El catálogo era de Rosen’s. Se trataba del anual de obsequios navideños. Iba dirigido a Annie.
Ben Holiday se quedó parado ante su buzón de correos abierto, recorriendo con los ojos la vistosa portada del librito hasta llegar a la etiqueta blanca con la dirección y el nombre de su difunta esposa. El vestíbulo del alto edificio de Chicago parecía extrañamente tranquilo en la penumbra grisácea de las últimas horas de la tarde; desierto, excepto por el guardia de seguridad y el propio Ben. Fuera, tras de la hilera de ventanales, que llegaban desde el suelo al techo, flanqueando la entrada, el viento otoñal soplaba en heladas ráfagas a lo largo de la avenida Michigan y susurraba la llegada del invierno.
Pasó el pulgar sobre la tersa superficie del catálogo. A Annie le encantaba comprar, incluso por correspondencia. Rosen’s era uno de sus almacenes favoritos.
De repente, sus ojos se llenaron de lágrimas. Aún no había superado la pérdida de su esposa, a pesar de los dos años transcurridos. A veces, le parecía que no era más que un engaño de su imaginación; y que la encontraría esperándolo al llegar a casa.
Respiró profundamente, en un intento de controlar las emociones que le había producido el simple hecho de ver su nombre escrito en aquella etiqueta. Era una estupidez dejarse llevar por tales sentimientos. Nada podría devolvérsela. Nada podría cambiar lo ocurrido.
Sus ojos se elevaron hacia el cuadrado oscuro del buzón vacío. Recordó cómo se había enterado de su muerte. Acababa de llegar del juzgado, de una vista preliminar sobre el caso de Microlab con el viejo Wilson Frink y sus hijos. Se encontraba en su despacho, pensando en la forma de convencer a su oponente, un abogado llamado Bates, de que su última oferta de conciliación sería lo mejor para los intereses de todos, cuando se produjo la llamada. Annie había tenido un accidente en la Kennedy. Se encontraba en el hospital de St. Jude en estado crítico. ¿Podía ir enseguida…?
Sacudió la cabeza. Aún podía oír la voz del doctor explicándole lo que había ocurrido. La voz le había parecido demasiado serena y racional. Enseguida supo que Annie se estaba muriendo. Lo supo al instante. Cuando llegó al hospital ya había muerto. El bebé también. Annie estaba embarazada de tres meses.
—¿Señor Holiday?
Volvió la cabeza bruscamente, sobresaltado por la voz de George, el guardia de seguridad, que le miraba desde su mesa del vestíbulo.
—¿Hay algún problema, señor?
Él hizo un gesto negativo y forzó una sonrisa.
—No, sólo estaba pensando.
Cerró la puerta del buzón, guardó en el bolsillo del abrigo todo su contenido, excepto el catálogo, y se dirigió hacia los ascensores con él en las manos. No le importó que lo hubieran sorprendido en un momento de preocupación, que podía atribuirse a su trabajo de abogado.
—Hace frío —comentó George, mirando hacia el gris del exterior—. Va a ser un invierno duro. Con mucha nieve, dicen. Como hace un par de años.
—Eso parece.
Ben apenas le oyó, puesto que su atención volvía a centrarse en el catálogo. Annie se divertía mucho con los anuncios navideños. Acostumbraba a leer en voz alta los que se referían a artículos extraños. Solía imaginar historias sobre la gente que podía comprar tales cosas.
Apretó el botón del ascensor y las puertas se abrieron de inmediato.
—Buenas noches, señor —dijo George.
Subió en el ascensor hasta su apartamento del ático, se quitó el abrigo y entró en el salón, aún con el catálogo en la mano. Las sombras cubrían los muebles y moteaban el enmoquetado y las paredes, pero no encendió las luces. Permaneció inmóvil ante las grandes puertas de cristal que permitían la vista de la terraza y, en segundo término, la de los edificios de la ciudad. Las luces brillaban en la penumbra del anochecer, distantes y solitarias, y cada una de ellas indicaba una vida independiente y separada de los otros miles de vidas.
«Pasábamos mucho tiempo solos», pensó. «¿No es extraño?»
Bajó la vista de nuevo al catálogo. ¿Por qué se lo habrían enviado a Annie? ¿Por qué las compañías siempre enviaban publicidad, propaganda, muestras gratis y Dios sabe qué más a personas que estaban muertas y enterradas desde hacía tiempo? Era intrusión en su intimidad. Una afrenta. ¿No actualizaban sus listas de direcciones? ¿O era que simplemente se negaban a renunciar a un cliente?
Controló su indignación y sonrió con amargura e ironía. Quizás debía telefonear a Andy Rooney para que escribiera sobre eso.
Encendió las luces y se aproximó al mueble bar para servirse un whisky, Glenlivet con hielo y un poco de agua. Tras prepararlo, lo probó. Había una reunión de abogados para cuyo inicio faltaban menos de dos horas, y había prometido a Miles que acudiría. Miles Bennett no era sólo su socio sino, probablemente, también su único verdadero amigo desde la muerte de Annie. Los demás se habían ido alejando de un modo u otro, perdidos en los cambios y reajustes de la vida social. Las parejas y los hombres solos no encajan bien, y la mayoría de sus amigos estaba constituida por parejas. De todas formas, tampoco había hecho ningún esfuerzo por conservar su amistad, dedicando la mayor parte del tiempo al trabajo y a su sufrimiento privado e inviolable. Ya no resultaba una buena compañía, y sólo Miles había tenido la paciencia y la perseverancia de mantenerse junto a él.
Bebió un poco más de whisky y se acercó otra vez a las puertas de la terraza. Las luces de la ciudad parpadeaban al otro lado. Pensó que estar solo no era malo, sino una circunstancia aceptable. Frunció el entrecejo. En cualquier caso, era su circunstancia. Además, estaba solo por elección propia. Podría haber buscado compañía en diversos ambientes, podría haberse integrado en cualquiera de los innumerables círculos sociales de la ciudad. Poseía las características necesarias. Aún era joven y estaba bien situado; incluso era rico, si el dinero contaba para algo… y en este mundo realmente contaba. No, no tenía por qué estar solo.
Y sin embargo lo estaba, puesto que el problema era que no se sentía bien en ninguna parte.
Reflexionó un momento; se obligó a hacerlo. En realidad, no estaba solo por propia decisión, era algo que podía considerarse inherente a su existencia. El sentimiento de ser un intruso siempre había habitado en él. Hacerse abogado le ayudó a dominarlo, al otorgarle un lugar en la vida, un suelo sobre el que pisar con seguridad. Pero el sentimiento de no integración había persistido, aunque con menor intensidad, como una presencia incordiante. La pérdida de Annie la había avivado, al hacer patente la transitoriedad de cualquier lazo que lo atara a alguien y a la posición que había alcanzado. Con frecuencia se preguntaba si a los demás les ocurría algo semejante. Suponía que sí, que todo el mundo debía de sentirse más o menos desplazado. Pero sospechaba que no tanto como él. No tanto.
Sabía que Miles entendía algo de eso; o, al menos, entendía parte de sus sentimientos. Desde luego, no los compartía. Miles era la quintaesencia de la relación social, siempre con invitados en casa, siempre de acuerdo con su entorno. Quería que Ben lo imitara. Quería sacarlo de la concha en que se había metido y devolverlo a la corriente de la vida. Veía a su amigo como una especie de reto. Por eso era tan persistente respecto a esas malditas reuniones de abogados. Por eso trataba de convencer a Ben de que olvidase a Annie y continuara viviendo.
Terminó el whisky y se sirvió otro. En los últimos tiempos estaba bebiendo mucho, lo sabía; quizás más de lo conveniente. Miró el reloj. Habían pasado cuarenta y cinco minutos. Otros cuarenta y cinco y Miles estaría allí, como su niñera nocturna. Sacudió la cabeza, fastidiado. Miles no comprendía ni la mitad de las cosas que creía comprender.
Llevando su bebida, atravesó la habitación hasta llegar a las puertas de la terraza, miró a su través durante un momento y corrió las cortinas. Después regresó al sofá, dudando entre revisar las llamadas del contestador automático y mirar de nuevo el catálogo. Debía haberlo soltado inconscientemente. Ahora estaba con el resto de la correspondencia sobre la mesa situada ante el sofá de módulos, con su portada brillante reflejando la luz de la lámpara.
Rosen’s. Catálogo de obsequios navideños.
Se sentó lentamente y lo cogió. Un librito lleno de sueños y deseos. Había visto algunos. Eran publicaciones anuales de almacenes que ofrecían cosas diversas para gentes diversas. Aquél en concreto sólo era para unos cuantos escogidos… para los ricos.
Aunque a Annie siempre le había gustado.
Comenzó a hojearlo, sin prisas. Los anuncios saltaban hacia él, mostrando una colección de regalos para los difíciles de complacer, un surtido de rarezas únicas en su especie que no podían encontrarse en ningún otro lugar distinto que no fuera ese catálogo. Una cena para dos en casa de una famosa estrella de cine, en California, con transporte incluido. Un crucero de diez días para sesenta personas en un yate, con su tripulación completa y comiendo a la carta. Una semana en una isla privada del Caribe, incluido el uso de la bodega y de una despensa perfectamente abastecida. Una botella de vino de ciento cincuenta años. Piezas artesanales de cristal y joyas de diamantes diseñadas por encargo. Un palillo de dientes de oro. Abrigos de marta cibelina para muñecas. Un juego de ajedrez para coleccionistas con personajes de películas de ciencia ficción tallados en ébano. Un tapiz tejido a mano reproduciendo la firma de la Declaración de Independencia.
La lista seguía, oferta tras oferta, cada una más exótica y extravagante que la anterior. Ben tomó un largo trago de whisky, sintiendo una cierta repulsión, por aquel exceso de lujo, pero al mismo tiempo fascinado por él. Siguió pasando las páginas hasta llegar a las centrales. Allí aparecía una bañera transparente con una carpa dorada viva en el hueco de su doble pared. Había un conjunto de accesorios de afeitar de plata con iniciales grabadas en oro. ¿Para qué demonios iba alguien a…?
Interrumpió el pensamiento cuando sus ojos fueron atraídos por la artística presentación de un anuncio impreso en las páginas abiertas ante él.
Decía así:
REINO MÁGICO EN VENTA
Landover. Un lugar de encantamiento y aventuras rescatado de las brumas del tiempo, donde habitan caballeros y bellacos, dragones y doncellas, hechiceros y magos. La mezcla de magia, espadas y caballería es la clave de la vida del verdadero héroe. Todas sus fantasías se convertirán en realidad en este país de otro mundo, donde sólo falta una pincelada para acabar el cuadro: usted. Para gobernarlo como rey y señor. Escápese al mundo de sus sueños y vuelva a nacer.
Precio: $1.000.000 Entrevista personal para pactar condiciones financieras.
Dirigirse a Meeks, oficina principal.
Ése era el texto. El dibujo en color mostraba a un caballero sobre un caballo enzarzado en una lucha contra un dragón de aliento llameante. Una hermosa doncella con tenues vestiduras huía del conflicto hacia los muros de una torre, y un mago de ropaje oscuro alzaba las manos como si fuera a lanzar un sortilegio pavoroso y mortal. Varias criaturas, que podían ser gnomos, elfos o algo semejante, correteaban detrás, y las torres y parapetos de grandes castillos asomaban entre un grupo de colinas y la niebla.
Parecía una escena de la época del rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda.
—¡Qué chifladura! —murmuró casi sin pensar.
Contempló el anuncio con escepticismo, convencido de que se debía a un error. Volvió a leerlo. Lo leyó una tercera vez. Decía exactamente eso. Terminó el whisky de un trago y mordisqueó el hielo, irritado por lo absurdo de la oferta. ¿Un millón de dólares por un reino de fantasía? Era ridículo. Debía de ser una especie de inocentada.
Dejó el catálogo, se puso en pie de un salto y fue al mueble bar para prepararse otra bebida. Durante un momento contempló su imagen en los espejos del fondo. Ésta le mostró a un hombre de estatura media, delgado, bien parecido, de complexión atlética, con rostro fatigado en el que destacaban los pómulos y la frente que empezaba a agrandarse por la pérdida de pelo, nariz aquilina y penetrantes ojos azules. Era un hombre de treinta y nueve años que aparentaba cincuenta, un hombre que iba a cruzar la barrera de la mediana edad anticipadamente.
Escapar al mundo de los sueños…
Volvió al sofá, colocó la bebida sobre la mesa y cogió otra vez el catálogo. Volvió a leer el anuncio de Landover. Sacudió la cabeza. No, un lugar así no podía existir. Aquello era un reclamo, un aguijón; lo que la industria del automóvil llama puffing. La verdad estaba enmascarada por la retórica. Se mordió con ansiedad la parte interna del labio. Sin embargo, no se utilizaba demasiada retórica para promocionar el producto. Y Rosen’s eran unos almacenes muy respetados, y no parecía probable que ofrecieran algo imposible de proporcionar, en caso de que apareciese un comprador.
Sonrió. ¿Qué estaba pensando? ¿Qué comprador? ¿Qué persona en su sano juicio consideraría siquiera…? Pero él lo estaba considerando. Él era esa persona. Estaba allí, tomando su bebida, pensando en su desarraigo; y, al hojear el catálogo, el anuncio de Landover había captado su atención de inmediato. Él era quien se sentía un intruso en su propio mundo, quien siempre se había sentido un intruso, quien siempre había buscado un camino para escapar de lo que era.
Y ahora tenía esa oportunidad.
Su sonrisa se afianzó. ¡Qué locura! ¡Estaba considerando hacer algo que ningún hombre cuerdo se plantearía en serio!
El whisky empezaba a hacer efecto en su cabeza, y se levantó para despejarse un poco. Miró el reloj, pensando en Miles, y de repente decidió no ir a la reunión. No tenía ganas de ir a ninguna parte.
Se acercó al teléfono y marcó el número de su amigo.
—Bennett —respondió una voz conocida.
—Miles, he decidido no salir esta noche. Espero que no te importe.
Hubo una pausa.
—Doc, ¿eres tú?
—Sí, soy yo. —A Miles le gustaba llamarle Doc desde los tiempos en que se enfrentaron a la Wells—Fargo por aquella compra de participaciones. Doc Holiday, el pistolero de los tribunales. A Ben le fastidiaba—. Mira, ve sin mí.
—Tienes que acompañarme. —Miles era difícil de convencer—. Dijiste que irías e irás. Lo prometiste.
—Pero he cambiado de opinión. Los abogados lo hacen continuamente, según los periódicos.
—Ben, necesitas salir. Necesitas ver algo más que tu despacho y tu apartamento, por muy maravillosos que sean los dos. Necesitas que tus compañeros de profesión sepan que todavía estás vivo.
—Diles tú que estoy vivo. Diles que no fallaré a la próxima reunión. Diles cualquier cosa. Pero que se olviden de mí por esta noche.
Hubo otra pausa, más larga.
—¿Te encuentras bien?
—Muy bien. Pero estoy a mitad de un trabajo y quiero terminarlo.
—Trabajas demasiado, Ben.
—¿Vosotros no? Nos veremos mañana.
Colgó el teléfono antes de que Miles pudiera decir nada más. Se quedó mirando al aparato. Al menos, no había mentido. Estaba a mitad de algo y quería terminarlo, por muy disparatado que fuese. Tomó otro sorbo de whisky. Si Annie estuviese allí, lo habría comprendido. Siempre había comprendido su fascinación por los enigmas y desafíos que otros se dedicaban a esquivar. Había compartido con él mucho de eso.
Movió la cabeza. Pero si Annie estuviese allí, todo sería distinto. Él no se dedicaría a pensar en la forma de huir a un mundo de realidad imposible.
Se interrumpió, consternado por las implicaciones de ese pensamiento. Luego, con el vaso en una mano, volvió al sofá, cogió el catálogo y empezó a leerlo una vez más.
A la mañana siguiente, Ben llegó tarde y malhumorado a las oficinas de Holiday y Bennett, Ltd. A primera hora tenía fijada una comparecencia sobre un debate de fusión de empresas y fue directamente desde su casa a la sede del tribunal para descubrir que, por alguna extraña razón, su conciliación había sido eliminada de la lista de causas. Los funcionarios no tenían la menor idea de cómo había ocurrido, el abogado de la parte contraria no aparecía por ninguna parte y el juez se limitó a decirle que la mejor solución del asunto sería fijar una nueva fecha. Como el tiempo era esencial para el caso, solicitó una fijación inmediata, pero le respondieron que no podía ser antes de pasados treinta días. El trabajo se acumulaba con la proximidad de las vacaciones, declaró con acritud el funcionario pertinente. Sin dejarse impresionar por una excusa que había oído al menos veinte veces desde el inicio del mes de noviembre, solicitó que se fijase fecha para un requerimiento preliminar. Le dijeron que el juez que veía los diferimientos y alegatos de reparación temporal estaría de vacaciones durante los próximos treinta días en alguna estación de esquí de Colorado, y aún no se había decidido quién lo sustituiría mientras estuviese fuera. Era probable que esa decisión se tomara al final de la semana y entonces podría averiguarlo.
Las miradas que le dirigieron los funcionarios y el juez le sugirieron que así eran las cosas en la práctica del Derecho y que tanto él como cualquier otro tenían que comprenderlo. De hecho, no le quedaba más remedio que aceptarlo.
Sin embargo decidió no aceptarlo. No estaba dispuesto, y se sentía cansado de todo aquel asunto. Por otra parte, no podía hacer gran cosa. Así que, frustrado y furioso, fue a su trabajo, saludó a las chicas de la zona de recepción con unos «buenos días» casi inaudibles, recogió sus mensajes de teléfono y se retiró al confinamiento de su despacho para desahogarse. No llevaba más de cinco minutos allí, cuando Miles atravesó la puerta.
—Bueno, bueno, parece que no brilla demasiado el sol esta mañana, ¿verdad? —lo provocó su amigo de buen humor.
—Desde luego, para mí no —admitió, meciéndose hacia atrás en el sillón de su mesa—. ¡Qué mundo tan divertido!
—No te ha ido bien en la comparecencia. ¿Me equivoco?
—La comparecencia no se ha producido. Algún incompetente retiró el anuncio. Ahora me dicen que para volver a fijarla hay que esperar a que el infierno se hiele y las vacas vuelen. —Sacudió la cabeza—. ¡Qué vida!
—Bueno, éste es un modo de ganarse la vida. Además, así funciona todo. Correr y esperar, el tiempo es lo único que tenemos.
—¡Pues yo ya estoy hasta la coronilla!
Miles avanzó para sentarse en uno de los sillones situados frente al escritorio de roble. Era un hombre alto y robusto, de cabello y bigote oscuros que daban un poco de madurez a su rostro casi de querubín.
Sus ojos, siempre entornados, parpadearon lentamente.
—¿Sabes cuál es tu problema, Ben?
—Debería saberlo. Ya me lo has dicho bastantes veces.
—Entonces, ¿por qué no me escuchas? ¡Deja de perder el tiempo tratando de cambiar cosas que no puedes cambiar!
—Miles…
—Annie está muerta y el sistema legal funciona así; no puedes cambiar esas cosas, Ben. Ni ahora ni nunca. Eres como Don Quijote arremetiendo contra los molinos de viento. Estás arruinando tu vida, ¿lo sabías?
La mano de Ben ondeó, como si tratara de apartar a Miles.
—No, no lo sé. Además tu ecuación no está equilibrada. Sé que nada podrá devolverme a Annie; lo he aceptado. Pero quizás no sea demasiado tarde para el sistema legal, para el sistema de justicia que conocíamos y por el que nos dedicamos a la práctica del Derecho.
—Deberías escucharte de vez en cuando —suspiró Miles—. No hay error en mi ecuación, jefe. Es dolorosamente exacta. No has aceptado nunca que Annie esté muerta. Vives dentro de esa maldita concha porque no aceptas lo que ha ocurrido, como si viviendo así fueses a cambiar las cosas. Soy tu amigo, Ben. Quizás el único amigo que te queda. Por eso puedo hablarte de esta forma, porque no puedes permitirte perderme. —El hombre alto se inclinó hacia delante—. Y toda esa palabrería sobre la forma en que funcionaba nuestra profesión me hace pensar en mi padre contándome que tenía que caminar siete kilómetros sobre la nieve para llegar a la escuela. ¿Qué se supone que tengo que hacer yo? ¿Vender mi coche y venir caminando al trabajo desde Barrington? No puedes volver atrás el reloj, por mucho que te apetezca. Tienes que aceptar las cosas como las encuentras.
Ben dejó a Miles terminar, sin interrumpirlo. Tenía razón en algo: sólo él podía hablarle de esa forma, y porque era su mejor amigo. Pero Miles siempre había contemplado la vida desde un punto de vista diferente al suyo prefiriendo amoldarse a su entorno en lugar de cambiarlo. Siempre había escogido adaptarse. No comprendía que hay cosas en la vida que un hombre no puede aceptar.
—Olvida a Annie por un momento. —Ben hizo una pausa antes de continuar—. Permíteme sugerirte que los cambios son parte de la vida, que son producto de los esfuerzos de hombres y mujeres insatisfechos con el statu quo, y que eso es esencialmente bueno. Permíteme sugerirte que los cambios son con frecuencia el resultado de lo que hemos aprendido, no sólo de lo que hemos imaginado. La Historia juega un papel en los cambios. Por tanto, lo que existió y funcionó bien, no debe ser despreciado como una simple añoranza.
Miles levantó una mano.
—Mira, yo no estoy diciendo…
—¿Puedes quedarte ahí sentado, Miles, y decirme honestamente que te satisface el rumbo que está tomando la práctica de la justicia en este país? ¿Puedes decirme que es tan buena y eficiente como lo era hace quince años cuando empezamos a ejercer? ¡Fíjate en lo que ha ocurrido, por amor de Dios! Estamos hundiéndonos en una ciénaga de leyes y reglamentos que llega desde aquí a China, y ni siquiera los jueces y los abogados entienden la mitad de ellas. Solíamos considerarnos simplemente profesionales de la abogacía. Ahora, con suerte, podríamos considerarnos competentes en uno o dos campos porque tenemos que estar poniéndonos al día sin cesar para no quedarnos obsoletos. Los juzgados son lentos y están sobrecargados. Con frecuencia, los jueces son abogados mediocres, que han subido al estrado por medio de la política. Los abogados que salen de las universidades ven su profesión como un modo de amasar grandes fortunas y conseguir que sus nombres aparezcan en los periódicos olvidándose de la parte de su misión que consiste en ayudar a la gente. Nuestra profesión tiene peor fama que la Alemania nazi. Nos anunciamos. ¡Date cuenta! Como los vendedores de coches usados, o los comerciantes de muebles. No nos esforzamos por mejorar nuestra formación. No mantenemos la autodisciplina adecuada. Nos limitamos a trabajar sin convicción, para salir del paso.
Miles lo miraba con fijeza.
—¿Has terminado? —le preguntó.
Ben asintió, un poco acalorado.
—Sí, supongo que sí. ¿No me he dejado nada?
Miles sacudió la cabeza.
—Creo que has completado los cien metros de carrera. ¿Te sientes mejor?
—Mucho mejor, gracias.
—Bueno, un último comentario entonces. He escuchado lo que has dicho, palabra por palabra, y reconozco que estoy de acuerdo con casi todo. Pero, a pesar de eso, he de preguntarte: ¿y qué? Se han dado miles de conferencias, se han organizado miles de comisiones, se han escrito miles de artículos sobre los problemas que acabas de exponer con tanta elocuencia, ¿y qué se ha conseguido?
Ben suspiró.
—No mucho.
—¿Te das cuenta? Y, siendo así, ¿qué crees que puedes conseguir?
—No lo sé. Pero ésa no es la cuestión.
—No, supongo que no lo es para ti. Pero, ¿qué pretendes? Si quieres emprender una guerra solo contra el sistema para cambiarlo, ¡estupendo! Pero un poco de moderación en tu cometido no te hará daño. Un día o dos de descanso cuando los asuntos menos urgentes te lo permitan puede proporcionarte alguna nueva perspectiva y evitar que te quemes del todo. ¿De acuerdo?
Ben asintió.
—De acuerdo. Pero yo carezco de la virtud de la moderación.
Miles hizo un gesto resignado.
—Hablemos de otra cosa. Hablemos de anoche. Lo creas o no, algunas personas de la reunión preguntaron por ti. Dijeron que te echaban de menos.
—Entonces, debían estar muy necesitados de compañía.
Miles se encogió de hombros
—Quizás. ¿Qué era eso tan importante que te impidió asistir? ¿Un nuevo caso?
Ben se quedó pensativo, luego sacudió la cabeza.
—No, nada nuevo. Sólo algo que me tenía intrigado. —Dudó un momento. Luego, impulsivamente, cogió su cartera de documentos y sacó el catálogo—. Miles, quiero que veas una cosa realmente extraña. Echa una mirada a esto.
Abrió el catálogo por la página de Landover y se lo pasó a través de la mesa. Su amigo se inclinó hacia delante para cogerlo y volvió a acomodarse en el sillón.
—Reino mágico en venta… Landover. Un lugar de encantamiento y aventura… Eh, ¿qué es esto?
Miles lo volvió para ver la portada.
—Es un catálogo navideño —se apresuró a aclararle Ben—. De Rosen’s, de las afueras de Nueva York. Un catálogo de caprichos. Ya sabes, de esos que ofrecen regalos exclusivos.
Miles comenzó a leer de nuevo, terminó y levantó la vista.
—Sólo un millón de dólares, ¿eh? ¡Qué ganga! Volemos a Nueva York para comprarlo. Adelantémonos a la avalancha de gente.
—¿Qué te parece?
Miles lo miró con fijeza.
—Lo mismo que a ti, supongo. ¡Que es obra de un chiflado!
Ben asintió lentamente.
—Eso es lo que yo pensé al principio. Pero Rosen’s no pondría un anuncio como éste en su catálogo si no pudiera mostrarlo.
—Entonces debe de ser un montaje. Los dragones serán lagartos grandes o algo así. La magia será juegos de manos —dijo riendo Miles—. ¡Caballeros y doncellas, cortesía de la Agencia Central de Actores; dragones, cortesía del zoológico de San Diego! ¡Johnny Carson dirigirá la exhibición la semana que viene!
Ben esperó a que el otro terminara de reírse.
—¿Eso crees?
—Desde luego que lo creo. ¿Tú no?
—No estoy seguro.
Miles frunció el entrecejo.
Luego leyó el anunció una vez más. Después le devolvió el catálogo.
—¿Y ésa es la razón de que te quedaras en casa anoche?
—En parte sí.
Hubo un silencio. Miles se aclaró la garganta.
—No me digas que estás pensando en…
El teléfono sonó. Ben lo cogió, escuchó un momento y después miró a su amigo.
—La señora Lang está aquí.
Miles miró su reloj y se levantó.
—Quiere hacer un nuevo testamento, creo. —Vaciló un momento, pareció como si fuese a decir algo más, luego metió las manos en los bolsillos del pantalón y se volvió hacia la puerta—. Bueno, basta ya. Tengo trabajo que hacer. Te recogeré luego.
Abandonó la habitación con gesto preocupado. Ben no intentó retenerlo.
Ben salió temprano del trabajo aquella tarde y se dirigió al gimnasio. Pasó allí una hora en la sala de pesas y luego otra con los sacos de boxeo que años atrás había conseguido que instalasen. Antes de cumplir los veinte había sido boxeador, peleando casi cinco años en Northside. Consiguió un guante de plata y podría haber logrado uno de oro si no hubiese tenido que dejarlo para marcharse a estudiar al este. Pero aún continuaba entrenándose, e incluso iba de vez en cuando a librar un par de asaltos. Pero generalmente sólo practicaba para mantenerse en forma, para conservar los reflejos. Desde la muerte de Annie no había dejado de hacerlo. Le había ayudado a descargar parte de su frustración y su rabia. Le había ayudado a llenar el tiempo.
Era cierto que no conseguía aceptar su desaparición, pensó mientras el taxi avanzaba por entre el denso tráfico, camino de su casa. Podía reconocerlo ante sí mismo, pero no ante Miles. La verdad era que no sabía cómo lograrlo. La había amado con una intensidad alarmante, y ella le había correspondido. Nunca hablaban de eso; no era necesario. Pero era algo que siempre estaba presente. Cuando ella murió, pensó en quitarse la vida. No lo hizo porque sentía en lo más profundo de su ser que no debía hacerlo, que nunca debía ceder a algo tan obviamente erróneo, que a Annie le hubiera horrorizado. De modo que siguió viviendo lo mejor que pudo, pero sin aceptar del todo que ella se había ido. Quizás nunca podría.
En realidad, no estaba seguro de que aquello tuviera demasiada importancia.
Pagó al taxista, entró en el vestíbulo del edificio, saludó a George y subió en el ascensor hasta su apartamento del ático.
Miles lo veía como un recluso apesadumbrado, que se ocultaba del mundo para lamentarse por la muerte de su esposa. Quizás todos lo veían así. Pero la muerte de Annie no había provocado la situación, sólo la acentuó. En los últimos años se había ido encerrando en sí mismo, insatisfecho por lo que consideraba el deterioro continuo de su profesión, inquieto por el modo en que parecía derrumbarse hasta quedar inutilizada para los propósitos que la hicieron necesaria. Miles pensaría que era extraño que se sintiese de esa forma. Doc Holiday, el abogado litigante que había matado a más Goliats de los que cualquier David hubiera soñado. ¿Por qué tenía que sentirse tan frustrado respecto a un sistema que había funcionado tan beneficiosamente para él? Pero es cierto que el éxito personal a veces sólo sirve para destacar las injusticias que afectan a otros. Eso era lo que había ocurrido.
En su apartamento, se sirvió un Glenlivet con agua y se sentó en el sofá del salón para contemplar las luces de la ciudad a través de las puertas de cristal. Al cabo de un rato, sacó el catálogo de Rosen’s de su cartera y lo abrió por la página de Landover. Había estado pensando en eso todo el día. Era lo único que le había interesado de verdad desde que sus ojos lo descubrieron la noche anterior.
¿Y si fuese real?
Se quedó sentado allí durante largo rato, con el vaso en la mano, el catálogo abierto ante él, considerando esa posibilidad.
Sentía que su vida se hallaba en un callejón sin salida. Annie había muerto, la profesión de abogacía, al menos para él, también estaba muerta. Había más casos, más batallas que ganar en los tribunales, más Goliats para que David los derrotase. Pero los excesos y las deficiencias del sistema legal siempre estarían presentes. Al final, tendría que someterse a su ritual con las frustraciones y las decepciones inherentes, y todo perdería sentido. Tenía que haber algo más para él en la vida.
Tenía que haber algo más.
Observó la coloreada escena del caballero luchando contra el dragón, la doncella ante el castillo, el mago lanzando su sortilegio y las criaturas fantásticas que lo contemplaban. Landover. Un sueño ofrecido en un catálogo de regalos navideños.
Escapar al mundo de sus sueños…
Por un millón de dólares, claro. Pero él lo tenía. Tenía dinero suficiente para comprarlo tres veces. Su madre y su padre habían sido ricos y él había disfrutado de una práctica lucrativa de su profesión. Podía disponer del millón de dólares, si es que se decidía a adquirió.
Y estaba la entrevista con el tal Meeks. Eso le intrigaba. ¿Cuál era el propósito de la entrevista? ¿Seleccionar a los solicitantes? ¿Se presuponía que habría muchos y existía un criterio para escoger entre ellos? Quizás, si lo que tenían que seleccionar era un rey.
Respiró profundamente. ¿Qué clase de rey sería él? Podía pagar el precio del reino, pero también otros podrían. Física y mentalmente estaba en buena forma, pero también otros lo estarían. Tenía experiencia en la relación con la gente y con las leyes de la que otros podrían carecer. Él era compasivo. Era honesto. Era prudente.
Era un loco.
Acabó la bebida, cerró el catálogo y fue a la cocina a prepararse la cena. Se tomó bastante tiempo para hacer un complicado guiso de buey y verduras, que tomó acompañado de vino. Cuando terminó de comer regresó al salón y se sentó de nuevo en el sofá, ante el catálogo.
Ya sabía lo que iba a hacer. Quizás lo había sabido desde el principio. Necesitaba volver a creer en algo. Necesitaba recuperar la atracción que al principio había ejercido sobre él la práctica del Derecho, la capacidad de asombro y entusiasmo que antes poseía. Y, sobre todo, necesitaba un desafío, porque eso era lo que daba sentido a la vida.
Landover podía ofrecérselo.
Por supuesto, aún no estaba seguro de poder conseguirlo. Tal vez no era más que un complicado montaje como había supuesto Miles, donde los dragones eran iguanas grandes y los caballeros y los magos actores suministrados por la Agencia Central. Tal vez el mundo de los sueños era una farsa, una réplica de algo a lo que sólo la imaginación da visos de realidad. Y suponiendo que existiese tal como estaba representado, tal como lo había dibujado el artista, podría no ser un mundo de ensueño. Podía ser tan vulgar como su vida presente.
Aún así valía la pena jugar, porque había visto los parámetros de su vida actual y no quedaban incógnitas en ella. Además, de algún modo, por alguna razón que no lograba determinar, sabía que, desaparecida Annie, lo peor que podía hacer era no tomar ninguna decisión y continuar como estaba.
Se aproximó al mueble bar y se sirvió otro whisky. Con gesto solemne, brindó con su imagen reflejada en el espejo y bebió.
Se sintió vivificado.
A la mañana siguiente, fue al despacho sólo para cancelar sus compromisos para el resto de la semana en curso y la siguiente, y para solucionar varios asuntos que precisaban su atención inmediata.
Iba a tomarse unas cortas vacaciones, les explicó a las chicas y al estudiante de Derecho que trabajaba para ellos a media jornada. Todo podía esperar hasta que volviese.
Miles estaba en el juzgado de Crystal Lake, de modo que no pudo preguntarle nada. Mejor así.
Después llamó para reservar un billete de avión en el vuelo más próximo.
A mediodía estaba de camino a Nueva York.