Adam Jones se encontraba incómodo en aquel despacho, preguntándose por qué una firma de abogados de Washington D. C., y sobre todo una firma del renombre de Koult, Wesson & Brown, no podía permitirse tener los últimos números del Time, el Newsweek y el News and World Report de Nueva York en las mesillas de caoba de la sala de espera. Las macetas de plantas exóticas, los paneles de roble y la costosa alfombra indicaban que aquél era un bufete importante.
De la mesa que, como una fortaleza, guardaba las puertas de cristal provenía una continua cadencia de apagados pitidos y el suave susurro melodioso de la recepcionista:
—Koult, Wesson y Brown, ¿en qué puedo ayudarle? Sí, ahora mismo le paso.
¿Qué clase de trabajo era aquél?, se preguntó Adam. Allí sentada todo el día, contestando al teléfono una y otra vez. Pero lo cierto es que la mujer estaba en una oficina elegante, trataba con gente que sonreía amablemente —con sinceridad o sin ella—, y no tenía que preocuparse por la posibilidad de encontrar el despacho desvalijado cualquier mañana.
El de Adam, sin embargo, era un cubículo de dos metros por tres que albergaba dos archivadores de cuatro cajones, con las paredes cubiertas de estanterías hundidas bajo el peso de los libros, informes y pilas de papel. Su mesa, cuando lograba encontrarla bajo los formularios, solicitudes y documentos varios, era una deslucida veterana de roble de sexta mano. La única luz provenía de un fluorescente en el techo, y cuando el viejo teléfono de baquelita sonaba, lo hacía con el entusiasmo del fin de año en Times Square.
Y, como había averiguado el pasado lunes, su oficina podía ser desvalijada de arriba abajo en cualquier momento. La semana anterior había acudido a la reunión anual de la Sociedad de Arqueología Americana en Atlanta, dejando el museo en manos de unos voluntarios que lo abrirían con un horario reducido. En abril nunca había mucho movimiento. Al fin y al cabo todavía no era verano, la época de los turistas.
Pero fue toda una impresión entrar en su pequeño museo y ver todas las vitrinas vacías, las cosas tiradas por los suelos…
—¿Señor Jones?
Un hombre se acercaba a él. Era alto, de aspecto atlético, y llevaba un traje gris inmaculado, con gemelos blancos. La corbata azul parecía llamear en su camisa blanca. Detrás de él la puerta de cristal que daba al santuario de Koult, Wesson & Brown se cerraba en silencio.
—Sí.
—Soy Jesse McCoy. —El abogado le estrechó la mano con firmeza. Sus ojos, su expresión, su aspecto, todo era impecable. Todo un profesional—. He reservado una sala de conferencias. ¿Quiere seguirme, por favor?
Al cabo de un instante cruzaban las puertas de cristal.
—¿Le apetece tomar algo? ¿Un café?
—Sí, un café, gracias.
—¿Leche y azúcar?
—Solo, por favor. —Adam miraba los opulentos despachos atestados de ordenadores, impresionantes colecciones de libros, mesas de caoba y sillas acolchadas dignas de la Casa Blanca. Aquéllos eran los despachos exteriores, con ventanas. En la hilera interior, empleados más jóvenes tecleaban en sus ordenadores, utilizaban siseantes fotocopiadoras y trajinaban con pilas de documentos.
La sala de conferencias era pequeña, de paneles de madera, con una mesa redonda de madera chapada en la que se veía un cuaderno de notas, tres bolígrafos y una taza de café medio llena en la que ponía: «Al mejor padre del mundo». Había tres sillas de aspecto cómodo, equidistantes entre sí, cuyos armazones cromados relucían en contraste con el tapizado gris.
Mientras Adam tomaba asiento, McCoy se dirigió a un joven de camisa blanca y corbata.
—Un café solo, por favor, Tom. —A continuación McCoy se sentó junto a Adam, frente al cuaderno de notas, y bebió un sorbo de su taza—. Creo que nunca había venido a consultarnos un arqueólogo —comenzó, alzando una ceja—. La verdad es que me hubiese gustado dedicarme a la arqueología. Incluso tomé algunas clases.
—Sí, a mucha gente le pasa lo mismo. —Adam se movió en su silla, que parecía más cómoda de lo que era en realidad.
En ese momento entró Tom, dejó una taza de porcelana sobre la mesa esbozando una sonrisa profesional, y se marchó con estudiada eficiencia.
McCoy echó un vistazo a su cuaderno.
—Según nuestra conversación telefónica, una tribu de nativos americanos llamados los piankatank… ¿lo he pronunciado bien?
—Sí, piankatank. Piankatank era un pueblo que Powhatan destruyó en 1608. Asesinaron a hombres y niños, y las mujeres y las niñas fueron hechas esclavas.
—No lo entiendo. ¿Dice que Powhatan destruyó el pueblo en 1608? El nombre me suena.
—Era el padre de Pocahontas.
—Sí. John Smith y todo eso. Me encantó la película de Disney.
Adam dio un respingo.
—Ése es el problema, en parte. La gente saca sus conocimientos de historia de las películas de Disney, donde todo es tan encantador, tan halagüeño y tan aséptico que la historia se convierte en una especie de sueño en tecnicolor. ¡Eso es lo que provoca situaciones como la que padeció mi museo!
McCoy se agitó.
—¿Por qué no empieza por el principio?
Adam probó el café. Era bueno, algún torrefacto francés, seguramente.
—Hace tres o cuatro meses comencé a recibir cartas. Tenían un logo muy bonito, de fabricación casera, con las planicies indias, búfalos y diseños geométricos. Todas venían a decir que, según la ley, la nación Piankatank exigía recuperar su herencia cultural, y que por favor les enviáramos un inventario completo de nuestras colecciones.
—¿Conserva las cartas?
—Sí, llevo un registro de toda la correspondencia. —Adam frunció el entrecejo—. Pensé que se trataba de una broma. ¿Los piankatank? Soy arqueólogo, especializado en el tema, y a pesar de todo tuve que ir a buscar información. Entonces estuve seguro de que era una broma. Los arqueólogos nos gastamos estas bromas unos a otros, sobre todo con la alarma que existe hoy en día a causa de la APRTNA.
—¿La APRTNA? —preguntó McCoy, mientras tomaba notas.
—Acta de Protección y Repatriación de Tumbas de Nativos Americanos. El Congreso, en su infinita sabiduría, intentaba arreglar un problema y lo que ha creado es un desastre. Básicamente, la ley establece que los restos humanos y los bienes culturales obtenidos en excavaciones arqueológicas deben ser devueltos al pueblo nativo americano.
—¿Y eso es un problema?
—¿De qué pueblo estamos hablando? —replicó Adam—. ¿De quién? Mire, acabo de perder un museo lleno de objetos nativos americanos por culpa de un grupo que se dice descendiente de un pueblo destruido por los guerreros de Powhatan en 1608. Acudieron al juez Al Kruse, le pusieron la APRTNA delante de las narices y lograron una orden judicial para recuperar su «herencia cultural». —Respiró hondo—. Se llevaron todas las colecciones algonquinas, así como material iroqués y monacan.
—¿Monacan?
—Los monacan son un grupo siux que vivía al este de la meseta.
—Yo pensaba que los siux estaban en las Dakotas.
—Así es. Esta gente habla un idioma parecido. Verá usted, los piankatank, quienesquiera que sean, se lo han llevado todo.
Ése es el problema de la APRTNA. Cualquiera que tenga una identidad nativa americana puede apoderarse de lo que quiera. El Congreso ordenó devolver los restos culturales a los nativos americanos, y no especificó más. Es una buena idea convertida en una ley penosa.
—Así que usted no cree que los piankatank sean en realidad indios.
Adam abrió los brazos.
—¿Puede definir lo que es un indio? Ya no se clasifica a la gente por su sangre. Sé de algunas personas inscritas en registros tribales que son tan blancas como usted y yo. Las he visto vivir según sus creencias indias. Si una persona tiene visiones, utiliza el refugio de sudor una vez a la semana y realiza las danzas tradicionales, ¿es india?
—Yo diría que no —contestó pensativo McCoy—. El gobierno reconoce a estas tribus, ¿no es así?
—No es tan fácil. El gobierno de Estados Unidos no reconoce oficialmente a los piquot, pamunky o piscataway, entre muchas otras. Pero son tribus indias, ¿no?
—¿Tenía usted huesos en su colección? ¿Algún resto humano?
—Sí, algunos. En general trozos de hueso de un osario de Maryland. Pero estos restos no pertenecen a los antepasados de los piankatank. ¿Recuerda que he mencionado el material iroqués? Teníamos dos cráneos, supuestamente de susquehannock muertos en Pensilvania durante un ataque de la confederación Conoy en la década de 1630. Los conoy se los vendieron a los powhatan, que a su vez los vendieron al dueño de una plantación, un hombre blanco, a principios del siglo XVIII. Han sido nuestros durante años.
—Parece que eso le molesta.
—Pues sí. Piénselo, si los piankatank son de verdad indios piankatank, son algonquinos, ¿no? Ahora bien, suponiendo que todavía practiquen su religión original, cosa que dudo, lo que harán será cantar para que esas dos almas iroquesas vayan a Okeus.
—¿Okeus? —repitió McCoy desconcertado.
—Es el dios algonquino del caos. Pero la cuestión es que estos dos susquehannock serán enviados a un más allá plagado de sus enemigos. Deberían ir al Pueblo de la Muerte iroqués. Incluso si no creemos en la religión india, este asunto es inmoral e injusto, y una violación del espíritu de la APRTNA. Una afrenta a los susquehannock, tanto como una ceremonia alemana luterana celebrada sobre una tumba de las víctimas judías del holocausto. ¡Y eso está sancionado por la ley! ¡Es una abominación!
—Ya veo. —McCoy escribía a toda prisa en su cuaderno.
—¿Sí? Esto de que los pueblos indios respetan a los muertos es muy relativo. Los algonquinos veneran a sus muertos, es verdad, conservan los cuerpos de sus jefes en templos durante años, para poder estar en íntima comunión con sus espíritus, pero a la vez violan los cadáveres de sus enemigos, cortan cabelleras y se llevan cabezas como trofeos. Cuando castigan a un criminal por algo como un asesinato o un incesto, le rompen las piernas y lo arrojan a una hoguera. En el caso de los susquehannock y los powhatan, son pueblos que se odian. Si pudiéramos preguntar a nuestros dos susquehannock, lo último que desearían sería ser «repatriados» a los algonquinos.
—¿Entonces se opone usted a la APRTNA?
—No, en absoluto. Si en nuestras colecciones contamos con restos humanos que puede demostrarse que pertenecen a cualquier filiación étnica, deberían ser devueltos a sus descendientes. Esto es moral y justo, y la arqueología puede ser parte de la solución. Pero si la filiación a una tribu no queda demostrada, yo diría que es injusto entregar restos humanos para que sean enterrados de nuevo por los descendientes de los enemigos de la persona en cuestión. Es mejor dejarlos en la vitrina de un museo.
—Tal vez —comentó McCoy con un suspiro—. No sabía que el asunto fuera tan complicado.
—Y hay más. —Adam apuró el café—. Como arqueólogo, según la ley, debo ponerme en contacto con el grupo más cercano de nativos americanos antes de excavar en ninguna tumba de cualquier yacimiento arqueológico. Pero si estoy trabajando en una plantación histórica, excavando por ejemplo las habitaciones de los esclavos, no tengo por qué contactar con ningún afroamericano. Y si estoy en un puesto militar, no necesito el permiso de nadie.
—En otras palabras, está diciendo que la ley es racista.
—¿No lo cree así? La APRTNA da a los nativos americanos una prioridad legal sobre cualquier otra raza. Cualquier grupo de nativos americanos puede reclamar objetos de un museo, pero el estado de Virginia o el de Maryland, reconocidos por el gobierno americano como entidades políticas, no pueden reclamar nada al Museo Americano de Historia Natural. ¿Qué pasaría si el estado de Ohio quisiera recuperar los huesos de Ulises S. Grant?
—Que no lograrían nada —respondió McCoy, dando golpecitos con el bolígrafo en la mesa.
—Aún más, esta ley viola la separación entre Iglesia y Estado. Da prioridad y reconocimiento legal a la religión india. Un católico no puede reclamar restos humanos de ningún museo, por muchos motivos religiosos que tenga, y tampoco un judío…
—No. —McCoy observó pensativo sus notas—. Volvamos al problema en cuestión. ¿Era su museo legalmente propietario de esos objetos?
—La mayoría del material era propiedad del museo y, sí, eran nuestros legalmente. Llegaban a nuestras manos casi siempre a través de donaciones. También conservábamos colecciones encontradas por otros arqueólogos. Muchos de los objetos que se han llevado los piankatank eran propiedad de hacendados cuyas tierras fueron excavadas. Nos permitían cuidar de las colecciones con la condición de que fueran expuestas al público. Así pues, en cierto sentido esto ha sido un robo.
—¿Y el museo a quién pertenece? ¿A usted?
—No. Es propiedad de la ciudad de Potomac Cove. Tenemos un consejo de administración que trabaja con el ayuntamiento.
—¿Desean presentar una denuncia?
Adam dio un respingo.
—Creo que prefieren dejar correr el asunto.
—Entonces usted está pensando en plantear una acción popular…
—Supongo.
McCoy asintió con la cabeza.
—A primera vista yo diría que promover un litigio en este caso sería como abrir una lata de gusanos. El asunto es en el fondo un problema constitucional, o más bien toda una serie de problemas.
—¿Tendría alguna posibilidad de ganar?
McCoy se encogió de hombros.
—Estamos hablando del sistema legal, señor Jones. Las posibilidades de ganar dependen de las tácticas legales que se empleen, la presentación de los hechos, los argumentos de los abogados y su capacidad para persuadir a los jueces. Supongo que sabe usted que se enfrenta al Departamento de Justicia en pleno. Cuentan con armas muy poderosas que no dudarán en utilizar contra usted.
—Ya. —Adam hacía girar la taza vacía entre las manos—. Si no me equivoco, el gobierno es en este caso cómplice de robo.
McCoy se inclinó alzando una ceja.
—Dejemos las cosas claras. Usted, como individuo, no puede recuperar el material del museo. Eso es cosa del ayuntamiento y el consejo de dirección. Tendrá que convencerlos de que afronten el problema de los piankatank. Sin embargo, sí puede presentar una demanda contra el gobierno para que retire la APRTNA.
—Ya veo.
—Si decide seguir adelante, mis honorarios son trescientos dólares por hora, más los gastos de mi equipo de investigación, llamadas de teléfono, papeleo y gastos de viaje si son necesarios. Supongamos que ganamos el caso ante el tribunal del distrito. Al gobierno no le gusta perder, y cuenta con usted y con otros doscientos millones de contribuyentes para obtener sus recursos financieros. La apelación sería automática, y le garantizo que un caso como éste llegaría hasta el Tribunal Supremo.
—¿Y eso qué significa en tiempo?
—Pues cinco o seis años. —McCoy se arrellanó en la silla —unos ciento cincuenta mil dólares de gastos legales, eso como mínimo, sólo para abrirnos paso entre el laberinto judicial y llegar al Tribunal Supremo. ¿Dispone usted de ese dinero?
Adam negó con la cabeza.
—Yo gano veintidós mil al año, señor McCoy. Tengo un coche de quince años con ciento treinta mil kilómetros a cuestas y vivo en una caravana de alquiler.
McCoy le miró con rostro inexpresivo.
—¿Y la Unión Americana para las Libertades Civiles? —sugirió Adam—. Ellos llevan casos como éste, ¿no?
McCoy lanzó una carcajada.
—Creo, señor Jones, que en este caso estarían del otro lado. Prepárese, porque el asunto será en parte desmenuzado en los medios de comunicación. Los periodistas estarán encantados ante la posibilidad de mostrar al científico malvado intentando explotar a los pobres indios. ¿Está dispuesto a ser acusado de ladrón, de intentar robarles su herencia cultural?
—¡Yo no pretendo robar nada! ¡Es una cuestión de justicia, no sólo para los nativos americanos sino también para los muertos!
—Puede ser, pero estamos a principios del siglo XXI. Las implicaciones morales no significan gran cosa, a menos que haya un buen dinero de por medio. Le aseguro que le presentarán como un hombre blanco deseoso de apoderarse de la herencia cultural de otro pueblo.
—¿Un hombre blanco? Mi abuela materna era cherokee. Los cherokee son matrilineales, así que técnicamente yo también soy cherokee.
—Usted es rubio, señor Jones. Dudo que su apariencia ayude mucho al caso, fuera quien fuese su abuela.
—¿No está de acuerdo conmigo en cuanto a la APRTNA?
—Sin duda, pero como abogado puedo decirle que una cosa es saber la verdad y otra muy diferente demostrarla en un foro público o ante un tribunal.
Adam se hundió en la silla, con un nudo en el estómago. McCoy le observaba impasible.
—¿Sabe?, me he pasado la vida intentando aprender sobre los pueblos que vivían aquí antes de Colón. Todo lo que sabemos sobre ellos es gracias a los arqueólogos, los datos etnográficos y las tradiciones orales indias. En los colegios no se enseña su historia. Los estudiantes no leen nada sobre Cahokia cuando estudian las pirámides. Sabemos más sobre México, Egipto e Irak que sobre nuestro propio país.
—Sí, supongo que sí —admitió el abogado.
—Y ahora un político pretende borrarlo todo de un plumazo.
—Son cosas que pasan. Los indios le dirían que esto viene sucediendo desde hace mucho tiempo.
—Todos los objetos que extrajimos de las excavaciones fueron hechos por personas, señor McCoy. Los preservamos cuidadosamente para que las generaciones futuras pudieran verlos y aprender de ellos, como he hecho yo. Esto no tiene nada que ver con el control de la herencia cultural de nadie, sino con difundir esa herencia cultural. Forma parte de la herencia humana común. Ahora han metido esos objetos en un camión y se los han llevado. ¿Para qué? ¿Para enterrarlos? ¿Para venderlos a algún coleccionista? ¿Qué pasará con el trozo de red, una cosa tan frágil, con el hueso, con los trocitos de cobre? Quienes se los han llevado los arrojarán a la basura creyendo que no sirven para nada. Esas personas nunca sabrán que para los prehistóricos algonquinos eran más valiosos que el oro.
—En ese caso, suponiendo que sus piankatank sean en realidad indios, sólo se estarán perjudicando ellos mismos.
—No, señor McCoy, nos perjudican a todos. Al final todos perdemos. —Adam se levantó—. Todavía tenemos mucho que aprender de nosotros, de lo que somos como seres humanos. Deberíamos respetar a los muertos por lo que pueden enseñarnos hoy, así como por quiénes eran en vida.
—Es una idea muy inspirada.
Adam suspiró.
—Pues yo no me siento nada inspirado, señor McCoy. Lo que está sucediendo está mal y yo no puedo remediarlo.
—¿Entonces no quiere afrontar el asunto por la vía legal?
—¿Con mi sueldo? Podría ofrecerle mi alma a cambio de sus servicios. El viejo pueblo algonquino le daría algún valor. —Al ver la mirada inexpresiva de McCoy, sonrió—. Bueno, gracias por su tiempo y por el café.
—Siento no haberle sido de ayuda. Buenos días, señor Jones.
McCoy se puso en pie y los dos echaron a andar en silencio por los lujosos pasillos hacia las puertas de cristal.
En ese mismo momento, una mujer joven entraba en una tienda de Georgetown acompañada de un hombre alto. La música de una flauta navajo ambientaba el local, con sus estanterías atestadas de amuletos, imágenes de indios y búfalos, joyas de turquesa, bolsas de cuero adornadas con cuentas, máscaras pintadas de la costa norte, cráneos de búfalo decorados con escenas de guerreros cazando entre manadas al galope. A lo largo de una pared, en una vitrina, danzaban hileras de katchinas. Detrás de ellas se veían costosas vasijas del Suroeste clasificadas por pueblo y autor.
La mujer tenía el pelo largo, castaño claro, con una pluma de pavo enganchada entre los rizos a la altura del hombro. Su camisa vaquera acentuaba el azul de sus ojos. Llevaba unos Levi’s ajustados, un cinturón de cuentas y unos mocasines Minnetonka.
El hombre, de pelo rubio muy corto, llevaba una camiseta con la leyenda: «Fuera los pieles rojas de Washington», unos téjanos descoloridos y unas botas Luchese que chasqueaban en el suelo. Se acercó al mostrador cargando sin esfuerzo una enorme caja.
La dependienta era una mujer de mediana edad ataviada con un traje oscuro y un magnífico collar de calabaza. Se había recogido el pelo con un pasador de cuentas. Ahora se ajustaba las gafas de carey sobre su nariz recta.
—¿En qué puedo ayudarle?
El hombre dejó la caja sobre el mostrador de cristal, pero fue la joven quien respondió.
—Somos de la confederación Piankatank —informó, ofreciendo una tarjeta—. Nuestro hombre-medicina dice que estos objetos ya no tienen importancia para nuestro pueblo. Los hombres blancos han acabado con su Poder. Queríamos saber si le interesa adquirirlos.
El hombre estaba ya colocando las piezas de nácar y piedra con cuidado en el mostrador.
—Son de manufactura algonquina e iroquesa —determinó la mujer—. Veo que algunos de ellos llevan números de museo. ¿Son auténticos?
—Sí. —La joven sacó un papel del bolsillo—. Aquí tiene un certificado redactado por el abogado de la tribu, según el cual la tribu piankatank es propietaria legal de todos estos objetos. Ninguno de ellos cae bajo la jurisdicción de las leyes de protección de antigüedades. Si tiene dudas puede consultar al juez Kruse.
—La verdad es que aquí vendemos bastantes objetos indios. Tenemos clientes en Japón, Kuwait y Alemania, además de nuestros compradores americanos. Tal vez podamos hacer negocio.
—Sí, ya lo sabemos —replicó la joven con una sonrisa—. Usted es la mejor en este campo. Por eso hemos venido.
La mujer alzó una gargantilla de nácar en la que se veía una araña.
—Una pieza funeraria. Del Misisipí, si no me equivoco.
La joven se encogió de hombros.
—Esto es sólo una muestra. Si llegamos a un acuerdo podemos ofrecerle mucho más. Incluso dos cráneos muy bien preservados.
—Si el affidávit es correcto, creo que haremos negocios con la confederación Piankatank.
—Bien. Lo tenemos todo en orden. Vendemos objetos auténticos, piezas de museo, no reproducciones. Sin duda sus clientes sabrán apreciarlo.
La mujer alzó una ceja y contempló de nuevo el material con ojo experto.
—Mi equipo tendrá que examinarlo, por supuesto, pero si verifican lo que me han dicho, le ofreceré diez mil dólares por el lote. Suponiendo, claro, que contemos con la exclusiva del resto de su colección.