23

Sentado en el sillón de su salón y con una Budweiser fría en la mano, Patrick se hacía la misma pregunta una y otra vez. ¿Le habrías matado si no te hubieses encontrado con aquella escena de golpe? Su respuesta, para su desgracia, era que sí. Y aunque intentaba excusarse de mil maneras diferentes, sabía a ciencia cierta que lo habría hecho.

Si en vez de aquella cosa se hubiese encontrado a Peter en la zanja, probablemente le habría pegado un tiro. Pensar aquello le martirizaba. Él no era un asesino, y sabía que todo había sido producto del alcohol. Beber algo que no fuese cerveza le hacía perder el coco. Y en aquella ocasión lo había perdido bien.

«La culpa es tuya, no pienses que fue el alcohol. El whisky no llega solo a tu boca, alguien tiene que empinar el codo, y ese alguien eres tú, jodido loco».

¿Se alegraba por lo que les había pasado? Por supuesto que no. Él no era así, jamás lo sería. Era un loco, no una mala persona. Mató a aquella criatura porque de todos modos lo habría hecho. Pero fue ver a Ketty en el suelo y a aquel enorme ser dirigirse hacia ella lo que le incitó a disparar.

Aún podía recordar cómo la borrachera se le esfumó de golpe. Cómo el primer disparo acertó en el vientre del albino y éste se giró, mirándole, como si no le hubiese impactado la bala y no tuviese la mitad de las tripas colgando o cayendo al suelo. El segundo disparo fue más efectivo: le voló el cuello ―aunque estaba apuntándole al pecho―, o parte de él, y la cabeza de aquella criatura cayó de lado, quedando colgada apenas por unas finas hebras de músculo.

Hasta que salió a la calle para auxiliar a Ketty no vio a Peter, destrozado en el suelo, semidesnudo, sanguinolento y con la cara morada. Patrick, horrorizado e hipando, creyó que los dos estaban muertos, pero se equivocó. Ambos respiraban, aunque dificultosamente, y estaban graves. Los trasladó hasta la casa de Peter y allí, en ese mismo momento, comenzó con unas curas que durarían semanas.

Asqueado, tuvo que descuartizar a aquella criatura para poder retirarla de la calle. Pesaba demasiado. La quemó en el mismo descampado en que había quemado a la otra y tuvo que irse porque ésta olía incluso peor. Pensó en que quizá comenzaban a tener un problema: los albinos.

También, durante aquellas semanas, fue varias veces al pueblo, escopeta en mano y con varias pistolas, a buscar comida y medicinas. Aunque no observó nada fuera de lo normal. Pero ya les iba a ser imposible bajar la guardia: aquellas cosas podían estar en cualquier lado, y ya habían comprobado que las gélidas temperaturas no eran problema para ellos.

No se arrepentía de haber hecho lo que hizo por Peter. Al contrario, había sido una forma de compensar, en cierto modo, lo que había hecho mal en el pasado. Por la niña lo habría hecho de todos modos. Todo aquel incidente, como comprobó después, había sido producto del buen corazón y la imprudencia de la pequeña. Por las flores de plástico que quería dejar encima de la tumba de su perro. Aquella niña tan sensible no merecía haberse encontrado con un mundo lleno de sufrimiento y aislamiento o poblado de criaturas así; privada de todas las sensaciones, emociones y juegos de los que habría disfrutado si sus padres no hubiesen emprendido aquella estúpida última guerra.

Dio otro trago a la cerveza, luego la miró y arrojó la lata a un lado sin haber apurado más que la mitad. Ésta se estampó contra la pared y comenzó a derramarse por el suelo.

El perro no estaba allí para lamer los charcos. Ya limpiaría después.

Salió al porche y se sentó en una piedra plana que había colocado junto a la tumba de Doggy. Le gustaba sentarse allí, junto a su perro, y hablar hasta que, en el horizonte, se apagaban las últimas ascuas del moribundo sol.

―Amigo mío… ―dijo mirando fijamente el montículo, las violetas de plástico que recogió del suelo―, espero que te estén tratando bien en el cielo canino. Si no, ya sabes… muérdeles en el culo. Ah, y que te den cerveza, que no se les olvide… No me mires con esa cara. Si Dios te dice algo, dile que la pides en nombre de Patrick Sthendall. ―Pareció recapacitar un poco y añadió―: Mejor no, te mandará al infierno, aunque allí tengo cuenta abierta. Bueno, tú sabrás.

No quería llorar; de hecho, él nunca había sido dado a llorar. Así que se levantó y volvió a su casa, abatido, imaginando que su perro seguía sus pasos, dando pequeños brincos, olisqueando el suelo, meando en la nieve o corriendo detrás de alguna rata.

Hacía frío, y aunque había amanecido raso, el cielo se encapotaba por momentos: pronto nevaría. El clima ya les había otorgado una tregua demasiado prolongada para ser invierno. A su espalda, oyó el leve chirriar de la puerta de Peter al abrirse. Luego asomó éste. Sin duda ya se encontraba mejor. Vestía unos vaqueros azules y una chaqueta de pana descolorida y, aunque renqueaba, se le veía con energía.

Peter lo saludó tímidamente con la mano. Él hizo lo mismo y volvió a entrar en su casa. Aunque le habría gustado preguntarle por la niña, se abstuvo de hacerlo. No quería forzar ninguna situación. Era experto en cagarla.

Bajó al sótano y se sentó junto a la radio. Agarró el marco de madera con su flamante cristal impoluto que guardaba la foto del baile de fin de curso del 89 hecha por Billy «el Granos». La depositó de nuevo sobre la mesa murmurando un «no estuve a la altura, Helen. Espero poder compensároslo». Después puso allí las piernas, con mejor aspecto, y agarró el micrófono.

―Alfa, beta, Charly ―dijo apretando el botón y cerrando los ojos―. ¿Me recibe alguien?

La estática le contestó. Aun así, siguió probando durante un par de horas, hasta que, cansado, apagó el aparato y subió a la cocina para comer algo.

Ya arriba, pensó que no era tan mala idea lo de hacer una zanja.