31

―¡Lo dije! ―gritó Anne enloquecida, incorporándose del sofá y arrojándose al suelo―. ¡Dije que vendrían y ya han llegado!

Los dos hombres se precipitaron hacia el ventanal del salón. Patrick agarró su arma y Peter hizo lo propio. Les costó esfuerzo distinguir algo entre la ventisca.

―¡Joder, polaco! ―exclamó Sthendall al cabo de unos instantes―. ¡Tienes una puta gárgola de la catedral de Notre Dame en tu tejado!

Peter miró hacia allí con la respiración contenida y los ojos a punto de salir de sus órbitas. No entendía muy bien cómo Patrick podía esforzarse en hacer comentarios de ese tipo en semejante situación. A su espalda los gritos no cesaban, aunque su cerebro lo procesaba todo como un alboroto sin sentido. El tiempo parecía haberse detenido en aquella fracción de segundo.

―Esas cosas… no… otra vez no… ―musitó.

Junto a uno de aquellos grotescos seres alados se posó otro. Llegó volando, apenas una mancha oscura visible entre las rachas intermitentes de copos. El recién llegado emitió otro alarido que pareció atraer a dos más, que también anclaron sus garras en el tejado de los Staublosky. Permanecieron al acecho.

―¡Mierda, tío! ―exclamó Patrick―. Mira hacia allí.

Peter siguió la dirección que indicaba el dedo de su amigo. A su derecha, en la calle, varios ojos naranjas centellearon debido al reflejo de la luz de la casa. La calle semejaba un bosque repleto de luciérnagas.

―¿Cuántos habrá? ―preguntó Peter con voz temblorosa.

―Ahora mismo lo sabremos ―contestó Sthendall alargando su mano y encendiendo los dos potentes focos que había instalado en la fachada de su casa.

―Cielo santo ―dijo Peter, comenzando a temblar y dando un paso atrás.

―Su puta madre ―añadió Patrick apretando su escopeta en un intento de aferrarse a algo que le pareciese real.

La calle estaba repleta de albinos. Los había de todo tipo: gordos, delgados, altos, bajos, fuertes, con pelo, calvos, etc., pero todos exhibían aquel tono macilento y cadavérico. Todos estaban desnudos, a pesar de lo cual parecían no sentir frío. Todos ellos deformados por la voluntad del ser humano. Algunos parecían haber sido heridos, pues les faltaba alguna parte del cuerpo, otros no podían más que arrastrarse, pero en todos ellos se distinguía un rasgo en común: el deseo de devorarles, el ansia flotando en sus ojos.

―¿Cuántos habrá? ―preguntó Peter de nuevo, tragando saliva con esfuerzo.

―No menos de treinta, y eso sin contar a los murciélagos esos.

―¿No te parece que esas cosas…? ―comenzó a decir el otro.

―Sí, sé lo que quieres decir. Parecen zombis salidos de alguna película de Fresnadillo ―cortó Patrick levantando la mano―. Ya lo noté en los otros. Esas cosas parecen de nuestra misma especie sólo que alteradas, como si una reencarnación del Doctor Muerte se hubiese cebado en ellas…

Aquellas criaturas estaban quietas. Miraban hacia ellos, los estudiaban con tal detenimiento que los dos hombres habrían podido jurar que estaban hechas de cera. Pero no era así. Una olisqueó el aire, gruñó algo y todas se movieron a la vez. Parecían gozar de una especie de voluntad colectiva parecida a la de las bandadas de pájaros o los bancos de peces.

Rodeaban la casa.