Una vez puesta en marcha la maquinaria del recuerdo, es imposible pararla; aunque los engranajes se encuentren herrumbrosos y viejos, y chirríen hasta hacer sangrar los oídos, y parezca que puedes meter una palanca y hacerlo saltar todo por los aires deteniendo el diabólico aparato.
Peter seguía cavando en la zanja, aunque con menos brío y descansando cada pocas paladas para echarse mano a los riñones con gesto dolorido. Los guantes le incomodaban y había comenzado a tener sarpullidos. La niña había salido un par de veces con sus muñecas, pero él la había mandado dentro. Hacía demasiado frío y comenzaban a caer los primeros copos del día. Pero él seguía empeñado en trabajar hasta la hora de la comida.
Recordó el comienzo de su relación con Helen, los buenos momentos que les depararon sus cuatro años de noviazgo y los siguientes. Resonaron en su mente las risas de su mujer durante el viaje de un mes que hicieron por diferentes estados del país en el viejo Buick 8 de color rojo y franjas blancas que su padre les había comprado poco después de la boda. Él quería viajar a Nueva York, descubrir la gran ciudad, coger el transbordador hasta Liberty Island y ver la estatua y la ciudad desde dentro de ella. Pisar la plaza de Times Square, de la que tanto les había hablado Patrick con voz trémula, y caminar abrazados entre el gentío y los neones. Pero ella prefería rodar por carreteras secundarias y parajes de Texas, a veces extendiéndose desoladores a lo largo de varias millas, a veces preciosos y sobrecogedores. Sintonizaba alguna emisora de música country, la ponía a todo volumen y asomaba la cabeza por la ventanilla intentando atesorar cada segundo dentro de su memoria, cada paisaje, cada olor, cada sensación. También le encantaba hospedarse en los peores moteles de carretera y follar hasta las tantas haciendo crujir los muelles e incluso cargándose alguna cama para luego dormirse echada sobre su pecho, desnuda y sonriente.
Así era Helen.
Los recuerdos acudían en tropel a reclamar su puesto de honor, uno tras otro. Aflojándole el ánimo. Le parecía curioso cómo el cerebro parecía eliminar o anestesiar los malos momentos. Para él, todo fue bonito: los días de pesca en el Penobscot que compartían con Patrick y alguna de sus múltiples novias ―que siempre acababa en el agua empujada por Sthendall―, las noches de juerga por los pubs de la ciudad, donde se emborrachaban y jugaban al billar hasta las tantas, la boda de Patrick con Monica Hollister en la que trozos de pan acabaron volando por todo el salón. Recordaba la cara de Monica contemplando aquello horrorizada y con una mano en el pecho ante las risas de un Patrick que no dudó en estrellarle un trozo de pan en la calva a su suegro. Monica era una abogada de Minnesota venida a más en los últimos años que había abierto un bufete en Bangor y que, por cosas del caprichoso destino, acabó enamorándose de su amigo.
Todo fue bucólico y pastoril, hasta que llegó la crisis al matrimonio de los Staublosky. Y llegó poco a poco, a hurtadillas, con los zapatos agarrados en una mano para no hacer ruido y con una porra en la otra para poder golpear con la contundencia con la que lo hizo.
Peter recordó una frase que decía algo así como que cuando no tienes dinero, tienes mucho tiempo, y que si tienes dinero es porque no tienes mucho tiempo. Lo segundo fue lo que acabó produciendo grietas en su matrimonio.
Ni él ni Patrick fueron a la universidad. Aquello no gustó en el seno familiar, pero en cuanto los dos se pusieron a trabajar en la serrería GreenTree cesaron los reproches. Cuando llevaban un tiempo allí trabajando, decidieron ahorrar para fundar su propio negocio. Fue así como al cabo de un año trabajando duro fundaron con sus ahorros la empresa Happy Bags, mucho antes de que las asociaciones de protección medioambiental alertaran de la contaminación que producían las tradicionales bolsas de plástico. Se adelantaron a un mercado que aún no había nacido, el de las bolsas de papel reciclables para los grandes almacenes, y les fue bien. Tan bien que sus cuentas bancarias comenzaron a sumar ceros en la parte derecha en poco tiempo. Patrick y su mujer se mudaron a una zona residencial de nueva construcción. Una urbanización de casas blancas con jardín, a las afueras de Bangor y para gente bastante pudiente, como le gustaba decir a Monica. Pero sacar aquello a flote y mantenerlo les costó más horas en la oficina y viajando de las que sus matrimonios podían permitirse sin que surgieran grietas. Monica Hollister rompió su matrimonio con Patrick dos años después de fundar la empresa, llevándose de paso una buena tajada. La gente rumoreaba que el divorcio se había producido porque él le pegaba y comentaba que había heredado demasiados genes de su padre. Estos rumores se incrementaron cuando Patrick propinó una paliza a un lugareño borracho que tuvo la estúpida ocurrencia de murmurarlo en alto en el Strangi’s Pub. Pero Peter sabía que nada de aquello era cierto. En primer lugar, porque conocía a su amigo y éste jamás puso una mano encima a una mujer; además, si lo hubiera hecho, no tenía ninguna duda de que Monica lo habría metido entre rejas; y en segundo lugar porque su propio matrimonio se resentía por lo mismo que había provocado la ruptura del de Patrick. Tenían dinero, también se habían mudado al mismo lujoso barrio de Patrick, pero el problema seguía latente ahí. No le dedicaba tiempo a su mujer. Él y Helen llevaban meses buscando un hijo que no llegaba; veían ahí la solución temporal a la soledad que sentía ella durante todo el día. Pero el embarazo no se producía y las discusiones aumentaban, desgastando la relación. Ninguno de ellos quería decir nada en alto, pero la palabra «estéril» aguardaba expectante detrás del telón.
―Podías dejar de leer el periódico en los pocos momentos en que estás conmigo ―le recriminó ella una mañana soleada, mientras desayunaban en la cocina.
Él apartó a un lado el periódico y la miró. Sabía adónde conducía aquello. Lo sabía porque ya lo habían vivido muchas veces, demasiadas.
Los rayos que entraban por la ventana bañaban la estancia, y se podían ver esparcidas moléculas de polvo en movimiento. A lo lejos se escuchaban los ladridos iracundos de un perro y el sonido intermitente de sus propios aspersores.
―Sabes que me gusta leer el periódico mientras desayuno ―contestó bajando de nuevo la vista al papel―. Antes no te molestaba, incluso decías que te resultaba gracioso porque parecía un «politicucho de primera».
Ella llevó el plato al fregadero. Vestía un camisón transparente que poco margen dejaba a la imaginación. Su mujer tenía un cuerpo precioso, esbelto. No tenía nada que envidiar a una veinteañera. Le volvía loco el culo de Helen, tan prieto y respingón.
―Antes pasabas más tiempo conmigo. Por eso no me quejaba ―murmuró con voz grave mientras lavaba el plato con demasiado brío.
―Ya volvemos al mismo tema de siempre.
―Será porque es verdad ―atajó ella dejando caer con fuerza el plato en el fregadero―. Por mucho que eches mierda debajo de la alfombra, al final sabes que sigue estando ahí. Aunque quieras creer que no.
Él se levantó y agarró la chaqueta de la silla. Tenía una reunión importante con la multinacional Clement & Company y no quería llegar enfadado. Necesitaba tener una actitud positiva ante sus futuros inversores ingleses, ya que de ello dependía que sus cuentas aumentaran en unos cuantos ceros más y que las happy bags cruzaran el charco.
―Tengo una reunión importante ―dijo―. Intentaré volver temprano y saldremos a cenar. No quiero discutir, por favor. Esto es una mala racha, todos los matrimonios las pasan.
Helen se dio la vuelta, y él vio sus pechos, redondos, perfectos. La deseaba, pero a la vez el resentimiento acumulado durante el último año le impedía lanzarse sobre ella, destrozarle el camisón y hacerle el amor encima de la mesa de la cocina.
―Sí, quizá ya sea demasiado tarde para discutir ―contestó Helen dando por finalizada la bronca.
Él suspiró, la miró a los ojos e intentó sonreír.
―Luego te llamo, cariño ―dijo poniéndose la chaqueta y dirigiéndose hacia la puerta.
―Como quieras ―contestó ella volviéndose y recogiendo los trozos de plato esparcidos por el fregadero.
Aquello ocurrió unos meses antes de que ella le confesara entre lágrimas que se había acostado con Patrick. Entonces fue cuando se dio cuenta de que la vida era una jodida ironía. Una broma de mal gusto que duraba demasiados años.
No se podía tapar el sol con un dedo.
No se podía esconder el polvo debajo de la alfombra.
El día de la confesión de infidelidad, Peter salió de su casa sin escuchar los gritos de Helen, que le rogaba que no lo hiciera, que no fuera. Cruzó la acera y entró en la propiedad de Patrick, su mejor amigo.