19

El sol había salido después de dos días sin dejarse ver. Dominaba la mañana a través de las montañas, como un pastor domina a su rebaño. El calor picaba un poco, sólo si no estabas a la sombra y no te tocaba con sus gélidas manos el suave viento del norte que corría enseñoreándose de toda la ciudad.

La nieve comenzó a derretirse en los tejados, calles y plazas. A escurrirse por faringes de metal, por cunetas y arroyos de aguas gélidas, hasta desembocar, a través de cientos de pequeños meandros, en el Penobscot.

Patrick apuntaba con su escopeta la cabeza de Peter.

Allí, sentado en su salón, borracho, pero con el pulso firme. Podría darle; lo veía asomar una y otra vez por su maldita zanja, echando paladas de tierra húmeda a un lado y limpiándose el sudor de vez en cuando con el reverso de la mano enguantada. Sería un blanco fácil.

Apuntó al pecho, luego a la entrepierna y después volvió a subir a la cabeza.

«Sí, no tendría ningún problema en reventarle su jodida cabeza», pensó.

Apuró el último trago de ron y dejó caer el vaso suavemente al suelo. Rodó por él sin romperse al ser amortiguado por la moqueta y fue a parar a las patas de una silla, donde se detuvo.

Acarició el gatillo con la misma delicadeza con la que había acariciado más de una vez el clítoris de Monica. Arriba y abajo, suave, suave, pshhhh.

―Vamos, aprieta un poco; toca el punto G y deja que esta chica se corra en tu mano ―se dijo en un susurro, con un ojo lleno de telarañas rojas y guiñado el otro para apuntar mejor. Su boca dibujaba el rictus de quien espera el retroceso. Mantenía los brazos rígidos, aunque ligeramente flexionados, y la respiración acompasada para mantener el pulso―. Dispara ―dijo suavemente.

La niña, con su pelo rubio ondulado y vestida con un pijama blanco y rosa, salió al porche y se sentó allí con sus muñecas. Pareció mirar hacia él durante unos instantes, después a su padre.

No lo había visto, no podía verlo.

Patrick tensó el dedo en el gatillo pero no lo suficiente para escuchar la detonación y sentir la vibración del arma en su cuerpo. Después, apartó la vista del punto de mira y arrojó la escopeta a un lado. Ésta golpeó en un pequeño mueble del recibidor y un jarrón cayó al suelo formando alboroto y un puzle de cerámica.

Había estado a punto de disparar.

―Jodido loco ―masculló.

Se levantó del sillón y se dirigió a la cocina. Su corazón ahora sí le golpeaba en el pecho con el mismo ritmo que tendría un batería desaforado de un grupo heavy. Caminaba con las babuchas como lo haría un zombi al que se le estuviesen descomponiendo los pies. Tenía la cara demacrada, y exhibía unas grandes ojeras y una barba demasiado larga. Andaba aún renqueante y un enorme hematoma se dibujaba en su espinilla y le recorría el gemelo de la pierna derecha. No iba vestido más que con unos calzoncillos bóxer negros y una camiseta de manga corta amarilla con el nombre del equipo de baloncesto de Bangor impreso. Le daba igual el frío. En el antebrazo lucía un vendaje algo sucio y con una mancha oscura que cubría la herida que aquel ser le había infligido y que le palpitaba constantemente. Le dolían las costillas al levantar un poco el brazo, allí donde sus garras habían penetrado, rasgando la piel hasta hacerla jirones.

Agarró la botella de ron y se llenó el vaso de tubo hasta la mitad; después añadió un poco de agua de un cazo que pedía a gritos que lo sumergieran en jabón. Con el vaso en la mano, volvió al sillón y estiró las piernas encima de la pequeña mesa.

El alcohol era su mejor calmante y quitapenas.

Había enterrado a Doggy en el jardín. Un pequeño montículo de tierra sobresalía en la parte baja, casi haciendo esquina con el muro de la calle y el que separaba su propiedad de la de su vecino de al lado.

«Es mi cementerio particular de animales», pensó.

Le enterró el mismo día en que murió, con la tormenta aún llorando lágrimas heladas. Tardó más de una hora porque el dolor del costado le impedía cavar más rápido. Después salió de su propiedad y arrastró hasta quedar exhausto al albino hasta uno de los descampados de la parte baja del barrio. Lo roció con gasolina y le lanzó una cerilla. La pira emanaba un olor pútrido, nocivo. Así que se alejó de allí y volvió a su casa.

Cabizbajo.

Y allí le esperaba la ausencia, como una vieja amiga que se sentía ofendida por creerse olvidada. Después de más de dos años con Doggy siempre a su lado, se sentía inválido sin él. Muchas veces se había dicho que si hubiera tenido un perro antes, quizá nunca se habría casado. Y lo decía en serio.

Recordó el día en que le regalaron el perro. Michael Robbins le había invitado a una barbacoa en su chalé. El pequeño y prepotente Michael Robbins, transportista al por mayor. Como buen y orgulloso propietario de un caballo español, quiso enseñarle su reciente adquisición. Le dijo que el caballo era de Jerez y que le había costado una fortuna. Cuando Patrick llegó al vallado y lo vio, le creyó. Era un corcel negro azabache, de pelaje y crin brillantes, y asalvajado. Galopaba por el cercado brindando un espectáculo majestuoso. Sthendall se había quedado con una sonrisa tonta observando la nobleza del animal, hasta que al fondo vio un pequeño bulto moverse.

―¿Qué es aquello? ―preguntó señalando hacia las cuadras, con su cubata en la mano.

Su amigo puso su mano derecha de visera porque le molestaba el sol. Luego la bajó e hizo un gesto con la cabeza como quitándole importancia.

―Es un cachorro de husky siberiano, pero se va a morir ―contestó dándole un largo trago a su vaso.

―¿Por qué? ―preguntó Patrick, curioso.

Michael, respondiendo a la curiosidad de su amigo, le abrió la puerta del cercado y juntos se encaminaron a las cuadras, de donde emanaba un insoportable hedor a heces y paja mojada que les anuló el olfato. Cuando llegaron, vieron al cachorrito de apenas un mes, cojeando entre los montículos de mierda y paja. La madre lo había repudiado y corría por el cercado llenándose de barro, jadeando.

―Lo pisó el purasangre cuando me lo trajeron y está cojo ―dijo su amigo levantando al animal y mirándole sin el menor aprecio―. No creo que viva mucho tiempo más; además, está lleno de pulgas y caga lombrices blancas.

Patrick agarró al cachorrito y lo levantó en alto.

―¿Y lo vas a dejar morir así, cabrón? ―preguntó―. Además, esos perros valen un dinero. Llévalo al veterinario, hombre.

Michael Robbins le hizo un gesto con la mano como indicando que no le importaba el perro. Se giró y se quedó contemplando extasiado al caballo. Luego salió de la cuadra.

―¿Me lo regalas sin que tenga que hacerte una mamada? ―preguntó Patrick saliendo detrás de él y sin soltar al cachorro, que temblaba y gemía entre sus brazos. Jamás había tenido un perro, y la pregunta fue más fruto de la compasión que de las ganas de llevar a casa al animal.

Su amigo se lo dio, encogiendo los hombros, y él lo llevó a la clínica veterinaria de David Stratham esa misma tarde. Éste le hizo una radiografía en la minúscula pata delantera ―Patrick no sabía que a los perros se les hicieran radiografías―, lo exploró por entero y le dio un desparasitador estomacal. Le dijo que tendría que criarlo a biberón y que no tenía nada roto, pero sí una contusión. Le recetó un antibiótico, un antiinflamatorio y un calmante, y después le cobró casi cien dólares. Patrick salió de la clínica con una nueva mascota a la que no sabía ni siquiera qué nombre ponerle y un terrible dolor de bolsillo.

El cachorro cojeó durante los dos primeros meses, aunque cada vez menos. Dejó de cagar lombrices para sembrar de heces oscuras y sólidas todas las esquinas de la casa, ante los gritos coléricos de Patrick, que se cagaba en la perra de su madre. Poco después empezó la guerra, y el can fue el único que permaneció a su lado, fiel.

Al final el perro no murió. No aquel día.

Dos años y pico después, miraba la tumba de Doggy con ojos vidriosos, preguntándose cómo había llegado a querer tanto a un animal y recordando cómo éste le había devuelto el cariño con creces. Hasta dar incluso la vida por él.

Dio otro trago al ron y volvió a mirar la escopeta.

Negó con la cabeza pero se levantó de nuevo y caminó hasta ella…