28

La Pantera y Nueve Muertes esperaron dos días. Cumpliendo la predicción de Halcón Cazador, la niebla entró por la bahía oscureciendo el mundo. La Pantera apenas se apartaba del fuego en casa de Capullo de Rosa. Nutria Blanca le preparaba la comida. Su habilidad en la cocina había resultado sorprendente.

—¿Qué nos va a hacer la Weroansqua a Cierva Veloz y a mí? —preguntó la muchacha, nerviosa.

—Nada, pequeña —la tranquilizó el viejo—. Ya hemos hablado del tema, y entiende que teníamos una razón para llevarnos el garrote del Gran Tayac.

—Fuiste muy valiente, sobrina —terció Nueve Muertes—. Yo no sé si habría tenido tanto valor a tu edad.

Ella se sonrojó y esbozó una sonrisa.

Nueve Muertes asintió con la cabeza y miró preocupado a la Pantera. Si Púa Negra y Zorro Alto no llegaban para cuando se alzara la niebla y se despejara el tiempo, sus planes se irían al traste.

Esa misma noche, mientras la Pantera y Nueve Muertes aguardaban junto a su fuego, la Weroansqua envió a uno de sus criados a una misión de la mayor importancia.

Las llamas crepitaban, tiñendo de un dorado resplandor las esterillas de enea. En el techo y en las estanterías las sombras se agitaban como si los espíritus oscuros brincaran y saltaran representando una batalla.

Halcón Cazador se movió para aliviar sus caderas doloridas. Sus sufrimientos empeoraban con el frío y la humedad. Ese invierno habría resultado insoportable de no ser por el remedio de sauce de la Pantera. De momento había gente dispersa por el campo buscando todos los sauces que pudieran encontrar.

Se frotó la cara. Tenía la cabeza llena de negros pensamientos. Desde el momento en que Nudo Rojo había puesto en marcha su enloquecido plan de escaparse con Zorro Alto, el clan Piedra Verde giraba fuera de control como un pelícano con un ala rota. Ahora notaba las oscuras olas del desastre agitándose sin cesar bajo ella.

¿Cómo vas a salvar la situación?, se preguntaba una y otra vez con incertidumbre.

Por fin alzó la vista al aparecer Trueno de Cobre.

—¿Has mandado llamarme, Weroansqua?

—Así es, Gran Tayac. Gracias por venir habiéndote avisado con tan poca antelación. Siéntate.

Él se dejó caer con la agilidad de un puma y se quedó mirándola con expectación. La luz del fuego danzaba en los tatuajes de sus ojos, que ocultaban su expresión como una máscara.

—Esto está llegando a un punto crítico —comenzó ella—. La Pantera asegura que Púa Negra llegará pronto con Zorro Alto. Cuando estén aquí, tal vez me encuentre en una posición muy incómoda. —La Weroansqua le miró a los ojos—. Si las cosas salen mal, podría tener que depender de ti.

—¿Y tu Jefe de Guerra?

Halcón Cazador se encogió de hombros.

—Ya no estoy segura de su lealtad. Pero éste no es el momento apropiado para sustituirle. Es algo que llevará tiempo. Sus hombres lo quieren, muchos de ellos cuestionarían mi decisión. Y yo todavía estoy resentida de la incursión a Tres Mirtos. Si sólo pudimos reunir a la mitad de nuestras fuerzas para atacar a una aldea aliada, ¿cuántos podría esperar que respondieran para una acción dentro de Perla Plana?

Los ojos negros de Trueno de Cobre le recordaron los de una serpiente viendo acercarse una ardilla.

—¿Y yo qué gano? —preguntó él por fin—. Mis diez guerreros y yo podemos acabar con Nueve Muertes y los pocos que le apoyen, pero tengo que saber por qué lucho, qué sacaré de todo esto.

Ella se frotó las palmas y miró la piel manchada de sus manos.

—Conseguirás tu alianza, Gran Tayac. Te entregaré a Peine de Nácar… y a Cierva Veloz, cuando tenga la edad. Dos lazos en lugar de uno. Edad y experiencia junto con juventud y fertilidad. Tus fronteras orientales serán estables y en primavera podemos unirnos para atacar el territorio del Mamanatowick. Es lo que quieres, ¿no?

Trueno de Cobre esbozó una sonrisa.

—También quiero al viejo. Me lo llevaré a mi pueblo.

—Es tuyo. —Halcón Cazador alzó una mano—. Pero no hasta que yo lo diga, ¿entendido? No pienso tolerar ningún error. Ya se han cometido demasiados.

Trueno de Cobre inclinó la cabeza con una ancha sonrisa de satisfacción.

—Como prefieras, Weroansqua. ¿Cuándo podré hablar con Peine de Nácar?

—En un par de días. De momento se encuentra en la Casa de las Mujeres porque está en su fase de la luna. Seguramente lo que tengas que decirle podrá esperar hasta que salga.

—Desde luego. —Trueno de Cobre se levantó. Los músculos se le abultaron bajo la piel engrasada—. Gracias por tu confianza, Weroansqua. Me has tranquilizado. Juntos seremos invencibles.

—Que duermas bien.

En cuanto se marchó el Gran Tayac, ella se volvió hacia el fuego sintiendo un vacío en el alma.

—¿Lo has oído todo? —preguntó en voz baja.

Red Amarilla salió de detrás de la alfombrilla que dividía la sala.

—Sí, Weroansqua —contestó con los puños apretados—. ¿Tenías que prometerle a mi hija?

—¿Preferirías que te entregara a ti? No tenía opción. Trueno de Cobre debía saber que mis intenciones son serias. La vagina de Peine de Nácar se secará en cualquier momento. Cierva Veloz es joven y sana y está a punto de florecer.

Red Amarilla apenas lograba dominarse y disimular su expresión de asco. Halcón Cazador alzó una ceja.

—Tranquila, prima. Si todo sale como está planeado, el Mamanatowick caerá sobre las aldeas de río arriba como un oso furioso. Los dos se destrozarán mutuamente y nos dejarán espacio para respirar. Eso fue lo que acordamos desde el principio, ¿no?

—He comenzado a dudar de tus planes, Weroansqua.

—¿También dudas de que te harás llamar Weroansqua dentro de poco? Eso debería calmar tu rabia.

—¿Y Peine de Nácar? ¿No protestará?

—No. No anunciaré nada hasta que se haya marchado con Trueno de Cobre. Tu posición es segura. Cuando Trueno de Cobre y el Mamanatowick se estén sangrando cancelaremos el compromiso de Cierva Veloz para asegurar su sucesión.

—¿Y cómo sabes que Peine de Nácar aceptará esto?

—En cuanto amanezca me acercaré a la Casa de las Mujeres para decirle que se marcha con Trueno de Cobre, cosa que aceptará, sobre todo si insisto en que es lo mejor para el clan.

—¿Y si el viejo te echa a perder los planes? A él no lo controlas, prima.

La anciana esbozó una triste sonrisa.

—No, pero Trueno de Cobre servirá a nuestros propósitos si lo necesitamos.

Red Amarilla respiró hondo.

—No todos tenemos la misma pasión que tú por la autoridad.

Las llamas lamían una rama de roble, agrietando su superficie.

—Entonces más te vale desarrollar esa pasión, prima. Hace falta para gobernar el clan.

—¿Antes no se tiene que endurecer el corazón?

—Por lo general sí. Una Weroansqua no puede permitirse el lujo de sentir, Red Amarilla. Mata esa parte de ti misma y el resto te resultará fácil.

La mañana del tercer día el tiempo despejó. La niebla se levantó entre los árboles y las casas. Toda la aldea quedó envuelta en el aroma de las vasijas en que se preparaba la comida para la Ceremonia del Solsticio.

Cuando el sol alcanzaba su cénit en el cielo llegaron Púa Negra, Zorro Alto y Perla de Sol, junto con dos canoas de guerreros. Nueve Muertes, al oír los gritos de los vigías, se apresuró a recoger su arco y su garrote antes de echar a correr hacia la puerta de la empalizada.

Las largas canoas negras se deslizaban por el agua en dirección al embarcadero. El Weroance había hecho el viaje en un tiempo récord.

Cuando llegaron al embarcadero, Nueve Muertes apoyó su garrote en el suelo.

—¿Jefe de Guerra? —llamó Presa que Vuela—. La Weroansqua desea que lleves al Weroance a su casa. Allí le dará de comer como es debido antes de que la Pantera y tú habléis con él.

—Muy bien. Mientras tanto envía un par de hombres para que tengan vigilada la aldea. Si las cosas se ponen feas no quiero que los guerreros de Púa Negra nos tiendan una emboscada por la espalda.

—Sí, Jefe de Guerra.

Mientras arrastraban a la playa las pesadas canoas la gente comenzó a reunirse junto a la empalizada. El Weroance iba vestido con una fina capa de plumas pintadas que relucían al sol. Llevaba el garrote en la mano derecha. El brazo izquierdo todavía estaba herido.

Detrás de él caminaba Zorro Alto con paso nervioso. Perla de Sol iba a un lado con rostro inexpresivo. Los guerreros avanzaban en filas, mirando inquietos en derredor.

Nueve Muertes respiró hondo y dio un paso con la mano en alto en señal de amistad.

—Saludos, Gran Weroance. Bienvenido a Perla Plana. La Weroansqua, Halcón Cazador, matrona del clan Piedra Verde, solicita que te reúnas con ella para comer y recibir la hospitalidad y la amistad de la aldea.

Púa Negra se quedó mirándolo a la cara. Un millar de preguntas parecían flotar tras sus ojos negros. Nueve Muertes le sostuvo la mirada. La trampa de la Pantera no tardaría en saltar y no había forma de saber quién quedaría atrapado en ella.

—Guía el camino, Jefe de Guerra —dijo Púa Negra inclinando la cabeza—. El Weroance de Tres Mirtos, su hijo y sus guerreros aceptan la oferta de amistad de la Weroansqua. —Dedicó una fría sonrisa a la gente que les observaba y siguió a Nueve Muertes hasta la aldea. Sus guerreros no apartaban la vista de los hombres de Perla Plana.

Perla de Sol miró a Nueve Muertes alzando una ceja. «Casa de los Muertos», pronunció él con los labios. La joven asintió.

Nueve Muertes cruzó la plaza con un nudo en el estómago. Sentía la tensión como un cordel húmedo, estirado hasta hacer gotear el agua. ¿Cuánta más tensión podría soportar antes de que las fibras se desgarraran?

Junto a la casa comunal de la Weroansqua aguardaba Trueno de Cobre con diez guerreros alineados a cada lado. Su postura de brazos cruzados tenía la insolencia de la victoria. Pero ¿por qué? ¿Qué había ganado?

—¿Cuándo se sabrá por fin la verdad? —preguntó Púa Negra.

—Esta noche. Cuando os hayan dado la bienvenida. Os presentaremos todas las pruebas que hemos encontrado y explicaremos qué significan. Tendréis tiempo de volver a casa antes del solsticio.

—¿Mi hijo es inocente?

—Eso no lo puedo decir —replicó Nueve Muertes—. Pero nuestros hallazgos indican que no mató a Nudo Rojo.

Púa Negra suspiró.

—Entonces mi alivio es completo. Gracias, Jefe de Guerra.

No me des las gracias todavía, Weroance. Nueve Muertes se mordió la lengua, haciendo un esfuerzo por mantener la compostura. Como era el deber de un Jefe de Guerra, entró en la casa comunal de la Weroansqua y anunció:

—En presencia de Okeus y los espíritus, el clan Piedra Verde da la bienvenida al Weroance de Tres Mirtos. La gran Weroansqua, Halcón Cazador, pide a Púa Negra, del clan Sanguinaria, que entre a recibir la hospitalidad de Perla Plana.

Púa Negra entró en la casa y se acercó al fuego principal, seguido de Zorro Alto y sus guerreros. Red Amarilla aguardaba junto al hogar. Llevaba un manto de piel curtida sobre el hombro izquierdo, con el pecho derecho al desnudo. La luz de las llamas se reflejaba en su piel engrasada y teñida de rojo con raíz de sanguinaria. Con la cabeza bien alta guio al Weroance a través de las esteras divisorias hasta la parte trasera de la casa, donde se recibía a los invitados de importancia.

Los guerreros de Púa Negra se acomodaron en torno al primer fuego, mirando alrededor con recelo, atentos a cualquier señal de traición. En cuanto se sentaron los esclavos de Halcón Cazador les llevaron humeantes infusiones, con cuidado de que cada guerrero se sintiera bien recibido.

Nueve Muertes entró también en el recinto trasero. Halcón Cazador estaba sentada sobre una plataforma elevada. Sus parientes más cercanos se acomodaban en las camas. Las llamas arrojaban una luz amarillenta y escupían chispas hacia el agujero del techo.

—Saludos, Púa Negra del clan Sanguinaria. Sé bienvenido a nuestro pueblo. —Halcón Cazador, igual que el Weroance, llevaba una capa con vistosas plumas pintadas. La suya, sin embargo, caía hasta debajo de la cintura. Se adornaba el pelo con un broche de cobre. Se había engrasado la piel y el antimonio relucía como estrellas, distrayendo la atención de sus arrugas.

—Saludos, Weroansqua. He venido a Perla Plana tan pronto como el tiempo lo ha permitido. Te agradezco tu cálida bienvenida. Es un honor que nos hayas invitado.

—No, no he sido yo quien os ha invitado, sino la Pantera y mi Jefe de Guerra, que dicen saber la verdad sobre el asesinato de Nudo Rojo. —Halcón Cazador alzó una mano—. Pero dejémoslo. Ya tendremos tiempo más tarde de hablar de muerte y asesinatos. Ahora vamos a comer. ¡Servid al Weroance y a sus hombres! —ordenó dando una palmada.

Las jóvenes que aguardaban junto a la pared se pusieron en marcha de inmediato. En honor a su prestigio y posición, Púa Negra sería atendido por las mismas mujeres del clan Piedra Verde.

El Weroance se sentó en el lugar de honor. Zorro Alto, todavía intimidado, se dejó caer junto a él.

—¿Y dónde está Peine de Nácar? —preguntó Púa Negra—. Esperaba verla aquí.

—Está en la Casa de las Mujeres, Weroance. Pero no temas, una vez que solucionemos nuestros problemas, seguro que te quedarás lo suficiente para disfrutar de nuestra hospitalidad. Mi hija no tardará tanto en terminar con su deber para con la Primera Mujer.

Púa Negra asintió con la cabeza y pareció relajarse.

Al cabo de un momento sirvieron lomo de ciervo, leche de almendra, calabaza, pavo asado, pato y codornices, y una bebida negra servida en cuencos hechos con caparazones.

Nueve Muertes captó la mirada de Halcón Cazador, asintió con la cabeza y se levantó. Fue al recinto delantero para ver si todo estaba en orden con los guerreros de Púa Negra, y después salió al exterior.

El frío comenzaba a caer del norte y ya se alzaba la primera bruma. Cuando llegara la noche sería tan densa que uno apenas se vería la mano delante de la cara.

Nueve Muertes se acercó a la Casa de los Muertos.

—¿Está comiendo? —preguntó Trueno de Cobre, que aguardaba junto a la puerta—. ¿Está disfrutando de la hospitalidad de Perla Plana por última vez?

—¿Por última vez? —Nueve Muertes se volvió hacia él—. No entiendo lo que quieres decir, Gran Tayac.

—No, si no quiero decir nada. También se podría decir fácilmente: «Todo está perdonado, Weroance. Se ha descubierto al culpable y todo está bien. Perdónanos. Cometimos un error al pensar que tu hijo había matado a la niña». —Trueno de Cobre meneó la cabeza—. Pero ¿hacerle venir hasta aquí? Yo me habría olido una trampa y no habría venido. Aunque por lo que he visto, Púa Negra no es tan inteligente, ¿no?

Nueve Muertes apretó los puños e intentó dominarse.

—¿Estás intentando decirme algo?

Trueno de Cobre se adelantó un paso.

—Creo que lo sabes muy bien —dijo, bajando la voz para que no le oyeran sus hombres—. Y recuerda: yo estaba ahí fuera esa mañana. Le vi con mis propios ojos. Eso es lo que el viejo y tú habéis concluido después de tanto curiosear, ¿no es así?

Nueve Muertes se puso tenso.

—¿Que tú le viste? ¿Qué estaba haciendo?

—Corría hacia los árboles, justo antes de que amaneciera.

—¿Y qué más?

—Llevaba algo. Tal vez un garrote.

—¿Podrías identificar ese garrote? —preguntó Nueve Muertes burlón, alzando una ceja.

—Es el mismo que lleva ahora. Es suyo, ¿no? Lo lleva a todas partes.

—¿Y tú qué hacías ahí fuera, Gran Tayac? Deberías haber estado durmiendo.

Trueno de Cobre sonrió.

—Nadie tiene sueño la noche anterior a su boda, ¿se te ha olvidado?

—A mí se me han olvidado muchas cosas. Ahora, si me disculpas, tengo asuntos que atender.

—Si necesitas ayuda para apresarlo, mis hombres y yo estamos a tu disposición, Jefe de Guerra.

Nueve Muertes sintió un escalofrío. Trueno de Cobre le había llamado «Jefe de Guerra» con tono de burla, como si supiera algo que él ignoraba. Está dando palos de ciego, decidió. No sabe nada del garrote. Es un ardid. Pero no lograba tranquilizarse. Algo había salido mal. No sabía muy bien qué o dónde, pero las vidas de todos podían depender de ello.

La Pantera estaba sentado en la antecámara de la Casa de los Muertos. Tenía en el regazo la manta que Nueve Muertes le había pedido al viejo Sinsonte. La piel era suave y cálida. A su lado había una cesta grande.

Perla de Sol estaba agachada junto al fuego, calentándose las manos. Llevaba la piel engrasada y una capa sobre el hombro izquierdo, pero tenía las piernas manchadas de barro. Al alzar la cabeza se cruzó con la mirada de Nueve Muertes.

—No podíamos marcharnos antes de que despejara la niebla —dijo—. Y no sé si Púa Negra lo habría hecho de no ser la niebla tan densa. Creo que necesitaba demostrar que sigue siendo un Weroance y que ni siquiera la Pantera puede darle órdenes.

—Estúpido orgullo —gruñó el viejo acariciando con los dedos las cuentas de la manta. Por fin la dobló y la dejó cuidadosamente sobre los contenidos de la cesta—. ¿Están comiendo?

—Sí —respondió Nueve Muertes sombrío.

La Pantera lo miró.

—¿Pasa algo, Jefe de Guerra?

—Algo ha cambiado, Anciano. —Se quedó mirando pensativo las llamas—. Trueno de Cobre acaba de decirme que vio a Púa Negra fuera de la empalizada la mañana de la muerte de Nudo Rojo. Dijo que el Weroance llevaba su garrote.

—Igual podía habernos dicho que Púa Negra mató a la niña. Pero ¿por qué ahora? —La Pantera frunció el entrecejo.

—Quiere ver si pesca algo, Anciano. Ha echado un cebo a ver qué pica.

—¿Sí?

—El garrote de Púa Negra tiene sólo una cabeza.

La Pantera lanzó un gruñido.

—No importa, Jefe de Guerra.

—¿Ah, no? Pero ¿no era eso lo que buscábamos, un garrote con dos cabezas?

—Ya no.

—No lo…

El viejo sonrió.

—Todo a su tiempo, Jefe de Guerra. Por ahora está a salvo. Cuando llegue el momento haré que vayan por él.

—¿Cómo? Anciano, no…

—Vamos a ver, ¿por qué crees que Trueno de Cobre puede andar recabando información a estas alturas? —preguntó la Pantera.

—Está demasiado bravucón. Me ha hablado casi con insolencia.

—Trueno de Cobre siempre se comporta así.

—No; hay algo más. Su tono era insultante.

La Pantera respiró hondo. La última pieza parecía oscilar en su mente, a punto de caer en su sitio.

—Tenía tantas cosas delante de mis ojos… —El viejo se volvió hacia Perla de Sol—. ¿Ha llegado Mazorca de Piedra? ¿Ha traído a la mujer?

—Sí, Anciano. Llegaron hace poco. Mazorca de Piedra aseguró que seguiría tus instrucciones. —Vaciló un instante—. Mazorca de Piedra preguntó si recuperaría su puesto de confianza después de realizar esta misión.

—¿Tú qué dices, Jefe de Guerra? —preguntó la Pantera, mirando a Nueve Muertes.

El hombre miraba ceñudo el fuego.

—¿Dejar que sea mi lugarteniente? ¿Cómo voy a confiar en él? No puedo olvidar que me traicionó, que avisó a Tres Mirtos de mi llegada.

—Todo por el clan —repuso la Pantera—. ¿No es eso lo que nos enseñan? Desde el instante en que salimos del vientre de nuestra madre, mojados, manchados de sangre, todo es por el clan. Todo.

—¿Estás intentando decirnos algo, Anciano? —preguntó Perla de Sol.

—Sólo que el clan interfiere en el camino del ser humano —respondió él con tristeza—. Y a veces el inocente debe morir para proteger al culpable.

—No te entiendo —dijo Nueve Muertes, inquieto.

—Me temo que esta noche me entenderás, Jefe de Guerra. Ahora más que nunca necesito que conserves la cabeza. Necesito que confíes en mí y, sobre todo, que pienses antes de actuar. ¿Entendido? Esto hay que hacerlo con la mayor delicadeza posible. —Pero eso no aliviaría la tensión y la pena que sentía. Las personas seguían siendo las mismas criaturas caprichosas de siempre.

Notaba la maliciosa mirada de Okeus desde su santuario. Por mucho que odiara admitirlo, tal vez las viejas historias eran ciertas y todo hombre era descendiente de la entrepierna de Okeus. La Pantera suspiró y se dio una palmada en los costados.

—Ahora, si me perdonáis, tengo que ir a hablar con esa mujer. En ella encontraré el último trayecto de este largo e intrincado camino.

—¿Quieres que te acompañe, Anciano? —se ofreció Nueve Muertes.

—No. Quédate aquí con Perla de Sol y los sacerdotes. Debes guardar la cesta que nos ha preparado Serpiente Verde. Que nadie mire dentro. Nadie, ¿entendido? Ni siquiera la Weroansqua. Sin esa cesta estamos perdidos.

Perla de Sol comía un muslo de pavo frío. A pesar de tener el estómago lleno, se sentía mareada. Estaban llegando a la conclusión de aquel asunto. La Pantera había vuelto de la casa comunal de Mazorca de Piedra hacía media mano. Traía el entrecejo fruncido y se negó a decir nada. Nueve Muertes no hacía más que mirarle nervioso mientras mordisqueaba un trozo de pan duro de tuckahoe. La noche podía acabar en desastre para todos ellos.

Serpiente Verde entró en la sala y miró alrededor con rostro tenso.

—Creo que todo está listo, Anciano. He dicho a Relámpago y Oso Rayado que nos acompañen.

—Gracias, Kwiokos —contestó la Pantera con una sonrisa—. Tu ayuda ha sido inapreciable.

—Eres un buen hombre, Pantera. Y sí, creo ver en ti el dedo de Ohona, perfilando tu cuerpo con Poder. Que el dios te acompañe esta noche. —El sacerdote se frotó la nariz—. Ahora, si me perdonáis, debo atender a las ofrendas de Okeus… para que nos permita proceder sin contratiempos.

El sacerdote se dirigió por el estrecho pasillo hacia la parte trasera. Al pasar tocó con reverencia a los Guardianes.

—Es un buen hombre —comentó la Pantera.

Nueve Muertes se limitó a asentir con la cabeza, sumido en sus pensamientos.

Esta espera me va a volver loca. Perla de Sol intentaba no agitarse. La Pantera le sonrió comprensivo.

Justo al atardecer apareció Cierva Veloz.

—¿Anciano? —dijo desde la puerta—. La Weroansqua reclama tu presencia en la casa comunal. Me ha mandado decirte que espera oír la solución de este asunto.

—¡Kwiokos! —llamó la Pantera—. Ha llegado el momento.

Serpiente Verde se acercó con la cabeza gacha, agitando su matraca y cantando suavemente entre dientes. Le seguían Relámpago y Oso Rayado con aspecto solemne. Se habían engrasado la piel y llevaban el pelo adornado con plumas.

La Pantera señaló la cesta y Nueve Muertes la recogió. Sólo se veía una parte del dibujo del ciervo hecho con cuentas.

Al salir de la Casa de los Muertos, Perla de Sol sintió una mezcla de alegría y desesperación. La trampa estaba tendida.

La niebla se deslizaba en jirones como espectros. El poste Guardián junto al que pasaron estaba húmedo, perlado de agua. Perla de Sol le miró la cara y le pareció ver una expresión amenazadora, o tal vez temerosa.

El frío penetraba en su piel engrasada y la capa de ciervo que llevaba sobre los hombros. Esa noche todo se aclararía. Zorro Alto quedaría por fin y para siempre libre de sospechas. Era lo que tanto había esperado. Había soñado con aquel momento.

Su alegría casi superaba su honda preocupación. Fuera cual fuese la conclusión de todo aquello, las revelaciones que estaban a punto de oír enfurecerían y turbarían a personas importantes.

Perla de Sol se estremeció. Sentía en la espalda la mirada del Guardián. Miró con cautela alrededor, escudriñando la niebla. Parecía que en la oscuridad se movieran las sombras. ¿Serían fantasmas o posibles enemigos?

Delante de ella, los sacerdotes casi habían desaparecido en la bruma. Detrás oía los pasos de Nueve Muertes. La muchacha se apresuró, acortando la distancia con la Pantera. Un niño lanzó un grito. También se oía el goteo del agua de los tejados y el rumor de conversaciones, apagadas por los muros de la casa comunal.

En un instante en que la niebla se agitó, Perla de Sol vio una figura furtiva agachada en la oscuridad. Tenía una rodilla en el suelo, el brazo izquierdo extendido y el derecho doblado, con la mano en la mejilla. La curva del arco podía haber sido una ilusión.

—¡Pantera! ¡No! —Perla de Sol se lanzó hacia el viejo y cayó sobre él con toda la fuerza de su peso.

Notó la flecha atravesarle el brazo, abrirse camino entre las costillas y alojarse bajo su pecho izquierdo. A pesar de todo, cubrió a la Pantera con su propio cuerpo.

—¡Corre!

—¡Perla de Sol! —exclamó la Pantera—. ¿Qué pasa? ¿Qué…?

—¡Corre! —gritó ella—. ¡Quieren matarte!

Muy a lo lejos oía a Nueve Muertes dar órdenes. Notó que la Pantera se movía debajo de ella. El dolor se cerró a su alrededor. Lo único que pudo hacer fue acurrucarse de costado y abrazar aquella agonía.