21

―Tú no eres como tu padre, no señor ―se decía Patrick a voces.

En la soledad de su sótano y sobre la mesa reposaban sus maltrechas piernas, una botella de ron vacía y la foto de fin de curso del 89 con el cristal y el marco rotos. Patrick lo había hecho añicos estrellándolo contra la pared. Después, arrepentido, había recogido los trozos.

Llevaba varios días sin salir de su casa. No sabía qué hora era, aunque entraba algo de claridad por los tres ventanucos del sótano. Tampoco sabía si hacía buen tiempo, si llovía o si nevaba. Le daba igual, sólo necesitaba su dosis de alcohol. Nada más.

Echado, con la silla en equilibrio, dio un largo trago a la botella de whisky que tenía en la mano izquierda. Con la otra aguantaba el micrófono de la radio de policía.

―¡Alfa, beta, Charly! ―dijo apretando el botón para emitir―. Yo no soy un asesino. ¡Me cago en tus muertos! No mataré a nadie… sólo quiero que me devolváis a mi puto perro… ¡Vamos, joder!

Cayó de lado al suelo, desconectando de un tirón el micrófono de la radio y haciéndose daño con la silla. El frío y el dolor invadieron su cuerpo como si heladas llamas se retorcieran entre sus tripas. Comenzó a llorar como nunca lo había hecho. No sabía cuánto tiempo llevaba allí cuando oyó una respuesta.

«Aquí alfa, beta, Charly. Conteste, amigo. ¿Me recibe?».

―¡Eh, sí! ―gritó, apretando el pulsador―. ¡Aquí Patrick Sthendall! ¿Me oyes, alfa, beta, Charly?

«Le recibo alto y claro… Un momento… ¿Patrick Sthendall? ¿Patrick Sthendall de Bangor?».

―El mismo y sólo si no eres uno de esos jodidos inspectores de Hacienda ―contestó él con altivez y orgullo―. ¿Me conoces?

«¿Que si te conozco? Hijo de puta, cuánto tiempo, joder. ¿Cómo estás, tío?».

―Bueno… ―balbuceó él, con un nudo en la garganta al pensar en Doggy y sin preguntar con quién tenía el gusto de hablar―, no todo lo bien que podría… Mi… mi… en fin…

No pudo acabar la frase.

«¡Carajos!, que me coma mi propia cabeza si no te entiendo. Estás así por lo de esos jodidos bichos zombis y tu perro, ¿no? Anda, levanta del suelo y hablemos tranquilamente. No queremos que pilles un resfriado y creo que tengo unos consejos que darte».

―Yo… yo no… puedo… ―dijo, apoyando una mano en el suelo, sin fuerza.

No podía parar de llorar.

«¡Levanta, joder, seca esas lágrimas que no son de hombre y haz lo que tienes que hacer! Lo que DEBES hacer. Me sé toda la historia, tío. Por aquí llegan todas tus noticias, hermano. Todos pensamos que eres la hostia de buena gente. Sin embargo, Peter pudo salvar a tu perro o a ti y no movió ni un dedo, se limitó a esconderse detrás del muro, como el cobarde que es. Haz lo que todos… deseamos. Tu padre para eso sí que tenía huevos, tío».

La voz le llegaba de la radio, los altavoces retumbaban haciendo eco en el sótano, o eso le parecía. Alguien había acudido por fin en su ayuda y parecía entenderle, aunque esto le daba miedo.

―¡He dicho que no soy un asesino! ―tenía la cara helada. Le dolía el costado, pero aun así no se levantó del suelo, sino que agarró el micrófono con más fuerza, escupiendo cada palabra―. ¡Déjame!

«¡Él ya no es tu amigo, Patrick! Dejó de serlo hace mucho tiempo. Sí, ya sé que tú tuviste parte de culpa en que la amistad se rompiera, pero esa zorra tampoco es que fuera una santa. Cuando te la chupaba o se la metías, no fingía, eh. A la muy ramera le gustaba, coño. Recuérdala brincando encima de tu polla y gimiendo como la puta más barata de todo Maine. Recuerda también cómo te saludó cuando se fue, cuando sabía que podía morir… Tú habías visto esa mirada antes…».

―Yo no… no debí acostarme con ella ―dijo al micrófono, entre lágrimas―. ¡Él era mi mejor amigo, les fallé a los dos! Me odia con razón… y nunca… me perdonará. Moriré solo, y es lo que merezco.

«¡Y una mierda!, le hiciste un favor. Le mostraste que no se podía confiar en aquella guarra que os separó. La muy furcia ya ha pagado por chivarse… pero él aún no, y debería darte vergüenza. Has tenido que esperar hasta ahora para darte cuenta de que ese tipo no vale ni la mitad que tú y ni siquiera te acabas de enterar del todo. Ha muerto Doggy, y no lo mató aquel tipo falto de bronceado, no. Lo mató Peter, tío, tu amigo Peter, “el polaco de mierda”. Si él hubiera disparado, Doggy estaría aquí bebiendo cerveza hasta caer mareado detrás de su sillón».

―¡Hey, vamos! ―gritó él, ebrio, con el acento sureño de su tío Charlie―. ¡Yo siempre me lavo la polla después de mear, Patrick!

«Mátale».

―No… no voy a hacerlo…

«¿Qué pensaría Doggy de esto? ¿Qué pensaría tu padre? Mátale».

―No soy como mi padre…

«Tu perro jamás volverá a mirarte con la cabeza girada, ni tampoco saldrá contigo a mear al porche por las mañanas… y es por su culpa. Mátale, debes hacerlo. Mátale, mátale».

―¿Pero… y qué pasará con la niña? ―algo estaba cambiando en su interior. Algo inquebrantable se quebraba.

«A la niña se la ve buena; ella es una simple víctima de las circunstancias. Podrías criarla tú y hacer de ella una persona de provecho. Seguro que la pequeña sabe lo mala persona que es su padre. Ketty lo observó todo, y no parece tonta, ¿sabes? Deberías librarla de ese cerdo de Peter. Tú tienes la llave para hacerlo. Sal a la puerta y dispárale. Seguro que le encontrarás en esa jodida zanja. Haznos un favor a todos, Patrick. Ve».

―Creo que tienes razón, sí ―concluyó Patrick, levantándose con un esfuerzo titánico y acercándose el micro a la boca―. Voy a salir a matar a ese cabrón. Cierro, alfa, beta, Charly.

Dando tumbos y tropezando, comenzó a subir la escalera. La escopeta se encontraba apoyada en el sillón, esperándole junto al ventanal. La agarró, la miró y la acarició. Después, salió al porche. Aquella voz seguía zumbando en su cabeza.

«Mátale, mátale, mátale…».

Peter y la niña estaban allí. Fuera.

Segundos después, el ruido de una detonación quebró el cielo; luego se escuchó otro disparo y todo fue silencio.