El rasgueo de las patas de Doggy contra la puerta de la calle lo despertó. El perro necesitaba salir a mear. Aquello era ya una rutina diaria. El can arañaba, él refunfuñaba unas palabras y al final se levantaba a abrirle, comenzando así un nuevo día. Al menos agradecía que el husky siberiano no se meara por todas las esquinas de la casa.
Patrick tenía la cabeza embotada por la resaca, y el cuerpo dolorido por la posición. Se dijo que no era de las peores resacas que había tenido y se apretó las sienes intentando aliviar, o al menos encauzar, parte del dolor de cabeza.
Fue inútil.
El sol no bañaba su rostro, pero ya hacía rato que había amanecido. El cielo, contemplado desde el ventanal del salón, no se diferenciaba apenas del color blanquecino de la nieve del suelo. La línea divisoria entre firmamento y tierra era imposible de discernir en aquella época del año. El invierno en Maine era perpetuo, más desde que se habían usado armas climáticas durante la guerra.
Y pese a todo aquel frío, Sthendall se negaba a dormir en la cama, y no era por miedo. Simplemente, no quería que la muerte le encontrara allí, espatarrado y empapando la almohada con sus babas. Para él, aquélla sería una muerte sin dignidad. Por eso, desde que la guerra comenzara, había elegido el viejo y pequeño sillón marrón de orejas del salón para dormir. Desde allí dominaba toda la perspectiva de la parte delantera de su casa, que consistía en un jardín de diez por diez y en una pequeña caseta de madera para las herramientas. La calle y la casa de enfrente también quedaban claramente a su vista.
Además, tenía acceso rápido a las armas; eso cuando no dormía abrazado a una de ellas.
Ya nunca o casi nunca ocurría nada, pero más valía estar preparado. La guerra había dejado muchas hendiduras en la realidad y por ahí podía colarse cualquier cosa, estuviera o no en el imaginario del hombre; rescoldos humeantes que Dios sabe cuánto tiempo permanecerían encendidos. El recuerdo de todo lo vivido, visto u oído hasta la fecha le impediría volver a dormir jamás en una cama.
Se encontraban en una situación extraña. Antes de que todos los medios de comunicación dejasen de emitir, aún no se había proclamado el triunfo de ningún bando. Así que no sabía exactamente qué ocurrió al final. Sólo sabía que un año después de las evacuaciones nadie había vuelto a Bangor para explicar nada.
Se desperezó, haciendo crujir como ramas secas casi todo su delgado cuerpo. Había perdido mucho peso en ese tiempo. Su ex mujer habría estado contenta, si viviera.
Dormía vestido ―a veces ni se quitaba el abrigo―, y estar desaliñado era ya para él ley de vida. Además, la situación actual, sin agua corriente y calentando trozos de hielo en un hornillo de gas, no favorecía una buena higiene continuada. Por eso, y por vaguería, se había dejado crecer una frondosa barba, teñida de gris pese a no haber entrado aún en los cuarenta.
Lavaba la ropa, cuando se acordaba, en un barreño de agua templada, para no helarse las manos, y la tendía en el sótano. En cierta ocasión había tendido una camisa y unos pantalones vaqueros fuera, en el jardín delantero. Dejó las prendas tanto tiempo a la intemperie, que cuando recordó recogerlas ya se habían congelado y eran inservibles.
―Espera, Doggy, que este borracho necesita ponerse las botas para salir ―dijo al perro, que seguía arañando la puerta, mirándole con impaciencia.
Por costumbre, dejaba las botas en el baño de abajo; le resultaba más cómodo puesto que apenas utilizaba las habitaciones de la segunda planta. Entró y tuvo que encender la luz para ver algo. Maldijo a los arquitectos de aquella urbanización por no haber dado algo de luminosidad a aquellos baños. No le gustaba gastar luz: nunca se sabía cuándo habría que encender los potentes focos delanteros del porche.
Una larga hilera de botas camperas y zapatillas de deporte le recibió. Patrick las había ido trayendo con el paso del tiempo de sus escapadas a la ciudad. Sabía que tener un buen calzado en aquellas condiciones climatológicas era importante. Por eso no dejaba de recoger botas o zapatillas en sus incursiones; nunca estaba de más tener reservas. Y los saqueadores ―apenas los hubo― habían olvidado hacer acopio de calzado, como si pensaran que toda aquella guerra se fuese a resolver antes de que las fábricas de calzado dejaran de funcionar.
Se calzó unas Gore-tex que habían comenzado a rasgarse por el empeine por culpa de un alambre mal puesto que a punto estuvo de rajarle la espinilla también. Aun así, no pensaba deshacerse de las botas. La nieve no las calaba y mantenían muy bien el calor; además, la suela conservaba el agarre y apenas daba resbalones.
Apagó la luz y abrió la puerta al perro, que cruzó el porche como una bala.
Una ráfaga de viento helado le golpeó la cara. Se levantó la solapa del abrigo al sentir un ligero escalofrío que le recorrió el cuello hasta la parte baja de la espalda. Pese a no tener calefacción dentro de casa, la temperatura fuera del hogar bajaba bastantes grados. «Al menos, los malditos constructores hicieron algo bien con el aislante», pensó.
El perro meaba en la nieve con una pata levantada y mirando curioso hacia todos lados, a un metro escaso del porche. La nieve no le había permitido avanzar más y olfateaba el aire en busca de olores. El hombre se le unió descargando su vejiga. Un chorro de humeante pis derritió un poco de nieve. Intentaba hacer un dibujo, pero lo único que consiguió fue dibujar un Picasso.
Patrick agarró la enorme pala cuadrada y comenzó a retirar la nieve del porche y del caminito de salida, mientras escudriñaba toda su propiedad para intentar detectar posibles daños en la alambrada. Tuvo que volver a entrar en su casa para coger un gorro con orejeras y proseguir con su tarea.
Doggy no paraba de brincar de un lado a otro.