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Patrick Sthendall se levantó del suelo y observó a los albinos. Algunos ya se encontraban en la zanja, a punto de entrar en el jardín por la abertura en la alambrada. Cada vez había más.

Después miró la tumba de Doggy. Sus ojos se humedecieron.

―Chucho… ―Quiso decir algo más, pero la emoción se lo impidió.

Se dirigió al armero agarrándose el costado. Recogió todo el armamento que quedaba y la munición que pudo y la situó delante de la puerta del sótano, junto a la que ya tenía allí. Sabía que si aquellos seres entraban muy rápido, no tendría ocasión de disparar mucho, pero no se rendiría. Lucharía hasta el último momento, como lo hizo su perro.

Quizá siempre fue un alocado, un estúpido, pero no era de los que se rendían.

Agarró una Budweiser de la nevera, vació un poco en el cuenco del perro y se sentó a esperar.

El primer albino dio un empellón a la puerta cinco minutos después. Los goznes y el marco temblaron, y un trozo de escayola del techo cayó al suelo. Arriba, la vajilla que Peter había puesto a modo de alarma sobre la puerta del baño cayó haciéndose trizas.

―Venid, hijos de puta ―les animó Patrick apuntando hacia la puerta con su rifle más potente.