Nueve Muertes se cruzó de brazos y ladeó la cabeza. Se encontraba junto a la Pantera en el embarcadero de canoas. La fría brisa le obligó a cerrarse bien la capa. El viejo parecía un perro olfateando un conejo, y a juzgar por su actitud se diría que ya casi le mordía la cola.
—¿Has entendido lo que tienes que hacer? —preguntó la Pantera a Perla de Sol.
La muchacha empujó la canoa agua adentro y se montó en ella. El agua se había oscurecido en el frío del invierno. En verano se tornaba verde y lodosa por razones que Nueve Muertes nunca había comprendido.
—Tengo que buscar a Mazorca de Piedra en Tres Mirtos y entregarle el trozo de cobre que me ha dado el Jefe de Guerra —respondió Perla de Sol, ya remando hacia atrás. Alzó el reluciente metal y les dedicó una sonrisa. Después dio media vuelta para navegar río adentro—. Él tiene que traer a Púa Negra y Zorro Alto a Perla Plana.
—¿Y si Púa Negra no quiere venir? —gritó Nueve Muertes.
—Le diré que la Pantera irá por él, esta vez a la cabeza de los guerreros de Perla Plana.
—Dile que retiraremos la acusación contra Zorro Alto —apuntó la Pantera, haciéndose bocina con las manos.
—¿Que retiraremos la acusación contra Zorro Alto? —repitió Nueve Muertes, mirando al viejo de reojo.
—No es ninguna mentira —replicó la Pantera con una sonrisa irónica—. De una forma u otra llegaremos a la verdad. Aunque el muchacho acabe en el fuego con los brazos y las piernas rotos, no habrá duda con respecto a su culpabilidad o su inocencia.
Nueve Muertes puso los brazos en jarras.
—Espero que sepas lo que estás haciendo.
—Todo a su tiempo, Jefe de Guerra. Llegaré al fondo de este asunto antes de la celebración del solsticio. Las piezas empiezan por fin a encajar. Es como cuando se rompe una vasija grande. Hace falta cierto tiempo para colocar cada trozo en su lugar pero al final, de pronto, se ve la forma de la vasija antes de romperse.
—Pero nunca podrá contener agua de nuevo —observo Nueve Muertes.
—Claro que no —dijo el viejo con tristeza—. Pero eso ya se sabía desde el momento en que se rompió, ¿verdad? El mundo se rompió cuando el golpe cayó en la cabeza de Nudo Rojo. Nada volverá a ser igual para ninguno de los implicados, sobre todo para el asesino.
—No sé qué quieres decir, Anciano. —Nueve Muertes observó a Perla de Sol, que en ese momento doblaba el meandro del río y desaparecía tras los árboles.
—Pues está muy claro. —La Pantera se volvió hacia él—. Venga, vamos a casa de tu hermana. Estaba preparando un guiso de calabaza.
Echaron a andar entre las canoas. El día se había caldeado y la nieve se derretía en el suelo fangoso. Nueve Muertes tenía los mocasines empapados y los pies fríos.
—Sigo sin entender para qué necesitas a Púa Negra y Zorro Alto. —De pronto tragó saliva. Sólo podía llegar a una conclusión—. ¡Guano de gaviota! ¿No pretenderás…?
La Pantera hizo una mueca. Tenía la piel enrojecida de frío.
—El joven me mintió, Nueve Muertes. Yo prometí que le arrancaría el pellejo si me mentía, pero para eso podría haber ido yo mismo a Tres Mirtos. No, lo necesito aquí. Es la última pieza de la vasija. La prueba, digamos.
—Todavía me cuesta creer que matara a Nudo Rojo. Con todo lo que hemos averiguado, el asesino tiene que ser otro. ¡Antes creería que fue la propia Weroansqua!
—Tal vez ella misma prefiera que creas eso. Si lo que sospecho es verdad, la Weroansqua se va a llevar un buen disgusto.
Nueve Muertes sintió un nudo en el estómago.
—Deja de dar rodeos y dime de una vez lo que piensas, Anciano.
La Pantera se frenó en seco.
—Todavía no, Jefe de Guerra. Lo que sospecho va a perturbar a mucha gente. Me gustaría estar bien seguro antes de decidir qué hacer.
—¡Lo que dices no tiene sentido!
—Sí que lo tiene. —Su amable sonrisa y su mirada herida parecían desmentir los miedos de Nueve Muertes.
—Anciano, yo sé lo mismo que tú de este asunto. Si es tan evidente, ¿cómo es que no lo veo?
—Porque estás cegado por tu propia verdad, amigo mío. Todos vemos el mundo como nos enseñaron. A ti te han educado de una forma, y cuando te enfrentas a otra lo único que ves es lo que esperas ver. Es como cuando cae la niebla. Esperamos que el mundo siga igual cuando se despeja. Tal vez, Jefe de Guerra, yo no quiero levantar esa niebla. Todavía podría estar equivocado con respecto a lo que hay al otro lado.
—Eso no me tranquiliza.
—No lo he dicho para tranquilizarte.
Por fin entraron en la empalizada y atravesaron la plaza. Los postes Guardianes arrojaban largas sombras, con el sol reflejado en sus rostros tallados. La gente ya había comenzado a colocar ofrendas a sus pies, anticipándose al solsticio. La Ceremonia del Solsticio era la segunda en importancia, después de la del Maíz Verde, a finales del verano. En esta ocasión daban las gracias al Primer Hombre por el año que acababa de pasar y le imploraban que comenzara su viaje al norte para traer vida y calor de nuevo al mundo.
La Casa de los Muertos se veía gris. Nueve Muertes casi notaba la presencia de Nudo Rojo a través de las paredes. Se imaginó a Okeus sentado en su nicho oscuro con los ojos reluciendo, y sintió un escalofrío.
—Si esto sale mal, ¿qué significará para los pueblos independientes? Tengo que prepararme para lo que venga.
La Pantera se tocó el mentón, mirando pensativo el suelo.
—Prepárate para lo peor.
—¿La guerra contra el Gran Tayac? —Nueve Muertes miró a un grupo de jóvenes guerreros que hablaban con Sauce.
—No te olvides del Mamanatowick. Serpiente de Agua está siempre vigilante en su nido, listo para atacar en cualquier instante. E incluso si él deja pasar cualquier oportunidad, Rana de Piedra y sus guerreros conoy acechan en el norte.
—Pues yo preferiría tratar con él. Tendría que cruzar más tierra y más agua.
—A menos que caiga la niebla… o que se mueva en una noche de luna.
—Sí, siempre cabe la posibilidad. —Nueve Muertes se cerró la capa. El viejo Sinsonte se encontraba ante la casa de su hija—. Perdona, Anciano, pero tengo que hablar con aquel hombre. Te veré dentro de un momento en casa de Capullo de Rosa.
—Ve, Jefe de Guerra. Pero te advierto que si la calabaza está tan buena como la última vez, no te va a quedar mucha.
Nueve Muertes sonrió y se marchó. Al pasar junto a los postes Guardianes tendió la mano para tocarlos. Le miraban con sus ojos de madera, inexpresivos, como si juzgaran su alma.
Sinsonte era casi tan viejo como Halcón Cazador. La espalda se le había doblado con la edad y su piel era como una cáscara de nuez que hubiera pasado mucho tiempo al sol. En su juventud había sido un guerrero notable, pero ahora sus ojos se habían nublado. Sus rodillas crujían tanto al caminar que cualquiera podía oírlas. De hecho, debido al dolor, el viejo caminaba muy poco.
—Saludos, Anciano —dijo Nueve Muertes. Sinsonte ladeó la cabeza para oír mejor. Su ralo pelo blanco relucía al sol. Una pluma de azulejo adornaba el moño que llevaba al lado izquierdo de la cabeza.
—¿Quién es? —preguntó con voz rasposa.
—Nueve Muertes, el Jefe de Guerra.
—¿Has venido para llamarme a la batalla? —Sinsonte lanzó una ronca carcajada—. Espera, que voy a recoger mi arco. Pero te advierto que seré más peligroso para nuestros hombres que para el enemigo —comentó con una desdentada sonrisa, frotándose con un dedo nudoso la nariz hinchada por la edad.
Nueve Muertes también se echó a reír.
—Estoy seguro de que lo harás bien, Anciano. Causarás bastante daño.
—Desde luego, Jefe de Guerra —contestó el viejo, tendiendo el brazo—. Siempre que los tenga a esta distancia, ¿eh? Con los músculos que me quedan —añadió, tocándose los bíceps caídos—, no puedo disparar más allá de mis pies.
—Pero en otros tiempos era muy distinto —replicó Nueve Muertes con una sonrisa—. Dicen que de joven podías disparar una flecha mucho más lejos que yo. Me habría gustado competir contigo entonces, sólo para aprender un poco de humildad cuando me derrotases.
Sinsonte asintió con la cabeza.
—Sí, habría estado bien. La única vez que fallé un tiro fue en la batalla contra el Mamanatowick. Tenía apuntado a Agalla Azul, por todo el mal que nos había hecho. Ojalá hubiera atravesado su corazón miserable ese día.
—Sí, nos habríamos beneficiado todos. Su hijo, Serpiente de Agua, no es mucho mejor. ¿Eso sucedió antes o después de que naciera?
Sinsonte frunció el entrecejo.
—No lo sé. Creo que ya había nacido. Pero si hubiera muerto su padre, tal vez el pequeño no habría aprendido de sus trucos, ¿eh?
—Sí, tal vez.
El viejo sonrió con la mirada perdida en el pasado.
—Eran buenos tiempos. Sí, muy buenos.
—Anciano, quería hacerte una pregunta —dijo Nueve Muertes al cabo de un momento.
—Si puedo ayudarte…
—¿Recuerdas la mañana después de la Danza de Nudo Rojo? Nutria Blanca dice que te levantaste temprano y te pusiste a pasear por la plaza.
—¿Eh? Sí. ¿Pasear, dices?
—Muy temprano. Fuiste uno de los primeros en levantarte.
—Es que no duermo bien. Es por la edad —explicó encogiéndose de hombros—. Los viejos no dormimos mucho. Y con tanto ruido, los cantos, las palmas… Me levanté para salir antes de que la plaza se llenara de gente. No veo muy bien y tropiezo con todo. Me gusta más salir cuando no hay nadie.
—¿Viste alguna cosa?
—¿Eh? Acabo de decirte que no veo bien.
—Ya lo sé, Anciano. Pero se trata de la mañana que mataron a Nudo Rojo. Tal vez te enteraste de algo. Acababa de salir de…
—¡Ah, sí! Ya me acuerdo. Yo estaba buscando mi capa, que me la había dejado fuera la noche anterior. —El viejo sonrió encantado—. A veces se me olvidan las cosas.
—Para eso no hace falta tener tu edad.
—¿Eh? No, supongo que no.
—¿Encontraste la capa?
—¿Eh? No, no. Resultó que mi sobrina la había llevado a casa la noche anterior. Me la devolvió… a ver… sí, ese mismo día. La he educado bien. No daba más que problemas de pequeña; creo que lo heredó de su padre, el viejo Media Mano, ¿te acuerdas de él? Se casó con mi hermana hace… unas cuatro decenas de otoños. Hace mucho que murió. Era más bruto que un oso. Pensaba que tendría que darle de garrotazos para enseñarle modales. Pero la hija que le dio a mi hermana es buena. Me cuida bien.
—Háblame de esa mañana, Anciano.
Sinsonte se tocó el cuello arrugado. Tenía las uñas largas, astilladas y marrones.
—No encontraba la capa y hacía frío. No tanto como ahora, pero las rodillas me dolían mucho. No, no encontré la capa, pero sí una manta.
—¿Una manta? ¿De quién era?
—No lo sé. Pensé que alguien vendría por ella.
—¿Dónde la encontraste?
—Junto a la Casa de los Muertos. Estaba tirada en el suelo. La verdad es que no la habría visto si no llego a tropezar con ella. —El viejo meneó la cabeza—. Mis pies ya no son muy ágiles. La gente debería tener cuidado con los viejos como yo. Nos caemos con mucha facilidad, y mis rodillas ya no perdonan.
—¿Qué hiciste con la manta?
—¿Eh? Pues me la eché por los hombros. Hacía frío esa mañana y yo no tenía mi capa.
—Y dices que estaba junto a la Casa de los Muertos. ¿Qué estabas haciendo allí?
—Pensaba que podría encontrar mi capa.
—¿Por qué allí, Anciano?
Sinsonte sonrió con gesto casi insolente.
—Porque allí está oscuro, ¿sabes? Y estas rodillas ya no funcionan. Y durante la Danza había mucha gente con la que yo podría tropezar. Hasta un oso viejo como yo tiene que orinar de vez en cuando y, sinceramente, Jefe de Guerra, cuando uno se hace viejo la orina ya no sale tan deprisa como cuando eres joven. Yo tardo un buen rato en vaciar el saco. La Casa de los Muertos estaba cerca y pude andar tanteando la pared y orinar en privado. No me gusta que los chiquillos se burlen del tiempo que tardo.
—Ya. Así que pensaste que igual te habías dejado la capa allí.
—Bueno, es que a veces se me cae de los hombros.
Nueve Muertes pensó que tal vez no era tan malo morir joven.
—¿Todavía tienes la manta, Anciano?
—¿Eh? Sí, sí. Alguien vendrá a reclamarla. Como hacía frío esa mañana me la eché por los hombros y la traje a casa. Es mejor tenerla en casa, donde está seca y cuidada, que dejarla ahí fuera para que los perros la destrocen.
—¿Te importaría que le echara un vistazo?
—¿Crees que es tuya?
—No, pero…
—No deberías dejar una manta tan bonita tirada por ahí para que los viejos se orinen en ella o la destrocen los perros. O por lo menos deberías tener cuidado de no dejarla donde alguien pueda tropezar con ella.
—Lo siento, Anciano. Perdona.
El viejo se inclinó para entrar en la casa. Nueve Muertes oyó el crujir de sus rodillas.
Mientras esperaba, se volvió hacia la alta Casa de los Muertos, al otro lado de la plaza. La pared trasera yacía en sombras cuando la hoguera arrojaba su luz. Muchas cosas habían pasado allí durante la última noche de Nudo Rojo.
Por fin salió Sinsonte de la casa con una manta de fina piel de ciervo. Era de una artesanía extraordinaria, con cuentas cosidas en intrincados dibujos. Nueve Muertes la desdobló. La imagen de un ciervo relumbró a la luz del fuego. En cada esquina habían cosido un trocito de cobre.
—¿Es tuya?
Nueve Muertes respiró hondo. Le había dado un brinco el corazón.
—No, Anciano. Pero sé de quién es. Te prometo que me encargaré de que le sea devuelta.
—¿Eh? Bien, bien. Y dile que no se deje las cosas por ahí donde la gente pueda tropezar con ellas. Cuando un viejo como yo se cae, puede que no vuelva a levantarse —concluyó con una risita.
—Sí. Gracias, Anciano. Has sido de gran ayuda.
—Bien, bien. Nos veremos en la Ceremonia del Solsticio. No estaría bien que el Primer Hombre pensara que nos hemos olvidado de él.
—Eso nunca. —Nueve Muertes se metió la manta bajo el brazo y se dirigió a casa de Capullo de Rosa con paso alicaído.
Para sorpresa de la Pantera, Capullo de Rosa se acercaba a él con un fardo a la espalda. El viejo se detuvo.
—Pensaba que estarías cocinando, preparando el festín del solsticio.
Ella suspiró.
—Aparta, Pantera. A menos que quieras que tu preciosa alma masculina peligre por la sangre de mujer.
—Ah, ya veo. La luna ha puesto en ti sus bendiciones.
—Es una curiosa forma de decirlo, sobre todo viniendo de un hombre.
Él esbozó una sonrisa.
—Tengo que decirte que una vez, hace mucho tiempo, tuve que pasar toda la bendición lunar de una mujer en una canoa de la que no podíamos salir. Yo estaba medio muerto, débil, sufriendo. Durante todo el tiempo en que ella me cuidó, solía cambiar sus paños absorbentes, escurrir la sangre y luego utilizarlo para lavar mi cabeza febril. No sé de ningún otro hombre cuya alma corriera más peligro que la mía. Mis armas yacían al fondo de la canoa. La mujer me daba de comer, a menudo con las manos todavía manchadas de sangre. Durante los últimos días comencé a mejorar, y cuando finalmente llegamos alguien me desafió y yo lo maté, a pesar de que había estado tan débil.
—Tal vez tu alma está poseída y es verdad que eres un brujo.
—Y tal vez no tiene sentido esta estúpida superstición de tener encerradas a las mujeres.
—Y tal vez sí tiene sentido. —Capullo de Rosa miró alrededor, sonrió y le guiñó el ojo con expresión cómplice—. La verdad es que no es tan terrible, ¿sabes?, contar con tres o cuatro días al mes para estar tranquila y relajada, charlando con las amigas y poniendo al día cosas como la costura. Puesto que sabes tanto y tienes tanta experiencia en la vida, te confesaré que a veces estoy deseando que llegue mi luna. De hecho ya no me queda mucho tiempo para hacer el cambio, y la verdad es que no me apetece nada. ¿Cómo podré hacer entonces mis escapadas?
La Pantera se echó a reír.
—Capullo de Rosa, te prometo que tu secreto está a salvo conmigo. Te veré dentro de un par de días.
—Tal vez cuatro. A veces estas cosas llevan su tiempo y estoy harta de darte de comer, con ese estómago sin fondo que tienes.
—Pero la calabaza estaba lista, ¿no?
—Nutria Blanca la está terminando. —Capullo de Rosa se despidió con la mano y echó a andar hacia la casa menstrual.
¡Que Nutria Blanca se encarga de la cocina! ¡Y durante cuatro días! Sabía que la menstruación podía llegar de repente. Él mismo había visto a algunas mujeres levantarse en medio de una comida para marcharse al refugio. Pero más de una vez había sospechado que para ellas era una excusa para escaparse. Después de tanto tiempo, estaba bien oírselo confirmar a Capullo de Rosa. Es una buena mujer. La Pantera siguió caminando con las manos a la espalda. En general toda la familia de Nueve Muertes parecía excepcional. Esto lo llevó a considerar a las distintas personas que había conocido del clan Piedra Verde: Nueve Muertes, Red Amarilla, Nutria Blanca y la familia de Halcón Cazador.
—¿Anciano?
La Pantera se volvió. Halcón Cazador se acercaba a él. Su bastón de sasafrás se hundía una y otra vez en el barro.
—Saludos, Weroansqua. Un buen día, ¿verdad? Lo bastante cálido para derretir la nieve pero no para secar el suelo.
—Desde luego. Y esta noche, con el aire cálido, la niebla volverá a subir de la bahía. Por la mañana no se verá nada.
—Mejor eso que el viento del norte, que suele traer horribles tormentas.
Ella le miró ceñuda.
—Ya hemos tenido bastantes tormentas, y he venido para levantar otra. ¿Está Capullo de Rosa? —preguntó, señalando la casa con el bastón.
—No, acaba de marcharse a la Casa de las Mujeres. No creo que la veamos en un par de días.
—Ya. Peine de Nácar también. —Se frotó la nariz—. Bueno, entra. Tenemos que hablar.
—Pero es casa de…
—Es mi casa. Pertenece al clan Piedra Verde, y yo soy el clan Piedra Verde. Entra. Tenemos que aclarar varias cosas, si no quieres que el Jefe de Guerra las aclare por mí.
La Pantera la miró a los ojos, se encogió de hombros y entró. Tardó un momento en acostumbrar la vista a la penumbra. Nutria Blanca alzó la cabeza y, al ver quién le acompañaba, se retiró apresuradamente al fondo de la casa.
—¡Niña! —llamó Halcón Cazador—. Quiero que vayas a hacer algo útil, además de robar garrotes —dijo, señalando a la aterrorizada muchacha con su bastón—. Eso que has hecho no se me olvidará en mucho, muchísimo tiempo.
Nutria Blanca se quedó paralizada como un ciervo atrapado, con los ojos vidriosos y la boca abierta. Hasta que de pronto echó a correr hacia la puerta.
La Pantera ayudó a sentarse a la Weroansqua y luego tomó también asiento y apartó la vasija de calabaza del fuego.
—No te atrevas a castigar a esas niñas.
—Como sospechaba. Ya pensaba que Cierva Veloz también tenía algo que ver. Son mis niñas, las dos del clan Piedra Verde. Las trataré como me venga en gana.
—Pues lo que vayas a hacerles a ellas, házmelo a mí primero. Yo las mandé por el garrote, así que castígame a mí. —La Pantera la miró con firmeza a los ojos—. ¿Me has oído? ¡Págalo conmigo, no con ellas!
—¡Te aseguro que lo haré! ¡Y también me encargaré del Jefe de Guerra! Pero antes de hacerlo pedacitos para que sirva de cebo a los peces, me vas a decir qué os proponíais. ¡En mi casa no se roba a los invitados!
—Se trata del cráneo de Nudo Rojo. —La Pantera rebuscó hasta encontrar un cuenco de carey con el que sacó un poco de calabaza de la vasija—. ¿Quieres? —preguntó, mientras soplaba para enfriarla.
—No. Te recuerdo que hemos venido a hablar, no a comer.
—Yo puedo comer y hablar a la vez. Además, si decides ordenar a tu Jefe de Guerra que me parta la cabeza, quiero tener el estómago lleno.
—Volvamos al cráneo de Nudo Rojo.
La Pantera siguió soplando la calabaza.
—La mataron con un garrote de cabeza doble —explicó por fin—. No todo el mundo lo sabe. Sólo Serpiente Verde y los sacerdotes, Nueve Muertes y ahora tú. Trueno de Cobre tiene un garrote de dos cabezas. Teníamos que comprobar si encajaban en los agujeros que tenía tu nieta en la cabeza. Y no, no encajaban.
Halcón Cazador parecía una figura de madera, mirando fijamente el fuego. Ninguna expresión cruzó su rostro. Apenas se la veía respirar.
La Pantera decidió que la calabaza estaba aceptable y comió otro bocado.
—¿Quién eres? —le preguntó Halcón Cazador con voz queda.
—Eso depende de quién responda. La mayoría de la gente cree que soy un brujo. Es una de las pocas cosas a las que todavía tengo que acostumbrarme. Para otros soy un viejo decrépito que vive una vida de eremita en una…
—¿Quién eres? Al principio te toleré porque significabas una salida a una situación peliaguda, y yo estaba dispuesta a tomar cualquier salida para mantener esta alianza. Ahora ya no estoy tan segura. Antes de irme quiero saber si cometí un error o no. ¿Entendido?
La Pantera se chupó los dedos.
—Weroansqua, tú y yo hemos visto la vida desde la mayoría de sus distintos ángulos. Dos viejos guerreros como nosotros podemos mirarnos a los ojos y saber que cada uno mantendrá algunos secretos. Yo tengo los míos y tú los tuyos. Hay cosas que no voy a decir. No porque quiera hacerme el misterioso, sino porque he vivido tanto como tú y con ello me he ganado el derecho de mantener algunas cosas en privado.
Ella lanzó un gruñido.
—¿Y el resto?
—Pregunta.
—¿Por qué abandonaste a Humo Blanco?
La Pantera dejó de masticar y la miró a los ojos.
—¿Quieres saber la verdad?
—No te hagas el idiota. ¿Por qué crees que estoy aquí?
—Muy bien. Lo abandoné porque estaba harto. Estaba enfermo de conducir a buenas personas a la guerra para matar a otras buenas personas, enfermo del éxito, enfermo de los cadáveres que se pudrían al sol, enfermo de verlos hincharse y cubrirse de moscas, enfermo de volver a esa serpiente sin corazón en su pulido trono de cedro, enfermo de saber que nunca estaría satisfecho por muchos pueblos que yo capturara y quemara o por muchos esclavos que llevara a arrodillarse ante él. ¿Lo entiendes?
—No lo sé. ¿A ti qué más te daba? Al fin y al cabo no eran de tu clan, ¿verdad?
Él se pasó la lengua por los labios para limpiar un resto de calabaza.
—¿Sabes cuál es una de las cosas que nos hacen Inmunos, Weroansqua?
—Sé muchas cosas. Ve al grano.
—Me he pasado mucho tiempo observando a los animales. Casi siempre, cuando matan, lo hacen de forma eficiente, sin invertir más emociones de las necesarias.
—¿Y las comadrejas? —replicó ella—. ¿Y los linces y las nutrias? Ellos disfrutan.
—Sí, pero la matanza de una presa pequeña es muy diferente para ellos. Es verdad que la agitan de un lado a otro. Es un juego, Halcón Cazador. Un juego que se realiza con presas pequeñas e inofensivas que no pueden contraatacar. —La Pantera entornó los ojos—. Los hombres, sin embargo, siempre pueden contraatacar. Somos las únicas criaturas de la naturaleza que matamos por costumbre a miembros de nuestra especie. No para comer ni para aparearnos, sino por obtener trofeos. Otra cosa que hacemos, algo crucial para mí cuando me marché, cuesta mucho de entender.
—¿Y qué es?
—Los hombres, entre todos los animales, tenemos la capacidad de ponernos en el lugar de nuestras víctimas.
La dura mirada de Halcón Cazador no cambió.
—¿Y?
Él se encogió de hombros.
—Pues que comencé a ponerme demasiado en su lugar. Cuando soñaba por las noches, siempre me veía a través de sus ojos. No me gustaba cómo me miraban, no me gustaba lo que sentían por mí. Cada grito de cada niño, cuando yo me alzaba sobre los cadáveres ensangrentados de sus padres, me quemaba el alma. Había una niñita preciosa, con toda la vida por delante… —El viejo cerró con fuerza los ojos, como si quisiera escapar a aquella visión.
Halcón Cazador aguardó.
—Cuando matamos tomamos algo más que la vida de un hombre —dijo por fin la Pantera, tragando saliva—. Matamos sueños, Weroansqua. Esperanza, amor, ambición, todo se pudre con los cadáveres.
—¿Y esa niña? —preguntó ella en tono más suave.
—¿Quién sabe? Si sigue viva será una esclava, con los ojos vidriosos por la desesperación y el pelo sucio de barro. Nunca habrá tenido la oportunidad de amar a un guerrero joven y fuerte, nunca le habrá visto resplandecer por ella. Si ha tenido algún hijo, lo habrá plantado en ella un hombre que la utilizó como si fuera una perra. Y el hijo, de estar vivo, sólo podrá aspirar a una vida como la de su madre. —Hundió el dedo en la calabaza con aire ausente—. ¿Qué derecho tenía yo a hacer esas cosas? La autoridad nos hace arrogantes, Weroansqua. Yo he sido arrogante toda mi vida.
—Así que te marchaste para encontrar la humildad en una isla de la bahía Agua Salada.
Él asintió y se sirvió más calabaza.
—No tardé mucho en llenar mi alma de fantasmas furiosos, pero me temo que tardaré una eternidad en apaciguarlos.
Ella atizó el fuego con un palo.
—Eso no explica por qué estás aquí. ¿Qué te puede importar que mataran a mi nieta? ¿Qué sacas tú de todo esto?
—La posibilidad de perdonarme por ser estúpido de joven. —La Pantera saboreó un bocado de calabaza—. A la luz de las cosas que he visto y hecho, lo cierto es que no fue gran cosa. El problema es que cuando eres joven y estás enamorado te parece el fin del mundo. Perla de Sol me aseguró que Zorro Alto no mató a Nudo Rojo. Yo vi la desesperación en sus ojos y me picó la curiosidad. Un joven había cometido un error. Tal vez podía impedir que otro joven cometiera un error peor. Así que aquí estoy.
—¿Has venido para impedir que un joven cometa un error? ¿Y yo me lo tengo que creer?
Él la miró con los ojos entornados.
—He visto que, por lo general, cuando cuentas la verdad, la gente suele preferir una buena mentira. Pero sí, lo que he dicho es verdad. La vida suele completar un círculo. Días antes de la llegada de Perla de Sol, mis cuervos me habían avisado de que iba a suceder algo importante. Aún me pregunto qué habría pasado si hace mucho tiempo, cuando era joven, alguien me hubiera susurrado un consejo al oído. ¿Hasta qué punto sería diferente mi vida?
—Pero eso no sucedió.
—No. Yo era joven, apasionado e injustamente coartado por mi clan. Pensé que les daría a todos una lección, que me vengaría de sus agravios. Me marché acicateado por la arrogancia de la juventud, en busca de un lugar donde reconocieran mi valía. —El viejo sonrió con nostalgia—. En mi estupidez juré que algún día volvería a la cabeza de una gran partida de guerreros y entonces… sí, entonces las cosas serían muy distintas —concluyó meneando la cabeza—. En nombre de Ohona, qué idiotas llegamos a ser.
—¿Quién eres? —repitió Halcón Cazador, aferrando su bastón—. ¿Cuál es tu clan? ¿Cuál es tu pueblo?
Él suspiro.
—Eso me lo llevaré conmigo a la tumba, Weroansqua. Aquel joven murió hace mucho tiempo. No pienso traerlo de vuelta. Si es tan importante para ti, ordena que Nueve Muertes me parta el cráneo e intenta sacármelo del cerebro con las uñas. Pero sospecho que incluso entonces guardaré mi secreto.
Ella entornó los ojos.
—¿Y el asesino de Nudo Rojo?
—Sabrás la verdad antes del solsticio. La respuesta viene en la canoa de Perla de Sol. Ya tenemos la última pieza del rompecabezas.
Halcón Cazador cerró los ojos y él advirtió en ella los efectos de la vejez, que normalmente mantenía a raya su infatigable voluntad. Ahora parecía marchita, agostada por las vicisitudes de la vida.
—Y supongo que la verdad no me gustará, ¿verdad? —dijo la Weroansqua con voz ronca.
—No —confirmó él suavemente—. Supongo que no.