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―Parece que no entran, ¿tú qué opinas? ―preguntó Peter echando un vistazo por el ventanal del salón y volviendo a la puerta del sótano.

―Lo que opinemos da lo mismo ―contestó Sthendall estirando las piernas sobre el suelo y apoyando la escopeta contra la pared. Tenía la pierna empapada de sangre y sudaba profusamente―. Harán lo que les venga en gana y cuando les venga en gana. Son como animales y reaccionan como tales. Funcionan mediante impulsos.

―Creo que hay algo más detrás de esos albinos, cierta inteligencia. Míralos, un día fueron humanos, algo debe de quedar… Entraron por arriba atando una cuerda a los barrotes y tirando de ella ―afirmó su amigo.

―Joder, y yo que creía que se trataba de astucia felina, nada más.

―Vamos a morir ―concluyó Peter en un duro ejercicio de autosinceridad.

―Parece muy probable, sí. Creo que las medidas que hemos tomado lo retrasarán un poco, pero ellos tienen las de ganar ―confirmó su amigo mirándose la mano ensangrentada.

Peter se asomó al ventanal y retrocedió de golpe, agarrándose el pecho.

―No, joder, no ―se lamentó.

―¿Qué ocurre? ―preguntó Patrick levantándose y acercándose hasta su amigo―. Joder…

Calcularon que habían llegado otros veinte o treinta más. La casa estaba completamente rodeada. Cuerpos inertes pero, aun así, de pie se balanceaban atrás y adelante, abriendo la boca y alargando sus brazos hacia ellos.

Ambos amigos volvieron a sentarse junto a la puerta del sótano. Permanecieron callados durante unos instantes. Asumiendo.

―Oye, creo que estamos retrasando lo inevitable… ―Staublosky rompió el silencio. Sus palabras eran apenas un susurro, un pensamiento en alto.

―Sigue, di lo que quieres decir, lo entenderé.

―Me conoces como si fuera tu hermano, pese a todo ―se sinceró Peter, intentando sonreír.

―Anda, baja ahí con tu hija, aprovecha el tiempo que nos quede. Yo seguiré aquí, ya sabes que soy de los cabezotas.

Se instaló un silencio entre los dos, incómodo. Para romperlo, Peter alargó la mano y Patrick la miró extrañado.

―Si hiciera un compendio de los momentos buenos y malos que he pasado contigo, ganarían los buenos ―afirmó Peter con un amago de sonrisa.

Patrick estrechó con fuerza la mano de su amigo.

―Lo mismo digo, pero deja de hacer el gay que no pienso besarte.

―Sí, tienes razón ―concluyó Peter sonriendo a medias―. Quiero estar con mi hija. ¿Lo comprendes, no?

―Vamos, vete ya, joder ―le instó―, ¿o quieres hacerme llorar, polaco?

―No, no, tranquilo. Ya me voy. ―Peter se levantó y abrió la puerta que quedaba a sus espaldas―. Suerte.

―Peter ―dijo Patrick antes de que desapareciera devorado por la oscuridad del sótano―, lo siento, de veras. Aunque viviese cincuenta años más, no llegaría a comprender cómo pude ser tan gilipollas.

Su amigo asintió. Se sentía muy cansado.

―Yo siento lo de tu perro.

―¿Amigos? ―preguntó Patrick levantando la cabeza y mirándole a los ojos.

―Amigos ―respondió Peter cerrando la puerta del sótano.

Patrick agarró la escopeta y se la puso en el regazo. Había colocado cajas de municiones para ella y para las dos pistolas. Se puso a recargar las armas.

No pensaba rendirse, lucharía.

Por Ketty, por Peter, por Helen, por Doggy y por sí mismo.