4

Palpó la cama para abrazar a su hija. Cuando un Peter asustado abrió los ojos, Ketty no estaba y su lado de la cama permanecía frío. Se levantó de un respingo y aplastó su frente contra la ventana de la habitación que daba a la calle para ver si la niña estaba fuera, en el jardín. Aún no había comenzado a nevar y la visibilidad era buena. Observó antes de que se empañara el cristal por el vaho de su respiración que la niña no se encontraba allí y se sintió levemente aliviado. Ni siquiera se percató de que Patrick, ajeno a su preocupación, daba paladas en su propiedad.

―¿Ketty? ―preguntó levantando la voz.

Silencio, sólo un zumbido en los oídos. Conocía ese zumbido: era la tensión. Su pulso se aceleró y el estómago se le contrajo.

―¿Ketty? ―repitió aún más alto. Se dirigió con paso rápido hacia las escaleras que conducían a la planta baja de la casa.

―¡Aquí abajo, papi! ―la oyó contestar con tono risueño desde el salón.

Peter se detuvo y apoyó la cabeza en el marco de la puerta. «Es una buena niña ―se dijo―. Ella no haría ninguna tontería». Suspiró aliviado y pasó una y otra vez sus ásperas manos por su rostro, por sus ojos. Desde que todo empezara, siempre estaba en tensión. Bastaba con que Ketty se entretuviera cinco minutos en el baño para que él aporreara la puerta violentamente, con el corazón alterado preguntándose si se encontraba bien.

No podía evitarlo. No concebía que hubiera días en los que no se produjera ningún ataque, pero así era. Muchos meses habían transcurrido desde la última vez que los soldados acudieron a Maine para ayudar en las evacuaciones, desde que las alarmas sonaron por última vez para advertir de un ataque aéreo o marítimo o anunciar un toque de queda. Muchos meses desde que había visto a una persona con vida que no fuese su hija, o su vecino.

Jamás creyó que todo cambiase tanto como para llegar a ese punto. Cuando se rumoreaba que Estados Unidos atacaría a Irán, le pareció una broma de mal gusto. El presidente Obama siempre había sido un hombre de paz, no de guerra. Si hasta le habían concedido el Nobel de la paz. Pero al parecer el primer presidente negro de la historia se había visto obligado a declarar la guerra porque los últimos informes del Pentágono afirmaban que Irán había enriquecido uranio en plantas subterráneas secretas y se preparaba para atacar a los Estados Unidos de América y a sus aliados.

Pero aun así, Peter no creyó los rumores hasta que se convirtieron en noticia de primera plana mundial. Todos los canales de televisión anunciaron el inicio de los ataques; los periódicos tardaron el mismo tiempo en hacerse eco de la noticia, y por último, el presidente, en rueda de prensa en la Casa Blanca, informó de que se le declaraba la guerra a Irán, miembro del «eje del mal». Una guerra preventiva… como tantas otras.

Todas las naciones del mundo se quedaron boquiabiertas e incrédulas porque se sabía lo que aquello significaba. Irán tenía aliados poderosos.

Rusia no pudo mantenerse al margen: las presiones de su aliado estratégico Irán provocaron el ultimátum del país. Si Estados Unidos no ponía fin a la guerra de inmediato, Rusia intervendría. El mundo puso el grito en el cielo, ya que tanto la antigua Unión Soviética como Estados Unidos contaban con armamento nuclear. De hecho, Irán tenía ya en su poder dos misiles nucleares proporcionados por Rusia, que le había suministrado los códigos y mecanismos para usarlos. Si Israel, aliado de Estados Unidos, atacaba su país, a Irán no le temblaría el pulso.

Gran Bretaña saltó a la palestra declarando también la guerra a Rusia si entraban en conflicto con su aliado, Estados Unidos. China y Cuba se aliaron a Rusia e Irán… Y así fue como casi todos los países del mundo eligieron bando mientras comenzaban los primeros ataques por parte de Estados Unidos a Teherán.

Los que no intervenían en la guerra mundial, que eran pocos, aprovecharon para declarar guerras civiles. Sobre todo en los países de África, donde se produjeron muchísimas revueltas y conflictos.

El mundo tocaba a su fin.

La Convención de Armas Químicas de Ginebra se fue al garete; tampoco nadie temía ya al Tribunal de La Haya y sus derechos humanos. Pronto se descubrió que una guerra nuclear era demasiado cara para los contendientes, además de destructiva, mientras que las armas químicas podían prepararse en cualquier laboratorio clandestino de cinco por cinco metros con el mínimo coste e idénticos efectos. Por eso se la denominó «la bomba nuclear del pobre». Y aunque se usaron algunas bombas nucleares, la contienda pronto fue conocida como la «guerra biológica».

Sólo que, según los científicos, no pasaría a los anales de la historia jamás, simplemente porque no quedaría nadie para contarla.

La revolución había llegado años atrás con las «armas de diseño» de ADN recombinante. Las nuevas tecnologías permitieron crear nuevos genes programados en microorganismos infecciosos para aumentar así su resistencia a los antibióticos y su virulencia y alargar su permanencia en el medio ambiente, que era el principal escollo que había que salvar.

Todo ello llevó a la creación de nuevas cepas ―llamadas «súper»― de agentes biológicos convencionales como el ántrax, la viruela o la gripe Q, aunque durante la guerra ambos bandos usaron todos los habidos y por haber: virus como los de la encefalitis equina oriental, la enfermedad de Margburg o la fiebre amarilla o bacterias como la del cólera, el muermo, la enfermedad del legionario o la peste pulmonar fueron esparcidos mediante aerosoles, regando miles y miles de kilómetros de superficies pobladas.

Uno de los ataques más graves infligidos al principio de la guerra lo sufrió Nueva York. Un avión enemigo no detectado por los radares y proveniente de Cuba roció parte de la ciudad antes de ser abatido, liberó noventa kilos de esporas de superántrax y provocó la muerte de tres millones de personas.

Pero aquello fue sólo el principio. Durante la guerra todo valía, hasta las más monstruosas armas genéticas o el agroterrorismo, para dejar inservibles los cultivos del enemigo y la ganadería y provocar el hambre…

Los tiempos en que la peste bubónica hacía estragos habían vuelto, sólo que en condiciones más devastadoras para el ser humano.

Peter se lavó la cara con jabón y el agua fría de una palangana. No quería pensar más en aquello.

―Aquellos seres… ―dijo sintiendo un escalofrío al recordar.

Él había sobrevivido, y su hija también, y eso era lo importante en aquellos momentos. Tenía una responsabilidad para con Helen: sacar adelante a Ketty. Aunque la existencia hubiera dejado de tener razón de ser para la humanidad, aunque cada día fuese un suplicio no saber qué demonios había pasado con el resto del mundo, él tenía un deber, y quizá eso era lo único que le mantenía cuerdo.

Bajó al salón en vaqueros abrochándose una camisa a cuadros de franela. Su hija, aún en pijama, jugaba con un par de muñecas rubias como ella pero semidestrozadas y con varios miembros amputados. La levantó en vilo y la besó.

―Cuando te despiertes, me llamas ―regañó dándole un toquecito en la nariz con el dedo―, no bajes sola. Sabes que no me gusta y me preocupo. Y ni se te ocurra salir al jardín sin mí.

Ella no contestó, siguió jugando y dialogando con las muñecas. Peter se dirigió a la cocina. Abrió una alacena y sacó galletas saladas; no quedaban muchas. Habían tenido que prescindir de la leche, pero no de su variante «Leche en polvo Happy Milk, la mejor de todo Maine», así que calentó en la hornilla de gas agua y preparó leche para los dos.

―¡El vecino está en su jardín! ―exclamó la niña a su espalda.

Peter se detuvo un instante, no contestó y siguió preparando el desayuno.