Su hija se recuperaba lentamente. A veces su cuerpo subía la fiebre hasta rozar los 40°, quizá para combatir la infección que aquellas garras le habían causado. Cuando esto sucedía, Peter, asustado, le inyectaba cefriaxona o rocephin y se sentaba junto a ella para aplicarle paños de agua fría en la frente y su cuerpecito. Le murmuraba frases de ánimo intentando que sus palabras mostraran el mayor optimismo posible, y al final, con el paso de las semanas, todo salió bien.
Un día ella le preguntó si podía ver un capítulo de Barrio Sésamo. Él tuvo que subir la televisión a la segunda planta. A mitad de las escaleras creyó que lo dejaría caer, porque la espalda le torturaba y los puntos que Peter le había dado amenazaban con abrirse. Con un titánico esfuerzo consiguió subirla, aunque tuvo que pasar el resto de la jornada echado sobre la cama, presa de terribles dolores. Oír a su hija dialogar con los personajes de la serie le recompensó con creces.
Algunas noches, con el viento ululando en la calle, se sentaba en un sillón al borde de la cama y le contaba cuentos a la niña, que se aficionó tan pronto a ellos que cada noche quería escuchar uno nuevo. Peter pensó que Ketty ya tenía edad de aprender a leer y que en cuanto superara aquello se pondría a enseñarle todo lo que pudiera, matemáticas incluidas.
También le contó, no sin cierto nudo en la garganta, que Patrick les había salvado de aquella cosa horrible. Le dijo también que jamás volviese a salir del vallado si no era con él, que ya había visto las consecuencias y que tenían suerte de estar vivos. Ella en esos momentos bajaba la cabeza y gimoteaba.
―Lo siento mucho, papi ―decía entre lágrimas, retorciéndose las manitas y moqueando―. Sólo quería ponerle flores al perrito en su tumba.
―Lo sé, lo sé ―contestaba Peter estremeciéndose y acariciándole el pelo.
Pasó otra semana y Peter le quitó los puntos a su hija, no sin que ésta llorara a lágrima viva y se retorciera como una anguila en el regazo de su padre. Después, ese mismo día, la niña comenzó a andar de nuevo. Recorría la planta de arriba lentamente, con pasos inseguros y agarrándose a los pasamanos o apoyada en las paredes, y, cansada, volvía a su habitación.
―¡Otro cuento! ―pedía sonriendo, ya tapada con las mantas.
A veces le preguntaba a su padre por Patrick. Le decía que si lo veía le diera las gracias por lo que había hecho. Entonces él le contestaba que Patrick había comenzado a cavar otra zanja alrededor de su casa y que ya se las daría ella en persona cuando estuviese mejor. Ella sonrió y le pidió a su padre que la cambiase de habitación para ver si le encontraba limpiando el jardín de nieve o cavando su zanja. Peter no se opuso, pese a que aquello suponía tener que trasladar de nuevo el televisor. Le advirtió también que él se mudaría a la otra habitación porque hasta que no estuviesen mejor no era conveniente que durmieran juntos, puesto que no descansarían bien.
En una ocasión en que hacía buen día y su vecino estaba en la zanja, su padre la dejó que abriese la ventana y lo llamara para saludarlo. Patrick sonrió y le devolvió el saludo con la mano, diciéndole a voces que si era nueva en el barrio y que estaba muy guapa.
―¿Tú vas a seguir haciendo tu zanja, papi? ―le preguntó una tarde mientras miraban ambos un capítulo de Barrio Sésamo que la niña ya se sabía de memoria.
―Bueno, ya has visto que es importante. Así que creo que debería seguir.
―Ahh, sí; tienes razón ―contestó Ketty no del todo convencida.
―Pero tranquila ―dijo Peter agarrándole la manita―, tú permanecerás siempre conmigo cuando esté allí, y además le dedicaré menos horas, ¿de acuerdo?
Ella asintió sonriente y le contó el sueño que tuvo una vez con la cerdita Peggy y con la rana Gustavo, que no hacía más que tropezar y caer con unas cajas que cargaba.
Cuando la niña pudo salir de casa, lo primero que hicieron fue ir a visitar a Patrick. Peter cargaba su escopeta al hombro y antes de salir había observado la calle de arriba abajo durante unos instantes. No vio nada sospechoso, a pesar de lo cual salió con el arma en la mano y no colgada del hombro.
Encontraron a Patrick en la propiedad de su vecino Kurl Stevenson, cavando en su zanja. Llevaba más de la mitad y Peter se admiró de ello en silencio. Su antiguo amigo siempre había tenido más fuerza y resistencia que él. Ya lo demostraba en las competiciones escolares desde muy temprana edad.
―¡Hola, guapa! ―exclamó él al verlos venir.
Patrick salió de la zanja y se acercó al muro que los separaba. Estaba sudando y tenía toda la ropa y parte de la cara manchadas de barro porque no paraba de nevar, aunque con poca fuerza. Su escopeta descansaba apoyada contra el muro, y además Peter comprobó que bajo el anorak naranja que había sobre la pared asomaba una pistolera negra.
―¡Hola! ―contestó la niña, poniéndose colorada como un tomate.
Peter saludó con una leve inclinación de cabeza. Aún le costaba asimilarlo todo. Intentar un acercamiento con Patrick después de tantos años, con lo avergonzado que se sentía por no haberlo ayudado cuando pudo, con ese odio aún latente hacia él por lo que les hizo…
Patrick le devolvió el saludo con otra inclinación. A su mente regresó durante un instante el deseo que había sentido de matarlo y el rencor que aún le guardaba por no haber recibido su ayuda cuando pudo habérsela brindado. Luego desechó a un lado todos sus pensamientos negativos y miró a Ketty, sonriendo.
―¿Y a qué debo el honor de que me visite la princesa Ketty del castillo de Oriente en persona? ―preguntó haciendo una reverencia a la pequeña.
Ésta sonrió, miró a su padre desconcertada y se puso aún más roja.
―He hablado con mi papi y queremos que venga esta noche a cenar a casa… ―anunció tímidamente, con ojos esquivos.
Peter estaba disfrutando de aquella situación. Nunca había visto a Ketty actuar de aquella manera y le gustaba. Parecía una buena anfitriona, y, que él recordara, jamás la habían llamado «princesa».
―Os referís sin duda a vuestro castillo ―dijo Patrick enarcando las cejas y señalando con el índice la casa de los Staublosky.
La niña se giró y cuando captó la broma comenzó a reír.
―Sí, sí, a mi castillo ―dijo agarrando la mano de su padre y apretándola con fuerza. Estaba nerviosa.
Patrick pareció meditarlo durante unos segundos y Ketty se temió lo peor.
―Será un placer para mí acudir a vuestra invitación, bella dama. ¿A qué hora debo estar allí?
Ketty se abrazó al muslo de su padre como un marinero borracho a un mástil en una noche de tormenta. Luego le miró a la cara y se encogió de hombros como diciendo «sácame de este apuro».
―Vamos, dile una hora ―la instó Peter sacudiendo un poco la pierna.
―¡Papi, no sé a qué hora! ―protestó ella, enfadada.
Patrick y Peter rieron ante el ofuscamiento de la niña.
―Dile que a las ocho ―le susurró su padre al oído, agachándose dolorosamente.
―¡A las ocho! ―exclamó Ketty, que volvió a esconderse tras la pierna de Peter, asomando sólo sus ojitos para mirar a su vecino.
―¡Allí estaré con mis mejores galas! ―respondió Patrick inclinándose otra vez a modo de reverencia.
Peter sacó de detrás de su pierna a la niña y le dijo que se despidiera. Ella pronunció un «hasta la noche» y salió corriendo hacia la casa agarrando a su padre de la mano y dando tirones.
―¡Vamos, papi, que hay que empezar a prepararlo todo!
―¡Pero si es sólo la una! ―exclamó Peter dando traspiés.
Patrick, riendo, volvió a la zanja y continuó con la tarea.