La mujer caminaba aterida de frío y aletargada. Sus botas se hundían en la nieve hasta los tobillos y ella, cabizbaja, no veía otra cosa que un imaginario y caprichoso camino de baldosas amarillas.
Sentía sus miembros rígidos, aunque hacía rato que habían dejado de dolerle. Tenía el pelo apelmazado contra su frente, la cara helada, con los mocos congelados, y la boca seca y pastosa. Sufría, sin percatarse de ello, los síntomas de una hipotermia. Llevaba las manos metidas en su abrigo negro de plumas, el cual, al igual que sus vaqueros, había pasado ya sus mejores años.
No sabía cuántas horas llevaba huyendo, pero ya había dejado de mirar atrás. La oscuridad de la noche había sido sustituida por la pálida luz de un día nublado que prometía nieve. De vez en cuando notaba su cara húmeda y más fría debido al llanto, pero no era consciente de estar llorando. Simplemente las lágrimas estaban ahí y a veces tardaban en dejar de estar ahí.
Tenía recuerdos vagos de sus últimas horas caminando. Sabía que había cruzado el Penobscot por el puente de Joshua Chamberlain hasta entrar en Bangor y que había pasado por muchas calles de la ciudad durante su deambular, pero no recordaba nombres, sólo edificios vistosos, como la iglesia baptista, con su afilada aguja hiriendo las nubes, o el hospital veterinario, con su peculiar arquitectura.
No buscaba ayuda, no buscaba a nadie, porque era inútil.
Había momentos en los que se sentía débil y el frío le atenazaba las piernas hasta hacerla caer al suelo. Entonces, semienterrada en la nieve, recordaba la atrocidad que había contemplado la noche anterior, se ponía a gritar y con un colosal esfuerzo se levantaba. Miraba a su alrededor embargada por el pánico y volvía a caminar siguiendo únicamente la brújula de su mente. Una mente que hacía horas que navegaba a la deriva.
Chasqueó los labios quemados. Tenía sed, era una necesidad acuciante. Sin pensarlo dos veces, se llevó nieve a la boca. Aquello le dolió, su garganta pareció arderle y gimió arrojando la que aún tenía en la mano sin haber saciado su sed.
Comenzó a hablar sola. Sus caóticos pensamientos no iban en consonancia con las incoherencias y balbuceos que salían por su boca.
En un momento dado se adentró en una calle estrecha con árboles secos a ambos lados. Apenas llevaba dados unos cuantos pasos cuando en la distancia le pareció distinguir a una figura pequeña asomándose por la puerta de un establecimiento. Una niña con un anorak rosa. Pensó que no era real, que la debilidad le provocaba visiones, y el hecho de que la niña desapareciese de pronto de su vista pareció corroborar la hipótesis de un gélido espejismo.
Se quedó clavada en el cruce de calles, tiritando, abrazándose a sí misma. Segundos después oyó un estruendo metálico y dos hombres salieron del local corriendo hacia ella. Uno se detuvo y agarró de la mano a la niña. Al no poder mantener ella el ritmo, la cogió en brazos y reemprendió la marcha. El otro corría hacia ella gritando algo ininteligible. Ambos iban armados.
Ella huyó por entre las calles sin mirar atrás.
Como hizo la madrugada anterior.