Benditos dioses, dioses míos, estoy tan solo…
Miro el techo iluminado por el fuego e intento respirar.
Es curioso, pero la certeza de mi muerte inminente me ha hecho consciente de que no tengo a nadie, de que me he pasado la vida desechando a mis seres queridos como si fueran vasijas rotas.
Muchos rostros aletean en mi alma, y me siento culpable al ver que me cuesta poner nombre a sus sonrisas. Las imágenes dan vueltas como copos de nieve en torno a cada cara, cayendo, cayendo…
Ahora comprendo incluso cómo lo hice.
Con los años decidí apartar de mí las ideas y las personas que habían atestado mi soledad. Viejos amigos, nuevos amigos. Todos eran iguales. Yo no tenía energía para ellos. Lo creía sinceramente. Esas personas, como trozos de granito, pesaban en mi alma, exigiendo atención, robándome cada vez más mis preciosos momentos internos. ¡Yo luchaba por mi vida! Y por la vida de otras personas. No podía permitirme aquellos lazos que me agotaban. Pensaba que si los apartaba de mí tendría fuerzas para realizar mayores esfuerzos, no sólo por mí sino por todo el mundo.
Pero no sucedió así.
Yo me hice un solitario a causa de mi trabajo, porque mi trabajo requería que creara en mí una persona magnífica. En eso puse todos mis empeños. En un magnífico impostor.
Durante muchos otoños me he dicho que es demasiado difícil batallar con él, que estoy viejo y cansado, que puedo posponer la batalla un día más. Un día no es nada. Mañana comenzaré la caza. Mañana le acecharé hasta que me lleve hasta mí mismo.
Pero ahora me doy cuenta de que tal vez no haya ningún mañana.
… Tal vez no haya ningún mañana, y yo estoy condenado a pasar mis últimos momentos con un hombre al que no conozco.
Una risa desesperada escapa de mis labios.
Benditos dioses, dioses míos. ¡Qué enorme desierto he creado en mi corazón!
Todo por el trabajo.