32

La Pantera saludó a Palo Dulce cuando atravesó la abertura de la empalizada. La mujer salió al sol de la tarde y a la libertad en aquel segundo día de la celebración del solsticio. La llevaban cuatro fornidos guerreros en una camilla de piel de ciervo. En cuanto la informaron de que volvía con su pueblo y el Mamanatowick le ofreció transporte inmediato, ella no aguardó un instante.

La aldea bullía. Hasta la tierra se estremecía con los brincos de los Danzarines, que trazaban círculos en torno a la hoguera al ritmo de un tambor de cerámica y las matracas de los sacerdotes. Por encima del estruendo se oía el vozarrón oscilante de Serpiente Verde, que dirigía los cantos rituales al Primer Hombre para darle gracias por la vida que había concedido el último año y pedirle que al día siguiente comenzara de nuevo su viaje al norte por el cielo.

En una plataforma habían colocado la estatua de Okeus para que vigilara las festividades. Sus ojos de nácar relucían al sol. Parecía incluso más malévolo que nunca, como si pudiera penetrar en el alma de la Pantera y sonriera al ver la oscura verdad oculta en ella.

El viejo sacudió la cabeza, algo más animado al ver que Nueve Muertes se acercaba entre la muchedumbre de guerreros. Los que no estaban bailando con los aldeanos se habían sentado junto a sus fuegos.

El Jefe de Guerra se iba deteniendo junto a cada grupo para ver si tenían todo lo que deseaban o para compartir alguna broma.

Los hombres le sonreían, muchos se levantaban para estrecharle la mano u ofrecerle algo de comida. ¿Acaso no estaban los Guardianes sonriendo, o eran imaginaciones suyas? El olor de los fuegos, el tuckahoe, el maíz, la leche humeante de almendra se alzaba sobre el aroma más dulce del tabaco compartido en señal de amistad.

Por fin Nueve Muertes llegó hasta él y se quedó mirando la multitud de guerreros y Danzarines, con los brazos en jarras. Llevaba su capa de plumas, y su garrote atado al taparrabo, con el carcaj a la espalda y su famoso arco colgado al hombro. No sólo se había engrasado la piel antes de pintársela con sanguinaria roja, sino que se había echado polvo de antimonio para que brillara.

Nueve Muertes advirtió que la Pantera miraba a la anciana que se alejaba del pueblo.

—¿Protestó Zorro Alto antes de dejar marchar a Polilla?

—No me he molestado en preguntarle. La liberé y en paz. Además, esa comadreja me debe una. Me mintió.

—Una cosa es segura, no me gustaría que fueras mi enemigo. —Nueve Muertes miró la gran hoguera. De vez en cuando, entre los Danzarines y las llamas, aparecía entre las ascuas el cráneo renegrido de Púa Negra. En unos días quedaría reducido a cenizas.

La Pantera se reclinó contra uno de los Guardianes, notando el aire frío.

—Quiero darte las gracias. No podía haber pedido un amigo mejor ahí fuera. Es un sentimiento nuevo para mí.

Nueve Muertes desató su garrote y lo apoyó en el suelo, entre sus pies, la mirada alerta. Al fin y al cabo aquellos guerreros seguían siendo enemigos, y eran muchas las heridas que se habían pasado por alto para tener un día de paz.

—¿Nunca has tenido un amigo, con todo lo que has vagado por ahí?

—La gente es la misma en todas partes, Jefe de Guerra. Vayas donde vayas, las tribus están formadas de clanes, los clanes de linajes y los linajes de familias. Nadie tiene sitio para un hombre sin clan. —¿Cuánto tardaría Zorro Alto en descubrirlo?

—Tú tienes un clan, Anciano. Eres un Fuego del Cielo.

La Pantera movió la cabeza, pero Nueve Muertes se apresuró a añadir:

—Y si no eres Fuego del Cielo en este momento, eres Piedra Verde. Por Ohona, lo juro por mi vida.

La Pantera sonrió y le dio una palmada en el hombro.

—Eres un hombre bueno, Nueve Muertes. Me hace feliz ser de tu mismo clan.

—Hace un momento pasé por casa. Capullo de Rosa ha vuelto. Se ha quedado cuidando de Perla de Sol, por si Zorro Alto intenta volver.

—Sí, yo también la he visto. —El viejo se entristeció de nuevo—. Creo que Perla de Sol se está recuperando. Tendré que drenar el pus mañana otra vez, pero ya le está bajando la fiebre.

Había hablado con Capullo de Rosa sobre la Casa de las Mujeres, y se había enterado de otros hechos oscuros. Pensó en informar a Nueve Muertes, pero se dio cuenta de que el Jefe de Guerra disfrutaba caminando entre viejos enemigos, viendo cómo lo señalaban y lo admiraban por su valor.

No, que esto no salga de tus labios.

—¿Te has enterado de la última? Trueno de Cobre y Serpiente de Agua estaban tomando bebida negra de la misma copa. Halcón Cazador se regodeaba entre los dos, como si tuviera autoridad sobre el mundo entero.

—Sigue enfadado contigo.

La Pantera se encogió de hombros.

—Un hombre no olvida una afrenta. Yo maté a su padre y esclavicé a su madre y a él. Tiene muchas razones para odiarme.

—Supongo que sí. —Nueve Muertes hizo una pausa—. Pero antes tuve una pequeña charla con él y Serpiente de Agua. De momento, Trueno de Cobre está dispuesto a dejar atrás el pasado, sobre todo desde que eres Fuego del Cielo.

—Yo no soy Fuego del Cielo, Jefe de Guerra. Les volví la espalda hace mucho tiempo. Cuando me marche a mi isla, volveré a ser un hombre sin clan.

—¡Tú eres Fuego del Cielo! Mira, vamos a dejarlo de momento, Anciano. —Nueve Muertes movió la cabeza—. Desde luego eres más terco que un osezno. Si Trueno de Cobre te mata, Serpiente de Agua no tendrá más remedio que vengarte. Al fin y al cabo eres el Anciano del clan, aunque vivas en mitad de la bahía, en tu islote. Si tú le dejas en paz, él te dejará en paz. Lo justo es justo.

La Pantera sonrió.

—Ya. Veo que has metido mano en el asunto. Muy bien. Supongo que es un trato justo.

Nueve Muertes le miró de reojo.

—Otra cosa. No me acuerdo de nada de lo que le dijiste al Mamanatowick esta mañana.

—¿Sobre Otoño Cálido?

—¿Quién? No sé quién es.

—Gracias, Nueve Muertes.

—Ya. Bueno… Yo voy a seguir mi ronda, para asegurarme de que nadie olvida que somos todos amigos mientras celebramos el solsticio. —Nueve Muertes se quedó callado—. No durará —añadió al cabo de un momento—. Tal vez no durará ni siquiera los dos otoños estipulados.

—Pero puede ser tiempo suficiente. Y… nunca se sabe.

—Es verdad. Nunca se sabe. —Nueve Muertes se alejó, saludando con la cabeza aquí y allá.

La Pantera se arregló la manta, dio unas palmaditas afectuosas al Guardián y entró en la Casa de los Muertos. La tristeza, mitigada brevemente por la presencia de Nueve Muertes, se asentó de nuevo en su alma.

Al pasar por el estrecho corredor tocó a cada uno de los Guardianes. La encontró en el santuario del dios. Estaba sentada, mirando el nuevo fardo, envuelto en alfombrillas, que descansaban en la plataforma sobre el asiento vacío de Okeus.

A pesar de que se habían llevado al dios, la Pantera lo sentía entre las sombras, vigilante. Sus ojos de nácar relumbraban en su imaginación. Llevaba en la mano el garrote, con algunos pelos de Nudo Rojo todavía pegados en la cabeza de piedra, y su risa hueca resonaba fuera del alcance de los oídos humanos.

—Aquí estás, en el lugar de Okeus. Los dos os parecéis mucho —dijo el viejo con voz queda—. Ambos sois oscuros y caóticos. Tal para cual.

Ella no se volvió. Seguía mirando el cadáver como si viera a través de sus envolturas a la niña que una vez se encarnara en aquellos huesos limpiados con tanto esmero.

La Pantera se sentó junto a ella.

—¿Por qué no lo detuviste? Sólo tenías que hablar.

Peine de Nácar apenas se encogió de hombros.

—No pude.

—Yo no entiendo mucho de estas cosas, pero un hombre que te amaba tanto merecía algo mejor.

—Era más valiente que yo. Siempre lo fue. Yo era la cobarde, la que siempre se dejaba llevar por el pánico y cometía alguna locura.

—¿Qué pasó entre Hueso de Monstruo y tú?

—Una herida.

—¿Fue Púa Negra el padre de todos tus hijos?

Peine de Nácar movió los labios en silencio por un momento.

—Creo que mi primer hijo fue de Hueso de Monstruo. Y Somormujo era de él, seguro. Luego Hueso de Monstruo resultó herido en una batalla. Su flecha no se enderezaba. Le volvía loco acostarse conmigo por la noche y ver que no pasaba nada. La primera vez que Púa Negra plantó en mi vientre un hijo, conseguí engañar a Hueso de Monstruo y convencerle de que había sido él. El niño nació muerto. Entonces comenzamos a pelear a cada instante. Yo creo que… bueno, que fue culpa mía. Me burlaba de él.

—Y entonces te diste cuenta de que estabas embarazada del que luego sería Zorro Alto, ¿no?

Peine de Nácar asintió con la cabeza.

—Así que Púa Negra me llevó al norte. Su esposa sospechaba algo e insistió en venir con nosotros. Yo misma la ahogué con un saco de cuero. No dejé ni una marca. Púa Negra pensó que había muerto porque sí. No creo que sospechara nunca que fui yo. Di a luz a Zorro Alto, pero no pude renunciar a él y dejarlo con aquella gente horrible. No podía soportar la idea de que lo educaran como un Susquehannock y que algún día pudiera bajar remando por la bahía a la cabeza de un grupo de hombres en guerra contra mí, su propia madre.

—Así que llegaste a escondidas e incendiaste tu propia casa para matar a Hueso de Monstruo.

Peine de Nácar asintió de nuevo.

—Estaba mejor muerto. Era lo más fácil, ¿no lo entiendes? Si me hubiera separado de él, se habría sabido que su hombría estaba rota. —Sus ojos llamearon—. ¡Le hice un favor!

La Pantera suspiró.

—Y todo este tiempo Púa Negra te estuvo encubriendo. ¿O acaso te ayudó a quemar a su hermano?

—No. Fui yo. Él no podía… no quería. —Se encogió de hombros—. Yo sólo estaba esperando. En cuanto muriera mi madre, yo sería la Weroansqua y podría casarme con él. Pero mi madre no se muere nunca, nunca —repitió apretando el puño—. ¡A veces pienso que vivirá para siempre!

—Aunque hubiera muerto, tú no te habrías casado con él.

—¿Tú qué sabes?

—Sé bastante. —La Pantera se tocó el mentón, notando que Okeus sonreía malévolo—. Nunca fuiste mujer de un solo hombre. Púa Negra lo sabía, pero perdonaba tus muchas faltas con tal que acudieras a él de vez en cuando. El amor deja ciegos a los hombres.

—A las mujeres también.

La Pantera miró el cadáver de Nudo Rojo.

—Desde luego. Cuando Halcón Cazador muera, tú te harás a un lado y nombrarás Weroance a Nueve Muertes.

Ella dio un respingo.

—¡Estás loco! Si crees que voy a…

—Lo harás. De lo contrario arruinaré tu vida, Peine de Nácar. Sabes que puedo. Lo sé todo, incluso la razón por la que tosías cuando saliste de la Casa de los Muertos esa mañana, l e dolía la garganta de tanto correr, ¿no es así?

Ella le miró con ojos vidriosos y expresión incrédula.

—Mira, no me importa que Púa Negra ofreciera su vida por la tuya, de hecho le respeto por ello, pero nunca te perdonaré por hacer daño a Perla de Sol.

—¡Perla de Sol!

—Tú no estabas en la Casa de las Mujeres antes de anoche, ¿verdad? Capullo de Rosa te vio salir temprano, justo antes del atardecer. Tú creías que estaba dormida. En menos de diez y cinco pasos llegaste hasta las armas de Sauce, justo a la puerta de la casa de su primo. Sabías que lo considerarían un posible asesino, y supusiste que cargaría con las culpas de mi muerte.

—¡Estás loco!

—Tal vez, pero tú nunca serás Weroansqua.

—Será tu palabra contra la mía.

—Me lo vas a prometer, Peine de Nácar. Aquí y ahora. Si asumes el cargo te llevaré a la ruina.

Ella frunció el entrecejo.

—Yo ya he pagado mis errores.

—No; los han pagado Nudo Rojo y Púa Negra. Y Zorro Alto seguirá pagándolos con la poca vida que le quede. Tú has vuelto a quedar impune. —La Pantera movió la cabeza—. Me das asco.

De pronto Peine de Nácar pareció recobrarse.

—No sé de qué me hablas. Mi madre morirá pronto, no puede aguantar mucho más. Cuando ella esté aquí —dijo, señalando los cadáveres — yo seré Weroansqua. Y entonces haré lo que me plazca. ¡Tal vez incluso haga que te quemen, brujo!

—Mírame a los ojos. Nombrarás Weroance a Nueve Muertes. Red Amarilla intentará oponerse, pero tú tendrás derecho sobre ella y lo usarás para nombrar a Nueve Muertes.

La mujer se volvió hacia él. La demencia se encontraba allí, al borde de su alma, apenas contenida. Pero Peine de Nácar comenzaba a ceder. La realidad de lo que había hecho iba penetrando en ella, y su determinación se disolvió en la nada. De pronto hundió los hombros y se echó a llorar.

Él había ganado. Pero ¿qué clase de victoria?

—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella entre sollozos.

—Nada, a menos que me obligues. —La Pantera se levantó. Tenía el alma insensible y vacía—. ¿Y tú qué harás? Tu amante está muerto. Tu hija también. Tú no lo sabes, pero tu futuro es tan cadáver como Nudo Rojo.

—¡Fue Púa Negra! ¡Él mismo lo dijo!

—Sí, ¿eh? Yo he venido para castigarte por herir a Perla de Sol. Pero creo que tu castigo no ha hecho más que empezar. En el momento que aplastaste el cráneo de tu hija con ese garrote, te mataste a ti misma.

—¡Hasta yo tengo un límite! ¡No se puede tolerar el incesto! He pagado por Hueso de Monstruo, por la esposa de Púa Negra. ¡He pagado mis errores! —Se quedó mirando su mano derecha, abriéndola y cerrándola, como si agarrara un garrote.

—No. Los que han pagado han sido Nudo Rojo, Zorro Alto y Púa Negra. Tú sabías que Halcón Cazador no les permitiría huir. Los habría hecho volver y entonces se habría sabido todo. Los asesinatos, el incesto… Habrías quedado destruida, y contigo el clan Piedra Verde.

—¡Quise proteger al clan! —chilló ella.

—Serpiente Verde dijo que había visto esa mañana el fantasma de Nudo Rojo, pero en la penumbra te confundió a ti con ella cuando fuiste a devolver el garrote.

—¡Dejé a un lado mis sentimientos! Endurecí mi corazón, como dice siempre mi madre. —Ahora temblaba—. ¡Lo hice por el bien del clan! ¡Soy digna!

—Que Okeus te ayude, Peine de Nácar. Tú eres la que tienes que vivir con ello. De noche, cuando lleguen los sueños y veas a tu amante y tu hija mirándote, ¿cómo se lo explicarás? Cuando oigas que Zorro Alto vive en el bosque como un animal acechado, ¿qué sentirá tu alma? Cada instante sabrás que tu hijo es un paria al que todos odian y desprecian por tu culpa. Y cuando por fin acabe matándose o le mate algún guerrero, su fantasma también acudirá a ti desde las sombras de tu propia alma.

—¿Púa Negra? —susurró ella—. ¿Dónde está Púa Negra? Por favor, necesito verle…

—No puede venir, Peine de Nácar. Ni ahora ni nunca. —Púa Negra… —Se desplomó sobre las alfombrillas y se quedó acurrucada en postura fetal, sacudida por los sollozos. Las lágrimas corrían por sus mejillas como hilos de plata.

La Pantera se dio la vuelta y echó a andar despacio por el corredor hacia la salida, hacia la claridad de la tarde fría.

Fin