―¿Papi?
―Sí, soy yo. No veo nada ―dijo Peter palpando en la oscuridad.
―Yo sí veo, y como sigas por ahí te vas a chocar con una pared ―aseguró la niña casi riendo.
―¡Ya te tengo! ―Peter la abrazó y la levantó en vilo―. Te has portado como una campeona; sin duda Cindy y Pindi estarían orgullosas de ti.
―¿Ya estamos a salvo, papi?
―Sí ―mintió Peter con voz temblorosa―. Ya estamos a salvo.
―Sabía que me salvarías, papi. Tú siempre lo haces.
―Claro, hija. Nunca te fallaré ―afirmó, sintiendo una puñalada en el pecho―. Ven, vamos a un rincón a sentarnos. Aún no podemos salir.
Con los ojos ya acostumbrados a la penumbra, Peter cargó con la niña hasta un rincón. Vio una mesa, pero no se detuvo. Se sentó en el suelo, junto a ella.
―Papi, ¿qué te pasa? Estás temblando.
―Nada, mi vida, no me pasa nada. Es sólo que estoy muy contento de estar contigo.
―Yo también estoy contenta, papi ―aseguró su hija―. ¿Por qué no entra Patrick?
―Ahora entrará, no te preocupes. Ven, échate aquí, así, encima de mí.
Peter se quitó la chaqueta y arropó a la niña. Tenía su cabecita apoyada contra su pecho.
No pudo evitar recordar cuando vio a la niña por primera vez. Aquella sensación de que era imposible que una criaturita así fuera producto de su amor por Helen. Aquellos sentimientos de amor hacia aquel bebé, aquellas ganas de convertirse en la mejor persona del mundo. De proteger a aquella niña, que tan frágilmente lloraba y se movía, durante toda su vida.
―Papi, ¿me cuentas un cuento? ―preguntó la pequeña.
―Claro ―contestó él―. Es una gran idea, pero tienes que cerrar los ojos e intentar dormir, ¿vale?
―¡Vale! ―aceptó ella con entusiasmo. Peter admiró entonces a la pequeña―. Aunque tengo frío…
―Tranquila, dentro de poco no tendrás frío. Ahora dime, ¿qué cuento prefieres?
―¡El de Caperucita! ―exclamó ella.
―¿No te gustaba más el de Juan sin miedo?
―Sí, pero ahora me apetece escuchar el de Caperucita, papi.
―Está bien, allá vamos.
El lobo se estaba comiendo a la abuela cuando sintió la respiración profunda de la niña. Se estaba quedando dormida. Entonces decidió que era momento de afrontar aquello. De hacer lo que debía hacer. Lo que jamás pensó que podría hacer cuando le pusieron a su niña en brazos en el paritorio.
―Papi, ¿estás llorando? ―le sobresaltó la pregunta mientras la mano rebuscaba algo junto al suelo.
―Sí, hija. Siempre que llego a esta parte me emociono mucho ―respondió limpiándose las lágrimas―. Pero tú intenta dormir, ¿eh?
―Vale ―contestó la niña bostezando. Le pesaban mucho los párpados y le costaba permanecer despierta. Comenzaba a encontrarse a gusto entre los brazos de su padre.
―Duerme ―dijo después de unos minutos.
Cuando un rato después escuchó los golpes de la puerta de la calle y el ruido en la segunda planta, supo que aquellas cosas ya habían movido ficha y que no les quedaba mucho tiempo.
Peter apoyó el frío cañón de su pistola en la cabeza de su hija.
―Duerme, mi vida.