Peter estaba petrificado. Había visto a Patrick caer y a aquel tipo enorme, albino, lanzarse encima de él. Oyó a su vecino gritar, a su hija gritar, pero él permaneció quieto, con los ojos abiertos desmesuradamente y sin moverse de la zanja. La nieve, inmisericorde, no quería quedar relegada a un papel secundario y bañaba todo Bangor con persistencia.
«Han llegado aquí ―pensó―. Esa cosa no es humana, por mucho que lo parezca. Dios mío».
Patrick lanzó otro grito: aquel ser le estaba golpeando una y otra vez en las costillas. Apenas podía distinguir los contornos de aquella cosa porque eran tan blancos como la misma nieve que caía.
―¡Papá! ―le gritó Ketty―. ¡Haz algo, papi!
Miró a su pequeña hija, que estaba horrorizada; lloraba, con las manos crispadas en la cara y con su ligero pijama abrigándole.
Él debía hacer algo, tenía que salvar a Patrick. Era su deber como ser humano.
Miró la escopeta que descansaba a su lado. Podía cogerla, podía apuntar a aquella cosa; estaban cerca, sin duda no fallaría aunque la nevada perturbase algo su visión. Podía disparar y volarle la cabeza.
Podía hacer mucho por Patrick, pero no hizo nada.
Agarró el arma, pero más para protegerse a sí mismo y a la niña que para salvar a Sthendall.
Peter tembló presa del miedo y se acercó al muro que lo separaba de la trifulca; se parapetó en él y cerró los ojos con todas sus fuerzas, como si así pudiera borrar fulminantemente aquella horrible escena. La nieve le caía en la cabeza, en las manos, y sentía su frío en el cogote.
Sentía también el sufrimiento, el dolor de Patrick, una especie de remordimiento traicionero que le embargaba el alma por momentos, y, aun así, no fue capaz de salir de su escondite.
Aquel ser golpeó a Sthendall con saña. Estiró el brazo de su antiguo amigo hacia atrás y le mordió en el antebrazo, llevándose un trozo. Patrick gritó de dolor, como gritaron las personas en el bosque aquella noche oscura en que murió Helen.
Helen, la genuina e infiel Helen.
―¡Papá! ―gritó de nuevo la niña. Había bajado los escalones del porche, tenía los pies enterrados en la nieve y le imploraba con ojos acuosos, con manos extendidas.
Él la miró. Estaba enfadado, confuso. Aquello no estaba bien, nada era tan importante como una vida humana, debía arrojar a un lado el rencor. El arma de Patrick había caído lejos y él no podía escapar de debajo de aquella cosa. No saldría con vida de allí y él lo sabía.
―¡Entra en la casa! ―le gritó a Ketty desde detrás del muro y haciéndole un gesto brusco con la mano.
―¡Papá, ayúdale! ―contestó ella, asustada y dando un paso atrás ante la reacción de su padre.
A él le invadió la cólera. Sintió la ira espoleando su razón, nublándole la vista y apoderándose de su cabeza. Salió de su resguardo y golpeó con las manos violentamente la alambrada una y otra vez, mirando hacia su hija. Le daba igual que aquella cosa le viera o le atacara. Estaba fuera de sí.
―¡Te he dicho que entres, joder! ―le gritó.
Ella dio dos pasos atrás, aterrada. Echó una última mirada a Patrick y a aquel ser albino y luego sus ojos se posaron de nuevo en su padre, cargados de decepción.
Y entró en su casa, corriendo y llorando.
Dentro de la cabeza de Peter comenzó una terrible pugna. Odiaba a Patrick, le odiaba por haberles hecho tanto daño, por haber provocado que por primera vez en su vida Ketty le mirara así, pero había sido su mejor amigo durante casi toda su vida, habían compartido muy buenos años.
«Es una persona, está sufriendo, va a morir ―decía la parte benevolente de su ser―. Y fue tu amigo. Tu jodido mejor amigo».
―Se tiró a Helen ―dijo en alto, casi con lágrimas en los ojos―. Al muy hijo de puta no le importó hacerme daño. Se folló a mi mujer. Iba a destruir mi familia, quería a mi mujer… Helen… no… yo…
A su espalda oyó un grito inhumano. Despegó la espalda del muro al que había vuelto y se giró, asomando con cuidado la cabeza.
El perro de Patrick había atacado por detrás a aquel ser, mordiéndole en el cuello y en la nuca. El animal parecía enloquecido, rabioso, y lanzaba rápidas dentelladas. Aquella cosa comenzó a gritar y a sangrar, pero Peter se dio cuenta de que no gritaba de dolor, sino de rabia.
Patrick consiguió salir de debajo del albino empujando vehemente con brazos y piernas. Parecía malherido, con sangre por todos lados y la ropa destrozada, y renqueaba hacia su escopeta, arrastrando un pie por la nieve. Ya casi estaba encima del arma, pero un alarido de su perro hizo que se girase en redondo.
Aquella cosa había cogido con sus manos el hocico y la quijada inferior del can y le había abierto la cabeza en dos provocando un último quejido del perro. Doggy murió al instante entre ahogos y en medio de un charco de sangre. Cuando aquel ser lo arrojó a un lado, sus patas se sacudieron espasmódicamente dos o tres veces y luego el movimiento cesó completamente.
Patrick gritó, y para Peter aquello fue desgarrador.
El albino se lanzó hacia él, pero estaba herido y no era tan rápido. Patrick recogió el arma del suelo y, justo cuando tuvo la boca de aquel muerto a unos centímetros de él disparó, consiguiendo que la mitad superior de su cabeza desapareciese y en su lugar quedase visible la viscosa masa que constituía el cerebro de aquel engendro. Aun así, no cayó, sino que arrojó a Patrick hacia atrás con él encima y el arma sobrevolando sus cuerpos.
Sthendall se levantó, apartó el peso muerto a un lado y comenzó a patear a aquella cosa. Lloró y maldijo hasta que tuvo la pernera totalmente empapada en la sangre de aquel ser asesino. Segundos después corrió hacia Doggy y lo levantó en vilo. Miró hacia el cielo gritando y las nubes le observaron impávidas; luego fijó su mirada en Peter, una mirada vidriosa cargada de odio, desesperación e incredulidad.
Patrick parecía un animal salvaje que ha sido herido, con la sangre cayéndole por la frente, tiñendo su cara y su cuello. Recordaba a uno de esos indios sioux que aparecen retratados en algunas pinturas y que, colérico, mira fijamente a su enemigo antes de cortarle la cabellera, clavar su cabeza en una lanza y bailar la danza de la guerra alrededor de una hoguera.
Con el perro en brazos y sin apartar la vista de él, se retiró dejando un reguero de sangre a su paso; entró en su propiedad, y Peter hizo lo propio.
El corazón le golpeaba violentamente el pecho y todo el cuerpo temblaba.
―¿Por qué no le has ayudado? ―le gritó su hija, que permanecía de pie, junto a la cristalera, viéndolo todo―. ¿Por qué? ¿Eh? ¡Di!
Peter no sabía qué decir. Estaba arrepentido de no haber actuado y de haber tratado tan mal a la niña, de tener que mentirle, de tener que ocultarle tantas y tantas cosas.
―Tú no lo entenderías, hija ―le dijo con un tono afable, acercándose a su pequeña e intentando abrazarla.
Ella se arrojó al sofá boca abajo y comenzó a llorar con rabia.
―¡Ha matado al perrito! ―gritó golpeando los cojines―. ¡Esa cosa ha matado al perrito!
Luego continuó llorando hasta ahogarse con sus mocos. Peter intentó abrazarla de nuevo, consolarla. No podía verla así, un padre jamás debería ver a su hijo sufrir de aquella manera. Pero la niña le golpeó en el pecho, lo apartó a un lado y corrió escaleras arriba. Aquello lo destrozó por dentro.
Él se dirigió a la cocina y allí, después de mucho tiempo, lloró.