20

Ketty no podía dormir bien por las noches. Tenía horribles pesadillas en las que aquel hombre albino los mataba a todos. Despertaba temblando, recordando aquellos ojos anaranjados y malévolos que la miraron y que debían de pertenecer a aquella criatura, y aunque seguía enfadada con su padre, se abrazaba a él hasta que volvía a quedarse dormida. Le retiró la palabra a Peter durante dos días. Algo se había roto en su pequeño mundo interior. Su padre, por primera vez, la había decepcionado. Y no sólo eso, sino que no concebía la ausencia del perro. Desde que tenía uso de razón, había visto al perro de su vecino a diario. Le gustaba esa monotonía de verlo brincar o correr por el jardín, de salir a la calle con su dueño, que tan simpático le parecía… Y ahora, todo se había roto.

Por primera vez en su corta vida había tomado consciencia de la muerte y de lo que verdaderamente significaba, y eso la aterraba. Le daba pánico la idea de morir, de que le hicieran daño físico o de que su padre muriera. Además había otra pregunta que se escondía en los recovecos más oscuros de su cerebro y que tenía relación con su madre.

La primavera anterior, un día soleado, había ido con Peter al cementerio de Maple Grove. Aquello le pareció precioso. El camposanto, todo verde, estaba sembrado de cruces de mármol y lápidas de todos los tamaños posibles. Su padre, con gesto grave, había depositado unas flores encima de las tumbas de su abuelo y sus bisabuelos, que reposaban bajo la sombra de un enorme árbol. Le había explicado a ella que eran inmigrantes, gentes que habían dejado su tierra y luchado por un futuro mejor, y que ya no estaban entre ellos. Le habló un poco de cada uno de sus familiares y después se fueron.

De camino a casa ella había notado a su padre muy triste. Caminaba cabizbajo y con las manos en los bolsillos, pateando piedrecillas del camino. Ahora, de cierto modo, podía entenderle. La tristeza de no volver a ver más al perro le había dejado un pequeño vacío casi físico, aunque no sabía situarlo muy bien en su cuerpo. Pero estaba ahí, era real y doloroso. Y se preguntaba por cuánto tiempo permanecería dentro de ella.

Ketty había visto desde su habitación, entre lágrimas, cómo Patrick enterraba a Doggy mientras nevaba. Sintió una tristeza profunda también por el hombre. El perro era su única compañía, puesto que su padre no le hablaba por alguna razón que no quería contarle y también le impedía constantemente a ella que le hablase. Siempre se ponía hecho una furia y le ordenaba entrar en casa.

¿Cuánto tiempo le duraría el vacío interior a aquel hombre?

En esto estaba pensando Ketty cuando se sentó en el porche de su casa, en pijama y con sus muñecas, Cindy y Pindi. El segundo nombre se lo había inventado; quizá existiera, pero ella no lo había escuchado nunca y le sonaba bien.

A Cindy le faltaba una pierna, y a Pindi, un brazo y otra pierna. Una vez le había preguntado a Peter si podía llevarlas al hospital de Saint Joseph para que las curasen y volviesen enteras. Él sonrió y le dijo que eso no era posible, pero que intentarían conseguir más muñecas.

Miró hacia la casa de Patrick y le pareció ver un reflejo metálico a través del ventanal del salón. Sólo fue un breve instante, y después no distinguió nada.

Observó a su padre, que estaba en la propiedad de Larry, cavando. Como siempre últimamente. Apenas pasaba tiempo con ella, y no sólo desde que había comenzado con aquella zanja, sino desde un poco antes. Siempre tenía algo más importante que hacer. Le parecía que conforme pasaban los días y mayor se hacía, menos atenciones de él recibía. Ya no hablaba tanto, ni la mimaba como antes. Pasaba las horas taciturno, ensimismado. La niña se preguntó si en eso consistía hacerse mayor, en perder el cariño y las atenciones de los demás.

―Ah, estás ahí ―le dijo su padre, dejando de cavar y apoyándose en la pala. Ya casi había llegado al muro de su vecino que daba a la calle―. No te había visto. ¿Cómo has dormido esta noche?

La niña se encogió de hombros en silencio, mirando a Cindy y Pindi. No quería hablar con su padre todavía. Seguía dolida.

―¿Cuándo vas a volver a hablarme, guapa? ―insistió Peter con tono alegre.

Ella volvió a encogerse de hombros, sin mirarlo. De repente una idea centelleó en su mente.

―¡Cuando le regales un perrito al hombre! ―exclamó feliz por la ocurrencia.

Peter frunció el ceño y se apoyó en la pala, incómodo.

―Cariño, ya no hay perros por aquí ―dijo, consciente de que, aunque los hubiera, jamás haría tal cosa―. Se habrán hecho salvajes y huido al bosque para poder comer algo.

La niña arrugó la boca y la nariz, enfadada. Su padre siempre podía poner excusas, pero ella no. Volvió a mirar a las muñecas y a hacer como que hablaba con ellas, ignorándole de nuevo.

―Vamos, Ketty, dame una tregua ―dijo él con tono suplicante.

La niña apartó las muñecas a un lado.

―¿Qué es una tregua? ―preguntó inocente―. Yo no tengo de eso, papi.

Peter rio con ganas, y a ella le gustó. No veía reír a su padre casi nunca, así que se contagió sin saber exactamente por qué. Cuando se dio cuenta de que debería seguir enfadada, miró hacia otro lado con semblante serio, orgulloso y resignado.

―Una tregua es un momento de paz. No me gusta verte así de enfadada conmigo ―contestó―. Si sirve de algo, te pido disculpas.

Ella observó un rato sus muñecas, sin hablar y sin mirarlo. De repente, ya no tenía más ganas de estar enfadada con su padre. Se levantó y comenzó a pasear con sus botitas por el jardín, procurando no mancharse de barro el pijama. Comprobó que su padre no la miraba ya y empezó a pisar los charcos de escarcha y a dar pataditas a la nieve que quedaba aislada aquí y allá.

Algo llamó su atención. A su derecha, en la parte baja de la alambrada que ya no estaba cubierta por la nieve, vio varios arañazos. Algo ―el dueño de la mirada malévola― había roto los alambres de la valla y practicado una pequeña abertura casi a ras del muro por la que podría salir o entrar un animal pequeño o…

Se le ocurrió una idea brillante. Disimulando, como si no hubiera visto nada, se dio la vuelta y se dirigió hacia donde estaba su padre. Éste observaba meditabundo el muro de su vecino Larry, pensando que debería tirar parte de él si quería que la zanja fuese más efectiva.

―¡Papi! ―exclamó.

Su padre se giró sorprendido y borró con esfuerzo una sonrisa. Aquel «papi» le había sonado bien, pero procuró que no se le notase mucho.

―Dime, guapa ―contestó.

―¿De verdad quieres que te perdone? ―preguntó ella, coqueta, con las manos en la espalda y apoyando el peso de su cuerpo primero en un pie y luego en el otro.

―Claro, hija ―dijo él, sonriente aunque desconfiando.

―¡Pues tráeme flores! ―sentenció.

Peter comenzó a reír de nuevo, apoyado en el mango de la pala. Le encantó la ocurrencia de la pequeña, así que aceptó. Le buscaría algún tipo de flor a la niña por los alrededores. La verdad es que sabía que por allí abundaban el ranúnculo, la margarita, el laurel de monte, el rododendro y la violeta, pero no tenía ni idea de en qué temporada florecía cada una. Nunca fue un experto en flores y jamás se las había regalado a Helen pese a que ella parecía poseer acciones de todas las floristerías de Bangor y siempre las tenía por casa, en jarrones. Incluso una vez sembró en los parterres una cantidad ingente de flores raras de muchos y vistosos colores que quisieron adueñarse de todo el jardín como si de una plaga se tratase.

La niña, contenta, volvió al porche y se sentó con Cindy y Pindi. Desde allí, sin mucho esfuerzo, podía ver el montículo de tierra que era la tumba de Doggy.

―Tú también tendrás flores, perrito ―dijo la niña sonriendo.

Luego siguió jugando con las muñecas.