Cascada

Cuando era joven solía sentarme al fondo de la cascada del río Guerrero Negro para contemplar el brumoso halo. El agua había ascendido lo más alto posible y se sostenía en centelleante gloria.

Como mi vida, ese halo era un lugar de suspensión eterna.

¡Y cómo valoraba yo eso!

Flotar en las alturas era mucho más fácil, más limpio. Aunque el agua era en realidad sangre, yo no lo veía. No eran huesos lo que crujía bajo mis pies, sino rocas. No eran gritos lo que oía, sino el viento en los árboles. No veía nada… excepto a mí mismo en un resplandor de gloria.

Me cuidé mucho de mantener aquel halo, para poder esconderme en su brillo.

Tenía que ver muchos otoños, tal vez cinco decenas y cinco, para darme cuenta de que la Vida Suspendida no era vida.

Por mucho que lo intenté no pude mantenerme en alto. Ese resplandeciente halo era la nada. Me cegaba al hecho de que no estaba en ningún lugar. No tenía sitio. En toda mi vida nunca había construido nada sólido ni duradero.

Si lo hubiera sabido… Benditos dioses, ojalá hubiera podido ver por mí mismo lo que yo era.

Estaba vacío. Totalmente vacío.

Es cierto que viví suspendido durante unos cuantos otoños.

Pero cuando caí, el brillante halo se convirtió en un remolino de relucientes cuchillos que, hermosos pero asesinos, me hicieron pedazos.

Y todavía hoy sigo cayendo.

Tengo miedo, mucho miedo. He vivido suspendido tanto tiempo que tal vez no haya fondo para mí.

Mi sentencia puede ser caer para siempre, que mi alma se evapore mientras yo caigo en el vacío, ver las cosas pasar, tender la mano y nunca poder tocar o agarrar nada…

… Ni cerrar los ojos.