Dejó a Ketty durmiendo, fue al baño y se afeitó en el lavabo. La niña había pasado una noche inquieta. Él sintió varias veces que lo abrazaba y que temblaba y gemía. Entonces, la estrechaba contra su pecho y le decía que estuviera tranquila, que papi estaba allí con ella.
Tenía hambre, así que antes de volver a la zanja desayunó un café solo, con galletas. Dejó para la niña más de las que él comió, a pesar de lo cual ya se habían acabado.
La alacena donde guardaban la comida estaba casi vacía. Quedaban algunas latas en los estantes de madera, pero era ya necesario hacer una incursión a uno de los supermercados. Se dijo que del día siguiente no pasaría. Odiaba y temía a partes iguales tener que ir a la ciudad, que la niña abandonara la seguridad de la casa, pero no podía hacer otra cosa. No se fiaba de dejarla sola, tan pequeña. Aunque tampoco le gustaba llevarla. Si al menos tuviera unos años más…
Recordó que al principio, cuando ellos dos volvieron, le aterraba salir a la calle. No podía olvidar lo que les había ocurrido en los autobuses, de camino a la base militar de Portland. Sólo pudo vencer ese miedo ―y no del todo― cuando la niña le dijo una mañana que tenía hambre y comprobó que no había comida en casa. Algo se rompió dentro de él. ¿Cómo iba a permitir que su hija se muriera de hambre? Ese mismo día saqueó las casas de sus vecinos más próximos, mirando y apuntando el arma con nerviosismo hacia todos lados.
Salió al porche y Patrick lo saludó desde la calle. Al parecer, iba de compras, de nuevo. Le dio la espalda, entró y bebió agua, dándole tiempo así para que desapareciera de su vista. Luego volvió a la calle, que permanecía desierta.
Observó con desagrado que comenzaba a nevar, aunque los copos aún eran pequeños. Escrutó el horizonte y descubrió que, desde el este, y empujadas por el viento, se acercaban unas nubes tan oscuras que parecían negras. Pensó que Patrick estaba loco. En un par de horas llegaría la tormenta, y si, para entonces, no estaba en su casa, tendría que dormir fuera… en una casa sin protección.
Abandonó su cercado y cerró la puerta con candado. Si Ketty despertaba y salía al porche, lo vería en la propiedad de Larry. No quería despertarla todavía.
Con la pala en la mano, metido en la zanja y con los primeros sudores, no pudo evitar recordar.
Los autobuses.
Mucha gente ya había abandonado a lo largo de la semana el pueblo en aviones militares para el transporte de civiles; o por sus propios medios. Se decía que iban a perpetrarse nuevos ataques.
Aquella noche ellos fueron de los últimos en montar en el décimo autobús militar de una fila de trece. Helen, Ketty y su madre, Lisey. También subieron detrás de ellos Larry Holleman, Mike Renfield, uno de los ayudantes del sheriff y David Stratham, el veterinario, que discutía con los militares en la puerta porque no le dejaban llevar a su perro con ellos en el autobús. Otras ochenta personas más se encontraban hacinadas allí, todas caras conocidas, menos algunos militares sentados con sus armas en sitios estratégicos para controlar posibles alborotos. Apenas quedaba sitio y la gente gritaba dentro; algunos incluso se peleaban por la preferencia de los asientos, y olía mal. La gente, con la guerra, había olvidado lo que era asearse. Peter iba a recriminar a algunos que estaban fumando allí dentro, pero se le adelantó Mike Renfield a voces. Era deprimente constatar hasta qué punto la gente parecía haber olvidado las normas. Al margen de que se tratase de un transporte público, en Bangor estaba prohibido ―no sin polémica― fumar en un coche si se iba con un niño menor de 18 años bajo pena de multa de trescientos dólares. ¿Pero qué importaban ahora las normas municipales? Lo único que entendían algunos era el yugo marcial al que les sometían los militares con sus armas.
«Es por vuestro bien», decían los militares mientras endiñaban con la culata de sus fusiles a los más lentos.
El matrimonio Staublosky se sentó casi al final, y detrás de ellos lo hicieron Larry y la madre de Peter. Todos miraban a su alrededor, el miedo y el desconcierto se reflejaban en sus ojos. No se sentían seguros en Bangor; las bombas habían matado a gente en el aeropuerto y ninguno quería ser el próximo en morir. Pero ¿estarían más seguros en Portland? En las conversaciones, con cierto temor, se auguraba que sí. Pese a eso, muchos rostros dejaban traslucir la desazón y la desesperanza de tener que abandonar el hogar, de quizá no volver a su casa nunca más. La casa donde se criaron, donde sus hijos corretearon y donde esperaban que la vejez se los llevara con un cándido abrazo.
Helen lo miraba con una mezcla de tristeza y miedo. Lo miraba como si él pudiese hacer algo para detener aquella estúpida guerra. Y durante breves momentos la odió, la odió porque ella ―la genuina Helen, marca registrada Helen― le estaba suplicando que fuese el fuerte en esas circunstancias, que no se desmoronara y que los guiara de la mano a todos; a través de aquel camino oscuro. Ella, la oveja descarriada, la hija pródiga, se permitía el lujo de mirarle así, como si nunca hubiese hecho nada malo. La odió hasta que tuvo que abrazarlas a ella y a la pequeña para dejar de odiarla. La odió hasta que tuvo que besarla. Hasta que la bestia durmió, relativamente apaciguada.
Partieron varias horas después, ya de madrugada. Los militares habían dicho que de noche era más seguro el transporte en convoy. Muchos vecinos lloraron y se abrazaron a sus seres queridos al abandonar la ciudad. Otros simplemente cerraron los ojos y se dejaron llevar. Él echó un brazo por encima a su mujer, que apoyó la cabeza en su hombro, mientras la niña, que parecía dormida, descansaba en su regazo. «Volveremos», le dijo a Helen, y ella asintió. En un momento dado notó que su madre pasaba su mano por entre los dos asientos, tocándole el hombro, y él se la cogió y apretó. En el cementerio de Maple Grove dejaban a su padre y a sus abuelos. «Volveremos», le dijo a su madre, y ella lloró. Larry Holleman la abrazó y Peter le sonrió débilmente. El anciano le devolvió la sonrisa. «Gracias, Larry. Gracias».
Peter iba junto a la ventana. Al principio el gentío hablaba en alto, o gritaba hasta que los militares le hacían callar. Un militar de poco más de veinte años había golpeado con la culata de su fusil a Nicholas Walter Brown en plena cara. El hombre quería que lo llevasen de vuelta a su casa e intentó levantarse de su asiento y salir. La señora Underwood le alargó un pañuelo y Nicholas, entre sollozos, intentó detener la hemorragia de su nariz.
Con el paso de las horas, sólo se oía el monótono ronroneo del motor y algún breve murmullo o gimoteo aislado. Las carreteras, antaño iluminadas, devoraban las luces del autobús, abrazándoles en su negrura. De vez en cuando, él giraba la cabeza para mirar un poco atrás y vislumbrar a lo lejos las luces del autobús que les seguía. Los conductores permanecían separados unos cientos de metros; así, si sufrían un ataque, éste no afectaría a todos.
Peter no quería dormir, aunque habían apagado casi todas las luces interiores y el arrullo del autobús lo amodorraba. A su alrededor todos permanecían ya con los ojos cerrados. El cansancio, los nervios, la tristeza habían podido con ellos. En un momento dado cerró los ojos también él. Al poco, entró en una fase ligera del sueño. Podía oír los ruidos de fondo del transporte, pero ya no estaba allí. Viajaba con Helen por una carretera secundaria de Texas, rodeados de un árido paisaje; ahora escuchaba el ruido amortiguado del motor del Buick 8 y Roger Miller cantaba su Rey de la carretera en la radio mientras Helen asomaba la cabeza por la ventana y dejaba que el pelo se le alborotase.
Ella reía. King of the world, gritaba.
El autobús dio un frenazo. Muchos de ellos chocaron contra los asientos de delante. La gente gritó, asustada. Peter se levantó sin abandonar su asiento, intentando averiguar qué pasaba. Muchos hicieron lo mismo. Estaban en mitad de una curva. Delante de ellos pudo ver un autobús militar parado, y delante de ése, otro.
―¿Qué sucede? ―preguntó Helen alarmada.
La niña se había despertado y lloraba. Comenzaron a oírse más llantos infantiles a lo largo de todo el autobús.
La puerta delantera se abrió y dos militares bajaron junto al ayudante del sheriff. Otros dos intentaban mantener el orden e impedir que alguien bajase del autobús.
―Nada bueno ―contestó Peter resoplando.