Peter volvió a la zanja. Estaba cansado, pero le gustaba mantenerse entretenido en algo. Si ejercitaba los músculos, no pensaba tanto. Y pensar se había convertido en un acto demasiado doloroso. Agarró la pala y comenzó a clavarla con fuerza en la tierra mientras intentaba recordar el estribillo de aquella canción que no paraba de venirle a la mente.
―¿Qué será, será? ―canturreaba entre nubecillas de vaho mientras arrojaba las paladas a su derecha.
Llevaba así más de una hora. Ya no cantaba y, debido al desgaste físico, no pudo impedir que un recuerdo cruzase la frontera que lo mantenía confinado en la parte oscura de su cerebro. De no haber estado tan cansado, el guardia mental de su cabeza lo habría abatido de un disparo, sin dudar, ya lo había hecho muchas veces; pero el guardia mental llevaba demasiadas horas en su garita, y ya no se mostraba tan efectivo.
Su familia había llegado en barco a Estados Unidos proveniente de Varsovia. Desembarcaron en la isla de Ellis, que tantos millones de inmigrantes había recibido a finales del siglo XIX y principios del siglo XX.
Su abuelo Pavel Staublosky, su abuela Mitra y su padre Krisha, apenas un niño. Todos huían del pasado en busca del sueño americano. Acostumbrados al frío y a la tala de árboles en su país, emigraron al condado de Maine, famoso por sus bosques. Le contaba su padre que desembarcaron sin dinero y que llegar hasta Bangor se convirtió en toda una odisea. Los años cuarenta fueron duros, pero los Staublosky encontraron trabajo mal pagado en Bangor, en una serrería ya desaparecida a orillas del Penobscot, donde su abuelo trabajaba más de doce horas diarias descargando troncos de los camiones o recogiendo los que bajaban del río y cortándolos en las sierras. Eran inmigrantes, apenas dominaban la lengua más allá de dos o tres palabras básicas y la gente de allí se mostraba reticente con los extranjeros; pero, pese a ello, los Staublosky eran felices porque ganaban más de lo que jamás habrían soñado en Varsovia, y además no tenían que temer las duras represalias políticas de un país convulso donde la muerte dejaba alargar su larga sombra sobre ellos en más ocasiones de las deseadas.
Para cuando Peter nació, su abuelo ya había muerto de un ataque al corazón. La gente había asumido la presencia de los Staublosky en lo que todavía era una ciudad en ciernes. Krisha, con treinta y cinco años, se había casado con Lisey Kunt, una joven y hermosa rubia de Minnesota que iba de vacaciones a Bangor a ver a su tía Cindy Kunt. Y fruto de ese matrimonio nació Peter, el primer Staublosky estadounidense. Decidieron ponerle un nombre típico del país porque así, seguramente, tendría un futuro más fácil. Y aunque esto funcionaba al principio, cuando la gente oía su primer apellido retrocedía un poco en sus buenas intenciones y preguntaba desconfiada: ¿Eres judío?
Es lo primero que querían saber de él, y era algo que ya había llegado a odiar siendo niño.
Su abuela murió cuando él tenía cuatro años; a ella se la llevó un cáncer de mama. Apenas recordaba nada de Mitra, sólo imágenes sueltas en las que se la veía sentada en un gran sillón marrón, con dos enormes pechos, rebosando kilos por los costados, con un pañuelo en la cabeza cubriendo sus canas y mirándole muy seria con sus oscuros ojos; y hablándole en un idioma que no acababa de comprender del todo porque en casa apenas se utilizaba. Cuando Peter se lo hacía entender, ella contestaba en un inglés tosco de acento duro:
―No olvides nunca tus raíces, niño. Tu abuelo era polaco, yo soy polaca y tu padre es polaco; así que tú eres polaco.
Y no lo olvidaría nunca, porque se lo harían recordar toda la vida. No es que le molestara al principio. Pero cuando en el colegio de primaria le llamaban «polaco» con el mismo tono que si le llamaran «cabrón», decidió que prefería mantener sus raíces europeas en el anonimato, una actitud que molestaba a su padre, cuando éste todavía se contaba entre los vivos.
Fue en el colegio, en sexto curso de primaria, cuando conoció a Patrick Sthendall. Los demás niños del Husson también la tenían tomada con él, pero de diferente manera. De Patrick se hablaba a sus espaldas, nunca a la cara. Según se decía, era hijo de un asesino que cumplía condena en la penitenciaría de Portland, cadena perpetua por doble asesinato. Su madre, Patricia Sthendall (aún conservaba el apellido de casada), trabajaba en la pequeña tienda de alimentación del padre de Gordie ―también se decía que el padre de Gordie se la tiraba en la parte trasera de la tienda aprovechando los viajes de la señora Gordie a la capital― cuando aquello todavía no era un supermercado.
La primera vez que Peter y Patrick se dirigieron la palabra fue el día de Halloween.
El día de los muertos. La noche en la que los espíritus volvían para amedrentar a los vivos.
Todos en el colegio se preparaban para celebrar la fiesta cosiendo disfraces, pintando caretas o vaciando el interior de las calabazas. Los niños reían, los profesores reñían, pero Peter estaba enfadado, y mucho. Quería disfrazarse de zombi, pero la profesora le obligó a prepararse un traje de Peter Pan.
―¿Tú eres polaco? ―le preguntaron a su espalda.
Cuando se giró, se encontró de frente al repetidor oficial de curso de aquel año, un Patrick alto, que ya lucía una melena leonina castaña y unos ojos grises que volverían loca a más de una chica en años venideros.
Un Patrick al que todo el mundo respetaba.
―¿Y tú eres un asesino como tu padre? ―le espetó Peter sin pensarlo dos veces.
Patrick abrió los ojos desmesuradamente mientras propinaba un puñetazo en la nariz del renegado Peter Pan. Luego se le echó encima, pero una patada en los huevos le detuvo y cayó de lado al suelo agarrándoselos y aullando, presa de un dolor que no había sentido hasta entonces.
Los niños formaron corro mientras Peter se levantaba tambaleante, sangrando por la nariz. No quería seguir con aquella pelea, pero Patrick, herido en su orgullo ―y con los huevos machacados―, sí. La profesora impidió que aquella trifulca llegara a más y los acompañó a la oficina del director. Éste, cuando estuvo a solas con ellos, se levantó, les dijo que no volvieran a pelearse en su colegio y le propinó una bofetada sonora a cada uno. Los dos aguantaron las lágrimas como valientes, pero nunca olvidarían aquello.
Y a raíz de aquella pelea surgió una gran amistad. Y en los años venideros nadie recordaría a Peter sin Patrick, o a Patrick sin Peter.
Eran otros tiempos.
Un Peter adulto, con una pala en la mano y mirando hacia la propiedad de su antiguo amigo no pudo detener una lágrima fugitiva que escapó de su penal.
―¿Por qué me fallasteis? ―dijo con voz trémula―, ¿por qué?