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Peter Staublosky también había escuchado los ruidos. Se encontraba en su cama, abrazando a su hijita, cuando éstos habían comenzado.

Ris, ras, ris, ras.

Emergieron a través de sus pesadillas y al poco dominaron la realidad de aquel cuarto angosto y frío donde dormían. Peter permaneció unos instantes con los ojos clavados en el techo, intentando averiguar quién era o dónde estaba. En ocasiones le ocurría aquello, aunque no tardaba más de unos segundos en responderse a aquellas dos preguntas.

«Soy Peter Staublosky y estoy en el infierno», se decía mentalmente.

Ris, ras, ris, ras.

Su hija farfulló algo, se revolvió y Peter pudo contemplar a la luz de la luna el suave rostro de la niña. En un momento dado, éste se contrajo en un gesto agrio, fruto de una posible pesadilla. La pequeña solía tenerlas, y a él no le extrañaba, no, sabiendo lo que aquella cría de cinco años había vivido durante la guerra.

A veces él también soñaba.

Volvió a oír algo. Con movimientos suaves deshizo el paternal abrazo, apartó la tupida cantidad de mantas que les arropaban y se levantó de la cama, vestido sólo con la parte de abajo del pijama y una camiseta interior blanca de manga corta. No se calzó; agarró la escopeta recortada que descansaba en una silla infantil rosa con ositos de colores y se dirigió a la ventana de la habitación, desde la cual se dominaba un tramo amplio de su nevado jardín, la calle y varias casas más. Apartó suavemente la cortina blanca con el cañón del arma y miró hacia abajo.

Nada. Sólo la nieve presidiendo majestuosamente todo aquel lugar.

El sonido volvió a repetirse y esta vez escudriñó bien la zona de donde parecía proceder. Pese a que la luz de la luna llena bañaba la amplia calle que daba acceso a la urbanización, él no conseguía identificar el origen de aquellos ruidos.

Pensó que sería algún animal en busca de comida. Se quedó un rato allí. De vez en cuando echaba una ojeada al terreno de Patrick Sthendall, pues el ruido se reproducía cerca de aquella propiedad con bastante frecuencia. Observó cómo los ventanales del salón de Sthendall reflejaban la luz de la luna como si se tratase de un gran foco de circo. Nada hacía intuir que su vecino estuviera sentado en el sillón del salón, pero él sabía que allí lo encontraría y que, con toda probabilidad, estaría durmiendo la borrachera.

―Que se pudra ―murmuró soltando la cortina y sentándose en la silla.

Quince minutos más tarde no se habían vuelto a producir ruidos sospechosos en la calle. Volvió a la cama pero no se acostó, sino que agarró la chaqueta de lana que reposaba colgada de la puerta del ropero, se la puso y se sentó a hacer guardia allí.

De vez en cuando echaba ojeadas al pequeño bulto en la cama que era su hija. De este modo, si se despertaba, podría tranquilizarla rápidamente. Solía despertarse gritando y llorando, aunque no lo recordaba por la mañana. Era mejor así, y en cierto modo la envidiaba.

Peter pensó que no podría dormir. Las noches solían ser tranquilas, sin ruidos, y cualquier cambio en el monótono transcurrir de una de ellas bastaba para despertar su insomnio. El instinto, la premonición de saber que algo acechante permanecía entre las sombras y podía destrozar la alambrada y vencer así la inexpugnabilidad de la casa le aterraba. Aún no se había dado el caso; además, los ataques habían cesado desde el día de las evacuaciones. Pese a eso, se sentía intranquilo. Sus ojos habían visto ya tanto…

Arropó mejor a Ketty y la contempló con una sonrisa agridulce en el rostro. Se parecía tanto a su madre… La similitud de sus rasgos le provocaba a Peter en muchas ocasiones la sensación melancólica y agria de estar criando a una pequeña Helen. Y eso era doloroso.

Pensó que podría llorar. Sería un llanto silencioso, cargado de un torbellino de sentimientos contradictorios, reproches y recuerdos. De esperanzas rotas, de rabia e impotencia contenida, de recriminaciones y lamentos. Pero no lo hizo: el pozo de lágrimas se había secado.

Dos horas después sucumbió al frío y al sueño y volvió al calor de las sábanas y de su hija con agrado. Y, aunque pensó que no podría volver a dormirse, lo hizo.

La noche de Bangor recuperó su mutismo acostumbrado, arropando bajo su silencioso seno a la urbanización Longfellow.

El peligro parecía haber pasado. Si es que alguna vez lo hubo.