Con temperaturas de ―10°C, trabajar se hacía harto dificultoso por la falta de oxígeno. Patrick comentó en cierta ocasión a un amigo que con esas temperaturas sacarte un moco congelado de la nariz te podía rajar la napia en dos. Era tan gracioso como cierto.
Le había costado un par de horas y un ligero tembleque en los brazos dejar el jardín casi limpio de nieve, aunque agradeció el ejercicio físico para conseguir que la sangre circulase por todas las partes de su cuerpo. Estaba seguro de que a lo largo del día volvería a nevar, pero no le importaba. Aquello era un trabajo que debía hacer para cuidarse y también para mantener la casa infranqueable. Le provocaba desazón vivir como si se encontrara en la jaula de un zoológico, pero aquella cerca y aquella alambrada inexpugnables eran lo único que le separaba de algún posible peligro.
Ráfagas de aire helado azotaron su erosionado rostro mientras escudriñaba la alambrada en busca de algún desperfecto. Recordó que la noche anterior le habían despertado ruidos extraños y que con toda probabilidad encontraría algo que le llamara la atención. Algo que le diera una pista sobre la identidad de su visitante nocturno.
Fue el perro el que le orientó con su olfato y unos ladridos. Al final del jardín, junto al muro de metro y medio que daba a la calle, Doggy se había detenido y escarbaba con las pezuñas mientras gruñía. Patrick había puesto encima del muro unos postes anclados con hormigón que le permitieron levantar la alambrada casi dos metros más, así que toda la casa quedaba vallada a tres metros y medio de altura; eso sin contar la altura extra del alambre rizado de púas que coronaba el cercado, suficiente para que ninguna alimaña, persona o algo peor pudiera trepar, atravesar o ―debido al grosor del alambre― mucho menos cortar.
Agarró la escopeta que descansaba en el porche y la llave para los candados de la puerta. Ésta, rectangular, negra y alargada, no era muy alta, y se activaba mediante un resorte de muelle. Odiaba las puertas electrónicas, así que mandó cambiar la anterior por ésta, cuando aún había gente que se dedicaba a ese tipo de cosas. También había colocado la alambrada por encima de ella.
Lo que vio fuera lo dejó estupefacto. Habían intentado cavar un túnel para pasar por debajo del muro y acceder a la propiedad. Lógicamente, el suelo de roca metamórfica había hecho imposible la tarea, pero, aun así, observó el enorme agujero practicado entre los trozos de piedra. Sin duda, aquel animal, fuese el que fuese, gozaba de una fuerza colosal. Pensó que habría sido un oso negro con toda probabilidad. Hacía… ¿siglos?, que no se veía ninguno por la zona, desde antes de la guerra y no en muchas ocasiones. Pero no descartaba que aún vagasen en busca de comida por los bosques de coníferas que poblaban el ochenta por ciento del estado de Maine y que cercaban Bangor, empujándolo hacia el río. No era extraño que de vez en cuando se adentraran en zonas urbanas alejadas de la ciudad, como aquella urbanización, y que el sheriff Durham y sus chicos tuvieran que hacer acopio de su talento y paciencia para evitar que se colasen en alguna casa o atacaran a alguien antes de que llegase el viejo David Stratham, el veterinario, y lo abatiese con su escopeta de dardos tranquilizantes para sacarlo de la ciudad.
Volvió a tapar aquel agujero empujando con el pie la tierra y los trozos de piedra. Entró en su propiedad, cerró la puerta con los candados, fue al sótano, cogió cemento de un saco de treinta kilos que guardaba allí y lo preparó. Quince minutos después se encontraba de nuevo agachado en el agujero y cubriéndolo todo con la mezcla. Si aquel oso quería volver a retomar la faena donde la había dejado, sin duda se encontraría con una sorpresa poco grata. Mientras volvía a entrar en su feudo, se preguntó qué habría llamado la atención del oso para que quisiese acceder precisamente a su casa y no a otra.
―Nos habrá olido a nosotros, ¿no, Doggy? ―preguntó―. Yo tendré que dejar de usar Hugo Boss y tú Carolina Herrera for Women.
El husky siberiano giró la cabeza cuando vio que se dirigía a él. Solía hacerlo cuando no entendía lo que su amo quería decirle. Patrick sonrió: le encantaba aquella gracieta, y por eso en muchas ocasiones le preguntaba o hablaba para que el perro la hiciera.
―Bueno, vamos a ir a la ciudad. Hay que hacer aprovisionamiento de muchas cosas, amiguito ―continuó Patrick, hablando en alto y más para sí mismo que para su can.
Después de todo, su voz era la única que escuchaba. A veces, deseaba que Doggy fuese el perro protagonista de alguna fábula y que le hablara, aunque lo hiciera para darle una lección. Pero no lo era, y se tenía que conformar con escucharse a sí mismo o escuchar de manera aislada la voz de Peter o la de su hija en la lejanía. Y cuando esto sucedía, Patrick, que acostumbraba a acomodarse en una silla en el porche aunque hiciese frío, cerraba los ojos y se imaginaba sentado en ese mismo porche, en una cálida tarde de verano con el sol anaranjado cayendo en el horizonte, viendo a los niños corretear por la calle principal, montar en sus bicicletas, jugar al béisbol, a la comba o a las canicas o simplemente cambiar, sentados en la acera, cromos de jugadores de béisbol; respirando un aroma mezcla de césped húmedo recién cortado y pastel de carne preparado por alguna vecina y puesto a reposar en el alféizar de alguna ventana.
Imaginaba esto en los días en los que se sentía más solo. Y una lágrima traicionera y tibia surcaba las incipientes arrugas de su rostro.