La mañana en que Patrick abrió su puerta y se encontró con un Peter al que le latía una vena en la sien sintió alivio. Antes de que el primer puñetazo impactara contra su cara, supo que Helen se lo había contado; pero aquello era lo que llevaba semanas esperando. Incluso le extrañaba que Helen no se lo hubiera dicho antes; aquella pareja había pasado una mala racha, pero eran el uno para el otro, y él lo sabía.
La había cagado y habría consecuencias.
El primer golpe le hizo retroceder; oyó crujir su quijada y sintió el dolor llegar en ramificaciones. Paladeó el sabor metálico de la sangre y Peter se abalanzó sobre él. El segundo golpe lo falló de lo nervioso que estaba, pero esto le provocó más furia y volvió a atacar.
―¡Hey, vamos, Staublosky, hablemos! ―Sabía que era inútil decir aquello, pero era mejor que quedarse callado. No iba a defenderse, se había ganado a pulso todo lo que pudiera pasarle y sabía qué significaba aquella pelea. El fin de una gran amistad. El final y el inicio de una etapa.
Peter lanzó otro golpe y acertó de pleno en su estómago. Patrick se dobló en dos y su socio aprovechó para darle una patada en el costado y lanzarlo contra una pequeña mesa de cristal que acabó hecha trizas. Se revolvió intentando salir del amasijo de cristales y madera en que se había convertido la mesa. El cristal roto le rajó la mano, provocándole una fea herida que le cruzaba toda la palma. Comenzó a sangrar con profusión; necesitaría unos puntos.
Peter se le quedó mirando con desprecio, pero se contuvo para no matarle.
―Jamás esperé una cosa así de ti, hijo de puta. Si vuelves siquiera a mirar a Helen, te mataré, y lo digo en serio ―le espetó con un tono que jamás le había escuchado―. Y mañana pondré en venta mi parte de la empresa. Si la quieres, contacta con Bill, él me llevará el papeleo.
Dio un portazo y salió de la casa. Él se levantó y fue al baño, lavó la herida y se ató un paño blanco húmedo que pronto se tornó rojizo. Su reflejo le miró desde el espejo.
―Eres un hijo de tu padre, Sthendall. Lo llevas en la sangre ―le dijo.
Luego fue al hospital.
«¿Por qué lo hiciste?», se preguntaba conduciendo de vuelta, con la mano vendada y dolorida. Siempre había sentido algo especial por Helen. En principio sólo fue atracción física, pero con el paso de los años había nacido algo más profundo. Helen sabía escuchar, era alegre, inteligente, y siempre parecía tener un buen consejo o una buena palabra para todo el mundo. En cierto modo, sus caracteres eran más parecidos. Peter era serio, mientras que Helen y él no dejaban pasar la oportunidad de gastar una buena broma. Peter era más reticente a todo lo que significara salir de su rutina, y ellos dos siempre intentaban innovar y remover esa rutina.
Quizá aquella complicidad se vio aumentada irónicamente cuando a Patrick comenzó a irle mal en su matrimonio. Patrick no quería hablar del tema con Peter, no se sentía cómodo porque él siempre había estado por encima de sus relaciones, y admitir que se encontraba mal representaba para él una especie de humillación.
Pero Helen le llamaba para preguntarle cómo se encontraba, cómo le iba. Incluso alguna vez quedaron para tomar café sin Peter, algo que llevaban largos años sin hacer. Entonces él daba rienda suelta a sus sentimientos más íntimos ante una Helen que le escuchaba con seriedad, con ambas manos apoyadas en la cara. ¿Y no era eso lo que buscaba? Que alguien le escuchara realmente, sin hablar. Él no iba a aceptar ningún consejo porque nadie mejor que él entendía su matrimonio, pero es que tampoco Helen intentó dárselo en ese momento. Sólo estaba allí, brindándole su apoyo. Poniendo su mano encima de la de él y diciéndole que él siempre les tendría a Peter y a ella.
Cuando se divorció de Mónica, frecuentó más la casa de los Staublosky. Solía cenar allí casi todos los días y aquello le ayudó a salir adelante. Unos años después, cuando el matrimonio de Peter y Helen comenzó a resquebrajarse, él intentó devolverle el favor a Helen.
Pero acabó acostándose con ella un par de veces.
Cuando llegó en su furgoneta del hospital, esperó encontrarse con Peter y Helen guardando sus maletas en el Mercedes, pero no fue así. Sin embargo, se oían gritos. El dolor lacerante de su mano no era comparable con el que sentía en su interior. Quiso entrar allí, pedir perdón. Decir que todo había sido por su culpa.
Pero no lo hizo.
Los Staublosky no se mudaron, pero no volvieron a dirigirle la palabra nunca. Sus respectivos abogados arreglaron todo lo referente a la venta de la mitad de Peter y la totalidad de la empresa quedó en manos de Patrick y varios accionistas más, entre ellos los ingleses de Clement & Company.
Poco después se enteró de que los Staublosky visitaron a un asesor matrimonial. A los tres meses todo parecía irles de maravilla de nuevo ―o eso mostraban de cara al público―, y otra nueva noticia llegó a sus oídos: pronto tendrían un hijo.
Ocho meses después nació Ketty, que colmó de felicidad la vida de aquella familia que había estado a punto de romperse.
Todo aquello sucedió antes de la guerra.
Varios años después, en un mundo roto, Patrick descruzó las piernas, que tenía encima de la mesa, y se incorporó. Decidió que ya había pasado demasiadas horas martirizándose con sus recuerdos y con la radio. La apagó sin hacer un último intento y fue arriba. Su perro le recibió con dos rápidos movimientos de cola. Cogió un par de latas de cerveza, dejó un poco en el cuenco de Doggy y se sentó en el sillón, echándose una manta polar por encima.
―Doggy, bebamos por nuestra amistad ―dijo haciendo un brindis.
El perro bebió y después, de un brinco, se echó en el regazo de su dueño, que le sonrió con los ojos vidriosos.
―Buen perro, sí señor ―dijo, acariciándole la cabeza y el lomo.
Y juntos allí, aguardaron la noche.