a Ed su ayuda para conseguir el capital necesario.
No hubo mucho más que discutir. Contra su voluntad, Ed Samuelson accedió a hacer lo que se le pedía. Ben colgó.
Las cosas fueron peor en su despacho. Primero llamó a Miles, y cuando su amigo estuvo sentado enfrente, con el café en la mano, le dijo que había decidido dejar el despacho durante cierto tiempo. A Miles casi se le derramó el café.
—¿Dejarlo? ¿De qué diablos estás hablando, Doc? ¡Esta firma es toda tu vida! ¡Ejercer la abogacía es toda tu vida, lo ha sido desde que murió Annie!
—Quizás eso sea parte del problema, Miles. Quizás necesite alejarme de todo esto una temporada, ver las cosas con una nueva perspectiva. —Se encogió de hombros—. Tú mismo me has dicho que necesitaba salir más, ver algo del mundo que hay más allá de este despacho y de mi departamento.
—Sí, claro, pero no comprendo… Espera un minuto, ¿de qué estás hablando exactamente? ¿Cuánto tiempo piensas ausentarte? ¿Un par de semanas? ¿Un mes?
—Un año.
Miles lo miró, asombrado.
—Al menos —añadió Ben—. Quizás más.
—¿Un año? ¿Un año entero? —Miles estaba rojo de irritación—. Eso no es un descanso, Doc. ¡Es un retiro! ¿Qué se supone que vamos a hacer con tu trabajo cuando te vayas? ¿Qué pasa con tus clientes? ¡No van a quedarse un año sentados esperando a que vuelvas! Se despedirán y se irán a otra firma. ¿Y qué ocurrirá con los juicios que tienes programados? ¿Con los casos que están pendientes? Por amor de Dios, no puedes…
—Cálmate un minuto, por favor —le interrumpió Ben rápidamente—. No voy a saltar por la borda y dejar que el barco se hunda. He pensado en eso. Se lo notificaré a mis clientes personalmente. Los casos pendientes serán traspasados. Si a alguno no le parece bien, le recomendaré otra firma. Creo que la mayoría se quedarán contigo.
Miles apoyó toda su corpulencia contra la mesa de despacho.
—Doc, seamos honestos. Quizás lo que dices sea verdad, en parte al menos. Quizás puedas satisfacer a la mayoría de tus clientes. Quizás acepten tu ausencia de la firma. Pero, ¿por un año? ¿O más? Nos dejarán, Doc. ¿Y qué hay de tu trabajo en los tribunales? Nadie puede llegar y encargarse de eso. Debes dar por seguro que perderemos muchos clientes.
—Podemos permitirnos perder unos cuantos, si no hay más remedio.
—Pero ésa no es la cuestión. La cuestión es que sí hay remedio.
—¿Y si me muriese, Miles? Esta noche, por ejemplo. Muerto y enterrado. ¿Qué harías entonces? Tendrías el mismo problema. ¿Cómo lo resolverías?
—¡No es lo mismo, maldita sea, y tú lo sabes! ¡La comparación es pésima! —Miles se levantó y se inclinó hacia delante con brusquedad, apoyándose en la mesa—. No sé qué mosca te ha picado, Doc. No entiendo nada. ¡Siempre has sido tan endemoniadamente responsable! ¡Un poco heterodoxo en los tribunales, pero siempre sin perder la sensatez, siempre bajo control! Y eres un abogado en verdad brillante. Si yo tuviera la mitad de tu talento…
—Miles, ¿me permitirás…?
El hombre robusto lo cortó con un gesto.
—¿Pretendes pasar un maldito año entero de un lado para otro? ¿Así, sin más? Primero te vas a Nueva York sin una palabra de explicación, detrás de Dios sabe qué, el mismo día en que decides hacerlo, sin ni siquiera hablarme de ello, ni una palabra desde que estuvimos aquí sentados conversando sobre la loca oferta de aquel catálogo de Ross o Rosenberg’s o como demonios se llame, y ahora te vas otra vez, como si…
De repente se detuvo, y las palabras murieron en su garganta. Su rostro se quedó paralizado con un gesto de asombrada comprensión.
—¡Oh, Dios santo! —susurró, moviendo lentamente la cabeza de un lado a otro—. ¡Oh, Dios santo! Es esa maldita fantasilandia del catálogo, ¿verdad?
Ben no le contestó de inmediato, indeciso sobre si debía hacerlo o no. Pretendía mantener en secreto lo de Landover. Pretendía no informar a nadie.
—Miles, siéntate, por favor —dijo al fin.
—¿Sentarme? ¿Cómo quieres que me siente después…?
—¡Siéntate de una vez, Miles! —le cortó Ben.
Miles se quedó inmóvil en la posición en que estaba; después se dejó caer con suavidad en el sillón. La expresión de asombro permanecía en su rostro sofocado.
Entonces fue Ben quien se inclinó hacia delante, con expresión dura.
—Estamos juntos desde hace tiempo, Miles; como amigos y como socios. Nos conocemos bien. Lo hemos logrado al compartir muchas experiencias. Pero no sabemos lo que concierne al otro, porque eso es imposible. Es imposible que dos seres humanos se conozcan por completo, ni siquiera en las circunstancias más favorables. Ésa es la razón de que algunas de las cosas que hacemos sean un misterio para los demás. —Levantó la cabeza—. ¿Recuerdas las veces que me has aconsejado que me retire de un caso porque no estaba lo bastante claro? ¿Lo recuerdas, Miles? Abandona ese caso, me decías. Es un mal asunto. Está perdido. Abandónalo. Pero a veces yo no lo hacía. A veces lo aceptaba y te decía que a mí me parecía correcto. Tú te avenías a mi decisión, aunque no estuvieses de acuerdo con ella y no lo comprendieras. Pero confiabas en mí y asumías el riesgo, ¿verdad?
Hizo una pausa.
—Bueno —continuó— eso es lo que estoy pidiéndote ahora. No me entiendes y no estás de acuerdo conmigo. Pues bien, olvídalo y confía en mí.
Los ojos de Miles, que estaban fijos en la mesa, se alzaron.
—¡Doc, estás hablando de un millón de dólares!
Ben movió la cabeza lentamente.
—No, no es eso. Estoy hablando de salvarme, Miles. Estoy hablando de algo que no tiene precio.
—¡Pero es… una locura! —Las manos de Miles agarraron el borde de la mesa hasta que los nudillos se pusieron blancos—. ¡Es una irresponsabilidad! ¡Una absoluta estupidez! ¡Maldita sea!
—Yo no lo veo así.
—¿No? ¿Desembarazarte de tus deberes profesionales, del trabajo de tu vida? ¿Marcharte a vivir a un castillo y luchar contra dragones, suponiendo que haya alguno y no te hayan desplumado? ¿Sin televisión, ni partidos de los Bears, ni el estadio de Wrigley, ni cerveza fría, ni electricidad, ni duchas de agua caliente, ni lavabos, ni nada? Abandonar tu casa y tus amigos y… ¡Dios santo, Doc!
—Piensa que es una excursión larga, de esas en las que te apartas de todo.
—¡Estupendo! ¡Una excursión de un millón de dólares!
—Estoy decidido, Miles.
—A irte a un lugar miserable…
—¡Estoy decidido!
El tono áspero de su voz los dejó disturbados a ambos. Durante un momento se quedaron mirándose en silencio, sintiendo que la distancia existente entre ellos se ensanchaba como si se hubiera abierto un abismo. Entonces, Ben se levantó y rodeó la mesa. Miles se levantó también. Ben apoyó la mano en su hombro y lo apretó.
—Si no hago algo, Miles, voy a acabar mal —susurró—. —Puede que tarde unos meses o quizás un año, pero al final me voy a derrumbar. No puedo dejar que ocurra eso.
Su amigo lo miró, suspiró y asintió.
—Es tu vida, Doc. No puedo decirte cómo tienes que vivirla. No es posible. —Se irguió—. ¿Te tomarás al menos unos días para pensarlo más? Eso no es pedir demasiado, ¿verdad?. Ben sonrió cansadamente.
—¡Ya lo he pensado de un centenar de formas distintas!. Eso es suficiente. Lo he pensado bien.
Miles movió la cabeza.
—Supongo que un hombre obcecado diría lo mismo, ¿no crees?
—Ahora voy a informar a los demás. Te agradecería que te reservaras lo que sabes.
—Claro. ¿Por qué no? ¿Por qué iba a enterar a nadie de que el abogado principal de nuestra firma ha perdido el juicio? —Dirigió a Ben una última mirada, se encogió de hombros y se volvió hacia la puerta del despacho—. Estás chiflado, Doc.
Ben salió tras él.
—Sí. Te echaré de menos, Miles.
Reunió al personal y explicó sus planes de ausentarse del despacho. Les habló de su necesidad de apartarse de su vida presente, de la ciudad, del trabajo, de todo lo que le rodeaba, concluyó diciendo que se marcharía pasadas unas pocas semanas y que cabía la posibilidad de que no regresara en un año. Se produjo un silencio aturdido y después una avalancha de preguntas. Respondió a todas sin inmutarse. Al terminar, se marchó a su casa.
No volvió a mencionar Landover. Ni tampoco Miles lo hizo.
Se tomó tres semanas para poner en orden sus asuntos. La mayor parte del tiempo la dedicó a su trabajo, comunicándose con los clientes, revisando su calendario de juicios y reasignando sus casos. El proceso fue difícil. El personal había aceptado su decisión, estoicamente, pero había un sentimiento de disgusto que se reflejaba en sus miradas y sus conversaciones y que a Ben no le pasó inadvertido. Sentían que estaba desertando, que huía de ellos. Y en verdad, también él se sentía un poco ambivalente frente a esa posibilidad. Por una parte, el desatar los lazos que le unían a la firma y a su profesión le proporcionaba un sentimiento de libertad y alivio. Le parecía que estaba escapando de una trampa. Era como si empezara la vida de nuevo, con la oportunidad de descubrir cosas en que no había reparado la primera vez. Por otra parte, sentía agudas punzadas de incertidumbre y remordimientos por abandonar todo aquello a lo que había dedicado la mayor parte de su vida adulta, y tenía esa sensación de renunciar a todo lo familiar por lo desconocido que caracterizaba a los viajes que se hacen por primera vez.
De todas formas podría regresar cuando quisiera. No había nada definitivo en aquello, al menos de momento.
Volvió a los asuntos de que se estaba ocupando y trató de no pensar en sentimientos contradictorios, pero cuanto más intentaba apartarlos de su mente, más se introducían en ella. Al final, se rindió y aceptó lo inevitable. Dejó que los sentimientos lucharan y bramaran en su interior, dejó que las dudas y las incertidumbres lo torturaran, y descubrió que adquiría cierto grado de fuerza por ser capaz de resistirlo. Había tomado una decisión, y ahora sabía que podía vivir con ella.
Las tres semanas llegaron a su fin cuando ya había completado su salida de la firma. Estaba libre de obligaciones profesionales, libre para iniciar cualquier camino que decidiese seguir. En este caso, el camino que había escogido conducía a un reino mítico llamado Landover. Sólo Miles estaba enterado de la verdad, y Miles no hablaría de eso. Ni con él, ni con nadie. Miles tenía un temor determinado. Miles estaba convencido de que él estaba loco.
—Llegará un momento, Doc, un momento en un futuro no muy lejano en que se encenderá una bombilla dentro de tu cabeza embotada y por un destello de compresión tardía, te darás cuenta de que has cometido un gran error. Cuando eso ocurra, regresarás al despacho un poco avergonzado y mucho más pobre, y yo tendré el enorme placer de recibirte con un «ya te lo dije», y lo repetiré al menos media docena de veces. Pero eso a nadie tiene que importarle, excepto a ti y a mí. Así que mantendremos entre nosotros esta estupidez. No hace falta desconcertar a todos los empleados.
Ése fue el último comentario de Miles respecto a su decisión de comprar Landover. Lo hizo el día después de que anunciara su decisión de ausentarse. Desde entonces, sus conversaciones sólo habían tratado de asuntos profesionales. En las tres semanas que siguieron no volvió a pronunciar una palabra sobre Landover. Se contentó con dirigirle miradas significativas y tratarlo de la manera condescendiente con que un psiquiatra trata de penetrar en la mente de su lunática presa.
Ben intentó ignorar este comportamiento, pero su paciencia se fue agotando. Los días transcurrían lentamente y su ansiedad por acabar la espera iba en aumento. Ed Samuelson lo llamó para anunciarle que los bonos y las acciones habían sido liquidados y que el dinero estaba disponible para la inversión… si Ben estaba seguro de que eso era lo que deseaba hacer sin más consultas. Así era, le aseguró Ben como si no hubiese notado la intencionada sugerencia, y envió el dinero a Rosen’s de Nueva York, a la atención del señor Meeks. Tomó las medidas necesarias para que Samuelson manejase sus asuntos financieros por un tiempo indefinido, preparando los correspondientes poderes notariales y autorizaciones suplementarias. El contable los aceptó con una actitud sospechosamente similar a la adoptada por Miles en los últimos tiempos. La paciencia de Ben menguó un poco más. Pagó doce meses adelantados de alquiler de su apartamento y dio órdenes sobre la limpieza y las inspecciones de seguridad. Le pidió a George que vigilase sus cosas, y éste pareció sinceramente deseoso de que tuviese un buen viaje y una agradable estancia dondequiera que fuese. Pensó que George era la única persona que sentía de esa forma. Preparó una versión actualizada de su testamento, canceló las subscripciones de revistas y periódicos, llamó al gimnasio para avisar de que no iría en una temporada y les rogó que cuidasen las instalaciones de boxeo, dio instrucciones sobre su correspondencia a la oficina de correos para que las aplicaran desde el comienzo del mes siguiente y le entregó la llave de su caja de seguridad a Ed Samuelson.
Tras esto, se relajó para esperar un poco más.
La espera terminó la cuarta semana, tres días antes de que acabase el mes. La nieve caía y se arremolinaba en la tarde gris. El fin de semana siguiente al día de acción de gracias y próximo a las fiestas navideñas había inundado la ciudad de ansiosos compradores que deseaban celebrar el nacimiento de Cristo con un intercambio de dinero por objetos. Su descontento por la espera había alimentado en él cierto cinismo malicioso. Se encontraba observando la locura desde el confinamiento de su torre de marfil cuando George le llamó para anunciarle la llegada de un gran sobre procedente de Nueva York.
Era de Meeks. Dentro había una carta, unos billetes de avión, un mapa de carreteras del estado de Virginia y un recibo de curioso aspecto. La carta decía así:
Estimado Sr. Holiday:
Le escribo para confirmarle su adquisición del artículo especial conocido como Landover, que figura en nuestro último catálogo navideño. Se ha recibido el pago del importe completo y se encuentra en depósito, pendiente de la estancia de diez días de nuestro acuerdo contractual.
Le incluyo billetes de avión que le llevarán desde Chicago a Charlottesville, Virginia. Los billetes tendrán validez para cualquier vuelo de los próximos sietes días, previa presentación a los representantes de la compañía correspondiente.
A su llegada a la terminal de Charlottesville Allegheny, por favor presente el recibo adjunto en el mostrador de información. Habrá un coche reservado a su nombre, que estará a su disposición. También se le entregará un paquete e instrucciones escritas. Lea las instrucciones con atención y guarde bien el contenido del paquete.
El mapa de carreteras del estado de Virginia está marcado en detalle para permitirle completar con éxito la última etapa de su viaje a Landover. Allí le esperan.
En nombre de Rosen’s, Ltd., le deseo un agradable viaje.
Meeks
Leyó la carta varias veces, examinó los billetes de avión y el recibo, luego estudió el mapa de carreteras. Una línea de tinta roja trazaba un recorrido por las vías que conducían al oeste de la ciudad de Charlottesville hasta una pequeña «x» marcada en mitad de las montañas del Blue Ridge, justo al sur de Waynesboro. En los márgenes del mapa había instrucciones escritas, ordenadas en párrafos consecutivos. Las leyó, leyó la carta una vez más, luego plegó todos los papeles y volvió a meterlos en el sobre.
Se sentó un rato en el sofá, contemplando el día gris con sus ráfagas de blancos copos de nieve y los sonidos distantes del tráfico de fiesta. Luego fue al dormitorio, preparó una pequeña bolsa de viaje y llamó a George para que le consiguiera un taxi.
A las cinco en punto estaba en O’Hara.
La nevada empezó a arreciar.
En Virginia no estaba nevando. El día era frío y despejado, con un cielo luminoso en el que destacaba un fondo de montañas boscosas, dotadas de destellos cristalinos por el rocío de la mañana. Ben condujo el New Yorker de color azul acero por el carril derecho de la Interestatal 64, tras salir por el oeste de Charlottesville en dirección a Waynesboro.
Transcurrían las últimas horas de la mañana del día siguiente a su partida. Había volado a Washington National, pasado una noche en el Marriott, frente al aeropuerto, y después tomado el vuelo de Allegheny de las siete de la mañana a Charlottesville. Una vez allí, presentó el curioso recibo en el mostrador de información de la terminal, recibiendo a cambio las llaves del New Yorker y una pequeña caja envuelta en papel marrón, dirigida a él. En la caja había una breve carta de Meeks y un medallón.
La carta decía:
El medallón es la llave para entrar y salir de Landover. Póngaselo y será reconocido como el heredero legítimo del trono. Quíteselo y volverá al lugar marcado con una «x» en el mapa. Sólo usted puede quitárselo, sólo usted. Si lo pierde, no podrá achacarlo a nadie.
Meeks
El medallón era de un metal oxidado y viejo. Tenía grabado un noble montado a caballo y ataviado para la batalla, en la actitud de avanzar bajo un sol situado sobre un castillo que se hallaba en el centro de un lago. Estaba unido a una cadena de eslabón doble. Era una pieza de exquisita artesanía, pero mal conservada. El óxido no podía eliminarse sólo frotando. Se pasó la cadena alrededor del cuello, recogió el coche reservado a su nombre y, ya fuera de Charlottesville, giró al sur y entró en la Interestatal 64.
Cuanto más lejos mejor, pensó mientras conducía hacia Blue Ridge. Todo había salido de acuerdo con los planes.
El mapa proporcionado por Meeks yacía abierto en el asiento de al lado. Había memorizado las instrucciones escritas en él. Tenía que seguir la 64 casi hasta Waynesboro y abandonar la autopista Skyline en su salida sur hacia Lynchburg. Después de treinta kilómetros, llegaría a una desviación de cambio de sentido sobre un promontorio situado frente a las montañas y valles del Parque Nacional de George Washington. Estaba marcado con una señal verde y el número trece en negro. Allí encontraría un teléfono de información y un refugio contra las inclemencias del tiempo. Tendría que llegar allí, aparcar y cerrar el coche dejando las llaves dentro, y cruzar la carretera hasta el sendero del otro lado. Tendría que seguir éste, que se internaba entre las montañas, unos tres kilómetros. En ese punto sería recibido.
El mapa no decía por quién. Ni tampoco la carta.
El mapa sólo indicaba que alguien iría a recoger el coche. El teléfono podría usarse para conseguir el transporte de regreso, en caso de que decidiera volver. Se le proporcionó un número.
Una duda lo asaltó de repente. Se encontraba en camino hacia un lugar desconocido, y nadie excepto Meeks sabía con exactitud dónde se encontraba. Si desapareciese, Meeks se convertiría en el propietario del millón de dólares, suponiendo que todo aquello fuese un fraude bien planeado. Cosas más extrañas sucedían, y por mucho menos.
Lo consideró durante un momento. Después sacudió la cabeza. No tenía sentido. Meeks era un agente de Rosen’s, y un hombre que ocupaba tal puesto habría sido cuidadosamente investigado. Además, había muchos modos de poder atrapar a Meeks en un asunto como ése. Miles conocía su propia relación con los almacenes y la razón de ella. Se podía seguir la pista de los fondos transferidos. Había copias de la carta de confirmación de Meeks con sus papeles de trabajo. Y el anuncio de Landover era de conocimiento público.
Apartó las dudas de su mente y se concentró en lo que le aguardaba. La ansiedad que eso le producía había estado afectándole durante semanas. Se hallaba tan nervioso que apenas podía contenerse. Había dormido mal la noche anterior. Se había despertado antes del amanecer. Estaba predispuesto a todo tipo de ideas descabelladas.
Llegó a la entrada de la Skyline en poco más de treinta minutos y la tomó en dirección sur. Los dos carriles serpenteaban, ascendiendo sin cesar por las Blue Ridge, pasando por entre la maraña del bosque y las rocas de las montañas bajo la luz del sol de finales de noviembre. A ambos lados se ofrecían vistas panorámicas, los paisajes del parque nacional y sus senderos que se deslizaban hacia atrás como pinturas asombrosas. El tráfico era escaso. Se cruzó con tres coches que viajaban en dirección opuesta, familias con equipos de camping y equipaje; uno de ellos con un remolque plegable. No se encontró a nadie que viajase hacia el sur.
Veinte minutos después divisó el cambio de sentido con su señal verde y el número trece en negro. Dejó de presionar el pedal del acelerador, condujo el coche fuera de la carretera hacia el arcén de grava y lo detuvo ante el teléfono de información y el refugio. Salió del coche y miró a su alrededor. A su derecha, el arcén se extendía algunos metros hasta los postes y la cadena de una barandilla de seguridad y un promontorio que dominaba kilómetros de bosque y montañas que constituían un pequeño sector del parque nacional. A su izquierda, al otro lado de la carretera desierta, la ladera de la montaña se elevaba a la luz del sol matinal: una mezcla de árboles y rocas envuelta en tenues jirones de niebla. Levantó la vista hacia la cima de la montaña, observando la niebla que se arremolinaba y agitaba como cintas colgadas en el aire. El día estaba tranquilo y vacío, y ni siquiera el paso del viento producía ningún sonido.
Se volvió, entró en el coche y cogió su bolsa de viaje. En realidad, era poco más que un saco de muletón lleno con las escasas pertenencias que había decidido llevar consigo: una botella de su apreciado Glenlivet con destino a una ocasión especial, útiles de aseo, papel y plumas, varios libros, dos pares de guantes de boxeo, ejemplares recientes de revistas que aún no había leído, esparadrapo antiséptico, un viejo chandal y zapatillas de deporte. No se había preocupado demasiado por la ropa. Pensaba que lo mejor sería vestirse al estilo de los habitantes de Landover.
Cerró el coche, dejando las llaves dentro. Metió su billetera en la bolsa, miró a su alrededor una vez más y cruzó la carretera. Iba vestido con un ligero chandal azul marino, ribeteado en rojo y blanco, y Nike azul marino. Se había puesto las Nike e incluido en su equipaje las zapatillas de deporte porque no se sintió capaz de decidir cuales serían más adecuadas para un viaje como aquél porque dudaba de que existiera algo más cómodo para los pies en el lugar a que se dirigía. Entonces se dio cuenta con extrañeza de que Meeks no se había molestado en darle instrucciones respecto a la ropa y los objetos personales.
Al alcanzar el lado opuesto de la carretera se detuvo y recorrió con la vista la pendiente arbolada que se alzaba ante él. Las aguas de un pequeño manantial descendían entre las rocas en una serie de rápidos que lanzaban destellos de plata cuando las tocaban los rayos del sol. Un sendero cruzaba sus orillas y desaparecía entre los árboles. Ben se echó la bolsa al hombro y comenzó a caminar.
El sendero serpenteaba en una serie de vueltas y revueltas bordeando la corriente, ensanchándose a intervalos para formar pequeños claros donde unos bancos de madera proporcionaban un lugar de descanso al excursionista. El agua gorgoteaba y lamía la tierra de las orillas y las laderas de roca, el único sonido que se percibía en aquella mañana de finales de noviembre. La carretera y el coche fueron desapareciendo a medida que ascendía, y pronto se encontró rodeado de bosque por completo. La subida se hizo menos empinada, pero el bosque se cerró a ambos lados, dificultando la vista del camino. Finalmente, la corriente se desvió hacia un despeñadero muy profundo y el sendero continuó solo.
Poco a poco empezó a concentrarse una niebla a su alrededor. Entonces se detuvo para volver a mirar. No había nada que ver. Escuchó. No había nada que oír. A pesar de todo, tenía la desagradable sensación de que lo seguían. Una duda momentánea debilitó su firmeza; quizás todo aquel asunto era un gran error. Pero se desembarazó de la duda con rapidez y continuó su marcha. Había tomado la decisión hacía varias semanas y estaba dispuesto a llevarla hasta el final.
El bosque se espesó y la niebla se hizo más densa. Los árboles se estrechaban, cercándolo, como oscuros centinelas esqueléticos, con sus pálidas hojas y ramas verdes, sus enredaderas y matorrales, y su muestrario de juncias. Tuvo que abrirse paso entre pinos y abetos para seguir el camino, y la niebla dio un tono brumoso a una mañana que se había iniciado resplandeciente. Las agujas de los pinos y las hojas secas crujían bajo sus pies y, ocultos a su vista, pequeños animales corrían por entre ellas.
Al menos no estaba solo, por completo.
Estaba muy sediento, pero no se le había ocurrido proveerse de un recipiente con agua. Podía volver atrás y probar el agua de la corriente, mas se sentía remiso a perder más tiempo en eso. Trató de pensar en Miles para distraer a su mente de la sed. Trató de imaginarse a Miles allí en el bosque con él, caminando penosamente entre los árboles y la niebla, resoplando y gruñendo. Sonrió. Miles odiaba cualquier clase de ejercicio que no incluyese jarras de cerveza y servicio de mesa. Creía que Ben estaba loco por continuar su entrenamiento de boxeo después de tantos años de haber abandonado la lucha competitiva. Creía que los atletas sólo eran niños que no habían crecido.
Movió la cabeza. Miles creía una gran cantidad de cosas casi carentes de sentido.
Avanzó con más lentitud cuando la hierba alta le ocultó el camino. Un tupido bosquecillo de pinos se interpuso en su ruta. Penetró en él y se detuvo.
—Uh uh —susurró.
Ante él se elevaba una altísima y abrupta muralla de robles, envuelta en capas de sombras. En su centro había un túnel, que parecía abierto por manos de gigantes. Era oscuro y vacío, un agujero negro sin fin, una madriguera que transcurría entre jirones de niebla, agitados por seres invisibles. Surgían sonidos de la oscuridad distantes y difíciles de identificar.
Ben se quedó parado ante la entrada del túnel, intentando penetrar con la mirada en la niebla y la oscuridad. El túnel tenía unos ocho metros de ancho y el doble de alto. Nunca había visto nada semejante. Al instante supo que nada de su mundo lo había hecho y también a qué lugar conducía. Sin embargo, vaciló. Había algo en el túnel que lo inquietaba, algo que sobrepasaba el hecho de que fuese una creación inhumana. Algo que le repelía.
Miró alrededor con cautela. No vio nada. Podría ser el único ser vivo en el bosque, sin embargo le llegaban sonidos desde un lugar situado delante, sonidos de voces…
Experimentó una súbita y violenta necesidad de girar sobre sus talones y recorrer el camino a la inversa. Fue tan fuerte que dio un paso atrás antes de poder controlarse. El aire del túnel parecía extenderse hacia él, tocándolo con mano de terciopelo que humedecía su piel. Apretó el brazo sobre la bolsa, fortaleciéndose contra la sensación que le producía. Respiró profundamente y exhaló el aire con lentitud. ¿Seguir o volver atrás? ¿Qué eligiría el intrépido aventurero, Doc Holiday?
—Bueno —dijo en voz baja.
Siguió adelante. El túnel pareció abrirse ante él. La oscuridad retrocedía a la misma velocidad que él avanzaba. La niebla le acariciaba de la manera tierna y ansiosa de una amante. Siguió caminando con decisión, dejando que sus ojos mirasen a izquierda y a derecha, sin ver nada. Los sonidos continuaban deambulando desde la lejanía invisible, aún indefinidos. La tierra del bosque era suave y esponjosa, cediendo bajo el peso de su cuerpo cuando la pisaba. Los oscuros troncos y las ramas se entrecruzaban, formando paredes y techo con una maraña de cortezas oscuras y hojas secas que impedían el paso a todo excepto a una luz tenue.
Ben se atrevió a dirigir una rápida mirada atrás. El bosque que acababa de abandonar había desaparecido. La entrada del túnel ya no existía. Tenía la misma distancia delante y detrás, la misma vista en ambas direcciones.
—Los efectos especiales son bastante buenos —dijo.
Se forzó a sonreír, pensando en Miles, pensando en lo ridículo que era sentir lo que estaba sintiendo, pensando en que cada vez le gustaba menos aquel asunto.
Entonces oyó un grito.
Se elevó en la oscuridad y la niebla procedente de algún lugar situado detrás de él. Miró por encima del hombro, sin dejar de andar. Había movimiento en el túnel oscuro. Varias figuras se apartaban apresuradamente de los árboles. Tenían apariencia humana, pero su levedad y esbeltez las convertían casi en etéreas. Aparecieron unos rostros, delgados y angulares, con ojos penetrantes que miraban con fijeza bajo unos abundantes cabellos musgosos, y cejas amarillas como el maíz.
El grito se repitió. Ben no pudo evitar un parpadeo. Una aparición oscura y monstruosa estaba suspendida en el aire, un ser cubierto de escamas y alas membranosas, con garras y espinas. El grito había surgido de él.
Ben dejó de caminar y miró sorprendido. Los efectos especiales cada vez eran mejores. Éste parecía casi real. Soltó la bolsa en el suelo, apoyó las manos en las caderas y observó como el ser adquiría proporciones tridimensionales. Era horrible, tan grande como una casa y tan aterrador como el peor de los sueños. Mas él todavía era capaz de distinguir la ilusión de la realidad. Meeks tendría que esmerarse si esperaba que…
Concluyó el pensamiento bruscamente. La aparición estaba dirigiéndose en línea recta a él… y ya no parecía tan falsificada. Comenzaba a parecer bastante real. Recogió la bolsa y retrocedió. La criatura gritó. Incluso el grito pareció auténtico ahora.
Ben tragó saliva. Quizás se debía a que la criatura era real.
Dejó de pensar y comenzó a correr. La aparición lo siguió, gritando de nuevo. Ahora estaba cerca de él, como una pesadilla que no podía expulsarse del sueño. Se posó sobre el suelo del túnel y comenzó a correr a cuatro patas, con las alas plegadas a la espalda y el cuerpo comprimido y humeante como si lo calentara un fuego interior. Había algo sobre su lomo, una figura tan oscura como ella, acorazada y deforme, con manos engarfiadas que agarraban las riendas para guiarla.
Ben aumentó la rapidez de su carrera, respirando con dificultad y resoplando de miedo. Estaba en buena forma, pero el espanto erosionaba sus fuerzas a toda velocidad y no conseguía alargar la distancia que lo separaba de la criatura. Observó que las extrañas caras se materializaban y se desvanecían a su alrededor; espíritus que emanaban de las nieblas, perdidos en los árboles; espectadores de la caza que tenía lugar en el túnel. Pensó un momento en abandonar el camino y esforzarse por penetrar en el bosque con aquel grupo de caras. Quizás el ser no podría seguirle allí. Era tan grande que, aunque lo intentase, los árboles retrasarían su persecución. Pero podría perderse en la oscuridad y la niebla y nunca lograría encontrar el camino de vuelta. Siguió por el sendero.
La aparición que lo perseguía gritó otra vez, y sintió que el suelo del túnel se estremecía ante su proximidad.
—¡Maldito Meeks! —gritó desesperado.
Podía sentir el medallón rozándole el pecho bajo el chandal. Lo agarró instintivamente. Era el talismán que le habían dado para entrar y, si era necesario salir de Landover. Quizás el medallón lograría que la criatura se desvaneciera…
De repente apareció un jinete en el límite de la oscuridad que tenía delante; una figura brumosa y casi harapienta. Era un caballero, con su armadura abollada y deslucida y una lanza inclinada hasta casi tocar el suelo. Tanto el jinete como el caballo estaban sucios y desarreglados, tan repulsivos por su apariencia como la criatura que perseguía a Ben. La cabeza del jinete se irguió al acercarse, y su lanza se alzó. Detrás de ellos se produjo un súbito destello de luz diurna.
Ben corrió aún más. El túnel se estaba acabando. Tenía que salir, tenía que escapar.
El monstruo aulló. El sonido de su aullido concluyó con un silbido aterrador.
—¡Mantente lejos de mí, maldito! —gritaba Ben, frenético.
Entonces el caballo y el jinete surgieron de repente ante él, enormes y extrañamente pavorosos bajo su manto de suciedad. Una exclamación de sorpresa escapó de los labios de Ben. Había visto antes a ese caballero. ¡Había visto su imagen en el medallón que llevaba!
La respiración de la criatura negra calentó su nuca, fétida y húmeda. El terror irrumpió en su interior, y sintió el toque frío de algo inhumano en su pecho. El caballero espoleó al caballo desde la bruma de la luz solar que marcaba el final del túnel, y los rostros del bosque se arremolinaron como fantasmas incorpóreos. Ben gritó. La criatura negra y el caballero se acercaban a él desde ambos lados, a paso de cargar, como si ignoraran su presencia.
El caballero llegó primero y lo sobrepasó sin detenerse. Los flancos del caballo lo golpearon, apartándolo del camino. Cayó de cabeza en las sombras, y sus ojos se cerraron con fuerza a causa de una repentina explosión de luz.
Las tinieblas lo engulleron y todo giró salvajemente. Se le había cortado la respiración y le resultaba difícil recuperarla. Yacía con el rostro contra la tierra, sintiendo la hierba y las hojas húmedas en su mejilla. Mantuvo los ojos cerrados y esperó a que acabase la sensación de mareo.
Cuando al fin cesó, abrió los ojos con cautela. Se hallaba en un claro. El bosque se elevaba a su alrededor por todas partes, brumoso y oscuro, pero aún pudo ver trazos de luz diurna más allá de la barrera que formaba. Comenzó a levantarse.
Entonces fue cuando vio al dragón.
Se quedó paralizado de incredulidad. El dragón estaba durmiendo a varias docenas de metros a su izquierda, enroscado en una bola junto a una fila de troncos oscuros. Era monstruoso, lleno de escamas, púas, garras y espinas, con sus alas plegadas contra el cuerpo y su morro apoyado en las patas delanteras. Roncaba tranquilamente, lanzando chorros de humo por la nariz de vez en cuando. Los huesos blancos de algo comido recientemente estaban dispersos a su alrededor.
Ben inspiró, procurando no hacer ruido, en la creencia de que se trataba del ser negro que lo había perseguido por el túnel. Pero no, el ser negro era diferente…
Dejó de preocuparse de eso y comenzó a preocuparse por la forma de alejarse de allí. Deseaba saber si algo de aquello era real, pero no tenía tiempo para meditar sobre el asunto.
Empezó a deslizarse cautelosamente hacia los árboles, para lo que tenía que pasar junto al dragón dormido en dirección a la luz. Llevaba la bolsa colgada al hombro y apretada contra el costado. El dragón parecía sumido en un sueño profundo. Sólo necesitaría un momento para salir de allí. Contuvo la respiración y continuó poniendo un pie delante de otro con el máximo cuidado. Cuando estaba a punto de dejar atrás a la bestia, ésta abrió un ojo.
Ben se quedó paralizado por segunda vez. El dragón lo miró ominosamente, fijando el ojo en él, que permanecía inmóvil ante los árboles. Ben se mantuvo en esa posición un poco más; después comenzó a alejarse con lentitud, de cara al dragón.
La cabeza escamosa giró de repente y se apoyó en la tierra. Ben retrocedió más deprisa entre los árboles y percibió que la luz aumentaba a sus espaldas. Los labios del dragón se curvaron hacia atrás en un gesto casi desdeñoso, mostrando dos filas de dientes ennegrecidos.
Entonces sopló hacia él como un hombre dormido lo haría contra una mosca molesta. El oloroso aliento levantó a Ben del suelo y lo lanzó como un muñeco de trapo a través de la niebla del bosque. Cerró los ojos, se hizo una bola y se abrazó a sí mismo. Cayó bruscamente, rebotó un par de veces y rodó hasta quedarse parado.
Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró sentado en un campo de tréboles. Solo.