Cuando veía al perro corretear por la acera, detenerse, oler un rastro en la nieve de Dios sabe qué y salir disparado en alguna dirección hasta que comenzaba a ladrar, Patrick sentía algo así como momentos efímeros de felicidad. A Doggy que el mundo se hubiera ido al carajo le daba igual, y eso a veces era contagioso. Sólo a veces.
Vio cómo, enérgico, el perro cavaba por debajo de un banco sepultado por la nieve y comenzaba a gruñir. Olisqueó el aire y volvió a centrarse en cavar.
―A ver si espabilas y esta noche cenamos conejo, Rantamplán ―le dijo al perro. Éste lo miró y siguió a lo suyo.
Hicieron una pausa en el parque de Hannibal Hamlin. Las palomas ya no se cagaban en la cabeza del vicepresidente de Lincoln; no es que hubieran dejado de existir, pero su población sí que parecía haber mermado, y mucho.
Miró la quietud personalizada que cobraba vida a su alrededor. Las casas, ánimas de tejados de pizarra; los pisos vacíos, fantasmas de ventanas oscuras y fachadas descascarilladas; los coches, cadáveres metálicos bien aparcados en la acera, esperando poner en marcha sus calentadores y comenzar a andar, como muertos vivientes. Incluso las campanas de la iglesia de Saint John, antes tan ruidosas y estridentes, permanecían ahora mudas y mecidas débilmente por el furibundo viento. Parecía que en cualquier momento la ciudad despertaría y volvería a retornar inmediatamente a su actividad parsimoniosa; que el silencio mudo que reinaba sería roto por el estruendo de las bandas municipales que tocaban en verano al aire libre en todos los parques de la ciudad o a orillas del Penobscot durante el Festival Popular, cuando el paseo olía a pescado. Pero Patrick sabía que eso no era posible. La música en directo, por muy mala que fuera a veces, jamás volvería a retumbar en aquellos parques o en el río. Nadie volvería; no después de casi un año. Al igual que los miles de neoyorquinos que huían de la ciudad por el túnel Lincoln no abandonarían sus coches, que les sirvieron de sepultura, para volver a sus casas.
«Y aunque sea cruel, ¿de qué serviría? Si todo volviera a la normalidad, seguiríamos sin haber aprendido jodidamente nada», se dijo.
Mientras callejeaba por la ciudad, contemplado aquellos resquicios en los que la guerra se había dejado sentir más, imaginó Nueva York. Había estado allí cuando tenía veinte años, acompañando a su tío Charlie. El mayor putero de Bangor, según se rumoreaba. Y no se equivocaban. Su tío siempre tenía una frase con la que parecía solucionarlo todo cuando estaba metido en algún problema, y era: «¡Eh, Patrick, que yo siempre me lavo la polla en el lavabo después de mear!».
Su tío Charlie fue de los primeros en morir en los bombardeos.
Durante su estancia en la Gran manzana se dijo a sí mismo que no había ciudad más cosmopolita y cargada de vitalidad que Nueva York, y que con razón se la llamaba «la ciudad que nunca duerme». Creyó que no habría sitio inigualable a Times Square, con sus miles de almas paseando por calles de neón, riendo, llorando, discutiendo o simplemente embelesadas como él ante la inmensa jungla de asfalto que se abría ante ellos, con rascacielos tan altos que ver el manto de estrellas durante la noche era tan imposible como que las alas de Ícaro hubiesen funcionado.
Vio también a camellos traficando con droga en la esquina de Broadway, y a viandantes negociando con las prostitutas que tomaban la Séptima avenida cuando la policía hacía la vista gorda. Los chulos las vigilaban mientras las esperaban en sus llamativos coches y no dudaban en apalearlas si notaban que sus putas escondían algo de dinero en el coño.
Puro espíritu de Nueva York.
Después de la guerra biológica, a la Gran manzana se la podría haber llamado «la ciudad de los árboles de ramas rotas» por los miles de brazos alzados, con dedos encrespados en manos arrugadas, que mirarían al cielo en una mueca de horror absoluto, suplicando para que los neones de Broadway volvieran a encenderse una vez más en Manhattan, sólo una vez más.
Siguió caminando pensativo y un poco aterido por las calles desiertas de Bangor, paseando junto al campo de béisbol de Mansfield, que había financiado Stephen King, vecino de la ciudad y «rey» de la novela barata. Ahora el estadio permanecía sepultado por la nieve y abandonado, en lugar de colorido y jubiloso; y Stephen King podría estar criando malvas o encontrarse en cualquier búnker para personas VIP que hubiera en el jodido país.
Buscó con la vista algo que le permitiera hacerle creer que los colores existían y no eran cosa del pasado. Los tonos sepias ya no eran bonitos ni en las fotografías.
Bordeó el puerto, tan populoso antaño y centro de la mayoría de negocios de Bangor. Allí, algunos viejos cargueros oxidados se repartían el muelle con varios yates de lujo anclados, vestigios de otra clase social extinguida. Vio a lo lejos el aeropuerto internacional de Bangor, que antes de la guerra comunicaba la ciudad directamente con Boston, Newark, Filadelfia, Detroit, Cincinnati, Atlanta y Orlando y de forma estacional con Nueva York, pero que ahora dormitaba tan inútil como su torre de control convertida en escombros… Todo era tan inútil en Bangor como escupir hacia arriba pensando que el salivazo no te caería encima.
Enfiló hacia el ayuntamiento, más en concreto hacia la calle comercial de St. Clement, donde estaba el supermercado de Gordie’s Hancok. O Gordie’s Hancok el muerto. Los árboles, desnudos y esqueléticos, suplicaban por un pijama verde que aún tardaría en llegar. También las ardillas y los pájaros parecían haberlos dejado abandonados a su suerte.
―Chucho, ven aquí o a la vuelta no te doy cerveza ―dijo cuando se paró enfrente de Gordie’s.
Entró en el que era uno de los supermercados más grandes del pueblo. Había varios más distribuidos por Bangor, pero a él le gustaba recorrer los pasillos anaranjados de aquél, porque le transmitían cierta serenidad. Había sido tranquilo en sus mejores días y era tranquilo en sus peores; eso le hacía olvidar durante unos momentos lo que había ocurrido.
Al principio, y durante varios días enteros, se entretuvo limpiando aquello de material propenso a pudrirse con rapidez, al igual que sabía que Peter lo había hecho en otras grandes superficies de la ciudad. La verdura, la fruta, el pan mohoso… todo lo había arrojado a los enormes contenedores metálicos de la calle trasera de Gordie’s. Allí podían pudrirse tranquilamente y así evitaba malos olores dentro del supermercado o que todo el ambiente se volviera insalubre. Tanto Peter como él tenían una especie de acuerdo tácito para no desvalijar los supermercados o sus almacenes.
Iban, se aprovisionaban de comida para una semana y de otros utensilios necesarios y regresaban. Simplemente lo necesario. Al menos así lo hacía él, obligándose a adentrarse en el pueblo y así de paso verificar si había novedades; «algo que nunca ocurría y que con toda probabilidad nunca ocurriría», pensó.
Se dirigió a la parte trasera del supermercado. Allí estaba el almacén, que era de donde sacaban las latas de conservas que no caducarían en años. Atún, caballa, calamares, sardinas, mejillones en escabeche… Se habían acostumbrado a comer pescado o moluscos a todas horas, y la verdad es que a Patrick le daba igual. Nunca había tenido un estómago exquisito y, pese a que siempre había tenido dinero, prefería frecuentar la sucia tasca de Joe Sillock, donde le servían las mejores costillas a la barbacoa de todo Maine y podía verle el escote a Marie Sue, que el restaurante de cuatro tenedores Gino’s, donde sin duda no sabría apreciar un buen pichón de Bresse asado con salsa de foie ni el orondo culo del maître a la naranja.
Llenó de latas la pequeña mochila oscura que llevaba. Añadió también comida de perro ―que incluso una vez probó (y que le hizo vomitar)―, cervezas y algunas pilas para escuchar el radiocedé en el porche y para la linterna.
―Vámonos, Milú ―le dijo a Doggy, que correteaba por todo el supermercado con la lengua fuera y olisqueando todas las esquinas en busca del meado de algún otro congénere.
Patrick enfiló el pasillo central casi hasta llegar a la salida. Rozaba con la mano todos los artículos, aunque ya se conocía la situación de todo el supermercado de memoria. Cuando se volvió, observó a su perro apostado junto a la puerta trasera que daba al estrecho callejón de contenedores. Gruñía.
―¡Chucho, vamos! ―le gritó desde los mostradores.
El perro siguió allí, con el pelo del lomo erizado, lanzando gruñidos intermitentes y con el cuerpo tenso, a punto de saltar.
Deshizo el camino y se acercó a Doggy, que se había separado de la puerta metálica, reculando un poco.
―¿Qué te pasa, Doggy? ―le preguntó con cierto reproche en su voz, creyendo que el perro habría olido el rastro de alguna rata.
Al otro lado se oyó algo. Un tufo a carne podrida o a algo muerto inundó sus fosas nasales. Mandó callar al perro y aguzó tanto el oído como el olfato. «Están rebuscando en la basura», pensó. De repente, en la parte trasera algo gruñó. Patrick supo que nunca había escuchado un gruñido semejante en su vida.
―Salgamos de aquí ―susurró al perro mientras lo levantaba en vilo.
No podía dejar de mirar aquella puerta y caminó hacia atrás. Imaginó que en cualquier momento podía combarse o salirse de sus bisagras empujada por una fuerza que escapaba a su capacidad de entendimiento.
Levantó la escopeta en dirección a la puerta, con el gatillo presionado. El silencio ahora era absoluto. La tranquilidad que precede a la tempestad en alta mar. Algo se acercó a la puerta, lo podía oír. Lo podía… oler.
Pero no sucedió nada y Patrick salió de espaldas, sin dejar de apuntar, por la parte delantera. No se giró hasta que salió de aquella calle. De regreso a su casa se convenció de que aquello que gruñía en el callejón era un oso negro.
Un gran oso negro.
Era perfectamente normal que se adentraran en la ciudad en busca de comida, sobre todo en la temporada de fríos, cuando les costaba encontrar comida en el bosque y vagabundeaban de aquí para allí. De hecho, él había visto unos cuantos osos antes de la guerra paseando por calles de la periferia, y había ayudado a Stratham, Durham y a sus chicos alguna que otra vez a devolverlos a su hábitat.
―Menudas alfombras tendría yo en mi casa si pudiera ―decía el viejo sheriff cada vez que capturaban a uno de esos osos, y se echaba el sombrero hacia atrás, rascándose la frente ante la mirada de enfado del veterinario y las risas de sus dos ayudantes.
Cuando Patrick llegó a su barrio, bajó por la calle principal, una calle de postal navideña, le gustaba decirle al perro. Peter no estaba en la zanja, aunque se veía que había comenzado a cavar, y a buen ritmo. Un montón de nieve y tierra descansaba a la derecha del agujero y la pala se erigía triunfante encima de él.
―Si Holleman viera que estás buscando lombrices en su jardín… ―murmuró con una sonrisa en los labios. Doggy lo miró con la cabeza girada y él también la giró hacia el otro lado, haciendo una mueca con la boca.
La niña, sentada en el porche, jugaba con unas muñecas harapientas mientras lo miraba con disimulo. Hizo amago de levantarse, pero la voz de Patrick la impulsó a detenerse.
―¡Hola, guapa! ―la saludó levantando la mano―. ¿Eres nueva en el barrio?
Ella lo miró con ojos entornados, juntando las cejas. Después bajó la mirada, se levantó y se metió en la casa sin decir nada. No había cerrado la puerta del todo y asomó su cabecita cuando creyó que su vecino no podría verla. Sonreía y se parecía tanto a Helen que durante esos segundos a Patrick se le encogió el corazón en el pecho.
―¿Te gusta mi perrito? ―preguntó Patrick sonriendo e intentando parecer simpático.
Ketty asintió: le encantaba aquel perro. «Ojalá tuviera uno igual», pensó.
―Entra en la casa ―le dijo su padre, que salía al umbral con una botella de agua pequeña y aspecto sofocado. Ella le hizo caso y Peter se quedó mirando a Patrick, desafiante. El sudor frío le recorría las sienes y bajaba por sus pómulos. Sintió que una ráfaga de aire helado hacía el sudor aún más molesto. El largo y canoso pelo de Patrick onduló durante unos momentos y volvió a caer sobre sus hombros.
―¡Hey!, esta noche haré una barbacoa en mi jardín ―dijo éste, sonriendo―, y habrá baño en mi piscina. He contratado a Neal Diamond para que nos dé un concierto. También vendrá ese imitador de Elvis tan malo, Bruce Nye. Y un par de tías buenas y algo calentorras que conocí la otra noche en el Angelus. Espero que vengáis a cenar, polaco. ―Levantó un brazo en señal de hastío y se retiró. Ya de espaldas, exclamó―: ¡Va a venir todo el barrio, tú sabrás!
Luego desapareció dentro de su casa, con el perro siguiéndolo.