―¡Papi! ―le llamó Ketty zarandeándolo por los hombros.
Peter abrió los ojos, asustado.
Habían hecho una comida frugal y él se había apartado a un sillón para echar una cabezada. Y aunque estaba cansado, no pudo pasar de un desesperante estado de duermevela debido a los nervios que le atenazaban desde que habían encontrado a aquella mujer. Por su mente habían pasado todo tipo de conjeturas, cada cual más horrenda que la anterior.
Cuando abrió los ojos, vio a Patrick junto a la mujer. Ésta había despertado y recogido las piernas, y permanecía abrazada a sus rodillas, temblando. Su vecino intentaba calmarla sin lograr su propósito, ya que su tono de su voz era demasiado alto y asustaba a la desconocida.
Peter se levantó y se dirigió hacia ellos intentando no entrar de sopetón en su campo de visión y aparentando la mayor tranquilidad posible. Debían calmar a la mujer, y eso implicaba tratarla con suavidad y dulzura.
―Señora, buenas, señora ―le dijo a falta de otro apelativo mejor cuando estuvo junto a su amigo―. Sólo queremos ayudarla, no somos malos, somos buenos ―aclaró, como si le hablase a un niño.
La mujer le miró a los ojos para después bajar la vista. En ellos había ahora temor, pero no pánico. Sus labios se movieron, pero no pudo hablar, y se limitó a emitir un gemido lastimero.
―¿Cómo se llama? ―preguntó Patrick inclinándose un poco hacia ella y adoptando el mismo tono empleado por su amigo―. Yo soy Patrick Sthendall, éste es Peter Staublosky y esta niña tan guapa se llama Ketty Staublosky. Estamos preocupados por usted; la encontramos medio muerta vagando por ahí ―y estuvo a punto de decir que desarmada, pero se lo calló.
La mujer observaba absorta la candela sin apartar ni un momento la vista de las llamas. De nuevo sus labios se movieron y un débil gemido acompañado de una palabra surgió de ellos.
―¿Cómo? ―preguntó Peter acercándose un poco más a la mujer―. ¿Cómo ha dicho?
La desconocida negó con la cabeza. Ketty se acercó hasta ella y la abrazó. La mujer se la quedó mirando en un principio alarmada, luego enternecida. Comenzó a acariciar la espalda de la niña y sus lágrimas pugnaron por salir. Su rostro se tornó sereno y triste y de él desapareció la crispación.
―Me lla… ―comenzó a decir antes de toser violentamente―, me llamo Anne Goldsmith, y soy de Cervero.
Ambos amigos cruzaron una mirada significativa. Cervero era la población vecina, separada de Bangor sólo por el río Penobscot. No había venido en coche, sino andando. Se podía cruzar por uno de los tres puentes que unían el pueblo a la ciudad. En alguna ocasión habían tramado ir a Cervero para comprobar si había vida o víveres. Pero la misión era arriesgada y decidieron aguardar la llegada del buen tiempo, ya que aún podían permitirse el lujo de esperar.
De repente, Anne apartó bruscamente a la niña a un lado. Su rostro volvió a reflejar una expresión de terror visceral. Miraba a todos lados, pero con mayor fijación hacia el ventanal del salón, por el que se veía caer la nevada.
―¿Hace… hace mucho que prendieron el fuego? ―preguntó adquiriendo con más tesón la posición fetal―. ¿Hace mucho, eh? ¿Eh?
―Hace ya bastantes horas ―expuso Patrick, confuso.
―¡Están locos! ―gritó Anne―. ¡Les atrae, el fuego les atrae! ¡Me siguieron, mataron a mi familia! ¡Nos comerán, sí! ¡Estoy segura, sí, sí! ―continuó atropelladamente―. ¡Vendrán aquí y nos comerán a todos!
―Hey, tranquila, tranquila, baby ―la interrumpió Patrick con cierto enfado, aun sabiendo que el humo, de día, podía llamar la atención a mucha distancia―. Está nevando copiosamente; no hay razón para preocuparse, el humo no se verá.
Anne hizo el amago de levantarse del sofá, pero sus brazos no le respondieron y volvió a caer. Entonces comenzó a gemir, juntó sus manos y las contorsionó.
―Nos olerán… vendrán aquí ―aseguró con la mirada perdida y con un tic persistente en el párpado derecho―, os aseguro que vendrán…
Peter se aproximó a su amigo y, arrimándose a su oído, le preguntó si tenía calmantes en casa.
―¿Me lo preguntas en serio? ―le contestó Patrick arqueando una ceja y sonriendo amargamente―. Últimamente he estado más veces en el Acadia de las que me habría gustado. Ahora te traigo lo más fuerte que tenga.
―No, no; no quiero dejarla frita ―sentenció el otro agarrándole del brazo―. Sólo tranquilizarla. Creo que es importante que nos cuente su historia. No me gusta nada el cariz que está tomando todo esto. ¿No has oído lo que dice?
Sthendall lo había oído y estaba tan preocupado como su amigo. Abandonó la sala y subió a la planta de arriba, donde se le oyó hurgar en algunos cajones.
―Aquí estará a salvo, Anne ―aseguró acercándose a Ketty y a la mujer―. Estamos armados ―dijo señalando el armero repleto de pistolas, escopetas y cajas de munición―, y nuestras casas están preparadas; las hemos alambrado y hemos cavado zanjas alrededor para que hagan la función de fosos.
De repente la mujer comenzó a reír como una posesa. Patrick bajó alarmado con un lote de medicamentos.
―¿Preparados? ―preguntó la mujer con ironía―. Cuando lo vean con sus propios ojos ya me dirán si están preparados.
Y sus carcajadas volvieron a oírse por toda la casa. La niña, con miedo, se abrazó a su padre y ocultó su rostro.
Comenzaba a anochecer en Bangor.