La ciudad de Nueva York tenía una apariencia fría, gris y extraña. Los bordes dentados de su esqueleto penetraban en un cielo cubierto de nubes y niebla, y las superficies planas de su piel brillaban a través de una llovizna incesante. Ben la observó mientras se materializaba bajo él, como por arte de magia, cuando el 727 se deslizó sobre las aguas del East River y descendió hacia la desierta pista de aterrizaje. El tráfico fluía por las autopistas como la sangre a través de las venas y las arterias, pero la ciudad tenía aspecto de cadáver.
Tomó un taxi en el aeropuerto de La Guardia para dirigirse al hotel Waldorf, y se acomodó en el asiento trasero mientras el taxista escuchaba música, ignorándolo. Solicitó una habitación individual, resistiendo la tentación de pedir una suite. En Landover no existirían esas suites modernas. Quizás era una tontería, pero en algún momento tenía que empezar, y aquél era tan bueno como cualquier otro. Había que ir paso a paso, según se decía.
Ya en su habitación, dedicó cinco minutos a deshacer el equipaje, luego cogió la guía telefónica de Manhattan y buscó el número de Rosen’s. Lo encontró impreso en letras destacadas, marcó el número y esperó. Cuando le respondieron desde la centralita de los almacenes, preguntó por el servicio de clientes y le transfirieron la comunicación. Explicó a la nueva voz que estaba interesado en una oferta del catálogo de obsequios navideños y necesitaba concertar una cita con el señor Meeks. Se produjo una pausa. Tras ella, le preguntaron el número del anuncio y lo pusieron en comunicación con otro teléfono.
Esta vez tuvo que esperar varios minutos. Después, oyó una tercera voz, también de mujer, suave y desconcertada. ¿Podía darle su nombre, dirección y el número de una tarjeta de crédito? Podía. ¿Cuándo deseaba ver al señor Meeks? A la mañana siguiente, si era posible. Se había desplazado desde Chicago para pasar allí unos días. ¿Le iría bien a las diez? Sí, muy bien. Entonces, ¿a las diez en punto? De acuerdo.
Se cortó la comunicación. Se quedó al teléfono un momento más, luego colgó.
Bajó al vestíbulo, compró elTimes, tomó varios whiskies (Glenlivet con hielo y un poco de agua, como de costumbre) y fue a cenar. Comió con el periódico delante, revisando sus distintas secciones sin interés, con la mente en otra parte. A las siete volvió a su habitación. Vio un reportaje sobre El Salvador, y se preguntó cómo después de tantos años la gente podía continuar matándose sin poner remedio. Siguió un programa de variedades, pero no le prestó atención, absorbido por una repentina necesidad de analizar los pormenores de lo que iba a emprender. Había pensado en eso al menos una docena de veces en el transcurso de aquel día, pero siempre se quedaba con la misma incertidumbre irritante.
¿Sabía en realidad lo que estaba haciendo? ¿Se daba cuenta de en qué iba a meterse?
Las respuestas fueron exactamente igual que las anteriores. Sí, sabía qué estaba haciendo. Sí, se daba cuenta de en qué iba a meterse. Al menos, hasta donde le era posible. Paso a paso, recordó. Era consciente de que dejaba mucho detrás si se marchaba y el reino de Landover resultaba ser real, pero la mayoría de esas cosas eran posesiones materiales y comodidades adquiridas, y eso le importaba poco. Coches, trenes, aviones, neveras, hornos, lavaplatos, cuartos de baño y máquinas de afeitar; todas las cosas que abandonaba cuando se iba a pescar a Canadá. Pero sus excursiones de pesca sólo duraban pocas semanas. Ahora sería diferente. Este viaje sería mucho más largo y no se parecería a ninguna excursión campestre de la que hubiera oído hablar, o al menos eso creía.
Se preguntó cómo podría ser. ¿Cómo sería ese reino de cuento de hadas llamado Landover, ese reino que inusitadamente se ofrecía a la venta en el catálogo de unos almacenes? ¿Se parecería al País de Oz con magos, brujas y un hombre de hojalata que hablaba? ¿Habría un camino de adoquines amarillos?
Resistió el impulso de meter sus cosas en la maleta, salir a toda prisa de Nueva York y desertar de todo ese asunto. Cuando logró superar aquel estado de ánimo, consideró que lo importante no era la sensatez de su indagación ni el futuro que podía escoger sino la decisión consciente de cambiar su vida y hacer que ese cambio facilitara su propósito de volver a ser lo que había sido. Si te mantienes firme, decía el viejo aforismo, dejas de moverte. Si no te mueves, todo pasará ante ti sin detenerse.
Suspiró. El problema de aquellas sentencias consistía en que parecían más verdaderas de lo que eran en realidad.
El programa de variedades dio paso a las últimas noticias, la información sobre el tiempo y los deportes. Ben se desnudó y se puso el pijama (¿usaría pijama la gente de Landover?), se lavó los dientes (¿se lavarían los dientes en Landover?), apagó el televisor y se acostó.
A la mañana siguiente se despertó temprano, tras un sueño inquieto, como siempre le ocurría la primera noche que pasaba fuera de casa por algún viaje. Se duchó, se afeitó, se puso un traje azul marino, bajó en ascensor al vestíbulo donde compró un ejemplar de la primera edición delTimes, y fue a desayunar a Oscar’s
A las nueve salió hacía Rosen’s.
Decidió ir andando. Una mezcla de tozudez y cautela lo impulsó a ello. Los almacenes estaban sólo a media docena de manzanas del hotel, a no más de un paseo. El día era plomizo y helado, pero las lluvias se habían desplazado hacia el norte, a Nueva Inglaterra. Tomar un taxi habría sido tirar el dinero. Además caminando podía acercarse a los almacenes a su paso y llegar cuando quisiera. Era una forma de asimilar lo que iba a hacer. El abogado que había en él siempre apreciaba la ventaja de instrumentar la propia entrada.
Se tomó tiempo, dejando que el contacto con la mañana avivara su conciencia, pero aún así llegó a las nueve cuarenta. Rosen’s era un edificio con quince plantas, de cromo y cristal, situado entre dos rascacielos de más de treinta pisos que ocupaban media manzana de la calle Lexington y la mayor parte de una más pequeña en la travesía oeste. Era un establecimiento antiguo remodelado cuando se construyeron los rascacielos para dar a la fachada de piedra un aspecto más atractivo y actual. Los escaparates se alineaban a lo largo de Lexington, llenos de ropa de última moda exhibida por maniquíes de sonrisas heladas y miradas vacías. La corriente del tráfico matutino pasaba ante ellos sin prestarles atención. Ben siguió la línea de escaparates hasta una entrada y atravesó los dos juegos de puertas dobles y el pequeño vestíbulo que había entre ambos para proteger a los almacenes de la meteorología exterior.
La planta baja de Rosen’s se abrió ante él, cavernosa, pulida, impersonal. Numerosas vitrinas de metal y cristal se alineaban a través del salón, mostrando joyas, cosméticos y objetos de plata que centelleaban y brillaban bajo la intensa luz fluorescente. Unos cuantos compradores curioseaban por los pasillos que discurrían entre las vitrinas mientras el personal de los almacenes los contemplaban. Nadie parecía muy interesado en fomentar las ventas. Todo tenía el aspecto de algún ritual arcano. Miró a su alrededor. A la derecha, una escalera mecánica atravesaba el techo hasta el piso superior. A su izquierda, una serie de ascensores se alineaban en la pared. Justo delante, en un lugar que ni siquiera el comprador más despistado podría dejar de ver, había un gran cartel recubierto de vidrio que indicaba los distintos departamentos y los pisos en que se hallaban.
Se detuvo un momento para leerlo. No había mención de Meeks. En realidad, no esperaba que la hubiera. Los departamentos estaban ordenados alfabéticamente. En la letra S encontró: Servicios de Clientes, pedidos especiales, undécimo piso. Decidió probar allí. Atravesó el laberinto de vitrinas hasta los ascensores, tomó uno que esperaba abierto y pulsó el botón del piso undécimo.
Al salir de él, se encontró en una zona de recepción cómodamente amueblada con mullidos sillones y sofás. Ante la pared opuesta, había una gran mesa de despacho. Tras ella, estaba sentada una atractiva mujer de unos treinta años, absorbida en una conversación telefónica. Sobre un tablero, una serie de botones luminosos se encendían y se apagaban.
Terminó la conversación, colgó y sonrió amablemente.
—Buenos días. ¿En qué puedo servirle?
—Mi nombre es Holiday. Tengo una cita a las diez con el señor Meeks.
Tal vez sólo fue producto de su imaginación, pero le pareció que la sonrisa se desvanecía un poco.
—Sí, señor. El señor Meeks no tiene despacho en esta planta. Utiliza uno del ático.
—¿Del ático?
—Sí, señor. —Señaló a otro ascensor bajo un arco a la derecha de Ben—. Pulse el botón marcado con la A. Allí encontrará al señor Meeks. Telefonearé a su recepcionista para avisarle de que va.
—Gracias. —Vaciló un momento—. El señor Meeks es quien se encarga de los pedidos especiales, ¿no?
—Sí, señor. El señor Meeks.
—Vine a esta planta porque el cartel de abajo indica que aquí está el Servicio de Clientes, y se tramitan los pedidos especiales.
La recepcionista se apartó el pelo de la cara con nerviosismo.
—Señor, nuestro cartel no menciona al señor Meeks. Él prefiere que sus clientes pasen por aquí. —Intentó esbozar una sonrisa—. El señor Meeks sólo se encarga de nuestros artículos especiales, una muy selecta colección de mercadería.
—¿Los artículos del catálogo de obsequios navideños?
—Oh, no. De la mayoría de ellos se ocupa nuestro propio personal. El señor Meeks no es un empleado de Rosen’s. Es un especialista en ventas, con contrato especial, que actúa como agente nuestro en ciertas transacciones. El señor Meeks sólo se encarga de los artículos más exóticos e insólitos de nuestro catálogo de obsequios, señor Holiday. —Se inclinó un poco hacia delante—. Tengo entendido que él mismo prepara su línea de ofertas.
Ben arqueó las cejas.
—Un fuera de serie en su trabajo, ¿verdad?
Ella desvió la vista.
—Sí, así es. —Cogió el teléfono—. Lo anunciaré en seguida, señor Holiday. —Volvió a señalar al ascensor—. Le estarán esperando cuando llegue. Adiós.
El correspondió a su despedida con otro adiós, entró en el ascensor y pulsó el botón marcado con una A. Las puertas se cerraron, cortando la mirada que la recepcionista mantenía sobre él disimuladamente mientras hablaba por teléfono.
Escuchó el sonido de la maquinaria del ascensor. Había sólo cuatro botones en los paneles que se hallaban sobre y junto a las puertas, con los números 1, 2, 3 y la A. Permanecieron apagados al principio, luego empezaron a encenderse por orden. El ascensor no se detuvo en ninguna de las plantas intermedias. Ben casi deseó que lo hiciera. Empezaba a sentirse como si estuviese adentrándose en la Dimensión Desconocida.
El ascensor paró, las puertas se abrieron y se encontró en una zona de recepción casi idéntica a la que había dejado. Esta vez la recepcionista era una mujer de más edad, que quizás había rebasado los cincuenta, y estaba ocupada en ordenar una gran cantidad de papeles apilados sobre su escritorio, mientras un hombre de movimientos nerviosos, situado de pie junto al escritorio y de espaldas al ascensor, le hablaba con voz aguda y enojada.
—… no tenemos que hacer todo lo que ese viejo bastardo nos diga, y un día de éstos me va a oír. ¡Se cree que todos estamos a su servicio! ¡Si no deja de tratarnos como a criados, le voy a…!
Se interrumpió de repente cuando percibió que la recepcionista captaba la presencia de Ben. Vaciló, se dio la vuelta y entró rápidamente en el ascensor abierto. Al momento, las puertas se cerraron.
—¿Señor Holiday? —preguntó la mujer con voz suave.
Era la que había hablado por teléfono con él la tarde anterior.
—Sí —le confirmó—. Tengo una cita con el señor Meeks.
Ella cogió el teléfono y esperó.
—El señor Holiday, señor. Sí. Sí, de acuerdo.
Colgó el auricular y levantó la vista.
—Sólo tendrá que esperar un momento, señor Holiday. ¿No quiere sentarse?
Miró a su alrededor y tomó asiento en el extremo de un sofá. Junto a él, sobre una mesa, había revistas y periódicos, pero no cogió ninguno. Paseó la mirada por la zona de recepción, una sala alegre y bien iluminada con sólidos escritorios y estanterías de madera, y paredes y suelo de colores claros.
Pasaron varios minutos antes de que sonara el teléfono de la mesa de la recepcionista. Ella lo cogió, escuchó un momento y colgó.
—Señor Holiday. —Se levantó y le hizo una seña—. Por aquí, hágame el favor.
Lo condujo por un corredor que se iniciaba detrás de su zona de trabajo. Estaba bordeado por una serie de puertas cerradas y después se bifurcaba a derecha e izquierda. Eso fue todo lo que Ben alcanzó a ver.
—Siga el corredor, gire a la izquierda y suba la escalera hasta la puerta donde acaba. El señor Meeks lo estará esperando.
Se volvió y regresó a su mesa. Ben Holiday se quedó parado donde estaba durante un momento, mirando primero hacía el corredor vacío, después a la figura de la recepcionista que se retiraba, luego otra vez al corredor.
—¿A qué esperas?, se amonestó a sí mismo.
Avanzó por el corredor hasta donde se bifurcaba y giró a la izquierda. Las puertas cerradas no tenían ninguna placa con un nombre o un número que los distinguiera. Las luces fluorescentes del techo parecían débiles sobre los azules y verdes pastel de las paredes. La gruesa moqueta absorbía el sonido de sus pisadas. Todo estaba en silencio.
Tarareó para sí el tema musical de la Dimensión Desconocidacuando llegó a la escalera y comenzó a subirla.
Terminaba en una pesada puerta de roble con paneles en relieve y el nombre de Meeks grabado en una placa de latón atornillada a la madera. Se detuvo ante la puerta, llamó con los nudillos, giró el pomo de metal labrado y abrió.
Meeks estaba de pie justo frente a él.
Era muy alto, quizás llegara al metro noventa, pero viejo y encorvado, con el rostro arrugado y el cabello encanecido. Llevaba puesto un guante de cuero negro en la mano izquierda. Le faltaba el brazo derecho y la manga vacía de su chaqueta de pana estaba metida en el bolsillo. Sus pálidos ojos azules, duros y firmes, se encontraron con los de Ben. Parecía como si hubiera luchado en no pocas batallas.
—¿Señor Holidady? —preguntó, casi en un susurro.
Su voz sonó con un tono que le recordó el de la recepcionista.
—Soy Meeks —continuó después de que él asintiera—. Por favor, entre y siéntese.
No le tendió la mano, y Ben también se abstuvo de hacerlo.
Se volvió y se alejó arrastrando los pies, impulsándose como si las piernas ya no le respondiesen. Ben lo siguió en silencio, con la atención puesta en lo que le rodeaba. El despacho era elegante, lujosamente decorado, con una enorme mesa de roble tallado a juego con las sillas, cuyos asientos y respaldos estaban tapizados en piel, y mesas de trabajo y mesitas auxiliares llenas de mapas, revistas y archivadores. Tres de las paredes estaban cubiertas de estanterías desde el techo hasta el suelo, llenas con volúmenes antiguos y objetos de todas clases. Un gran ventanal ocupaba la cuarta pared, pero las cortinas estaban corridas y sólo las lámparas del techo proporcionaban a la habitación una luz extrañamente difusa. La gruesa moqueta de color marrón terroso parecía brotar del suelo como hierba seca. La habitación tenía un leve olor a pulimento de muebles y cuero viejo.
—Siéntese, señor Holiday. —Meeks le señaló una silla situada ante el escritorio, luego continuó su penoso camino hacia el cómodo sillón giratorio del otro lado, dejándose caer sobre su piel gastada con alivio—. Ya no puedo moverme como antes. El clima endurece los huesos. El clima y la edad. ¿Qué edad tiene usted, señor Holiday?
Ben levantó la vista a mitad del acto de sentarse. Los viejos ojos agudos estaban fijos en él.
—En enero cumpliré cuarenta —respondió.
—Una buena edad. —Meeks sonrió ligeramente, pero sin alegría—. Un hombre aún conserva su fuerza a los cuarenta. Sabe la mayor parte de lo que debe saber y es capaz de emplear sus conocimientos de forma conveniente. ¿Es ése su caso, señor Holiday?
Ben vaciló.
—Supongo que sí.
—Eso es lo que muestran sus ojos. Los ojos indican más de un hombre que cualquier cosa que pueda decir. Reflejan su alma. Reflejan su corazón. A veces incluso expresan verdades que desearían mantener ocultas. —Hizo una pausa—. ¿Puedo ofrecerle algo de beber? ¿Café? ¿Un cóctel, quizás?
—No, nada, gracias.
Ben se removió en su asiento con impaciencia.
—Usted no cree que sea real, ¿verdad? —La voz de Meeks era suave, pero las arrugas de su frente se hicieron más profundas—. Landover. Usted no cree que exista.
Ben estudió al otro hombre con atención.
—No estoy seguro.
—Usted aprecia las posibilidades, pero también las pone en cuestión. Busca los retos que se prometen, pero teme que sólo sean molinos de viento hechos de papel. Piensa que es un mundo que nadie ha visto nunca, pero le parece imposible. Utilizando una frase hecha muy repetida, lo considera demasiado bueno para ser cierto.
—Así es.
—¿Como un hombre paseando por la luna?
Ben pensó un momento.
—Más como un voto de confianza. O como un pacto de lealtad y cooperación entre estados afines. O quizás como la protección del consumidor frente a la falsa propaganda.
Meeks lo miró con fijeza.
—¿Es usted abogado, señor Holiday?
—Sí.
—¿Y cree en nuestro sistema de justicia?
—Sí.
—De acuerdo. Pero también sabe que no siempre funciona, ¿verdad? Quiere creer en él pero le decepciona con mucha frecuencia.
—Ésa es una afirmación exacta, supongo —admitió Ben, tras un momento.
—Y cree que podría ocurrir lo mismo en Landover. —Meeks no lo preguntó, lo dio por seguro.
Se inclinó hacia delante, con su gesto vehemente en su rostro arrugado.
—Pues no —continuó—. Landover es exactamente lo que el anuncio promete. Posee todo lo que dice el anuncio y mucho más; cosas que sólo son mitos en nuestro mundo, cosas que sólo se imaginan. Pero en Landover son reales, señor Holidady. Reales.
—¿También los dragones, señor Meeks?
—Todas las criaturas fantásticas, señor Holiday. Tal como se promete.
Ben cruzó las manos ante sí.
—Me gustaría creerle, señor Meeks. Vine a Nueva York para indagar sobre este… artículo del catálogo, porque quiero creer que existe. ¿Puede enseñarme algo que me pruebe lo que dice?
—¿Se refiere a propaganda, folletos en color, fotografías del país, datos? —Su rostro se tensó—. No existe nada de eso, señor Holiday. Este artículo es un tesoro protegido cuidadosamente. Los detalles sobre dónde se encuentra, qué aspecto tiene, qué puede ofrecer, son información confidencial que sólo podrá darse al comprador que yo, como agente designado por el vendedor, haya seleccionado. Supongo que, siendo usted abogado, sabrá comprender las limitaciones que me impone la palabra «confidencial», señor Holiday.
—¿La identidad del vendedor también es confidencial, señor Meeks?
—También.
—¿Y la razón por la que este artículo se ofrece a la venta?
—Confidencial, señor Holiday.
—¿Por qué alguien desearía vender algo tan maravilloso como ese mundo de fantasía, señor Meeks? No he cesado de preguntármelo. No he cesado de preguntarme si lo que voy a comprar no será más que un trozo del puente de Brooklyn. ¿Cómo voy a saber si su representado tiene derechos suficientes para vender Landover?
Meeks sonrió, en un intento por tranquilizarlo.
—Todo ha sido comprobado antes de que se publicase el anuncio. Yo mismo supervisé la indagación.
Ben asintió.
—De modo que todo depende de su palabra, ¿verdad?
Meeks volvió a retreparse en su asiento.
—No, señor Holiday. Todo depende de la reputación mundial de Rosen’s, que está considerado como un establecimiento que siempre entrega lo que ofrece tal como se promete en los catálogos y la publicidad. Todo depende de los términos del contrato que el almacén ofrece al comprador de artículos especiales como éste; un contrato que permite recuperar todo el dinero de la compra, menos una pequeña tasa por los trámites, en caso de que el artículo no resultase satisfactorio. Todo depende del modo en que llevemos a cabo este negocio.
—¿Puedo ver una copia de ese contrato?
Meeks apoyó los dedos de su mano enguantada sobre su mejilla, acariciando las profundas arrugas de su cara.
—Señor Holiday, me pregunto si podríamos retroceder un poco en esta conversación para que yo pudiera cumplir con los términos de mi misión de intermediario respecto a este artículo especial. Usted está aquí para decidir si desea o no comprar Landover. Pero también está aquí para que yo decida si está cualificado o no como comprador. ¿Le molestaría que le hiciera algunas preguntas para averiguarlo?
Ben movió la cabeza.
—Me parece que no. Pero se lo indicaré en caso de que suceda.
Meeks sonrió como el gato de Cheshire y asintió con un gesto.
Durante unos treinta minutos se dedicó a esa tarea. Lo interrogó de forma semejante a la empleada por un abogado hábil con un testigo en la declaración oral de un juicio preliminar; con tacto, con precisión y con una finalidad clara. Meeks sabía lo que buscaba, y lo demostró. Ben Holiday había conocido a abogados muy buenos en sus años de práctica; algunos mejores que él. Pero nunca encontró a nadie que alcanzara la perfección de Meeks.
Al final, sabía casi todo lo referente a él. Ben se había graduado hacía quince años en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chicago, Summa cum laude. De inmediato comenzó a ejercer, en una de las firmas más importantes, que dejó después de cinco años para establecer su propio bufete, asociado con Miles, especializándose en pleitos. Había ganado varios casos de repercusión nacional como abogado demandante y resuelto docenas más. Era considerado por sus compañeros como el mejor en su campo. Había sido presidente de la Asociación de Abogados de Chicago y directivo de cierto número de comisiones del Cuerpo de Abogados del Estado de Illinois. Se hablaba de presentar su candidatura para presidente de la Asociación de Abogados Litigantes de América.
Procedía de una familia muy rica. Su madre era adinerada por nacimiento; su padre lo consiguió con su trabajo. Ambos habían muerto. No tenía hermanos. Tras la desaparición de Annie se había quedado prácticamente solo. Tenía algunos primos, por parte de madre, en la Costa Oeste y un tío en Virginia, pero no había visto a ninguno de ellos desde hacía más de cinco años. Contaba con pocos amigos; en realidad, Miles era el único. Sus compañeros lo respetaban, pero él los mantenía a distancia. Su vida, en los últimos tiempos, giraba alrededor de su trabajo.
—¿Tiene alguna experiencia administrativa, señor Holidady? —preguntó Meeks en un momento determinado mirándolo con sus duros ojos, con una expresión que sugería una pregunta más amplia que la formulada.
—No.
—¿Alguna afición?
—Ninguna —contestó, pensando que ésa era la verdad, que de hecho no tenía ninguna afición salvo sus entrenamientos en Northside.
Estuvo a punto de corregir su respuesta, pero luego decidió que no tenía importancia.
Entregó a Meeks el informe de su estado financiero que había preparado para la ocasión, con detalle de su valor neto. Meeks lo examinó en silencio, asintió satisfecho y lo colocó sobre el escritorio delante de él.
—Es usted un candidato ideal, señor Holidady —dijo con suavidad, convirtiendo el tono susurrante de su voz casi en un siseo—. Usted es un hombre cuyas raíces pueden cortarse fácilmente, un hombre que no tendrá que preocuparse por dejar una familia o unos amigos que investiguen demasiado sobre su paradero. Porque debe saber que no podrá comunicarse con nadie excepto conmigo durante el primer año. Ésta es una de las condiciones obligatorias y no será un problema para usted. También cuenta con suficientes propiedades para hacer la compra, bienes sólidos, no bienes de papel. Ésa es una gran diferencia. Pero lo más importante, quizás, es que usted es un hombre que tiene algo que ofrecer como rey de Landover. No creo que haya pensado mucho en eso, pero esto es algo que interesa mucho a aquellos para quienes actuamos como agentes. Usted tiene algo muy especial que ofrecer.
Hizo una pausa.
—¿Qué? —preguntó Ben.
—Su experiencia profesional, señor Holiday. Usted es abogado. Piense en el bien que puede hacer no sólo interpretando las leyes, sino también promulgándolas. Un rey necesita sentido de la justicia para gobernar. Su inteligencia y su formación le serán muy útiles.
—¿Se refiere a que las necesitaré en Landover, señor Meeks?
—Desde luego —contestó, con rostro inexpresivo—. Un rey siempre precisa de inteligencia y formación.
Durante un momento, Ben creyó detectar algo en la voz del otro que casi convertía la afirmación en un sarcasmo.
—¿Sabe usted cuáles son las necesidades de un rey, señor Meeks?
Meeks esbozó una sonrisa dura y rápida.
—Si se refiere a cuáles son las necesidades de un rey de Landover, la respuesta es sí. Exigimos cualidades básicas en nuestros clientes para tomar en consideración sus propuestas en casos como éste, y la lista de cualidades que se me ha proporcionado me sugiere que el gobernante de Landover necesita las que usted posee.
Ben asintió lentamente.
—¿Quiere decir que mi solicitud ha sido aceptada?
El anciano se apoyó en el respaldo de la silla.
—¿No tiene que hacerme ninguna pregunta, señor Holiday? ¿No sería mejor que las formulara primero?
Ben se encogió de hombros.
—Sí, es algo que hay que hacer en un momento u otro. Podría ser ahora. ¿Por qué no empezamos por el contrato, que es lo único que puede protegerme de hacer una inversión que la mayoría de la gente consideraría estúpida?
—Usted no pertenece a esa mayoría, señor Holiday. —Su rostro arrugado se ensombreció, cambiando la configuración de las arrugas y marcas como una máscara de goma que se torciera—. El acuerdo es éste: tendrá diez días para examinar su compra sin ninguna obligación por su parte. Si al final de ese plazo descubre que no es como se anunciaba o le parece insatisfactorio por cualquier otra causa, volverá aquí para que le sea devuelto el dinero pagado menos una tasa del cinco por ciento por los trámites. Un cargo razonable. Supongo que estará de acuerdo.
—¿Eso es todo? ¿Eso es el contrato? —preguntó Ben con incredulidad—. ¿Lo único que cuenta es mi decisión de retirarme?
—Eso es lo único que cuenta. —Meeks sonrió—. Desde luego la decisión debe hacerse en los primeros diez días, como comprenderá.
Ben lo miró con fijeza.
—¿Y todo lo que se anuncia en el catálogo estará allí como se promete? ¿Todo? ¿Los dragones, los caballeros, las brujas, los magos y las criaturas fantásticas?
—Y usted será el rey, señor Holiday. Usted será el hombre a quien todos deberán obedecer. Tendrá un gran poder, pero también una gran responsabilidad. ¿Cree que será apto para tal reto?
La habitación quedó en silencio mientras Ben, sentado frente al viejo Meeks, pensaba en los caminos de su vida que lo habían conducido a aquel momento. No había perdido mucho en ese viaje, exceptuando a Annie. Había aprovechado las oportunidades importantes que se le presentaron. Ahora tenía ante sí una oportunidad mayor que cualquiera de las anteriores y, si la aceptaba, no dejaría nada importante detrás. Sin Annie, sólo le interesaba lo venidero.
Sin embargo, estaba indeciso.
—¿Puedo ver ahora una copia de ese contrato, señor Meeks?
El anciano introdujo la mano en el cajón central de su escritorio y sacó una hoja de papel unida a dos copias. Se lo pasó a Ben a través del escritorio. Éste cogió el contrato y lo leyó con atención. Era tal como el anciano había dicho. El reino de Landover se vendía por un millón de dólares. El anuncio del catálogo se repetía con las garantías adecuadas. Los últimos párrafos aseguraban una devolución completa del precio de la compra menos el cargo por los trámites, si a los diez días de llegar a Landover el comprador decidía devolver el artículo y marcharse del reino. Para tal posibilidad, se le entregaría una llave en el momento de efectuar la compra.
Ben se entretuvo en la lectura de las últimas líneas. El comprador aceptaba la pérdida total de la cantidad pagada si devolvía el artículo en cualquier momento después de transcurridos los diez días o si decidía abandonar Landover por cualquier razón durante el primer año de reinado.
—¿Cuál es la razón de este último pacto? —preguntó, levantando la vista hacia Meeks—. ¿Por qué no puedo regresar por unos días?
Meeks sonrió de forma poco convincente.
—Mi cliente está interesado en que el comprador comprenda las responsabilidades que implica el reinado. Alguien que no esté dispuesto a, ¿cómo decirlo?, «soportarlo» al menos un año, no será un candidato digno de tal cargo. El acuerdo asegura que no se desatenderán ni abandonarán las obligaciones del trono al menos durante el primer año.
Ben frunció el entrecejo.
—Supongo que debo entender la preocupación de su cliente. —Colocó de nuevo el contrato sobre la mesa, apoyando una mano encima—. Pero todavía me siento un poco escéptico sobre la oferta en general, señor Meeks. Me creo obligado a ser sincero. Todo me parece demasiado ingenuo. Un reino mítico con criaturas fantásticas que nadie ha visto, y del que nadie ha oído hablar hasta ahora. Un lugar adonde nadie ha ido y de donde nunca ha venido nadie. Y todo lo que tengo que hacer es dar un millón de dólares a Rosen’s y será mío.
Meeks no dijo nada. Su viejo rostro arrugado permaneció impasible.
—¿Está en Norteamérica ese reino? —insistió Ben.
Meeks continuó callado.
—¿Necesito pasaporte para entrar? ¿O alguna vacuna contra sus enfermedades?
Meeks movió la cabeza con lentitud.
—No necesita pasaporte ni ninguna clase de inmunización. Lo único que necesita es valor, señor Holiday.
Ben enrojeció.
—Creo que también se podría pedir un poco de sentido común, señor Meeks.
—Una compra como la que se propone hacer, señor Holiday, requiere el mínimo de sentido común. Si la base de esta compra fuese el sentido común, ni usted ni yo estaríamos manteniendo esta conversación, ¿no le parece? —La sonrisa del anciano era fría—. Seamos sinceros, como sugiere. Usted busca algo imposible de encontrar en el mundo que conoce. Está cansado de su vida y de todas sus complicaciones. De lo contrario, no se hallaría aquí. Yo estoy especializado en la venta de artículos especiales; artículos raros, que sólo interesan a un mercado reducido, en el que siempre es difícil negociar. No puedo arriesgar mi reputación vendiendo algo que sea falso. Si lo hiciese, no duraría mucho en este negocio. Yo no estoy jugando con usted, y presiento que tampoco usted está jugando conmigo.
»Sin embargo, hay ciertas cosas que ambos debemos aceptar basándonos en la confianza. Yo debo aceptarle como posible gobernante de Landover sólo por su palabra, con pocos conocimientos de su verdadero carácter, cuya única fuente es esta entrevista que estamos manteniendo.
Y usted debe aceptar también sólo por mi palabra lo que le digo respecto a Landover, porque no es posible que se lo muestre de otra forma. Usted debe experimentarlo, señor Holiday. Debe ir allí y descubrirlo por sí mismo.
—¿En diez días, señor Meeks?
—Es tiempo suficiente, créame, señor Holiday. Si descubre que no es lo que quería, use la llave para volver.
Se produjo un largo silencio.
—¿Significa eso que me ha escogido como comprador? —preguntó Ben.
Meeks asintió,
—Así es. Creo que está muy cualificado. ¿Qué me dice, señor Holiday?
Ben miró el contrato.
—Me gustaría pensarlo un poco.
Meeks rió entre dientes.
—La cautela del abogado. Eso es bueno. Puedo darle veinticuatro horas de opción. Después, el artículo estará de nuevo a disposición de otros compradores, señor Holiday. Mi próxima cita está fijada para la una de mañana. Tómese más tiempo si lo desea, pero no puedo prometerle nada pasado ese plazo.
Ben asintió.
—Veinticuatro horas serán suficientes.
Fue a coger el contrato, pero el señor Meeks lo retiró rápidamente.
—Mi política, y la de los almacenes, es que no salgan copias de nuestros contratos de las oficinas antes de ser firmados. Por supuesto, podrá examinarlo mañana durante todo el tiempo que quiera si decide comprar.
Ben se puso de pie y Meeks lo imitó, alto y encorvado.
—Debería decidirse, señor Holiday —le animó la susurrante voz del anciano—. Creo que usted es la persona adecuada para el puesto.
Ben frunció los labios.
—Quizás.
—Si opta por hacer la compra, el contrato le estará esperando en la mesa de la recepcionista. Dispondrá de treinta días para gestionar los trámites del pago. Cuando éste se reciba, le proporcionaré las instrucciones para que emprenda el viaje a Landover y asuma el trono.
Acompañó a Ben hasta la puerta del despacho y la abrió.
—Hágase un favor. Cómprelo, señor Holiday.
La puerta se cerró tras él y Ben se quedó solo.
Regresó al Waldorf, caminando a través del ajetreo del mediodía, comió sin prisa y se retiró a un salón situado junto al vestíbulo. Sacó su pluma y empezó a tomar notas en un pequeño bloc sobre su entrevista con Meeks.
Había varias cosas que le inquietaban. Una era el propio Meeks. Había algo extraño en ese anciano, algo que iba más allá de su apariencia. Tenía el instinto del abogado con práctica, su olfato y su penetración. Aquel hombre era bastante agradable, pero bajo la superficie había una coraza de, al menos, cinco centímetros de grosor. Los fragmentos de las conversaciones que había escuchado en las zonas de recepción y las miradas que había visto en los rostros de las recepcionistas, le sugerían que Meeks no era un hombre con quien fuese fácil trabajar.
Pero había algo más que eso, y Ben no lograba determinarlo.
Además estaba el problema de que no había conseguido averiguar lo bastante sobre Landover. Ninguna fotografía, ningún folleto, ninguna propaganda, nada. Demasiado difícil de describir, había pretextado Meeks. Ben sonrió. Si los papeles se invirtiesen y Meeks fuese el comprador estaba seguro de que el viejo no se conformaría con lo que le había dicho.
En realidad no había averiguado nada sobre Landover en la entrevista que no supiese antes de acudir a ella. Seguía ignorando el lugar en que se encontraba y la apariencia que tenía. No sabía nada más que lo descrito en el catálogo.
Escape al mundo de sus sueños…
Quizás.
O quizás iba a escapar al mundo de sus pesadillas.
Todo lo que tenía era la cláusula del contrato que le liberaba de la compra en caso de que decidiese rescindirlo en el plazo de diez días. Eso era justo. Más que justo, en realidad. Sólo perdería los cincuenta mil dólares de los gastos de trámites; una pérdida cara, pero no insoportable. Podía viajar a ese reino mágico con sus criaturas fantásticas, sus dragones y doncellas, y todo lo demás. Si se encontraba con que era algún tipo de estafa, podía volver y reclamar su dinero.
Garantizado.
Durante un momento garabateó unas notas apresuradas sobre el bloc; luego levantó la vista de repente y miró al salón vacío.
La verdad era que nada de aquello importaba demasiado. La verdad era que estaba dispuesto a hacer la compra.
Y ése era el verdadero problema. Eso era lo que más le preocupaba. Estaba dispuesto a gastar un millón de dólares en un sueño porque su vida había llegado a un punto donde nada de lo que tenía ni nada de lo que era le satisfacía ya. Cualquier cosa era preferible a eso, incluso algo tan absurdo como lo que estaba considerando: una fantasía como la de Landover con iguanas y efectos especiales de Hollywood. Miles diría que necesitaba ayuda sólo por plantearse una compra tan ridícula. La ayuda de un profesional serio. En realidad, Miles podría tener razón.
Pero, ¿por qué nada de eso influía en él? ¿Por qué iba a decidirse a comprar a pesar de todo?
Se estiró en el cómodo y mullido sillón. Porque quiero experimentar algo con lo que otros hombres sólo sueñan. Porque no sé si podré hacerlo, y quiero descubrirlo. Porque éste es el único reto verdadero al que me enfrento desde la muerte de Annie y, sin este reto, sin algo que me saque del atasco en que se halla mi existencia presente…
Respiró a fondo, dejando el pensamiento sin completar. Porque la vida es una serie de riesgos, y cuanto mayor es el riesgo, mayor es la satisfacción que proporciona superarlo.
Y él lo conseguiría. Estaba seguro.
Arrancó sus notas del bloc amarillo y las hizo pedazos.
Apartó de sí el asunto como se había prometido que haría pero su mente ya había decidido. A las diez de la mañana siguiente estaba de nuevo en Rosen’s, en la última planta, ante la mesa de la recepcionista de cara al corredor que conducía al aislado despacho de Meeks. La mujer no pareció sorprendida al verlo. Le entregó el contrato con sus copias junto con un impreso con las condiciones de pago de Rosen’s que concedía un plazo de treinta días para hacer efectiva la compra de cualquier artículo especial. Leyó el contrato una vez más, vio que era el mismo y lo firmó. Con una copia dentro del bolsillo, salió del edificio y tomó un taxi para dirigirse al aeropuerto de La Guardia.
A mediodía, ya estaba camino de Chicago. Se sentía mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo.