12

Peter reposaba la cena sentado junto al fuego. La leña crepitaba en la chimenea, calentando un poco el ambiente. Se había prohibido a sí mismo hacer candela durante el día por miedo a ser visto por alguien que no fuese amigo, por muy remota que fuese la posibilidad. Toda precaución le parecía poca. Durante un tiempo temió que Patrick lo hiciera; no era fácil aguantar aquel frío invernal durante el día, y le revolvía el estómago tener que ir a hablar con él para prevenirle, pero si fuese preciso para preservar la seguridad de su hija, lo haría.

―Papá, ¿puedo ver Barrio Sésamo un ratito?

Sobre la mesa quedaban los restos de una cena a base de judías de lata y judías de lata. Peter observaba las sobras pensando que tendría que salir pronto a buscar comida. Otra preocupación más, ya que no le gustaba salir con la niña tan lejos de la casa, y mucho menos dejarla allí dentro encerrada.

―¿Eh? ―preguntó absorto.

Ella se subió a la silla para darse más importancia. La amarillenta luz producida por la batería solar provocaba más sombras que luces.

―¡No me escuchas, papi! ―le reprochó ella enfadada―. ¡Quiero ver Barrio Sésamo!

Él sonrió y asintió con la mirada aún perdida.

―Pero quince minutos nada más. Ya sabes que la televisión y el dvd gastan mucha batería, y no podemos agotarla del todo.

Ella salió disparada como un resorte hacia los aparatos y comenzó a trastear con ellos. Él recogió la mesa y llevó los platos al fregadero. Luego se sentó en un sillón del salón para poder ver a Ketty. Le encantaba disfrutar de los momentos en los que sentía que la niña era feliz a su manera, con esas pequeñas cosas.

Podría intentar conseguir más paneles y acoplarlos junto a los otros en el tejado para cargar más la batería; o incluso podría traer otra más potente y conectar las dos. «Así no tendríamos el problema de quedarnos a oscuras ante una emergencia», pensó.

Se miró las manos: estaban destrozadas. Aun así, tendría que seguir cavando la zanja durante un tiempo, ya que apenas había avanzado un par de metros en todo el día.

La televisión parpadeó y la canción de apertura de Barrio Sésamo sonó mientras la rana Gustavo y compañía brincaban de una punta a otra de la pantalla. Ketty rio señalándole la pantalla.

―Baja el volumen ―le indicó a la niña.

Ella chistó con un dedo en la boca para que su padre se callase pero le hizo caso. Siempre le hacía caso. La observó allí sentada, en la moqueta. Con las piernas cruzadas y echada hacia atrás y las danzarinas llamas alumbrando su precioso rostro. De nuevo le invadieron las ganas de llorar. Siempre acababa pensando en el tipo de vida que le esperaría a Ketty. En qué les depararía el futuro a ambos, o a ella, si él faltaba de su lado.

―Papá, ¿de dónde son Peggy, Gustavo y los demás?

―¿Cómo que de dónde son? ―preguntó Peter, extrañado.

―Eso, que de dónde son, porque yo no los veo por ahí paseando por la calle, papi.

Él rio con ganas ante la inocencia de la niña, pero qué podía esperar. En realidad, poco podía saber ella de la televisión, de los dibujos animados, de la lotería nacional, del triángulo de las Bermudas o de cualquier otra cosa que tuviera relación con un mundo que había dejado de existir hacía más de un año.

―Son de otro planeta, por eso no los ves ―contestó tras meditar un poco.

La niña miró hacia el techo, dubitativa.

―Ah, ya decía yo ―dijo.

Y siguió a lo suyo mientras su padre sonreía mirándola a ella y a los muñecos de la televisión; pensando que pronto tendría que cortarle el pelo a la niña y que no se le daba bien.

Veinte minutos después el capítulo terminaba y la niña se desperezaba, daba un brinco y desconectaba los aparatos.

―¿Me llevas a la cama? ―preguntó saltando encima de su padre.

―Ya estás muy grande, eh ―contestó Peter.

―Sí, pero he decidido que no voy a crecer más.

―¿Y eso? ―preguntó él, extrañado.

―¿Para qué? Así estoy bien.

Peter rio de nuevo, la levantó en brazos e hizo una mueca cuando las ampollas de sus manos fueron estrujadas por el peso de Ketty. Aun así, no dijo nada, la apretó contra su pecho y la llevó hasta el baño de arriba. No sabía cuántas veces había dado gracias al cielo por haber comprado aquella casa. Las puertas eran blindadas y tenían doble pestillo. Los materiales eran excelentes, y aunque hacía algo de frío dentro, no era ni mucho menos comparable con el que hacía fuera. Las ventanas de doble vidrio, el techo forrado de poliuretano y los bloques de termoarcilla, con paredes también recubiertas, habían ayudado mucho a aislar aquellas casas del frío y del calor. Aunque llamar calor a los dos meses del año en que las temperaturas más altas ascendían a 25 grados centígrados quizá fuese excesivo, se dijo.

Ketty impidió entrar a su padre con ella al baño. Tenía que hacer pipí en una especie de orinal ovalado que encontraron una vez buscando medicamentos en el hospital general de Bangor. Cuando acabó, abrió un poco la ventana del baño y echó el pis, que se esparció por el aire en pequeñas gotas amarillentas de rocío. Luego se lavó las manos en el agua ―un poco fría― que había en el lavabo.

―¿Ya? ―preguntó su padre tocando con los dedos en la puerta.

Ella salió y su padre entró e hizo lo mismo. Mear, arrojar, lavarse cara y manos y salir.

Ketty ya estaba en la cama arropada hasta la cabeza; lo único que se podía ver de ella eran unos mechones sueltos de pelo de su coronilla. Él se quitó la ropa, la dobló encima de la silla y bajó de encima del armario la escopeta que siempre tenía en aquella habitación. Comprobó, por pura rutina, que estaba cargada y la aparcó junto a su lado de la cama. Luego cerró la puerta y puso la misma lata vacía de siempre, con unas canicas dentro, pegada a ella. Si alguien pretendía entrar ―aunque dudaba que pudieran hacerlo sin echar la puerta de la calle abajo―, al menos no le pillarían del todo descuidado. Sólo tendría que alargar la mano, coger la escopeta y… disparar.

―Buenas noches, papi.

―Buenas noches, cariño ―contestó.

―Buenas noches, Gustavo y Peggy.

Peter sonrió, mirando en la oscuridad el bulto que conformaba su hija bajo las mantas.

―¿Por qué sólo Gustavo y Peggy? ―preguntó―. Hay muchos teleñecos más.

―Ya, pero son los que mejor me caen.

―Ah ―contestó él―. Bueno, duerme.

―Eso intento, pero no me dejas, papi.

Peter cruzó los brazos tras la nuca y miró al techo. No le gustaba dormirse antes que la niña y sin estar un rato atento a los sonidos ―o a la ausencia de ellos― que hubiera en la calle. Pero esa noche, al igual que tantas otras, parecía ser tranquila. Una hora después se giró, abrazó a la niña sintiendo su pequeño pecho subir y bajar y se quedó dormido.

Ris, ras. Ris, ras.

―¿Oyes eso, Peggy? ―le preguntó la niña.

La cerdita negó con la cabeza en un principio, pero luego dijo que sí. Iban cargadas de bolsas y cajas llenas de ropa y zapatos.

―¿Qué será? ―volvió a preguntar la niña.

Ketty y Peggy caminaban por una de las calles de Barrio Sésamo. Iban de tiendas mientras la cerdita le contaba cómo se vivía en su planeta. La rana Gustavo caminaba delante de ellas con tantas cajas que no veía lo que tenía delante. Un par de veces tropezó y cayó ruidosamente al suelo.

―Pues no sé, es un ruido extraño, ¿a que sí? ―contestó la cerdita Peggy.

Ketty despertó. Su padre la abrazaba, pero estaba dormido. Observó la habitación con un poco de miedo. De allí no venía el ruido. Deseó volver a quedarse dormida y retomar aquel bonito sueño por donde lo había dejado.

Ris, ras. Ris, ras. Ris, ras.

El ruido provenía de la calle, podía sentirlo. Se deshizo del abrazo de su padre, que se giró farfullando algo ininteligible. Pensó que quizá Peggy y Gustavo habían venido a verla para llevársela de compras y estaban en la puerta esperando que les abriera. Así que se desarropó y lentamente avanzó arrastrándose hacia la parte baja de la cama. Saldría por allí para no molestar a su padre, subiría a la silla y les indicaría a los dos teleñecos por la ventana que no se preocuparan, que bajaría para abrirles.

Ris, ras, ris, ras.

El ruido no era agradable. Parecía como si alguien murmurase a gritos algo, o como si unos dientes gigantes rozasen uno contra otro. Cuando ya estaba de pie y se disponía a acercar la silla al marco de la ventana, se detuvo. No le gustaba aquel ruido, nada en absoluto. Aun así, apoyó la silla en la pared y puso un pie en ella para subirse y asomarse.

Ris, ras, ris, ras.

Se agarró al marco de la ventana para encaramarse un poco y pegar la cara al cristal. Una sensación de malestar y miedo la invadía, pero aquel sonido la atraía. ¿Seguro que eran Peggy y Gustavo? Ya no estaba convencida de querer subirse a aquella silla.

Ris, ras, ris, ras.

Se giró y miró a su padre. Anheló estar arrebujada bajo las mantas, entre los brazos de su padre, sintiendo su calor. Podía hacerlo, quizá, si se lo proponía.

Ris, ras, ris, ras.

Cuando subió y pegó su carita al cristal, una enorme nube de su propia respiración tapó su campo de visión, empañando el vidrio. Pese a eso, pudo ver algo abajo, a su derecha, junto a la alambrada. Una figura pálida, enorme, dueña de unos horrendos ojos naranja que parecían brillar en la oscuridad.

Unos ojos profundos, poseedores de una mirada de infinita malignidad.

Los ojos también la miraron a ella.

Tembló, bajó ―casi cayó― de la silla y se metió corriendo en la cama, asustada. Se arropó por encima de la cabeza. Su padre volvió a farfullar algo y la abrazó. Aun así, ella no pudo evitar pasar una hora temblando e imaginando que aquella cosa estaba ahí fuera.

Esperándola.